Tras muchas cavilaciones, Maica decidió acudir al ginecólogo. No notaba nada anormal en su persona, pero el doctor había insistido en ello. Desde su segunda visita se había retrasado ya más de veinte días. Temía que se lo reprochara. Por tal motivo lo iba posponiendo de un día para otro.
Cuando entró en el edificio vio el rótulo que habían colgado en la puerta del ascensor. «Averiado. Perdonen las molestias.» Miró hacia arriba con desgana y empezó a subir.
Cuando llegó al quinto piso estaba jadeante. Pulsó el timbre, y aguardó mientras se retocaba el cabello con ambas manos. Necesitaba un tinte. El nacimiento del cabello oscuro contrastaba demasiado con el rubio intenso del resto del pelo.
Le abrió la enfermera. Maica se preguntó qué motivos encontraría aquella mujer para lograr siempre una sonrisa tan franca. Eran sus ojos verdes los que alegraban el rostro. Era bonita.
Tomó asiento en la sala contigua a la consulta del doctor, advirtiendo que era la única paciente. Se mordió el labio inferior, pensativa. No era difícil que el hombre descubriera que se había inyectado en algunas ocasiones. Trataría de esconder a su mirada las marcas de los pinchazos. Había tenido buen cuidado. La aguja buscó siempre la vena a través de rancias cicatrices, evitando dejar señales nuevas.
El doctor la recibió sonriente.
—¿Cómo se encuentra la futura mamá? —le preguntó.
—Bien.
—¿Algún dolor?
—No, señor.
—Entonces, alguna molestia. Pero eso es normal.
Maica afirmó con la cabeza. Aquel hombre, recio y de porte solemne, si se lo proponía podía resultar atractivo.
—¿Ha tomado todos los medicamentos que le receté?
—Sí.
—¿Le queda alguno?
—Se me están terminando.
—¿Es constante en la medicación? Maica se encogió de hombros.
—Así, así —respondió.
—Debo decirle que tiene usted buen aspecto y eso es buena señal. El cuidado de la salud, en su caso, no le afecta a usted sola. Ahora es responsable de otra vida.
Estuvo tentada, por un momento, de abrirle todo su interior, contarle sus problemas personales derivados de convivir con aquel hombre al que llamaba pomposamente su marido. Pero se contuvo. Mientras el médico se esforzaba en hacerle comprender la necesidad de seguir ciegamente sus prescripciones, ella consideraba la oportunidad de narrarle la violación de que había sido objeto, pocos días después de la primera consulta.
—En el hospital me trataron muy bien —dijo Maica al terminar su exposición—. Le dije al médico que estaba embarazada. Entonces me hicieron una prueba…
—¿Ecografía?
—Creo que sí. Me dijeron que no me preocupara, que el niño estaba bien.
—¿Le afectó mucho?
Otra vez la duda. ¿Podía confiar en el médico? Probablemente la podría aconsejar, pero formaba parte de otro mundo. Sería muy fácil decirle que llevaba dentro de sí un secreto que le agobiaba y que alrededor de él se iban trenzando todas las complicaciones que nublaban su vida. En muy pocas palabras estaría todo explicado. Cara Cortada era uno de los dos mendas que esa noche… Después había intervenido Antonio y se lo había cargado. La policía andaba detrás de ellos. La gran duda del miedo le atenazaba la voz.
Miró al médico. ¿Qué le estaba preguntando? ¿Si le afectó mucho?
—Sí, bastante —respondió.
—Lamento lo ocurrido. Le confieso que no comprendo la violencia. Es como la enfermedad. Vivimos rodeados por ella y aunque luchamos por dominarla, no siempre lo conseguimos —se detuvo unos instantes, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Señaló la habitación contigua, donde tenía instalada la pequeña clínica—. Bien, pase ahí y le haré un reconocimiento.
Cuando terminó el examen, sentados nuevamente en el despacho, el doctor le explicó que el embarazo seguía su curso normal.
—En principio —dijo—, no hay ningún motivo de alarma. Todo va según las previsiones normales. De cualquier modo, al menor síntoma de que algo no marcha bien, deberá decírmelo. ¿Comprendido?
—Sí.
—Quiero que responda con sinceridad a lo que voy a preguntarle. Antes de que le prescriba nuevos medicamentos, dígame, ¿los calmantes que le ordené han sido suficiente?
Maica comprendió el significado de esas palabras.
—La verdad, no del todo —respondió.
—¿Ha tenido que recurrir a alguna otra cosa?
—No.
Maica estaba tensa y el hombre lo advirtió.
—En una palabra, ¿se ha inyectado heroína?
—No.
Había respondido con excesiva rapidez y temió que su gesto le estuviera delatando. Entonces, añadió:
—Bueno, sí. Muy pocas veces. Sólo cuando no he aguantado más.
—¿Puede precisar cuántas?
—No lo recuerdo, pero muy pocas.
—¿Todos los días?
—No. Dos o tres veces, como mucho, en una semana.
—¿Siempre heroína?
—Sí.
Hizo varias anotaciones en su ficha personal y le extendió varias recetas. En su mayoría eran vitaminas y sedantes. Respecto a estos últimos, le insistió en que debería dosificarlos rigurosamente y a ser posible, intentar prescindir de ellos.
Le señaló fecha para una nueva visita.
—Si continúa usted por este camino —le dijo—, afrontando valientemente la realidad de su problema, tiene la batalla ganada. Posiblemente sea ése el único mal de nuestra sociedad: que no somos sinceros. Si tuviéramos la honradez de la sinceridad, este mundo sería perfecto. ¿No le parece? Con la proximidad del verano, el día se prolongaba y había más horas de luz. Eran las nueve de la noche y el cielo aún conservaba la claridad, ya adormecida, del día que se escondía por el horizonte.
Maica abrió la puerta de su casa. Un olor característico a cerrado impregnaba todas las habitaciones. Hacía ya una semana que ella y Antonio habían salido precipitadamente del piso, mudándose a la casa de Blanca. Pero las cosas seguían igual.
Invadida por frecuentes depresiones, Maica era consciente de las continuas alteraciones que sufría su ánimo. Cuando conversaba con Blanca, ésta lo achacaba todo a su embarazo. Pero en el fondo, sabía que no era así. La raíz de sus problemas estaba allí, a su lado: Antonio, al que odiaba cada día más. Estaba enloquecido y había días que se pasaba con las drogas. Había noches que Antonio no acudía a casa a dormir. Entonces, Blanca le hacía compañía en las largas horas de vigilia, en paciente espera de que él regresara y con el miedo respirándole en el cuerpo por si la policía le había detenido. Por lo demás, había renunciado a la conversación con él, ya que siempre derivaba en discusiones estruendosas.
Maica permaneció unos instantes ante el armario seleccionando mentalmente las prendas de ropa que necesitaba llevarse. Al abandonar el piso con tanta precipitación, apenas habían tenido tiempo de nada.
De pronto, sonó el teléfono.
Se sobresaltó, notando que se hacía el vacío en todo su cuerpo.
¿Quién podría ser? Rostros y nombres pasaron veloces por su mente, pero los descartó a todos. El teléfono seguía sonando, insistente. ¿Debía cogerlo? La sangre retumbaba sordamente en su pecho. Levantó el auricular.
—¿Diga?
Oía su propia voz, insegura. Decidió que, según de quién se tratara, diría que llamaba a un número equivocado.
—Soy Blanca.
—Pues vaya susto que me has dado.
Respiró profundamente y se sentó en el brazo del sillón.
—¿Es que pasa algo? —le preguntó Blanca.
—No. ¿Qué quieres?
—Atiende. ¿Está contigo Antonio?
—No. Estoy sola.
—Menos mal. Oye, en la puerta de tu casa hay unos señores. Son tres y están metidos dentro de un coche. Un coche verde.
Se estaba refiriendo a la policía.
Maica enmudeció, incapaz de coordinar sus pensamientos.
—¿Me oyes? —insistió Blanca.
—Sí.
—Son maderos, seguro.
—¿De verdad crees que son policías?
—Entero. Los huelo a distancia y ésos apestan.
—¿Vendrán por Antonio?
—No hables por el canuto.
—¿Dónde estás, Blanca?
—Iba a subir a tu casa a ayudarte, pero he pasado de largo. No me han seguido.
—¿Qué hago ahora?
—Nada. Aguanta a ver si se van o a ver qué hacen. De todas maneras, contigo no tienen nada. Si sales y te siguen, no vengas a casa. ¿Vale?
—Sí.
Una vibración aguda interfirió en la conversación.
—Estoy en una cabina, se me corta…
Maica escuchó el sonido característico al interrumpirse la comunicación.
Regresó al dormitorio y metió apresuradamente en una bolsa de viaje diversas prendas suyas y de Antonio.
El balcón que daba a la fachada del edificio tenía las persianas bajadas. Se sentó y permaneció inmóvil, dejando transcurrir el tiempo. El ruido del ascensor la perturbaba cada vez que se ponía en funcionamiento.
Después de mucho pensarlo, decidió que no podía quedarse allí toda la noche. Quizá eran sólo imaginaciones de Blanca, y ella no tenía por qué temer. Vertió el contenido de su bolso de mano sobre la mesa y comprobó que no contenía hachís. Lo guardó todo de nuevo, cogió la bolsa con las ropas y se encaminó a la puerta. Acercó el ojo a la mirilla para observar el exterior. Oscuridad y silencio.
Una vez en la calle, miró con disimulo a su alrededor. No había ningún coche verde, ni de otro color, con tres hombres.
Caminó por diversas calles, volviendo la cabeza en cada esquina. Nadie la seguía. Entonces, tomó un taxi, que la dejó en la plaza de Zaragoza. Fue andando hasta el puente de San José, sobre el río Turia, y de nuevo subió a otro taxi. Le facilitó la dirección de la cafetería.