Antonio abandonó la idea de dormir y se sirvió una generosa ración de whisky. Estaba cansado e inquieto. Cogió el periódico y tras hojearlo con desgana, lo arrojó al suelo.
Llevaba ya una semana sin salir de casa. Sus momentos de depresión alternaban con la euforia ocasional que le producía el hachís y la heroína. Ahora, la frustración y la ira reprimida estaban a punto de hacerle estallar.
Oyó la llave al girar en la cerradura de la puerta. No se movió.
—¿Eres tú, Maica?
—Sí.
La mujer cerró la puerta y pasó al salón. Dejó el bolso sobre la mesa y se dejó caer en el sillón.
—Estoy molida —se quejó—. Toda la noche, para una porquería de dinero. No te invitan a una copa, ni hartos de vino. Y es que no hay un duro.
—¿Te ha acompañado Blanca?
—Como siempre. Se ha ido en el taxi que cogemos todas las noches las dos. El taxista ya nos conoce y viene a esperarnos.
—¿Todo bien?
Maica volvió la cabeza.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Pareces idiota. ¿A qué va a ser? Pues si te ha seguido alguien, si has oído rumores, qué se dice por la basca…
—Nada de nada. Si supiera algo te lo habría dicho nada más entrar —intentó dar un giro a la conversación—. Fíjate qué hora es: las dos y media pasadas, y yo sin vender una escoba.
Antonio parecía no escuchar, absorto en sus pensamientos. De pronto, dijo:
—Maica, ¿has traído caballo?
—No.
—Pues me la has hecho.
—¿Es que no queda nada? Si había…
—No. Tú desde que te lo quieres dejar por la mierda del embarazo, ya no te preocupas de nada.
Una oleada de calor subió hasta el rostro de Maica. Antonio estaba desesperado y últimamente su genio era insufrible. Tuvo miedo. El encierro voluntario en el piso y su constante inquietud le estaban enloqueciendo. La paternidad no significaba absolutamente nada para él.
—¿No te arreglas con chocolate? —preguntó tímidamente Maica.
—Mierda, no. Me hace falta un chute, o dos, o tres. Los que me dé la gana. Pero tú, ni caso. A las mujeres si no se os da un curro de vez en cuando, no aprendéis.
Maica instintivamente consultó su reloj.
A aquella hora no había probabilidad alguna de conseguir heroína.
—¿No has podido ligar nada de caballo? —insistió él.
—No.
—Porque no te ha dado la gana. Eso es. Porque no te ha salido del…
—¡No me grites!
—¡Grito lo que quiero! ¿Qué pasa?
—No pasa nada. Pero tú acabarás mal del coco.
—Es mi problema.
Antonio se levantó furioso y fue al dormitorio. Cuando regresó llevaba en la mano una cajetilla de cerillas.
La abrió con cuidado. En su interior había cinco dosis de LSD Eran diminutas, inferiores al tamaño de una lenteja, y de color rojo.
—Voy a hacer un viaje —afirmó, lacónico.
La mujer le observó, preocupada. El ácido surtía siempre efecto. A buen seguro que iba a hacer un viaje, pero no siempre era bueno. Un mal viaje era temible.
—Eso es una bomba, Antonio.
—Pues voy a volar. Necesito un viaje largo. Te juro que me está haciendo falta.
Se puso la dosis de LSD en la boca y se tendió en el sofá.
Maica se levantó, inquieta. No recordaba cuánto tiempo hacía que no habían comido ácidos. Más de un año, quizá.
En los primeros tiempos, cuando se empezaba a extender el consumo de la droga, la curiosidad hacía que todos acabaran probando los ácidos. Pero con los años, se le cogía miedo. Era la bomba atómica del cerebro. Por eso, sólo en situaciones apuradas se recurría al ácido. Ella sabía que bajo sus efectos se mezclaba la realidad con las propias alucinaciones. Varios colegas habían muerto por esa droga.
Maica fumaba, moviéndose constantemente por el salón. Le aguardaba una noche de vigilia con toda probabilidad.
Apagó el cigarrillo y se sentó de nuevo. El sueño vencía sus ojos y cerró los párpados, dejándose envolver por la bruma de un dulce sopor.
El ruido del sofá, al incorporarse Antonio, la despertó. Estaba de pie y tenía la cajetilla de cerillas en la mano.
—¿Qué haces? —quiso saber Maica.
—Nada, que me he comido otro ácido.
—¿Qué?
—Deben de estar muy pasados. No hacen nada…
Le vio tambalearse hasta abandonar pesadamente su cuerpo en el sofá. Tenía los ojos fijos en el techo, Maica se preguntó cuánto tiempo habría dormitado. ¿Media hora? Miró su reloj. Eran casi las tres y media.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Antonio se volvió hacia ella. Lentamente. Le pesaba mucho la cabeza. No sentía la lengua en su boca.
—¿Va todo bien? —insistió.
Por supuesto. Antonio la oía con toda nitidez. En su cabeza giraban, en torbellino de colores, un sinfín de sonidos que no lograba localizar. Tenía los ojos hinchados y brillantes. Se concentró en el rostro de Maica.
—Ahora me siento en paz conmigo y con todos —dijo—. Lo tengo todo claro, muy claro. Pero es difícil de explicar, ¿me entiendes?
Sus palabras eran ágiles y no pesaban en los labios.
Veía el aire de la casa, saturado de múltiples irisaciones.
Oyó que Maica le estaba hablando.
—Intenta dormir. Haz el viaje con los ojos cerrados y estarás mejor.
¿Había miedo en sus ojos? ¿Por qué? Las palabras salían de la boca de Maica y las veía azules. Tenían forma de pájaro. Un inmenso y etéreo pájaro azul salía de sus labios y batía las alas, creciendo, alargándose, hasta golpear los tímpanos.
—No me entiendes, Maica. Tengo la cabeza funcionando que es demasiado. Necesito hacer justicia, pero de verdad, no la de ellos.
Ahora estoy viendo dos mundos. El mío, donde estamos en este momento, y el otro lleno de porquería. Da asco mirarlo. Pero todos no van a entrar en mi mundo —rio estrepitosamente, viendo el gesto consternado de la mujer. Se puso serio de repente y añadió—: Tú sí vendrás a mi mundo.
—¿Dónde lo estás viendo?
—Muy lejos y muy cerca. Aquí mismo. Ahí —y con la mano temblorosa le indicó un punto indefinido de la pared—. ¿Lo ves?
—Mira, lo mejor será que duermas, ¿vale?
—Estás pensando que no me funciona la cabeza —seguía mirando insistentemente a la pared—. Pues te equivocas. Pero el niño también vendrá.
Maica pensó en su embarazo.
—¿Qué niño? —preguntó.
—El que nazca.
Antonio se puso en pie, con gran esfuerzo. No tenía sentido de la orientación. Miró las tijeras sobre la mesa y alargó el brazo. Estaban a mucha distancia de él, pero notaba que su brazo se prolongaba y llegaría hasta ellas. Las cogió con la mano derecha y las blandió en el aire.
—Ésta podría ser la noche —gritó—. Hay que terminar con la injusticia, con todos los hijos de puta…
No terminó la frase. El tiempo se había detenido, de pronto. Un ángel diabólico giraba en remolinos extraños, alterando el orden de las cosas, de las horas, de los minutos.
Maica intentó quitarle las tijeras, pero él se resistió.
Su mirada vagaba, cambiante, posándose sobre los objetos como si buscase algo. Se dejó guiar por la mujer y se sentó de nuevo.
—Hazme caso, Antonio. Trata de dormir.
La voz de Maica le llegó en forma de colores vivos y su sonido era delicioso. ¿Cómo no lo había percibido antes? Los colores de su vestido eran música y los percibía a través del oído.
Antonio apoyó su mano izquierda en el brazo del sillón. Giró la cabeza y sus ojos se desorbitaron. El alarido de espanto sobrecogió a la mujer.
—¿Qué pasa? —preguntó Maica, acercándose a él.
No obtuvo respuesta. Antonio clavó las tijeras en el sillón, salvajemente. Golpeaba una y otra vez contra alguien invisible.
—Me he matado a mí mismo y estoy vivo.
—¿Pero qué dices?
—¡Me va a volver loco! Aquí, mira —mostró el lado del sillón, desgarrado—. He puesto mi mano ahí y he cogido mi mano muerta. Yo estaba ahí, muerto. ¿Lo entiendes?
—¡Ya está bien! —le gritó Maica—. Cierra los ojos ya, que me vas a cabrear. Dame las tijeras.
Maica intentó quebrantar su voluntad, pero fue en vano. El hombre negaba con la cabeza y apretaba las tijeras con ambas manos.
—¡Hazme el puñetero favor de cerrar los ojos y estarte quieto!
Antonio se miraba detenidamente las manos, inquieto. Entonces cerró los ojos y pareció dormir.
Maica estaba atemorizada. Una nueva acometida de aquella violencia desenfrenada podría ser fatal. No era capaz de dominarle. Se levantó y fue hasta el teléfono. Marcaba los números observando a Antonio. Deseaba que el teléfono fuese silencioso.
Tardaron en contestar.
—¿Blanca? —preguntó, en un susurro.
—Sí. ¿Quién eres?
—Maica. Oye, ¿está Rafa ahí?
—Sí. ¿Qué pasa?
La había despertado. Sus palabras le llegaban somnolientas y arrastradas.
—Blanca, necesito que vengáis enseguida. Antonio se ha vuelto loco. Se ha comido dos ácidos y no sé qué va a pasar.
Se hizo un silencio. Blanca se había levantado y estaba despertando a Rafael.
—Vamos para allá —dijo.
—No sabes el favor que me haces —agradeció Maica.
—No te apures. Despierto al gárrulo este y nos vamos.
—Móntatelo bien cuando lleguéis, que está muy flipado.
Colgó el teléfono y se sentó frente a Antonio. Dormía inquieto, gesticulando a intervalos.
Cuando, media hora después, sonó el timbre, Antonio abrió los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó sin mover la cabeza.
—Voy a ver. Deben de ser Rafa y Blanca.
Antonio balanceó pesadamente la cabeza y permaneció quieto, distante.
Maica abrió la puerta y les retuvo en la entrada, a fin de ponerles en antecedentes.
—Estaba asustada —les dijo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rafael, en voz baja.
—Se ha comido dos ácidos y le han sentado fatal.
—¡Qué bestia! —exclamó Blanca—. La podía haber diñado.
—Ahora está tranquilo —dijo Maica—. Pero no suelta las tijeras. Antes le ha dado la vena y ha destrozado el sillón.
Ya en la puerta del salón, Maica anunció a sus amigos.
—Son Rafa y Blanca.
Antonio ladeó la cabeza y miró en dirección a ellos. Aquellas manchas flotantes iban tomando forma.
—¡Hola, colega! —saludó Rafael.
No respondió.
—¿Qué pasa con tu cuerpo, tío? —intervino Blanca—. Vaya forma de recibir a la gente. ¿Nos sentamos o nos vamos?
Sólo logró que se encogiera de hombros. Estaba muy lejos de allí.
Tomaron asiento.
—Lía un canuto, Rafa —dijo, de pronto, Antonio.
Blanca cambió una mirada con su amiga.
—Te puede sentar fatal —respondió Rafael.
—Que me siente como le dé la gana. Quiero un porro, ¿qué pasa?
—Nada, colega. Yo te lío y en paz.
Rafael observó las tijeras en las manos de Antonio. Las apretaba con fuerza innecesaria.
—Os voy a decir una cosa. —Antonio hablaba con aspereza—. Somos todos una pandilla de gilipollas. Pero yo lo tengo muy claro. Vais todos derrotados por la vida. Y no estoy pirao. La cabeza me va a tope.
—No tendrías que hablar —le sugirió tímidamente Blanca.
—Sé muy bien lo que me digo… ¿Para qué estamos viviendo? Para nada. Yo paso de mujeres y de dinero. Todo es una mierda.
—Déjalo —dijo Rafael—. Mañana estarás mejor. Podemos organizar una fiesta…
—No te enteras, Huesos. ¿No ves que yo paso de fiestas y de todo? Esta vida no sirve para nada. Te lo digo yo. Tengo mucho corrido. He matado y me siento tan a gusto. He roto más de una cabeza, ¿y qué? Siempre tengo razón. Si alguien se pone por delante, lo volveré a hacer.
Los otros se miraron entre sí, alarmados.
—Cuidado con lo que dices —le previno Maica—. Como te oiga alguien, se jodió.
Permaneció unos instantes en silencio y cerró los ojos. Luego intentó ponerse en pie pero le fallaron las piernas. Rafael se apresuró a sostenerle.
—Déjame, Rafa.
Se sentó de nuevo, y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Miró hacia el techo. La lámpara estaba dando vueltas de forma vertiginosa. La vista se le nublaba y algo parecía arder en su interior.
—¡Estoy ahí arriba, muerto! —gritó.
Todos levantaron la cabeza, instintivamente.
—¡Dios, estoy muerto! —repitió—. Mirad arriba. ¡Un cadáver!
Se estremeció. Presa de espasmos, encogió el cuerpo sobre sí mismo.
—Tengo frío.
Maica trajo una manta y se la echó por los hombros. Los temblores eran cada vez más violentos. Rafael permanecía a su lado, mientras las dos mujeres lloraban en silencio.
—¿Sabes si ha tomado algo, además de los ácidos? —quiso saber Blanca.
—No lo sé —respondió Maica, en voz baja—. Cuando he venido esta noche lo he visto normal. Estaba muy cabreado, pero nada más.
—¿Se ha metido caballo o alguna anfeta?
—Bueno, se ha chutado esta tarde. Aparte algún canuto…
Maica meditó unos segundos. Sin mediar palabra, fue al dormitorio. Cuando regresó, le explicó a Blanca:
—Se ha debido de comer varias anfetas.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero antes de los ácidos.
—¡La virgen, qué ensalada se ha metido! Está colgadísimo.
Rafael miraba de reojo a las dos mujeres, adivinando por sus gestos la conversación.
—Yo creo que deberíamos llevarlo a un médico —sugirió Blanca.
—¿A dónde? —preguntó Maica.
—A un hospital.
—¿Tú crees?
Maica dudaba. Era peligroso que Antonio saliera a la calle. La policía podía andar detrás de él. Pero, por otro lado, su estado era comatoso. Temió por su vida.
—Maica, si no hacemos algo, éste la palma —afirmó Blanca.
Rafael se acercó a las mujeres.
—Yo tengo el coche abajo. Si no lo llevamos, a éste le da algo. Se está poniendo muy mal.
En aquel momento, Antonio arrojó lejos de sí la manta. Estaba pálido y sus ojos reflejaban un miedo atávico.
El grito llenó todos los rincones de la noche. Se tiró al suelo, como un animal acosado.
Rafael acudió en su ayuda.
—¡Déjame! —le rechazó, furioso.
De improviso, todo eran sombras a su alrededor. La pesadilla volvía. Se veía en lo alto, mirándose a él mismo, y muerto.
Se escondió debajo de la mesa y volvió a gritar. Allí había un hombre, dentro del ataúd, con una lividez infinita. El hombre le miraba. Sus labios estaban contraídos en una sonrisa sardónica.
Antonio deseó huir, pero estaba extrañamente paralizado. Poco a poco conseguía perfilar los rasgos del hombre que yacía muerto a su lado. Era él mismo.
Entonces gritó. Los alaridos brotaban del fondo de sus entrañas.
Rafael se inclinó y le cogió por las axilas, para incorporarle. En ese momento, la mano de Antonio, que seguía empuñando las tijeras, le golpeó en el brazo.
Rafael sintió un dolor agudo y una sensación cálida que descendía hasta su mano. Se incorporó, sin dejar de vigilar a Antonio.
Las mujeres les miraban, atemorizadas.
—¡Estás herido! —le gritó Blanca.
—No es nada —respondió, pensativo.
—Ven, a ver qué tienes —dijo Maica.
Pero Rafael estaba pendiente de Antonio, que yacía de bruces en el suelo, con el brazo derecho separado del cuerpo. Con un movimiento rápido, le pisó la muñeca. Antonio no reaccionó. Entonces, se inclinó y le arrebató las tijeras. Estaban manchadas de sangre.
Miró su mano ensangrentada, pensando con rapidez. No podía ir a ningún sitio con aquella sangre. La policía metería las narices en seguida.
Por el momento, Antonio estaba reducido. Estaba sin fuerzas.
Maica se le acercó.
—Ven —le exigió.
Rafael la siguió hasta el cuarto de baño. La herida no era muy profunda y Maica con habilidad la desinfectó, vendándole el brazo. Le dio una camisa y una chaqueta de Antonio, para que se cambiara.
Blanca se acercó a ellos.
—¿Cómo sigue? —preguntó Rafael.
—Igual. Está como muerto, pero respira. Tengo miedo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Maica—. ¿Llamamos a un médico?
—Es mejor que le llevemos a un hospital. Lo mismo llamas al matasanos y tarda tres horas en venir —explicó Rafael—. Vamos a bajarle al coche. Está tan pasado, que ni se va a enterar.
—¿Y si no se deja? —preguntó Maica.
—Está agotado, ¿no lo veis?
Cuando llegaron al hospital, Rafael detuvo el coche en el aparcamiento destinado a urgencias. Aún no había parado el motor, cuando un hombre con chaqueta y pantalón blancos se acercó al vehículo.
—¿Puede caminar el enfermo? —preguntó.
Su tono de voz era aséptico, impersonal. El rostro, con barba de todo el día, reflejaba un profundo aburrimiento. Era joven y delgado.
Maica negó con la cabeza.
A los pocos segundos, dos celadores vestidos igualmente de blanco llegaron, transportando una camilla. Con destreza y sin mediar palabra, sacaron a Antonio del coche y lo acomodaron en la camilla, cubriendo su cuerpo con una manta. Desaparecieron con la camilla hacia el interior.
Un hombre de unos treinta y cinco años se les acercó.
—Buenas noches —saludó—. ¿Vienen ustedes con el enfermo?
—Sí —repuso Maica.
Sus modales eran exquisitos. En el bolsillo superior de la chaqueta blanca llevaba bordado en verde su nombre: «Dr. J. Meseguer». Se dirigió a Maica.
—¿Es usted su señora? —preguntó.
—Sí —respondió.
—Dígame, que síntomas ha observado en él.
—Bueno, la verdad, es que se ha pasado con el ácido. Se ha comido dos.
El médico arrugó la frente, pensativo.
—¿Se refiere usted a drogas? ¿LSD quizá?
—Sí, señor. Se ha puesto como loco.
Blanca intervino.
—También se ha comido unas cuantas anfetaminas.
El hombre interrogó con la mirada a Maica, que asintió.
—¿Hace mucho de eso?
—A las dos y media, más o menos, el ácido. Lo otro no lo sabemos.
—¿Usted cree que eso es muy grave? —quiso saber Maica.
El médico miró a cada uno de ellos, intentando recomponer los hechos con los datos que poseía. El resultado de una noche de droga, pensó. Sin embargo, los acompañantes, aparte de los ojos enrojecidos, no parecían bajo los efectos de ninguna droga.
Se dirigió nuevamente a Maica.
—Vamos a hacerle un reconocimiento completo —explicó—. Posiblemente se le haga alguna transfusión de sangre. Pueden esperar aquí.
Se encaminó hacia la habitación, donde habían dejado la camilla que transportaba a Antonio.
—Pasen por recepción —dijo ya en la puerta—. Deben llenar el formulario con los datos del paciente.
Desapareció detrás de la puerta.
Maica sintió náuseas. El color blanco y el olor característico a hospital la deprimían.
—Da un nombre chungo —le susurró Rafael.
—Ya lo he pensado, Rafa —respondió Maica.
Dos horas después regresó el mismo médico. Sorprendió a los tres, de pie, junto a la puerta de salida, fumando.
—¿Cómo está? —preguntó Rafael, al verle.
—Saldrá de ésta —respondió.
—Pero, ¿está bien?
—Sí. Ahora duerme. Ha habido que lavarle el estómago y hacer una transfusión de sangre. La tenía intoxicada en grado alarmante.
—¿Podemos verle? —quiso saber Blanca.
—Ahora, no.
Maica le miró con preocupación.
—Márchense tranquilos, que aquí no pueden hacer nada por él. Mañana, es decir hoy ya, por la tarde, pueden venir. Si su evolución ha sido satisfactoria estará en condiciones de salir de la unidad de intensivos.
Hacía dos horas ya que había vuelto en sí. En un primer momento le había supuesto un gran esfuerzo explicarse su presencia allí. No recordaba apenas nada de la noche anterior. Era todo una gran nebulosa en la que se diluían las imágenes grotescas de un mal sueño.
Un médico muy joven le había explicado el estado en que llegó la noche anterior. Las dos mujeres y el hombre que le habían traído eran, sin duda, Maica, Blanca y Rafa el Huesos. Tuvieron que marcharse, mientras a él le renovaban la sangre y le limpiaban el estómago.
Se encontraba plenamente consciente. Movió deliberadamente las piernas y los brazos, cambiando de posición en la cama. El cuerpo le obedecía. Quedaba un vago zumbido allá en el fondo de la cabeza, pero nada insoportable.
En aquella dependencia amplia, rodeado de enfermos (había diez camas), Antonio aguardaba impaciente el momento en que le permitirían abandonar el hospital. Le disgustaba verse con aquel pijama impersonal, impotente y postrado. Le atemorizaba el constante ir y venir de médicos, enfermeros, celadores, con su indumentaria blanca e impermeables al sufrimiento ajeno.
No tenía noción del tiempo. En los hospitales solamente existe el día y la noche No llevaba su reloj. El enfermo de la cama contigua a la suya, un hombre de cincuenta años que convalecía de una delicada intervención quirúrgica de estómago, le había facilitado la hora: las tres de la tarde. No recordaba haber comido.
Oyó rumor de pasos que se acercaban a la sala. Prestó atención. Un grupo de médicos inició la ronda de reconocimiento a los pacientes.
Al llegar a su altura, alguien cogió la tablilla que colgaba al pie de la cama y leyó atentamente la evolución de su enfermedad. Se la pasó al doctor que parecía mandar el equipo médico, un hombre maduro, de rostro adusto, quien se acercó a él y le tomó el pulso. Miraba a los ojos. Antonio dudó si aquel hombre sería capaz de penetrar sus pensamientos.
—Esto va bien —comentó lacónico y se alejó.
Con los labios entreabiertos, Antonio sintió que las palabras se le habían quedado frías. No le había dado opción a preguntar nada.
Les vio conversar animadamente en la misma puerta. Y entonces lo oyó.
Alguien había hablado de policía. Todo su cuerpo se puso en tensión. Se estaban refiriendo a él. ¿O quizá eran suposiciones suyas? Carecía de lógica.
En aquel momento lo escuchó de nuevo, con nitidez. La palabra «policía» le había llegado clara y contundente. Un médico miró de soslayo hacia él. Ya no le cabía duda.
Diez minutos después de haberse marchado los médicos, el pensamiento le martilleaba la cabeza. No tenía elección. Era indudable que tenía que salir de allí. ¿De qué forma? No tenía sus ropas, que permanecían guardadas en algún rincón del hospital. A pesar de ello, tenía que huir.
Era arriesgado salir a la calle, vistiendo ese pijama que en un tiempo debió de ser azul. En la sala tampoco se veía prenda alguna perteneciente a otros pacientes. Pero no le quedaba otra elección.
Se levantó de la cama, calzándose unas zapatillas, y salió al corredor. Por fortuna estaba en un primer piso. Meditó en la posibilidad de ir caminando, bajar las escaleras y marcharse tranquilamente por la puerta principal. Eso era descabellado.
Estaba junto a la ventana, cuyos cristales rozaban las hojas de un árbol frondoso, de los muchos que circundaban la gran plaza interior del hospital. Las manos fueron más rápidas que sus pensamientos. Levantó la hoja de cristal de la ventana, que dejó perfectamente ajustada en el travesaño central del marco, y se sentó en la repisa. Miró a ambos lados del pasillo. No circulaba nadie en aquellos instantes y en la sala los enfermos permanecían en sus camas sin reparar en él.
Levantó las piernas, que colgaron brevemente en el vacío. Entonces, saltó. La caída fue brusca. Permaneció en el suelo unos instantes. Algo retumbaba en su cerebro dolorosamente y la sangre se agolpaba en su cabeza. Tenía la vista totalmente nublada. Quedó estático, hasta que la bruma desapareció poco a poco y las imágenes tomaron consistencia en su retina.
La gran hilera de coches estacionados en batería junto al borde de la acera le ocultaban. Aguzó el oído, inquieto. Nadie parecía haberse percatado de su presencia.
Tenía que salir del hospital y sólo había un medio: un coche.
Se miró a sí mismo, asqueado por la indumentaria. A su derecha, junto a la rueda de un vehículo, había un pedazo de ladrillo. Se deslizó, sigilosamente, y lo cogió. No era muy grande, pero serviría. Ante la imposibilidad de buscar un coche abierto, tenía que seleccionar uno al azar. Eligió un Seat-124, verde, que estaba a unos tres metros a su derecha. Se incorporó levemente y observó su interior. Entonces golpeó con fuerza la ventanilla derivabrisas del lado del conductor. El cristal saltó en mil pedazos. Introdujo el brazo y desbloqueó el seguro. Aguardó unos instantes, sin soltar el ladrillo. No se oía nada. Se deslizó dentro, sin ruido, dejando la puerta entreabierta.
Escondido bajo el volante, con movimientos hábiles, buscó el conjunto de cables ocultos bajo el panel. Encontró los que buscaba y los unió, provocando la chispa del encendido que puso en marcha el motor. Se sentó y maniobró el coche con suavidad. Pasó bajo los arcos de la fachada del hospital y salió al exterior. Parado ante un semáforo, con semblante despreocupado, observó a los demás conductores. Se tranquilizó. Nadie le miraba de forma especial. Cuando el disco cambió a luz verde, arrancó con estrépito y se mezcló con el tráfico de la avenida del Cid. Luego torció a la derecha y dio un gran rodeo para llegar a su domicilio, evitando las vías más concurridas. Estacionó el coche y aguardó a que la calle estuviera desierta para salir.
Lo vio, por el espejo retrovisor. Quedó paralizado, sin capacidad de reacción. Lentamente, deslizó el cuerpo hacia adelante, hasta quedar fuera de la visión de los ocupantes del coche patrulla de la policía. Maldijo entre dientes mientras pasaban a su lado. De nuevo era un animal fugitivo, presto a ser cazado. Pero aquello no podía durar siempre. La mala racha tenía que pasar y entonces todo sería como antes.
Corrió hacia el portal y pulsó el timbre de su casa repetidas veces. Del edificio contiguo salía en aquellos momentos una mujer arrastrando el carrito de la compra. La mujer estaba sorprendida y caminaba con la cabeza vuelta hacia él.
Entonces le llegó la voz de Maica.
—¿Quién es?
—Ábreme, soy yo.
Tras una pausa, la mujer insistió:
—¿Quién?
—Que soy yo, coño.
—¿Antonio?
—Abre rápido, por tus muertos.
La sorpresa se dibujó en el rostro de Maica, cuando le abrió la puerta de casa. Antonio le explicaba lo ocurrido, al tiempo que buscaba ropa para cambiarse.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió él.
—¿Seguro?
—Pues claro. Con los médicos, lo mejor es largarse, si no te encuentran un montón de enfermedades.
Se desprendió del pijama y se puso un pantalón vaquero y una camisa a cuadros. Le señaló a Maica el pijama en el suelo.
—¡Tíralo! —exigió.
Maica lo recogió, con aprensión.
—Tendré que afeitarme —comentó Antonio, pasándose la mano por las mejillas.
Después del afeitado se roció el pelo con colonia y se peinó.
—¡Hay que matar la peste a hospital! —dijo, despreocupado.
Notó a Maica poco comunicativa.
—¿Qué te pasa? —quiso saber.
—Esto se está poniendo muy feo. No me gusta.
—¿El qué?
Sostuvo la mirada de él largo tiempo. Ambos sabían a qué se refería.
—Tengo la cabeza muy clara, ¿me entiendes? Ya he pensado en todo. Este piso quema, así que hay que buscar otro cobijo. Tendré que quitarme de en medio durante unos días. O darme el piro.
—¿Dónde se te ocurre?
—De momento, la casa del Huesos nos puede servir.
Ella pensó en Blanca. Su compañía iba a ser lo único agradable de todo aquello.
—¿Ha hablado contigo la policía en el hospital? —preguntó Maica.
—No.
—¿Crees que te ha podido reconocer alguien?
—Qué va.
—De todos modos, por si acaso. Hay que salir cuanto antes.
Antonio frunció el entrecejo y empezó a buscar en la mesita de noche del dormitorio.
—¿Dónde tengo la cartera? —le preguntó.
Maica dudó unos instantes.
—En la mesa del comedor —respondió—. ¿Para qué la quieres?
—Porque allí tengo los papeles chungos.
Se aferraba a aquel documento de identidad falsificado como un náufrago. El auténtico hacía años que lo había extraviado y nunca lo quiso renovar por miedo a pisar una comisaría.
Con la cartera en la mano, se volvió hacia Maica.
—¿Os pidieron anoche mi nombre? —le preguntó.
—¿En el hospital? Sí.
—Supongo que Rafa daría un nombre peta.
—Fui yo. Inventé un nombre y unos apellidos.
—¿Y domicilio?
—Ya no me acuerdo del que les di.
Antonio asintió complacido. Con esos datos era imposible que le siguieran la pista. El único riesgo era el coche estacionado frente a su casa. Pero no podía hacer otra cosa.
Entonces sintió hambre.
Sonó el teléfono. Blanca se despertó, sobresaltada, y maldijo en voz alta. Se levantó y cogió el aparato.
—¿Diga?
—¿Eres tú, Blanca?
Le pareció la voz de Antonio. Pero no podía ser, estaba hospitalizado. Miró su reloj. Eran casi las cinco de la tarde y había quedado de acuerdo con Maica para ir a visitarle en media hora.
—¿Estás ahí, Blanca? —repitió la voz.
—Sí. ¿Quién eres?
—Antonio.
—¿Toni Califa? —preguntó, sorprendida.
—Sí, coño.
—¿De dónde llamas?
—De casa.
—¿Has salido ya del hospital?
—Hace un rato. Me he escapado.
Blanca enmudeció. Los pensamientos giraban rápidos, atropellándose en su mente.
—¿Me oyes, Blanca?
—Sí, te escucho.
—Acabo de llegar. Me he puesto ropa mía y necesito cobijo. Llamaba para ver si estabas en casa…
Blanca imaginó a Antonio saliendo del hospital y corriendo por las calles de la ciudad, vistiendo únicamente el pijama. Salvo que hubiera sustraído ropas de algún paciente.
—¿Estás bien? —quiso saber.
—Perfectamente.
—¿Qué ha pasado?
—Ya os contaré. Aquello se ha puesto caliente y la pasma quería meter las narices. Les debieron de avisar anoche, pero no pudieron hablar conmigo. Estaba flipao. He oído a los médicos que hablaban de la pasma. Menos mal que me habían puesto en una sala común, en el primer piso. He saltado por la ventana. Luego, he afanado un coche y a casa.
—¿Está ahí Maica?
—Sí.
—De acuerdo. Veniros para acá.
Blanca colgó el teléfono. Prestó atención. Rafael seguía durmiendo. Las cosas se estaban complicando.