—¿Desde cuándo te lo metes en vena?
—Desde que no me hace nada por la nariz —respondió Antonio.
Maica le observó desde la cama.
Estaba sentado, de espaldas a ella, frente al tocador de recia línea castellana. Desde el espejo rectilíneo, le llegaba la imagen de su rostro: demacrado, con incipientes ojeras que aumentaban su palidez. Flexionaba el brazo para agilizar la circulación sanguínea. Se acababa de inyectar heroína.
—¿Qué hora es? —le preguntó, incorporándose.
—Casi las diez —respondió él.
—¿A qué hora te has levantado?
—Ya hace rato.
Antonio abrió un cajón del mueble y guardó la jeringuilla y una papelina con varios gramos de heroína. Irguió la cabeza con los ojos cerrados y respiró profundamente. La droga invadía su organismo en un rumor apagado, hasta llegar, ya torrente explosivo, a su cerebro. Se sentía mejor.
—¿Piensas salir hoy? —quiso saber Maica.
—No lo sé.
Sus respuestas eran siempre evasivas. Rechazaba todas las sugerencias, encerrado en sí mismo.
Llevaba ya un día completo sin abandonar el domicilio. En su mirada huidiza se adivinaba un naufragio de temores. No le preocupaba la muerte del Sevillano; ni sentía remordimiento por su acción. Era el pensamiento de verse nuevamente detenido y conducido a prisión, lo único que nublaba su mente.
—Tú no faltes al trabajo —le indicó Antonio, de pronto—. Por la tarde, te vas como si tal cosa, no vayan a sospechar… ¿Te han preguntado por ahí?
—No. ¿Por qué lo iban a hacer?
—No sé…
Antonio se encogió de hombros y miró sus manos. Extendió el brazo derecho, tensando sus músculos a fin de vencer el temblor que agitaba débilmente sus dedos. Maica le contemplaba, pensativa. Aquellas manos estaban sucias: un poso oscuro de muchas sangres ya, se agazapaba entre los pliegues de su piel.
—Me traes el periódico cuando te levantes —le dijo Antonio.
—No creo que diga nada ya.
—Por si acaso. Tú compra varios y les echaré un vistazo.
Maica saltó de la cama.
Antonio le vio a través del espejo. Estaba desnuda. Con las dos manos ordenaba su cabello, mientras sus pechos se alzaban, retadores. Cogió el batín.
—Cuando me duche bajaré a la calle.
Siguió sus movimientos hasta que la mujer salió del dormitorio. La belleza de aquel cuerpo de contornos tibios y exuberantes, conseguía excitarle siempre. Sin embargo, era una sensación extraña, una combinación de deseo y de impotencia que se adueñaba de su ser.
En los últimos tiempos no sentía apetencias sexuales de ninguna clase. No había mujer que despertara en él la respuesta adecuada. Y no ignoraba que ésa era una de las secuelas del caballo. Quiso convencerse que ello se debía a la tensión que le atenazaba. De ninguna forma podía admitir que se estaba convirtiendo en un hombre con la virilidad mermada. Era imposible. Si eso sucedía, estaba acabado.
Cogió los periódicos del día anterior y seleccionó uno. Estaba doblado por la página de sucesos. Releyó por enésima vez el titular en que se exponía la noticia:
«Un hombre muerto por arma de fuego. El suceso tuvo lugar la madrugada pasada, frente al número 220 de la calle la Barraca, en el distrito del puerto. La dotación de un coche de la policía descubrió el cuerpo de un hombre, tendido en el suelo; acribillado materialmente a balazos. El agresor, al parecer, le disparó a muy corta distancia, produciéndole la muerte casi instantánea. Presenta heridas en la cabeza y en el vientre.
»La policía lo ha identificado como Manuel Durante Gómez, de 34 años de edad, conocido delincuente habitual contra la propiedad, con múltiples antecedentes en tal sentido y al que se le conocía con el apodo de “el Sevillano”.
«Se descarta, en principio, el móvil del robo, sospechándose que se trata de un ajuste de cuentas, al parecer, motivado por las drogas. Entre sus efectos personales se le encontró heroína, sustancia a la que era adicto.»
Nada más. Los otros periódicos no añadían ninguna novedad. No mencionaban a la policía, si tenían alguna pista o no. Sólo que habían acribillado a balazos al Sevillano. Reparó en que habían omitido el apodo de «Cara Cortada». Tal vez los periodistas no habían obtenido más información, pero la pasma seguro que conocía ese alias. Removerían cielo y tierra hasta encontrar un sospechoso. ¿Hasta dónde habrían llegado en sus investigaciones?
Desde que estaba en bola no había tenido nada que ver con el Sevillano, así que no podían relacionarle con su muerte. Claro que si empezaban a hurgar en el talego, allí podían sacar tajada. Se podían enterar de todo.
«Bien —pensó—, en cualquier caso no tienen ninguna prueba contra mí. El raca que llevaba era de alquiler y tuve buen cuidado de sacarlo con una peta chunga. Después, se quedó por ahí. Devolverlo era correr un riesgo innecesario. Cuanto menos se fijen en mi careto, mejor.»
Después, estaban los vecinos. Nadie pudo ver nada aquella noche. Sólo un par de ventanas que se iluminaron en su huida del lugar. Pero no se pudieron quedar con su estampa con aquella oscuridad. Había actuado con mucha cabeza, arrancando el coche con las luces apagadas.
Así pues, quedaba el revólver, único nexo entre él y el Sevillano. Podía quemar. Tenía que hacer desaparecer el pusco. Pero, ¿de qué forma? No quería desprenderse totalmente de él. Su posesión le tranquilizaba, ya que aún podía serle útil. Sólo había que ponerlo a buen recaudo. ¿Dónde?
Pensó en sus amigos. El único de confianza, Serafín el Ladillas, estaba huido. Rafa el Huesos era un buen colega, pero se pasaba con el caballo y cuando estaba a gusto, se le calentaba el morro. Llegó a la conclusión de que había hecho lo mejor.
Se levantó y caminó hasta el comedor. El empapelado de sus paredes recordaba una fauna exótica, saturada de flores de colores chillones.
Por un instante adoptó la personalidad de un policía que entrara allí a registrar. La sala era espaciosa. Al centro, una mesa rectangular, adornada con una figura de cerámica. Alrededor de la mesa, seis sillas. Nada donde buscar. Dio unos pasos hacia el interior. La pared de la izquierda la ocupaba el mueble-bar, repleto de un sinfín de objetos decorativos de todos los tamaños. En el ángulo, una consola que servía de soporte al televisor.
Levantó la vista hacia el mal disimulado armazón de madera, donde se ocultaba la persiana. Nadie sospecharía que el revólver estaba allí escondido. Había tenido suerte. En el pequeño armario trastero conservaba tiras de papel pintado con los que podría recubrir de nuevo la porción rasgada al abrir la trampilla.
Quedó allí, de pie, durante largo rato.
Maica entró en el salón. Sin apenas maquillaje, su rostro aparecía resplandeciente. Llevaba un vestido claro de manga corta, con el talle muy ceñido y falda de amplio vuelo. El suave cabello rubio, recogido en una trenza, le caía por el hombro izquierdo.
—¿Qué piensas? —le preguntó Maica.
Antonio tardó en responder, deliberadamente. Luego, se volvió hacia ella.
—Nada —contestó—. Le doy vueltas a la cosa.
—¿Se te ocurre algo?
Se encogió de hombros.
—No pueden sospechar de mí —explicó.
—¿Por qué tienen que sospechar de ti?
—¿Qué sé yo? Con esa gente nunca se puede estar tranquilo.
—¿Pudo verte alguien? —quiso saber Maica. Conocía la respuesta de antemano pero parecía obrar como un bálsamo sobre el hombre.
—Imposible —exclamó rotundamente Antonio.
—Entonces, no le des más vueltas.
—Sí, pero está lo tuyo.
Maica frunció las cejas, pensativa.
—¿Otra vez? —exclamó, simulando cansancio. En realidad, era la única cuestión que verdaderamente le preocupaba—. Aquello está ya olvidado. Ya nadie se acuerda, ni la pasma. Además, ¿a quién puede interesar una violación?
—A un menda que anda suelto por ahí.
—¿Por qué?
Antonio se movía nervioso, por la habitación.
—Ponte en su lugar —dijo—. ¿Qué harías tú?
—¿Te refieres al otro, al que me hizo los cortes con la navaja?
Asintió con la cabeza. Tenía la mirada perdida en un punto difuso a través del ventanal.
—El menda sabe que se han cepillado a su amigo —explicó Antonio—. Cuando se cargan a su colega, ¿de qué va la movida? ¿Qué crees que va a hacer ahora?
—Nada. Seguro que está acojonado y se quitará de en medio.
—¿Por qué?
—Piensa con la cabeza. Si cree que has sido tú, es que sabe de qué va el rollo. Porque aquella historia fue de los dos. ¿O no?
—¿Y qué? —preguntó Antonio, reticente.
—Que va a pensar que ahora vas a por él.
Antonio golpeó con el puño la palma de su mano izquierda.
—Es el único fallo —murmuró—. Tenía que haberle derrotado a Cara Cortada el nombre de su colega, pero se me encendió la sangre y no aguanté más.
—Mira, eso ya ha pasado.
—Pero, ¿es que no lo entiendes? —le gritó, crispado—. Ese hijo de puta puede ir con el cante a la pasma cuando quiera, porque estará encabronado.
—No se atreverá.
—Hay muchas maneras de hacerlo —le explicó, con gesto paciente—. No es necesario ir y dar la cara. ¿Me entiendes? Basta soltar dos palabras y la pasma empieza a moverse.
—Suposiciones. Además, no tienen pruebas.
—Es lo único.
La conversación con Maica no resultaba especialmente alentadora. Ella se esforzaba por tranquilizarle, pero envolvía todos sus razonamientos con un proteccionismo desolador.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó ella, tímidamente.
—Aquí no ha pasado nada, ¿entiendes?
Ella asintió con la cabeza. Salió al recibidor y regresó con el bolso.
—Mucho ojo cuando salgas a la calle —le sugirió él—. Si ves a un tipo dentro de un coche o algo raro… Para todo el mundo estoy fuera de Valencia.
—Ya lo sé.
Maica le volvió la espalda, y se encaminó hacia la puerta. Dios sabía el esfuerzo que le suponía convivir con aquel hombre.
Durante un tiempo había llegado a quererle, pero de eso hacía ya mucho. Ahora todo había cambiado. Se preguntaba en ocasiones qué le retenía a su lado y no encontraba la respuesta. Sopesados el temor y el odio en una balanza, admitió que el primer sentimiento era el que más influía en su modo de ser. Pero en las circunstancias actuales no podía abandonarle. La policía no tardaría en atar cabos y las cosas se iban a complicar.
Oyó la voz de Antonio.
—No te olvides de comprar los periódicos.