17

Félix Lita estaba considerado como un recluso ejemplar. Él lo sabía y se esmeraba en ser digno de confianza. Era ordenado y calculador. En su fuero interno admitía que era lento de reflejos y que ese defecto le confería una apariencia de timidez que muchos confundían con simpleza. De obesidad casi espectacular, sentía predilección por las prendas de vestir llamativas. Sus ojos diminutos y saltones parecían estar alentados siempre por el brillo de la lujuria. Desde hacía años, en el medio en que se desenvolvía, le apodaban «el Lila». Nunca comprendió la razón y lo achacaba al parecido con su apellido. Cuando le nombraban por el alias se enfurecía, si bien casi nunca exteriorizaba ese sentimiento, en la confianza de que su mutismo les hiciera olvidar el apodo. Llevaba más de un año en prisión y le quedaban apenas tres meses de condena. Los días transcurrían para él casi apaciblemente, con el aliciente de ir restando fechas al calendario.

Esa mañana y con motivo de su cumpleaños, decidió invitar a los compañeros de taller.

—Veintiséis años no se cumplen todos los días —le dijo a su monitor.

—Ni todos los años —respondió éste.

El monitor era uno de los pocos civiles que trabajaban en la prisión, cuyo trato era cordial. En el taller se confeccionaban miniaturas de barcos de distintos tipos y aquel hombre daba instrucciones, enseñaba y permitía que cada cual cumpliera con su trabajo de acuerdo con su conciencia. Próxima su jubilación y con muchos años de experiencia en aquella cárcel, no se complicaba la vida. Cerraba los ojos a cualquier anormalidad sospechosa.

El taller estaba situado al final de la primera galería, en el lado este del edificio. El acceso normal al mismo era a través de la puerta que había al fondo de la galería; si bien existía otra de grandes dimensiones que comunicaba con el recinto. Esta puerta se utilizaba para cargar la mercancía en el camión, previamente estacionado en el recinto.

Félix Lita abandonó el grupo y se encaminó hacia su mesa de trabajo, donde había olvidado el tabaco.

De pronto, le vio.

No pudo reconocerle, porque ya había salido al recinto, pero estaba seguro de que no era del taller.

Regresó junto a los demás y bebió su café, mientras el tabaco pasaba de mano en mano.

Cuando se reanudó el trabajo, fue hasta el camión con el pretexto de hacer una consulta al monitor. Mientras el hombre le hacía una detallada explicación del ensamblaje de las velas, observó el interior del camión. Estaba casi totalmente cargado y no se apreciaba nada anormal. Si el preso que él había visto salir al recinto hubiera conseguido camuflarse entre aquellas cajas, su fuga era segura. Sintió miedo por su libertad. Harían muchas preguntas y hasta le podrían culpar de complicidad.

Regresó al taller. Según sus cálculos faltaba poco para que el camión se marchara. Tenía que pensar con celeridad. A él nada le importaba que un menda se fugara. Después de todo, mejor para él. Pero tenía miedo.

Podía verse envuelto en aquella evasión y entonces su libertad podría quedar aplazada quizá por mucho tiempo. ¡Ojalá no hubiera visto nada!

Zarandeado por la duda, salió del taller. Atravesó la galería, y al llegar al centro, titubeó. Finalmente se dirigió al funcionario que custodiaba la puerta de seguridad que daba acceso a los locutorios.

—¿Puedo hablar con usted, don Carlos?

—¿Qué pasa?

El funcionario estaba leyendo un libro y respondió sin levantar la vista. Era muy joven y la palidez del rostro le daba una apariencia de hombre estudioso.

—Bueno, yo no sé si será verdad —empezó a decir Félix—, porque no estoy seguro, ¿sabe? Pero me parece que un menda se ha metido en el camión del taller de barcos, entre las cajas. Le he visto salir del taller al recinto, donde el camión. A lo mejor se da el piro.

El funcionario levantó la cabeza, observándole detenidamente. Entornó los ojos.

—¿Quién es?

—No le he visto la cara, pero seguro que ha salido al recinto.

—¿Habéis mirado el camión? Félix hizo un gesto de extrañeza. Ningún recluso del mundo se atrevería a delatar la fuga de un colega.

—Lo que le pido, don Carlos, es que no se sepa que he sido yo el que le ha dado el cante.

—No te preocupes.

—De verdad, don Carlos. Me queda poco tiempo y esta gente me puede rajar.

—De acuerdo. Tienes mi palabra… ¿El tipo ese no ha salido del recinto?

Denegó con la cabeza.

—Muy bien. Vuelve al taller y no abras la boca, ¿entendido?

—Sí, señor.

La alerta estaba dada. Ahora podía dormir tranquilo. Nadie le podría inculpar en una fuga. Sin embargo, el miedo estaba allí, cogido a su cuerpo. Si se llegaba a saber su chivatazo, era hombre muerto.

Sentado, de nuevo, frente a la mesa, odió los barquitos, odió el taller y odió, sobre todo, su destino.

El camión se puso en marcha y se deslizó suavemente por el recinto, entre el muro exterior que vigilaban los guardias civiles desde sus garitas, y la pared del edificio. Al doblar a la izquierda en ángulo recto para dirigirse a la puerta donde estaba situado el rastrillo, su conductor quedó momentáneamente paralizado. Una fuerte dotación de guardias civiles parecía esperar su llegada.

Aquello era absolutamente inusual. Normalmente, su salida del recinto de la prisión no exigía más trámite que el sellado y comprobación de albaranes relativos a la carga y la devolución de su Documento Nacional de Identidad.

Algo grave estaba sucediendo. Un sargento le hizo señas para que detuviera el vehículo. Obedeció prestamente y entonces se le hizo descender. Los guardias rodearon el camión, empuñando sus metralletas. Varios funcionarios, junto con el jefe de servicios, se situaron en la parte trasera.

—Abra la puerta de atrás.

La caja del camión, de considerable altura, formaba un cuerpo separado de la cabina. El conductor no despegó los labios. Con habilidad, manipuló el cerrojo y dejó al descubierto los embalajes de cartón, ordenadamente dispuestos en el interior. Instintivamente se alejó del vehículo.

—¡Habla el sargento de la guardia civil! —gritó, dirigiendo su voz al interior del camión—. ¡Está rodeado!

No obtuvo respuesta. Tras unos instantes de espera, se empezó a descargar el vehículo. Varios ordenanzas realizaron el trabajo, apilando en el suelo todas las cajas, en medio de un silencio agobiante.

Al remover, entre dos hombres, una pesada caja, quedó al descubierto el fugitivo. Con los ojos centelleantes de odio y los dientes apretados, Antonio dominó su furia. Permaneció en el rincón, agachado.

—¡Salga de ahí, con las manos en alto!

Vio varias metralletas que le apuntaban. Colocó las dos manos sobre la cabeza y lentamente se puso en pie. Tenía los músculos entumecidos. Estaba atrapado de forma inexorable.

Cuando saltó del camión fue inmediatamente sujetado por dos guardias, mientras un tercero le cacheaba concienzudamente. Oponer resistencia sólo iba a complicar las cosas. Permaneció estático, mirando alternativamente a todos los presentes.

—Llévenlo a filiaciones —ordenó el jefe de servicios, dirigiéndose a los funcionarios.

Estaban satisfechos. Antonio captó el gesto alegre y triunfal de aquellos hombres que le habían dado caza.

—Tendremos que revisar el contenido de las cajas —explicó el sargento en tono afectuoso al conductor del camión.

La puerta del rastrillo se abrió y Antonio penetró escoltado por cuatro funcionarios.

Algo había salido mal. Por más vueltas que le daba a la cabeza, no conseguía averiguar dónde estaba el fallo. Lo tenía todo bien pensado y sin probabilidad de error. Lo había planeado todo minuciosamente, hasta el detalle más nimio. El paso de su galería hasta la primera no había supuesto dificultad, ya que el ordenanza se había dejado sobornar, explicándole que se trataba de dar un recado a un colega. El ordenanza había aceptado el tabaco alegremente, sin preocuparse de los motivos que alegaba. Le sonrió, guiñando un ojo con ironía, pues suponía que en realidad se trataba de algún asunto sexual.

De ese hombre no podía sospechar. Era imposible.

Sólo quedaba otro menda. Ricardo. Trabajaba en el taller de barcos desde hacía mucho tiempo. Por él conocía las interioridades del local y el detalle de la pequeña celebración del cumpleaños del Lila.

Todo había funcionado.

Entonces, ¿qué había pasado?

De Ricardo estaba completamente seguro. Era un colega legal. ¿Quién había sido la chota?

—¡Desnúdate! —oyó que le ordenaban.

Obedeció mecánicamente. Era el ritual del maco y de la policía.

—¡Agáchate!

Ahora le mirarían el ano, por si llevaba algo escondido.

Masculló una blasfemia, entre dientes.

Mientras se vestía, de nuevo, sonó el teléfono. El funcionario que atendió la llamada se limitó a asentir con monosílabos. Cuando colgó el receptor, miró a Antonio, impasible.

—Celda oscura, hasta nueva orden —dijo.

No era ninguna sorpresa. Lo había sabido en lo más profundo desde el mismo momento en que el camión fue detenido en la puerta del rastrillo.

Casi sonrió al imaginar el nuevo antecedente que iban a añadir a su ya abultada ficha personal: «fuguista».