Las primeras luces de la amanecida le despertaron. Parpadeó molesto y de golpe tomó conciencia de la realidad. Era la magnitud del silencio lo que acrecentaba la sensación de abandono. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido.
Antonio permaneció en la misma posición, mientras los pensamientos le asaeteaban el cerebro. Consultó el reloj. Pasaba ya de las siete y media. Echó de menos el toque de cornetín que le despertaba cada mañana en la celda y las primeras conversaciones con el Gafe y el Bobadilla.
Levantó la cabeza hacia el tragaluz, de gruesos barrotes, junto al techo, que dejaba pasar una breve ración de luz. Se entretuvo perezosamente con la idea de intentar la fuga a través de aquel lucernario. Movió la cabeza, decepcionado. Estaba excesivamente alto, el marco era demasiado estrecho y no conducía a ningún lugar que propiciara la huida.
Recordó los acontecimientos del día anterior, con acritud. Ahora, una manta áspera y sucia cubría su cuerpo. Estaba acostado en un camastro de madera, casi a ras del suelo. La colchoneta carecía de relleno. Tenía la sensación de estar acostado sobre alambres. Al fondo, adosada a la pared, una pila con su grifo. A la izquierda, en el rincón, el retrete, sin agua corriente. Lo recordaba de ocasiones anteriores. Cada vez que se utilizaba, había que servirse del plato de la comida como recipiente para echar agua al wáter.
Apretó los labios, enfurecido. Todo allí era degradante, peor incluso que si se tratara de animales, pensó. Las dimensiones de la celda eran ínfimas y a duras penas cabrían en su interior una silla y una mesa.
Se acercó hasta el lavabo y abrió el grifo. Con dos dedos mojados de cada mano, se restregó los ojos. Tampoco había toalla.
Fue entonces cuando vio la sangre seca en sus manos. Se lavó con escrúpulo, secándose con un pañuelo. Hacía mucho frío, por lo que optó por acostarse de nuevo. Cuando llegara el ordenanza con el desayuno, si es que alguien se acordaba de él, le sobornaría para conseguir toalla, sábanas, jabón y maquinilla de afeitar.
Encendió un cigarro. En su situación no se podía planificar nada; sólo cabía esperar, evitando a toda costa pensar en nada. No sería el primero que acababa enloquecido. Por ello, tenía perfectamente claro que no debía dormir de día, aunque el sueño era la mejor arma para combatir la soledad y el aburrimiento. La oscuridad y el insomnio eran una experiencia aterradora.
Transcurrió una hora antes de que un ser viviente se acercara a aquel averno.
—El desayuno —le dijo el ordenanza, entregándole una bandeja con un tazón de leche oscurecida con café y un bollo de pan.
A Antonio le pareció un tipo satisfecho, de los que se acomodan sumisos a las privaciones del maco, con tal de obtener pequeños favores de los funcionarios.
El boqueras, en la puerta, leía apaciblemente el periódico.
—Tráeme tabaco a la hora de comer —le susurró al ordenanza.
—Vendrá otro.
—Oye, tengo para pagar. Ya sabes, necesito cosas…
—En el patio lo hablas.
El ordenanza arrastraba las palabras al hablar, con lentitud exasperante. Oyó la voz del funcionario.
—¡Cierra la puerta!
Antonio le miró con desesperación. Ni siquiera había levantado la vista del periódico.
Un minuto después, el silencio volvía a ensañarse con él, aguijoneándole brutalmente. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y comió con rabia. El chusco estaba duro. Entonces recordó que era domingo. Pensó en el Sevillano y el recuerdo de sus heridas le llenó de satisfacción.
Estaba luchando contra la cálida pesadez que cerraba sus párpados, cuando creyó oír pasos que se acercaban. Reaccionó en un impulso primario y se puso en pie. Miró su reloj: apenas eran las doce. El mismo ordenanza de antes abrió la celda. Esta vez venía solo.
—Tienes una hora de patio —le apremió.
Cuando Antonio hubo salido, cerró la puerta y caminó a su lado. Ninguno de los dos se dirigió la palabra.
—Antes de la comida te traeré a la celda —se despidió el ordenanza—. Aprovecha el tiempo.
El patio era ligeramente más pequeño que el de su galería. Tenía forma rectangular y el muro que separaba el patio del recinto, medía unos quince metros a lo sumo. Se sintió un intruso en una propiedad ajena. Un recluso es capaz de reconocer hasta las baldosas de su propio patio y aquellas paredes no le resultaban familiares.
Observó a la gente de la galería. Estaban todos bien conceptuados por los funcionarios del establecimiento. Deseó vivamente encontrar una cara conocida, pero nadie pareció haber notado su presencia. En su situación no podía intentar siquiera ir a su galería, pues se le vigilaba de cerca. Paseó cabizbajo, fumando un cigarrillo tras otro.
Se le acercó un individuo pelirrojo, con el rostro lleno de pecas.
—¿Tú eres Toni el Califa? —le preguntó.
—Sí.
Había estado esperando este momento toda la mañana, seguro de que sus colegas no le olvidaban.
—Un menda te espera en las duchas.
El pelirrojo se alejó alegremente. Antonio miró a su alrededor. En el extremo del patio, un funcionario charlaba animadamente con dos ordenanzas. Uno de ellos era su guardián.
—¿Puedo ir al servicio, don Ricardo? —preguntó.
—Acompáñale —dispuso el funcionario, dirigiéndose a un ordenanza.
Este obedeció con desgana. Al llegar a la puerta de acceso a la galería, se detuvo.
—No tardes mucho —le informó con aire de complicidad—. Te voy a esperar aquí.
—Descuida.
Caminó hacia el fondo de la galería. Las tres últimas celdas, comunicadas entre sí y con una sola puerta practicable, habían sido habilitadas para duchas. Sus servicios podían utilizarse en las horas de patio.
Una vez dentro, oyó que le apremiaban desde el interior de una ducha.
—Date prisa, Califa, coño.
Era Rafael el Huesos.
La voz del amigo le reconfortó. Vio la puerta entreabierta y pasó.
—¿Cómo te lo has montado, Rafa? —le preguntó, sonriendo.
—Uno que tiene amigos —respondió, quitándole importancia.
Le entregó dos paquetes de cigarrillos y cinco mil pesetas.
—Guarda esto —agregó— y mañana ya veremos la manera de untar al ordenanza que te lleva el rancho. ¿Tienes toalla, y todo eso?
—Nada.
—Eso es cosa nuestra. Apáñate ahora con lo que te he traído. ¿Vas para largo ahí?
—En la oscura, una semana. Después me tendrán en la de castigo el tiempo que quieran.
—Un mes no te lo quita nadie, Califa. Al Sevillano lo has jodido bien. Por poco pierde el ojo… Así que aguanta el tipo.
Rafael apartó con el brazo a su amigo y abrió el grifo. El agua cayó con fuerza salpicándoles los pies.
—Hay que disimular —comentó—. Toma, una china de chocolate. Pero hazte la fumata de noche, que canta demasiado.
—¿Qué se dice por ahí? —preguntó Antonio, guardando celosamente el pedacito de hachís.
—Lo normal. Ya era hora que alguien le parara los pies al guripa ese. Aún está en el hospital.
—No sabes la alegría que me das —a Antonio le brillaban los ojos.
—Le abriste la cabeza, nano, y tiene la cara rajada desde la frente hasta la boca. De ésta, sale; pero va a ir con la cara marcada para los restos.
—Lo malo es si me meten lesiones por esto.
—Sin problemas, como mucho, te comerás un mes o dos. Pero el Sevillano no se arregla la cara en toda su vida.
Rafael hizo un gesto de despedida y le golpeó cariñosamente en el hombro.
—Saluda a los colegas, Rafa.
—Vale. Mañana trataremos de ponernos en contacto otra vez.
Antonio salió de la ducha y miró a su alrededor. No había nadie. El ordenanza aguardaba, impasible, en la puerta del patio. Al llegar junto a él, Antonio deslizó en su mano un billete de mil pesetas.
—Consígueme algo para leer —murmuró.
—Lo intentaré.
—¿Cómo te llamas?
—Emilio —respondió aquél, guardándose el dinero.
Si la noche llenaba de pavor sus silencios de tinieblas, el día resultaba insoportable. Nunca sospechó que las horas pudieran tener tal duración. A intervalos de tiempo miraba el reloj con el deseo de que las manecillas hubieran avanzado más de lo presumible. Y sin embargo, Antonio temía la noche. Esa celda era el peor castigo que se podía imponer a un ser humano.
Por la mañana se despertó antes de que hubiera amanecido. Aguardó, impaciente, las primeras luces del alba, encogido en la cama, sin atreverse a reconocer que tenía miedo. Un tiempo después, el ordenanza le había traído el desayuno. Supuso que el funcionario no andaría muy lejos, ya que no le había dejado ninguna revista. Ante la exasperación de Antonio, éste le hizo señas, dándole a entender que más tarde le conseguiría algo para leer.
Pero no fue así. Llegó la hora de la comida, que le dejaron en la celda, sin mediar palabra, y todo continuó igual. Su decepción se trocó en resignada sensación de abandono cuando, a primeras horas de la tarde, le condujeron al patio. La hora de paseo a la luz del sol transcurrió en una amarga espera. Sus colegas no se pusieron en contacto con él. A nadie le importaba su suerte.
Posteriormente, de nuevo en la celda oscura, la soledad se hizo agobiante. Tenía que moverse constantemente en aquel espacio diminuto para vencer el sueño. No dormir. No pensar.
Nunca había esperado nada de la vida. Él, lo mismo que otros muchos, sabía que sólo lograría tener aquello que pudiera tomar. Cuando se ha nacido en la pobreza y se ha vivido sin ningún apoyo, sólo hay dos caminos a seguir: resignarse o rebelarse. Había optado por lo segundo y sabía que no le aguardaba un porvenir brillante. Pero, ¿a quién preocupa el porvenir? Sólo existe el aquí y el ahora… No pensar.
Recordó con hastío que el sociólogo, en la última entrevista le había aconsejado meditar profundamente en la vida. ¡Valiente enterado!
Encendió un cigarrillo. Quedaban escasamente dos horas de luz. Se sorprendió a sí mismo imaginando a Maica en la cafetería, alternando con otros hombres, trabajando incansable para que no le faltara droga y para ayudarle a él.
Maica. Tenía el rostro y el físico con que siempre había soñado. Aunque ya no era la «niña bien» que él conociera, se sentía atraído por ella, a pesar de las múltiples peleas que mantenían ambos. Ella le había abandonado en tres ocasiones y siempre logró atraerla de nuevo a su lado. Era su hombre y eso no admitía discusión. Le constaba que ella tenía sus arrebatos violentos pero acababa por ceder. Estaba convencido de que era propiedad suya y Maica tenía que entenderlo así. Ella era capaz de mantener conversaciones de un nivel cultural que él no alcanzaba, pero siempre la contradecía con la burda argumentación de su experiencia callejera.
Prestó atención al trino bullicioso de una bandada de gorriones que desgranaba los últimos minutos de la tarde. Debían de estar tomando posiciones en los aleros del tejado. Eran libres y no tenían conciencia de su libertad. Había que estar encerrado en el trullo, para comprender lo que es la libertad.
Maica le había dicho muchas veces que estaba loco. Y reconoció que en ocasiones era agresivo y hasta cruel.
Sentado en el suelo, con las manos en la nuca y la espalda contra la pared, se dejó arrastrar por la corriente incontrolada de los recuerdos.
Ahora era la imagen de su madre recortándose nítida en su pensamiento. En los últimos tiempos frecuentaba muy poco el hogar materno. Ese domicilio lo conocía la pasma y estaba quemado. Su madre vivía aún con su padrastro, en el cuarto piso de aquel edificio de la Fuensanta. Él era un jugador, alcohólico y pendenciero; su madre se encargaba de que siempre tuviera la cartera abastecida.
Rememoró aquella tarde en que, de improviso, se presentó en casa de su madre. Guardaba allí, como lugar seguro, cien mil pesetas. Era todo lo que había obtenido por un buen puñado de oro. De ello hacía ya más de tres años.
Había abierto con su llave y tras saludar a su madre, que cosía junto a la ventana, buscó en el viejo ropero de la habitación trastera. El dinero lo tenía escondido en el bolsillo de una chaqueta que no usaba desde hacía tiempo.
El dinero no apareció. Su madre era la única persona que conocía la existencia de esa cantidad. Mientras seguía buscando con creciente desesperación en los bolsillos de otras prendas, ella permanecía silenciosa junto a la ventana.
—¿Dónde está la pasta? —le exigió, llegando junto a su madre.
La mujer no respondió.
—¿Quién se ha llevado los cien talegos? —gritó, enfurecido.
—Yo no sé nada —tenía la voz temblorosa—. Donde los guardaste, estarán.
—En la chaqueta no hay nada y tiene que aparecer.
Antonio sabía que su madre estaba mintiendo. Se quitó las gafas de sol que llevaba constantemente, y le increpó:
—Madre, quiero el dinero.
—Yo no…
—¿Lo ha gastado el cabrón de Epifanio? —era el nombre de su padrastro.
No obtuvo respuesta.
—Ése se va a enterar —la rabia hinchaba las venas de su cuello—. El muy hijo de puta se ha creído que soy un julandrón y que me puede tocar la pasta como a ti. Pero conmigo se equivoca. Si fuera de hombre, lo rajaba ahora mismo.
Antonio daba zancadas por la habitación, asombrado, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Se había atrevido a tocar su dinero.
—Se lo tuve que dejar —reconoció la madre, finalmente.
—¿Que se lo tuviste que dejar?
El grito de Antonio atronó la estancia.
—Cálmate, hijo, y te lo explicaré.
—¿Que me calme? Pero bueno, ¿es que me queréis volver loco? El tragón ese me limpia cien talegos por el morro y encima tengo que estar tranquilo.
—Podían haberle matado. Si no es por ese dinero…
—¿Y a mí, qué? Que le maten. Para lo que sirve.
—No hables así, Toño —le amonestó la madre.
—Hablo como me da la gana.
Su madre se levantó en un intento de hacer valer su autoridad. En los ojos del hijo vio la furia desencadenada y tuvo miedo.
—Si es un jugador que aprenda a llevárselos, pero no por la jeró —continuó Antonio—. Y tú, mejor sería que no te dejaras macarronear por ese macaco de mierda.
—A tu madre no le hables así, que te abro la cabeza. Degenerado, que eres un degenerado.
Antonio miró las tijeras en las manos de la mujer y sonrió con aire de suficiencia.
—¡Eres una bruja asquerosa! —le gritó, caminando hacia la puerta.
—¡Te voy a matar, mala víbora!
—Iros a la mierda los dos.
Antonio salió de la casa enfurecido. Fue corriendo durante un gran trecho, hasta que el cansancio le obligó a aminorar la marcha.
Cuando llegó a la gasolinera, pidió que le llenaran una lata vacía de aceite, con cinco litros de gasolina. Entonces, con la lata en la mano, regresó al domicilio.
Su madre no le oyó llegar. Sin pronunciar una palabra, vertió el líquido por toda la casa. El olor penetrante de la gasolina impregnó toda la estancia.
—¿Qué haces? —gritó su madre, aterrorizada, asomando al corredor.
Antonio permaneció en silencio, arrojando al suelo el envase vacío. Plantado en el quicio de la puerta, sacó una cajetilla de cerillas. Al ver el gesto de pánico y de impotencia de su madre, soltó una carcajada.
—¡Estás loco! ¡Estás loco!
Su madre gritaba, histérica. Cuando vio la cerilla encendida en la mano del hijo, corrió a su lado. Antes de que pudiera arrebatársela, la dejó caer al suelo. Un zumbido sordo y las llamas prendieron con avidez. En pocos segundos, ardía toda la casa.
Abandonó el lugar antes de que el vecindario se apercibiera de lo que estaba sucediendo. Se sentía satisfecho.
Más tarde, Maica le recriminó su locura. Discutió con ella, escuchándose a sí mismo, como siempre que lo hacían. No le podía tolerar a nadie, ni siquiera a Maica, que le gritara en su propia casa. Algo de lo que ella dijo le dio qué pensar. Había afirmado que era incapaz de tener sentimientos humanos y de comprender el dolor ajeno. ¡Bastante entendería ella! El enfado de Maica no logró enfriar su euforia. Se fumó dos canutos seguidos con avidez.
Dos horas después se había presentado la policía y le detuvieron. Trasladado a la comisaría, allí encontró a su madre que estaba denunciando el incendio. Entonces, bajo los efectos de la droga, su furia se desbordó. Tras cruzar varios insultos, que el inspector de guardia no conseguía acallar, protagonizaron una bronca que pudo tener peores consecuencias. Hubo que reducirle, empleando la fuerza, e ingresarle en el calabozo. Posteriormente se le trasladó al Sanatorio Psiquiátrico, donde permaneció el tiempo que duró el efecto del sedante que se le había suministrado. Se escapó al día siguiente.
Molesto por los recuerdos, sacudió la cabeza. Se levantó y empezó a contar las baldosas del suelo.
Cuando le sirvieron la cena, había ya anochecido.
Se entretuvo observando la bandada de palomas que surcaban, al vuelo, repetidamente, el cielo de la cárcel. Se habían detenido en el alero del tejado y parecían formar un clan heterogéneo. Las había de plumaje blanco y otras de un tono apizarrado, con reflejos verdosos en el cuello. Movían la cabeza, constantemente inquietas. En el extremo, un palomo enamoraba con sus arrullos a la hembra. Eran libres y no lo sabían.
Ese pensamiento le obsesionaba. Era sorprendente comprobar, de pronto, la cantidad de vidas que poblaban la tierra, en libertad, y ajenas a los problemas que le agobiaban a él.
Hubo un brusco batir de alas y todas las palomas emprendieron el vuelo.
Recordó que era su tercer día de celda oscura. Tras la comida, le habían bajado al patio para que caminara una hora bajo el sol. Estuvo largo tiempo absorto en la contemplación de aquel cielo de nubes viajeras.
A su alrededor, los mismos grupos de reclusos voceaban sus pequeñas ilusiones y exageraban la gravedad de su situación. ¡Porquería todo!, se dijo. Estaba sentado junto a la pared de la galería.
—¿Qué pasa, tronco?
Era Valentín el Bobadilla. Había conseguido llegar hasta ese patio y por la serenidad de su aspecto, supuso que había sobornado a alguien. En la prisión el dinero lograba franquear todas las puertas, excepto la de la libertad.
Antonio hizo una mueca que quiso ser una sonrisa.
—¿De qué vas, nano? —le preguntó el Bobadilla, sentándose a su lado.
—¡Mierda! Si esto dura mucho, me abro la cabeza.
—Pero, ¿qué pasa? ¿Te has vuelto loco o qué?
—Te juro que esto no lo aguanto más. El Bobadilla sacó tabaco.
—Toma un truja —dijo—. ¿Te han traído eso?
—Sí. Lo mejor ha sido la toalla y las sábanas. En esa cueva uno está pringao a toda hora.
—¿Y de leer?
—Un par de revistas. ¿Cómo os lo habéis montado?
—El ordenanza que te lleva la comida es de confianza. Un poco tragón, pero no hay más remedio. ¿Necesitas algo?
La pregunta no admitía respuesta. Cualquier intento de mejorar su situación era de todo punto imposible y ambos lo sabían.
—¡Salir de ese agujero! —respondió con rabia.
—Aguanta, tío. Te quedan tres días de oscura y luego ya pasarás a la de castigo normal.
Antonio movió la cabeza, pensativo. Era muy fácil dar ánimos cuando a uno no le afectaba el problema. Sin embargo, reconoció que él hubiera empleado el mismo tono con su amigo.
—Estoy pensando en fugarme —comentó Antonio, bajando la voz.
—¿Pero qué dices? —el Bobadilla le miraba, sorprendido—. Tú estás mal del tarro.
—Me refiero a cuando me levanten la incomunicación.
—Yo lo tengo muy claro, Califa. Te estás comiendo el coco malamente. Eso pasa siempre en la oscura. ¿Para qué intentarlo? Esta vez te van a dar la bola en cuatro días, con fianza o por el morro. Lo que yo te diga.
—Con mis antecedentes, me pueden tener aquí el tiempo que quieran. Además, tengo causas pendientes. Si me sale un juicio estando aquí, lo tengo claro. Me van a meter un marrón encima de otro.
—¿Sabes lo que puedes hacer? Te compras un desierto y lo barres. ¿No te jode el tío?
El Bobadilla miró a su alrededor. Nadie extrañaba su presencia allí. Entonces buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos. Estaba empezado.
—Dentro hay una china —le dijo—. Tienes para varios canutos si te lo sabes administrar.
A Antonio le brillaban los ojos cuando se guardó el tabaco.
—Gracias, colega.
—Mira, de polvo no hay nada ahora en todo el maco —explicó el Bobadilla—. Está todo el mundo tieso. Si te puedo ligar algo, te lo haré llegar. ¿Vale?
Antonio asintió con la cabeza.
—Se me olvidaba algo importante —añadió el Bobadilla—. Hablando de fugas, una gente tenía preparada una gorda. Pero se les jodió la cosa. Lo sabía demasiada gente.
—¿Quién estaba metido?
—Demasiados. Parece que la cosa la llevaba un tal Pedro, que llaman el Capone, otro menda que lleva lo de las duchas y dos o tres más. Se lo habían montado bien, pero era demasiado mogollón de tíos. Alguien se ha ido de la muí. Ha sido en nuestra galería, en las duchas. Habían levantado el suelo, o sea, todo el plato de la ducha última, y habían cavado un túnel. Como la ducha está pegada a la pared que da al recinto, con pocos metros que se trabajaran llegaban a la calle. Pensaban salir a la alcantarilla. Si alguna chota no llega a vomitar el asunto, ésos se largan.
Estaba vivamente interesado.
—¿Cómo se lo montaban para deshacerse de la tierra? —quiso saber.
—La mezclaban con agua y la iban tirando por el desagüe de la ducha. Todas las tardes, a la hora del recuento, los tíos volvían a montar el plato de la ducha, como si tal cosa. Los de verde han podido descubrir el túnel, pero no han podido derrotar a nadie.
—Eso puede tener color, nano.
—Yo paso de historias —afirmó el Bobadilla—. El abogado me ha dicho que en dos meses, a más tardar, estoy en bola.
Valentín el Bobadilla consultó el reloj.
—Me voy, Califa. Y lo que te he dicho, tronco. Aguanta y no te comas el coco, ¿vale?
Aquella noche Antonio tardó en conciliar el sueño, obsesionado por la idea de intentar la fuga.
—Cambio de hotel, Califa —dijo el ordenanza, abriendo la celda. Le había interrumpido el afeitado.
—Ya era hora —respondió.
—Recoge las cosas —le apremió.
—No me metas prisa, joder.
Terminó de rasurarse al tacto. No se permitían espejos.
—Si te has encariñado con la oscura, puedes pedir que te dejen unos días más.
—Menos cachondeo, Emilio —le atajó Antonio, limpiándose el jabón de la cara.
A Emilio le acompañaba otro ordenanza. Tenía los ojos abiertos en un asombro continuado y por la bisoñez de su rostro, Antonio adivinó que era un julái. Estuvo tentado de espetarle uno de sus comentarios hirientes, pero desistió. El menda podría resultarle útil, mientras permaneciera incomunicado.
Recogió las sábanas y envolvió en la toalla los utensilios de afeitar y las revistas.
—Esta mañana no me has traído el chusco —protestó Antonio.
—Eso es cosa de la cocina —se excusó el otro ordenanza.
—El arajay dice que es bueno hacer abstinencia —añadió Emilio.
—Meteos el choteo en el culo.
Salió al pasillo y caminó detrás de ellos, llevando consigo el envoltorio.
Antonio reparó en la bombilla encendida en el techo, que iluminaba ese extremo del pasillo. Al fondo, próxima al final de la galería, había otra, pero debía de estar fundida.
—¿Dónde me vais a poner, Emilio?
—En ésa —y señaló una celda situada frente a ellos, en el centro del corredor.
—Por la Virgen, Emilio, dejadme en ésa de ahí que tiene la bombilla más cerca.
El otro movió la cabeza.
—Lo siento, Califa. Nos han dicho que te pongamos aquí. No te quejes, que tienes buena luz.
Le abrieron la nueva celda.
—Dentro de un rato, te subirá éste la comida. —Emilio ladeó la cabeza, señalando a su acompañante.
—Dile que se enrolle bien conmigo, colega, que soy legal —pidió Antonio—. Te lo juro por mis muertos.
—No hay cuidado, Califa.
Los dos ordenanzas se alejaron, conversando despreocupadamente.
Antonio pensó que, cuando salieran de aquel antro maldito, le olvidarían completamente. Se enojó consigo mismo, por haber implorado ayuda a un desconocido. El encierro estaba minando su propio orgullo, y se sorprendía de sus reacciones. En realidad, debía sentirse satisfecho. La nueva celda, en comparación con la anterior, era un paraíso. Disponía de luz las veinticuatro horas del día. La soledad de la noche, gracias a la bombilla del pasillo, sería mucho más llevadera. El interior de la celda era similar a la otra. La única diferencia estribaba en la puerta. De tabique a tabique discurría un enrejado de barrotes de hierro de gran tamaño, que arrancaban del suelo y se empotraban en el techo.
Oyó pasos en el corredor y miró el reloj. Si era la comida, se habían adelantado una hora. Asomó la cabeza entre los barrotes. Dos funcionarios y varios ordenanzas conducían a la fuerza a un preso, forcejeando con él. Tenía el rostro desencajado y arrastraba los pies, negándose a caminar.
Al pasar frente a él, lo reconoció. Era Jorge el Inglés.
—Abre esa celda —oyó que ordenaba un funcionario.
—¡Estoy con el pavo! —gritaba Jorge el Inglés—. Por favor, no me dejéis aquí.
—¡A callar! —le ordenó alguien.
Antonio no podía verlos. Estaban al final del pasillo. Escuchó el desagradable chirrido de la celda al cerrarse.
—¡Dadme algo, que me muero! —suplicaba a voces el Inglés.
—Te voy a dar… —murmuró entre dientes un funcionario, al pasar frente a la celda de Antonio.
Antonio supuso que les había armado una buena porcata.
Se marcharon y el silencio ensombreció la galería.
Entonces empezó a escuchar los lamentos entrecortados del Inglés. Sus gritos se convirtieron luego en llanto, hasta que todo quedó callado.
—¡Califa!
Le llegaba la voz lejana, cavernosa.
—¿Qué quieres?
—Soy Jorge.
—Ya te he visto. ¿Qué te ha pasado, nano?
—No te oigo.
—¿Qué te ha pasado? —repitió elevando más la voz.
Antonio metió la cabeza entre dos barrotes y miró a su entorno. Hasta donde alcanzaba a ver, estaban solos.
—Estoy muy mal, tío —explicó el Inglés—. Me han dado una somanta de palos que no me tengo.
—¿Por qué?
—Es que voy de pavo y no se lo creen.
—Pero, ¿qué ha pasado?
—No sé qué le he hecho a un boqueras y me han hostiado entre todos.
—Pero, ¿tú estás loco?
—Tío, es que no sé qué me pasa cuando tengo el mono. Se me funden los cables…
Antonio guardó silencio unos instantes, tratando de descubrir si alguien acechaba.
—¿Le pegas mucho al caballo? —le preguntó.
—Casi un gramo.
—¿Te chutas un gramo al día?
—Y a veces, más.
—Yo creía que le estabas echando cuento.
—Te juro que no, que estoy de pavo.
—¿Cuándo te han subido al maco?
—Anoche.
—¿Por qué te han ligado?
—Por lo de siempre, nano. Cuatro papelinas de polvo medio chungo y al talego. Dicen que me lo montaba de tráfico, pero es mentira. No me quedaba ni para chutarme un día.
Antonio encendió un cigarrillo. De pronto, Jorge ya no se quejaba. Posiblemente estaba exagerando.
—Si le has arreado a un boqueras, lo vas a tener claro —le comentó.
—Te juro que no sé por qué lo hice, colega.
—Pues lo tienes claro…
El otro parecía meditar el alcance de lo sucedido.
—¿Tú vas de chuta? —le preguntó Jorge el Inglés.
—Me gusta el caballo, pero no estoy enganchado.
—Me han buscado la ruina…
Antonio le oía muy mal, adivinando muchas de las palabras. A Jorge le temblaba la voz.
—¿Te han vendido? —preguntó Antonio.
—Sí. Iba a recibir una mercancía, un buen mogollón, pero la pasma se ha adelantado. No me han ligado nada.
—Hostia, macho, eso va de ruina.
—¿Qué?
—Eso ya va de ruina, tío.
—No. Porque me supongo quién ha sido, ¿sabes?
—Pero, ¿cómo te hacen eso, hombre?
—Pues mira —explicó el Inglés—, el otro día me desparramaron el piso y me mangaron medio kilo de costo, que si llega a haber más…
—¡Me cago en su puta madre!
—Sería la de dios ahí.
—Pero, ¿qué pasa, hombre? —exclamó Antonio—. ¿Cómo va la gente así?
—Tío, pues eso por confiar a veces en los colegas. Fíjate qué historia.
—Córtale el cuello a uno —le gritó Antonio, airado.
—Es que aún no estoy seguro del todo.
Los dos callaron durante largo rato. Resultaba penoso mantener una conversación en aquellas condiciones. Máxime, sabiendo que al vocear podían ser oídos si alguien andaba cerca.
—Oye, tío.
Era Jorge, nuevamente.
—¿Qué?
—Voy a necesitar caballo.
—Imposible ligarlo, nano. Aguanta el tirón como puedas. Lo malo es la noche.
—¿Qué?
—Que lo jodido es por la noche. ¿Es la primera vez que estás en la oscura?
—Sí.
—Pues aguanta, nano.
—Yo no aguanto un día aquí, te lo juro. No puedo. Si me da la vena, me rompo la cabeza.
Antonio le escuchó, comprensivo. Era la reacción típica de los primeros momentos de encierro en aquella celda. «Ya le pasará», pensó.
Había recibido carta de Maica.
«La calle, un día de febrero de 1980.
»¿Cómo estás, tronco?
»Cuando recibas esta carta, espero que te rule todo bien. Por aquí fuera está todo cambiado. Hay un ambientazo. Se está llenando esto de guiris, de un barco americano que ha llegado al puerto. Tienen pasta fresca y se la dejan de puta madre. Agarran unas melopeas, que es demasiado. Si estuvieras aquí, nos pondríamos ciegos, ¿vale?
»Te mando estas letras con Cristina, la mujer de Juan. Por cierto, es buen colega, y no sé por qué le llamáis el Gafe. Me dijo que iba a ver a Juan dentro de unos días, así que le he dado la carta para que te la pase.
»Últimamente han habido muchas movidas de polvo. Está la gente con el caballo, que no veas. Yo me lo monto bien.
»El otro día me chuté mescalina. Me invitaron a una mesca y me la metí. Es un flash muy parecido a la coca. Se parece cantidad. Ahora lo que se mueve es heroína marrón. No es tan buena, claro; y si no tienes limón para disolverla no hay manera de chutártela. Hay mucho menda que va de anfetas, de bustaca, y de todo eso. A mí no me gusta. Paso de esas historias, porque le tengo miedo. Se vuelven locos.
»Ahora estoy trabajando en lo de Paco el Negro. Blanca se marchó de la cafetería en que estaba y ha pedido curre en la que estoy yo. Así que ahora me aburro menos.
»Como ves, todo sigue igual.
»Ya le he llevado la pasta al abogado. Por cierto, me dijo don José María que un día de estos irá a verte, que quiere hablar contigo. Me explicó algo, pero era mucho rollo, así que ya te lo contará.
»En el sobre verás una papela con caballo y un poco de costo. No te he podido ligar más. Estoy sin blanca.
»Termino, que llego tarde al trabajo.
»Pásatelo lo mejor que puedas.
»Un beso. MAICA.»
Antonio sobornó al ordenanza para que le llevara a la celda un bolígrafo y unas cuartillas.
«Hola, Maica.
»¿Cómo te va? Yo cada vez más chungo. Lo estoy pasando muy mal, ¿sabes? La tronca tuya me pasó la carta. Me alegro de que las cosas ahí fuera vayan bien.
»Yo cada vez estoy peor. Llevo varios días en celda de castigo y esto es peor que el infierno. No tengo de nada. Incomunicado total y encima sin poder ligar algo de polvo o de chocolate. El caballo que me has pasado, me lo he esnifado, pues aquí, aunque quisiera, no puedo conseguir una chutona; y de lo otro me queda para unos porros. Lo malo es que tengo celda de castigo para un mes, lo menos. Le abrí la cabeza a un chorbo, un chulo mal encarado. Tú no lo conoces. Le pude matar, pero si me encandilo me raja él antes. Ese menda va a llevar una cicatriz en su cara toda la vida. Le apodan el Sevillano, pero ya te contaré.
»Maica, por tu madre, muévete, y liga un poco de costo. Necesito ganarme la vida. Y aquí, me estoy volviendo loco. Enróllate, por lo que más quieras.
»Ven a verme. Yo sé que da corte, pero hazlo por mí, que tú no sabes lo que es esto.
»Esta carta no sé cuándo te llegará. Cuando me bajen al patio, veré la forma de pasársela a un colega y que te la manden. No me fío de echarla al correo, porque lo más seguro es que el boqueras la abra. Por eso, los colegas le darán salida de otro modo.
»Termino ya.
»Adiós y suerte. Antonio.»
Leyó de nuevo la carta de Maica. En la cárcel se leen, se vuelven a leer y casi llegan a saberse de memoria, adivinando los sentimientos ocultos en cada párrafo.
De pronto sintió que su instinto sexual se despertaba. La añoranza perfilaba el recuerdo de Maica en la única forma que imponía la soledad.
La imaginó dulce, acariciante y agresiva haciéndole el amor. La veía en la cálida habitación de casa, desnuda e insinuante. La tibieza de sus pechos generosos le había subyugado siempre. Pensando en ella, se masturbó.
—¡Califa!
—¿Qué?
—Me muero. Por tu madre, llama al boqueras, que la voy a palmar.
—Aguanta, Jorge. Duérmete y no pienses.
—No puedo más. De ésta la palmo.
Antonio se removió en el camastro. Sacó el brazo izquierdo de debajo de la manta y miró el reloj. Eran más de las doce. La prisión dormía. Jorge el Inglés le iba a dar la noche.
—¡Califa!
Antonio optó por no responder.
—¡Califa! —gritó salvajemente Jorge.
—Coño, cállate y duerme. Si estás con el mono, lo mejor es que te duermas. Aquí no nos va a oír nadie. Así que duerme, ¿me oyes? Anoche aguantaste bien, pues no te comas el coco. Ponte a sobar y calla, ¿vale?
No se entendían las palabras que decía Jorge en su respuesta. Sólo captaba con claridad «me muero, que vengan». A pesar de la distancia y de la celda oscura, podía imaginarse a Jorge caminando en la lobreguez de la habitación, con el cuerpo doblado y los brazos presionando sobre el estómago. Adivinó sus espasmos y la piel erizada. Eran los síntomas del pavo. La heroína gastaba esas jugadas. Estaría moqueando y le llorarían los ojos entre estremecimientos y escalofríos.
Creyó oír un golpe sordo en la puerta. Imaginó la desesperación de Jorge tratando de salir de las sombras.
—¡Jorge! —llamó desde su camastro.
No obtuvo respuesta. Estaba desvelado y encendió un cigarrillo. Parecía que su vecino se había calmado. Debía de estar agotado. Había pasado toda la tarde gimiendo e implorando. Cuando le sirvieron la comida, intentó agredir a los ordenanzas. Se quedó sin cena.
—Ese menda está muy jodido —les había advertido Antonio, cuando llegaron a su celda con la comida.
—Por mí como si se opera.
—Colega, podíais darle algo para dormir.
—Que se joda.
—Pues me va a dar la noche, tío.
Los dos hombres se habían encogido de hombros. Ese no era problema suyo.
Antonio arrojó lejos de sí el cigarro a medio quemar, y se dispuso a dormir.
—Jorge —llamó a media voz.
El otro no respondió. Supuso que se había dormido o quizá no le oía. De cualquier modo, agradeció el silencio.
No tenía noción del tiempo transcurrido, cuando creyó escuchar su voz. El sueño le vencía y volvió a cerrar los ojos.
—¡Colega!
Jorge volvía a llamarle. En su timbre de voz había asombro y decisión.
—¿Qué pasa?
—¡Califa!
—¿Qué quieres, coño?
—No puedo más. Me estoy muriendo.
Antonio movió la cabeza, hastiado. Eran ya las tres de la madrugada.
—No te comas el coco, joder —le gritó, desabrido—. Duerme y cállate ya.
Apenas unos quejidos entrecortados y luego el silencio. Antonio contuvo un hondo suspiro, temeroso de que cualquier ruido rompiera el sueño del otro. Se arrebujó en la cama y cerró los ojos.
A la mañana siguiente, cuando los dos ordenanzas llegaron con el desayuno, continuó acostado. Hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Por el tragaluz penetraba ya la claridad plomiza de un amanecer nublado.
—Despierta, Califa.
Estaban abriendo la puerta. Antonio se restregó los párpados y se incorporó. Le habían dejado el café con leche y el chusco en el suelo.
—Emilio, tráeme algo para leer —le pidió en voz baja.
—Ya te lo diré luego.
—Oye, que yo sé pagar a los colegas.
El ordenanza había cerrado de nuevo la puerta.
—Que sí, pero el jefe de servicios está poniendo firmes a todo el mundo —le explicó desde el exterior.
En ese momento se oyó una blasfemia que restalló en la galería.
—¿Pasa algo? —preguntó Emilio, mirando hacia la celda oscura, en la que su compañero estaba sirviendo el desayuno a Jorge el Inglés.
—Esto está lleno de sangre —le gritó el otro.
Emilio corrió hacia la otra celda. Antonio se levantó de un salto y se pegó a los barrotes de la celda.
Los dos hombres guardaban silencio y supuso que algo grave había sucedido. Entonces vio salir corriendo a los dos ordenanzas. Tenían el semblante demudado.
No había escuchado el chirrido característico cuando se cerraba aquella celda. Trató de adivinar lo ocurrido y la idea de la muerte del Inglés iba tomando cuerpo con más nitidez. No podía ser otra cosa.
A los pocos minutos oyó pasos apresurados. Con los dos ordenanzas venían varios funcionarios. Pasaron de largo frente a su celda y las conversaciones se convirtieron en murmullos en la del Inglés. Poco después llegaba el jefe de servicios, y algo más tarde el director del centro. Para entonces, ya estaba seguro: Jorge el Inglés había muerto.
Emilio, el ordenanza, abrió su celda.
—Vamos al patio, Califa.
—¿Qué pasa, tío?
—Nada. Vámonos.
Era evidente que no quería ser visto haciendo comentarios sobre lo ocurrido. Antonio salió al pasillo y miró en dirección a la celda del Inglés. Los funcionarios dialogaban entre sí. Tenían el aspecto grave. Sus rostros consternados denotaban gran preocupación.
Se alegró de no estar en su situación. En aquellos momentos andarían como locos, tratando de eludir responsabilidades.
—¿Qué le ha pasado al Inglés? —quiso saber, cuando ya estaban próximos al patio—. ¿Ha cascao?
Emilio asintió.
—¡Mi madre! Pues era verdad.
—¿El qué?
—El tío anoche dio un coñazo que no veas. Venga decir que estaba mal, y que se moría. Yo pensaba que lo decía por el miedo, ya sabes. La oscura vuelve majara a un tío. Pero, no. Era de verdad.
—Se ha abierto las venas —explicó, lacónico, Emilio.
—¿Cómo?
—Un clavo, según han dicho. Antonio le miró, pensativo.
—¡No hay derecho! —estalló, con los dientes apretados.
—Ya lo sé; pero, ¿a mí qué me cuentas?
—El tío venga gritar y gritar, pidiendo ayuda. Como si nada. A ver quién nos iba a oír en aquellas celdas. Todos sobando de puta madre y el Inglés que la palma. Y aquí no ha pasado nada.
Emilio le escuchaba, asintiendo con la cabeza.
—Ya vendré a por ti —le dijo—. Hoy seguro que te dan más tiempo de patio.
Se marchó. Después de todo, era un buen colega. Le vio cojear ligeramente. Ahora tendrían que adecentar todo aquello y hasta llegaría el juez de guardia. No debía encontrar a nadie en las celdas oscuras durante su visita. Después, se llevarían el cadáver, con el mayor secreto posible, y a otra cosa.
Estaba la prensa. Pero, ¿a quién iba a interesar aquella muerte? Se le echaría tierra encima al asunto. Un drogadicto más que se muere, porque nadie le ha hecho caso. Se podía haber evitado ese suicidio. Tal vez, un par de sedantes recetados por el médico. Pero nunca estaba en la prisión.
Decidió pasar de todo. Buscó el tabaco en su bolsillo, advirtiendo que, de pronto, tenía hambre. Con las prisas no había desayunado esa mañana.