Los sábados, al igual que los lunes, se ampliaba el horario de recreo de la población reclusa, hasta que finalizaban las emisiones de televisión. Sin embargo, era el sábado día grande siempre para el preso. Incluso los más desabridos mantenían la costumbre de esmerarse en su aseo personal: afeitado escrupuloso, ducha y ropa limpia. Era la ocasión en que nadie se negaba el gusto de fumar tabaco caro y jugar una partida.
El juego constituía, invariablemente, la diversión principal. Ese día se cobraba y todos se excedían con gastos extra en el economato de la prisión. Algunos, muy pocos, ahorraban para cuando consiguieran la libertad. Otros, lo entregaban con satisfacción al hombre al que se sentían unidos sentimentalmente, «para que no les faltara de nada». Pero la inmensa mayoría, el sábado saldaba todas sus deudas pendientes de la semana. Se buscaba un golpe de fortuna en el juego, pero se acababa perdiéndolo todo, con lo cual muchos, antes de finalizar el día, ya estaban endeudados hasta la semana siguiente. El ciclo se repetía cada sábado, con la consiguiente desazón de los perdedores.
En la planta baja de la amplia galería, situada en el lado este del edificio, tenían lugar los actos recreativos comunes. El televisor, en lo alto sobre una repisa metálica adosada a la pared, era considerado como una compañía indispensable, vínculo con el exterior, si bien casi nadie prestaba atención a los programas que se emitían.
Al anochecer, y tras el recuento de las siete, los reclusos empezaban a bajar sillas y cajones, para iniciar la velada. Casi todos disponían de ese mobiliario fundamental. El procedimiento para obtenerlo era siempre el mismo: se pagaba a quienes tenían acceso a los talleres, los cuales confeccionaban en secreto los «muebles» pedidos. La dirección del Centro conocía esa práctica y la toleraba.
Valentín el Bobadilla y Antonio tomaron posiciones en el extremo de la galería. Diversos reclusos permanecían próximos a ellos, esperando el inicio de la partida de dados. Cuando llegó Juan el Gafe, los dos hombres estaban ya impacientes.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó, airado, el Bobadilla.
—Preparando el terreno —respondió—. Hoy le toca a don Eladio y ése es de cuidado.
—¿Cuánto te ha sacado? —quiso saber Antonio.
—Un cartón de Winston.
Antonio le miró asombrado.
—Eso es mucha pasta —dijo.
—Ya lo sé. Pero es el único de verde que traga. Y no hay más remedio. Tiramos los dados por el morro y si no tienes contento al boqueras, se acabó.
Don Eladio era un funcionario con muchos años de profesión. Obeso, de rostro enrojecido, su bigote espeso le daba un aspecto iracundo. Con su andar indolente, daba la impresión de estar siempre mirando sin ver la realidad que le circundaba. A pesar de ello, era temido por sus reacciones inesperadas y sorpresivas.
—Es un tragón el tío ese —admitió el Bobadilla.
—Aquí muchos chupan —añadió el Gafe.
—Pero se pasan, cantidad —terció Antonio—. Algunos se dejan untar, pero abusan. El otro día el jefe de servicios, sin saberlo el director, autorizó una comunicación a un menda con su chorba, en los locutorios de los abogados.
Alguien voceó a sus espaldas.
—¿Hemos venido a hablar o a jugar?
—Tiene razón ése —dijo el Bobadilla—. Vamos.
Sacó del bolsillo dos dados y los frotó ruidosamente en sus manos.
—A ver si me dais suerte hoy —les suplicó.
—Empezamos a una libra —anunció el Gafe, preparando su dinero.
No hizo falta explicar que se jugaba al «Semes-Leve», como lo llamaban allí.
Cuatro individuos más apostaron contra Valentín el Bobadilla. Éste levantó las manos reclamando la atención del grupo, preparado para echar los dados. Cuando lo hizo, todos los ojos siguieron las evoluciones de los dados, que tras golpear contra la pared, retrocedieron en dirección a ellos. El once.
La primera tirada era para el Bobadilla, que recogió satisfecho el dinero del suelo.
Frotó nuevamente los dados, con usura, mientras se preparaba la siguiente apuesta. Antonio observó a los jugadores. Estaban inmersos en la partida y no sospechaban nada fraudulento.
El Bobadilla hizo un gesto teatral, exigiendo silencio, y tiró los dados. El siete, corearon varias voces decepcionadas. Un círculo de curiosos empezaba a formarse alrededor de los jugadores.
—Subo a quinientas —propuso alguien del grupo.
—¿Medio saco? —el Bobadilla le miró con atención. Simuló dudar unos instantes y luego movió la cabeza afirmativamente—. Vale, a medio saco.
Los dados rodaron nuevamente por el suelo, en medio de un silencio expectante. El siete, otra vez.
Las siguientes tiradas continuaban con la suerte decantada hacia el Bobadilla. Juan el Gafe intervino y tomó los dados.
—Ahora los tiro yo —dijo, adueñándose de la situación.
Cuando terminó de hablar ya había dado el cambiazo. Había que dejar ganar un poco a aquella gente o de lo contrario iban a sospechar.
Perdió varias tiradas seguidas, alternadas por algún triunfo aislado. Los dados ahora no estaban cargados y era el azar el que designaba a los ganadores.
Rafael el Huesos se abrió paso entre el grupo de mirones. Llevaba una bolsa en la mano. Se acercó a Antonio y la abrió. Contenía varios botellines de cerveza.
El Gafe retuvo los dados, mirando al recién llegado.
—Coge una y no preguntes —se anticipó el Huesos.
Los envases de cristal estaban terminantemente prohibidos en el Centro y no era fácil obtenerlos. Menos aún, exhibirlos en público.
El Gafe cogió su cerveza y se concentró en los dados. Cuando los mostró al grupo, los había cambiado de nuevo.
Empezó a ganar. Contaba con cuidado el número de tiradas que efectuaba, para dejar que los otros jugadores tuvieran alguna opción en la partida.
Al cabo de una hora el grupo era un bullicio de voces febriles. Muchos, al quedarse sin dinero, se habían retirado. Su vacío lo llenaban prestamente otros reclusos ávidos de ganancias.
Entonces, les vio. Antonio estaba acariciando en sus manos los dados cargados, cuando tomaron posiciones en primera fila el Sevillano, el Pandereto y el Chino. Los tres hombres vestían pulcramente, siguiendo la tradición de los sábados.
—¡Adelante mis dados! —jaleó Antonio, echando hacia atrás la mano derecha, dispuesto a arrojarlos.
—Van dos sacos —interrumpió el Sevillano.
Antonio se detuvo. Vio los dos billetes de mil pesetas en las manos del otro.
—A la próxima tirada —respondió firme, percatándose del reto.
—¿Tienes miedo?
Escuchó impávido al Sevillano y se centró en la jugada. Tiró los dados. Ganó.
—¿Quién era el fantasma que quería apostar dos sacos? —preguntó a los presentes, ignorando al Sevillano, mientras recogía las ganancias.
—Yo —respondió el Sevillano, tirando al suelo el dinero.
En la partida se aceptaban los vales, que era el dinero de la cárcel, así como billetes de curso legal, no permitidos por el reglamento interno. El Sevillano siempre llevaba dinero bueno.
—Pues van a ser tres sacos —exigió Antonio.
El Sevillano, por toda respuesta, dejó caer otro billete de mil pesetas.
Antonio repitió la pantomima, acariciando los dados e implorando suerte. Los arrojó con fuerza contra la pared. El once.
El Sevillano le vio recoger su dinero y sonrió, sarcásticamente. Repitió la apuesta y perdió de nuevo.
Nadie igualaba sus apuestas. Estaban jugando solos.
—A cinco sacos —impuso el Sevillano, mostrando el dinero.
Antonio le miró fijamente. En sus ojos, la danza grotesca de la avaricia y la ira, se emparejaban torpemente.
—Aceptado —respondió, preparando los dados.
El silencio era total. El número de curiosos había aumentado alrededor de los jugadores. Seguían con atención los movimientos de Antonio, en cuyas manos ahuecadas los dados repiqueteaban. Estaban jugando muy fuerte y esas partidas siempre terminaban en pelea.
El Bobadilla y el Gafe, detrás de su amigo, no quitaban ojo al Sevillano y a sus acompañantes.
Antonio seguía trazando círculos en el aire con las manos, removiendo los dados, sabiendo que su rival estaba a punto de estallar.
Los tiró violentamente.
—¡Un siete! —gritaron los presentes a una voz.
Antonio miró satisfecho al Sevillano y se inclinó a recoger los dados y el dinero.
—¡Están chungos!
Levantó la cabeza y miró al hombre que había hablado. El Sevillano, apoyadas ambas manos en la cintura, le retaba amenazador.
Antonio guardó los dados en el bolsillo al tiempo que se incorporaba. Le volvió la espalda y cogió el botellín de cerveza, apurando el líquido de un largo trago. Se limpió la boca con la manga del jersey.
—Repítelo —le ordenó con los dientes apretados.
—¡Están chungos los dados, hijo de mala madre! —le espetó con rabia el Sevillano. Esgrimía una navaja en su mano derecha.
La vio en una fracción de segundo. Pero la rapidez de su reacción sorprendió al Sevillano. Con el botellín vacío de cerveza golpeó con todas sus fuerzas en su cabeza. El cristal se rompió en un estallido, en la sien izquierda del hombre, y Antonio arrastró con saña el vidrio roto por toda su mejilla. El rostro se le abrió en una profunda herida. La sangre empezó a manar, desbordada, goteando sobre su pecho.
El Sevillano quedó conmocionado y dejó caer al suelo la navaja. Se llevó una mano a la cabeza y, de pronto, lanzó un alarido de dolor. Su queja desgarrada resonó en el cerebro de los presentes como una pedrada.
—¡Hijo de mala madre! —le oyó repetir Antonio y quiso seguir golpeando, como si un demonio conocido le impeliera a castigar sin cesar.
Entonces, se encontró forcejeando con el Bobadilla y el Gafe que le sujetaban los brazos con fuerza.
Dos ordenanzas habían conseguido restablecer el orden.
El tiempo pareció detenerse en el minuto de su furia incontrolada. Estaba lívido, borracho de sangre. Al Sevillano se lo llevaban con urgencia sus amigos.
Apareció don Eladio, que había recabado información de los ordenanzas, Antonio oía voces inconexas a su alrededor. Estaba ausente, como si nada de lo sucedido tuviera que ver con él. Le condujeron al despacho del jefe de servicios. Un hombre adusto de mirada penetrante. Incluso sentado, se apreciaba que era extraordinariamente alto.
Levantó la cabeza cuando entró Antonio, escoltado por los ordenanzas, y se quitó las gafas. Su rostro delgado y huesudo no demostró ninguna emoción. Llamó a su lado al funcionario y cambió algunas frases con él, a media voz.
—Cierre esa puerta —indicó a un ordenanza.
El silencio se le hizo insoportable y Antonio tomó conciencia de la realidad. Su propia sangre le retumbaba salvajemente en las sienes. Se vio a sí mismo, caminando por los conocidos rincones de la soledad. En un instante supo que su libertad iba a conocer un encierro más duro y enloquecedor: la celda de corrección. Temió que antes le propinasen una paliza y deseó, a pesar suyo, la soledad de la celda de castigo, como un descanso a su cuerpo derrumbado.
El jefe de servicios, apenas se fijó en él. Interrogó al funcionario y a los ordenanzas, pero Antonio apenas les oía. Un revuelo de voces oscuras parecía arrastrarse por su interior, rasgando violentamente sus pensamientos. Su virilidad se estaba astillando.
Ahora estaban hablando del Sevillano. Tenía una gran herida en la cabeza y la mejilla abierta.
La espera, allí, de pie, endurecía los minutos.
—Llévenlo a una celda de corrección —ordenó el jefe de servicios.
—¡Vamos! —le apremió un ordenanza.
No opuso resistencia. Era un fracasado, una vez más. Tenía la mirada nublada, ensombrecida por la imagen de la soledad que le aguardaba.
Aún no había franqueado la puerta, cuando oyó a sus espaldas la voz del jefe de servicios.
—De momento que ocupe una celda oscura durante una semana. Luego, ya veremos.
No parpadeó. Tenía conciencia de que la celda oscura era el peor castigo que se podía imponer a un preso.
Cruzaron la amplia explanada, de la que arrancaban las cuatro galerías, y que denominaban «centro». Diversos grupos de reclusos observaron a distancia la comitiva que conducía a Antonio a una celda de castigo. Delante iba el funcionario, y junto a él los dos ordenanzas.
Deseó por un momento que los guardianes de la cárcel fueran armados. Le resultaría facilísimo abalanzarse sobre el hombre que caminaba confiado, abriendo la marcha, y reducirle con su propia pistola.
Pasaron por un amplio corredor, hacia el lado oeste del edificio. Llegaron junto a la enfermería. Todo estaba en silencio. Siguieron adentrándose por aquel pasillo en el que las pisadas retumbaban de forma siniestra. Las voces y ruidos de las galerías formaban ya parte de otro mundo.
Ese ala del edificio estaba totalmente aislada. Allí un hombre podía permanecer dando gritos hasta enloquecer, sin que fuera oído por ningún ser vivo. A cada lado del corredor había ocho celdas, cuyas puertas estaban confeccionadas por gruesos barrotes de hierro. «Jaulas para animales», pensó.
Las cuatro últimas celdas eran diferentes. No tenían barrotes. La puerta, metálica, tenía un ventanillo para observación, accionable desde el exterior, pero siempre permanecía cerrado. En esas cuatro celdas, de noche la oscuridad era total. No había luz eléctrica. La única iluminación provenía de una bombilla amarillenta que colgaba del techo a mitad del pasillo.
Le llevaron a la última celda.
El funcionario buscó entre el manojo de llaves y abrió. Antonio, sin esperar ninguna indicación, entró y permaneció de espaldas, mientras cerraban la puerta. Continuó en la misma posición escuchando penosamente las pisadas de los hombres que se alejaban. El leve murmullo de su conversación se perdió en la oscuridad.
Trascurrieron varios minutos antes de que se decidiera a realizar ningún movimiento. El silencio imponía respeto. Lo podía oír como un rumor confuso que hormigueaba incesante en los oídos. Era como si, de un momento a otro, pudiera adoptar mil formas siniestras e irrumpir en la oscuridad. Un miedo inexplicable y ancestral se abrazaba a su garganta.
Se sobresaltó al escuchar un ruido en el rincón de la celda. Aguzó el oído, al tiempo que buscaba en sus bolsillos. Por fortuna, le habían dejado el tabaco y las cerillas. Encendió una y trató de localizar el sonido.
Un ratón desapareció de su vista, despavorido. Entonces vio la cama desnuda, con su colchoneta mugrienta. Arrojó la cerilla, que ya le quemaba la yema de los dedos. Maldijo en voz baja y se atemorizó al escuchar su propia voz. Le avergonzaba el sentimiento de su debilidad.
Sacó un cigarrillo y prendió fuego a otro fósforo, renunciando mentalmente a desperdiciar más cerillas. Se acercó a la cama a tientas, y se tumbó en ella. Ladeó la cabeza en dirección a la puerta. Una luz mortecina se adivinaba en el umbral. Poco a poco sus ojos se habituaron a aquella oscuridad.
Apuró el cigarro al máximo y tiró lejos de sí la colilla, que se abrió en un efluvio de partículas encendidas, hasta apagarse suavemente.
Apretó los párpados y deseó que el sueño le venciera.