Antonio se apoyó en el respaldo de su silla, satisfecho y observó a sus compañeros de celda, ausentes, que estaban acabando sus raciones. Había comido bien, casi suntuosamente en comparación con otros días. Encendió un cigarrillo.
—¿Ya estás fumando? —preguntó el Bobadilla.
—Es que ése no come, ése traga —explicó Juan el Gafe.
—Saca más cerveza, Gafe —exigió Antonio—. Nos estamos quedando secos.
El aludido se inclinó obediente y de debajo de la litera sacó un recipiente de plástico en el que había almacenadas cervezas de varios botellines. Antonio se llenó el vaso también.
—Somos los malos, siempre —dijo—. No les importamos una mierda a nadie. Total, porque queremos vivir como ellos. ¿O no tenemos derecho?
—Pero ellos mandan —repuso el Gafe—. Te pueden entalegar cuando les dé la gana.
—Ya está bien de rollos —terció el Bobadilla, limpiándose la boca con la manga del jersey—. Nos meten a la sombra cuando les da la gana. Pues nosotros, hacemos lo que tenemos que hacer. Un buen traque a un banco, o se desparraman unas cuantas joyerías. Con lo colorao, a vivir.
—Yo prefiero el costo y el caballo —añadió el Gafe—. Te lo haces mejor, y sin riesgos.
—Tiene razón el Gafe —añadió Antonio—. Los polvos dejan mucha pasta. Entre unos colegas juntas la pasta. Cuando tienes los billetes, viajas a Holanda. Allí ligas el polvo a tres mil el gramo, pongamos, y es un polvo limpio que puedes cortar unas cuantas veces y no se nota. Luego pasas el caballo, y sólo que lo pongas a quince boniatos el gramo, te forras. Eso para empezar. Después preparas uno bueno a Tailandia, y te montas para los restos. Además, el pase te lo puede hacer un julandrón que esté limpio por cuatro duros.
Valentín el Bobadilla apuró su cerveza y se desperezó.
—Tenéis razón —dijo—. Pero no tengo ganas de pensar. Si te comes el coco, se te pueden fundir los plomos, y a ver qué puede pasar.
Antonio miraba distraídamente la lámina colgada en la pared, sobre el lavabo, en el que una mujer exhibía generosamente sus formas en el marco de una plaza artificialmente azul. El Gafe se levantó, dispuesto a limpiar la cuchara y el plato vacío. Maldijo en voz alta al sentir el agua fría.
—¿Os acordáis de hace un tiempo lo mal que estaba el asunto del bebercio? —preguntó el Bobadilla—. No había manera de hacerse con un buen trago. Lo único, cuando tenías comunicación. Venía a verte tu novia, y como la visita era a través de una reja, había que espabilarse. La chorba se metía entre las tetas un botellín lleno de whisky y tú, con una goma, chupando al otro lado. ¡Vaya teas que se cogían! Había veces que terminabas la comunicación y caminabas escorado.
—Aquí se bebe uno hasta la colonia —afirmó Antonio.
—Por eso está prohibida —añadió el Bobadilla.
En ese momento sonó, estridente, el cornetín con su ritmo castrense. Todos los cambios de actividad se indicaban de aquella manera.
Bajaron directamente al patio, donde Juan el Gafe se separó de ellos.
—Algún trajín se lleva entre manos —comentó el Bobadilla.
—Seguro.
Antonio y el Bobadilla paseaban indolentes su ociosidad por el patio.
Paco el Basura se acercó a ellos. Tenía el andar afectado y vestía una zamarra negra y pantalones vaqueros. Ya había cruzado el límite de los treinta años y mantenía su costumbre de mirar a su alrededor con superioridad y cierta expresión de asco. Escupía constantemente.
Saludó con el habitual gesto de desgana, adoptando un aire cauteloso de conspiración.
—Oye, Bobadilla, ¿tenéis algo preparado? —inquirió, mirando alternativamente a los dos hombres.
—El sábado por la noche —le respondió.
—No hablo de dados. Digo alguna timba fuerte, entre colegas.
El Bobadilla cruzó una rápida mirada con Antonio.
—¿Cómo andáis de guita? —preguntó.
—Yo ahora estoy puesto —respondió Paco el Basura.
En aquel momento y totalmente de improviso apareció el individuo. Se plantó frente al Basura y le miró desafiante. Llevaba la mano derecha en el bolsillo del chaquetón de ante.
—¡Eres un hijo de la gran chingada! —le gritó con voz temblorosa.
Ante el arranque de osadía, Antonio y su amigo permanecieron en silencio, expectantes. El tipo era nuevo y nadie comprendía por qué había sido asignado a aquella galería. Su apariencia era de no haber cumplido los veinte años; esbelto, de facciones agradables, su tez pálida arrastraba aún las marcas de la adolescencia.
Durante unos instantes el joven aguantó la mirada furibunda del otro. El Basura estaba confundido y no tuvo tiempo de reaccionar.
Con la rapidez de un felino el joven sacó la mano del bolsillo y le hundió en el vientre el objeto metálico que empuñaba.
Paco el Basura, con los ojos desorbitados por el asombro, alargó una mano hacia su agresor, en un intento desesperado de protegerse. Arqueó el cuerpo llevándose ambas manos a la herida. Pero el otro, cegado por su obsesión de venganza, se abalanzó con rabia sobre él. El hierro le alcanzó en el pecho y se abrió camino entre las costillas.
Cuando se disponía de nuevo a descargar el arma, fue sujetado por Antonio que agarró su mano con fuerza, mientras el Bobadilla le propinaba un puñetazo en la boca que le hizo tambalearse.
—¡Ya basta! —le gritó Antonio.
Las piernas de Paco el Basura se doblaron y cayó al suelo, donde quedó inmóvil con el cuerpo encogido.
Antonio se fijó entonces en el objeto que empuñaba aquel tipo. Era una cuchara con el mango afilado. La sangre, cálida aún, goteaba de su mano.
De pronto, el joven pareció comprender. El charco de sangre que iba agrandándose junto al cuerpo estremecido de Paco el Basura, le llenó de pánico. Lanzó un grito desgarrador, arrojó al suelo la cuchara y echó a correr, huyendo del lugar. Sus alaridos atrajeron la atención de los reclusos que se hallaban en el patio.
—¡Me muero!
—De prisa —gritó el Bobadilla, reaccionando y exigiendo ayuda a, los que se habían congregado alrededor—. Hay que subirle a la enfermería.
Varios reclusos se inclinaron dispuestos a incorporar al herido.
—Con cuidado —previno Antonio, sujetándole la cabeza.
—Llevadme al hospital —imploraba Paco el Basura.
Lo trasladaron a la enfermería. Alguien comentó:
—De ésta la palma.
Media hora después, la galería recobraba su ritmo normal. Los comentarios sobre la puñalada de esa tarde habían invadido todos los rincones de la prisión. Poco a poco el incidente se iba olvidando y dejaba de tener interés. En un primer instante había suscitado la curiosidad morbosa que rodea el olor de la sangre. Por lo demás, la población reclusa estaba habituada a tales acontecimientos. Las lesiones con arma venían repitiéndose cíclicamente, con tanta asiduidad que ya no constituían noticia.
Antonio y el Bobadilla estaban de nuevo en el patio.
Dos reclusos esparcían serrín sobre la sangre del suelo y lo barrían con escrúpulo.
Serafín el Ladillas se les acercó.
—Vaya cirio que ha montado —comentó.
—¿Quién? —preguntó el Bobadilla.
—El menda de las puñaladas —respondió—. Le ha dado el telele, esquizofrénico perdido. Entre varios verdes no podían hacerse con él.
—A estas horas, en la celda de castigo, ya se le habrá pasado —terció Antonio.
—Seguro —afirmó el Ladillas—. Si el Basura casca, le puede caer algún marrón al tipo.
—¿Quién es el menda? —preguntó el Bobadilla.
—Un menor —explicó el Ladillas—. Lleva muy poco tiempo. El tío se ha querido vengar porque esta mañana lo han violado. Paco el Basura y dos más. En las duchas. El Basura parece que estaba loco por hacerse al chaval.
—Pues ha tenido agallas —afirmó el Bobadilla.
—Le ha pegado un baldeo, que es demasiado —el Ladillas señaló en su cuerpo el lugar preciso de las heridas—. Dicen que a lo mejor no lo cuenta. A los pocos minutos el tema estaba agotado y no ofrecía atractivo de ninguna clase. El aburrimiento volvía a caminar por el patio.
Recostado cómodamente en la parte inferior de la litera, el Sevillano dejó que su mirada vagara perezosamente por la celda. La pequeña ventana, en lo alto, enmarcaba entre los barrotes, un cielo azul, límpido, por el que se deslizaba una orografía cambiante de nubes blancas. Era sábado y el día ofrecía buenas perspectivas. Sus dos compañeros parecían estar de excelente humor. El Chino, de espaldas y con un pie apoyado en la pared, releía la carta recibida el día anterior. Era de su mujer.
En un extremo de la habitación, Pedro el Bola ordenaba sus objetos de aseo personal. Era un individuo de aspecto aniñado, bajo y grueso. Sonreía fácilmente, sin ningún motivo especial y detrás de las gafas, allá en el fondo, sus ojos atisbaban constantemente.
El Sevillano desconfiaba de él. En más de una ocasión le había comentado el Chino que iba de chivato, pero nunca le pudieron poner en evidencia.
El cornetín sonó en aquel instante, haciendo vibrar la galería. Los tres hombres se miraron, sorprendidos. El Sevillano miró su reloj. Pasaban apenas diez minutos de las nueve y media. Aún quedaba casi media hora antes de bajar a los patios.
—¿Es la hora? —preguntó Pedro el Bola.
El Sevillano negó con la cabeza y se asomó a la puerta.
El cornetín volvió a oírse con su peculiar acento marcial. A continuación, la voz del funcionario atronó la galería.
—¡Recuento! ¡Salgan todos a la puerta de la celda!
El Sevillano fue el primero en obedecer, impulsado por la curiosidad. Algo estaba sucediendo. Varios funcionarios tomaban posiciones en la galería, inquietos. Iban secundados por un grupo de sumisos ordenanzas. Era el segundo recuento en menos de media hora.
—¡Pónganse todos a la puerta de las celdas! ¡En silencio!
Iniciaron el recuento por el lado opuesto de la galería, en el segundo piso. Cuando bajaron al primer piso, el Sevillano adivinó que les faltaba algún preso. Un funcionario iba comprobando la presencia de los reclusos, celda por celda, punteando los nombres en la relación que llevaba. Entre tanto, dos ordenanzas inspeccionaban la celda minuciosamente.
—Alguien se ha fugado —susurró el Chino.
—Se les ve con el tembleque —añadió el Sevillano.
—¿Cuándo se habrán dado cuenta? Porque el otro recuento ha sido hace muy poco.
Pedro el Bola, muy erguido, observaba sin atreverse a manifestar su opinión.
Cuando el funcionario y los ordenanzas llegaron a la celda del Sevillano, los tres permanecían inmóviles, sin volver la cabeza. Alguien golpeaba con un palo el tabique que lindaba con el recinto y comprobaba que los barrotes de la ventana seguían firmes.
Terminó el recuento de la planta baja de la galería, sin que se les facilitara ninguna explicación.
—¡Vuelvan a sus celdas! —ordenó un funcionario.
El silencio se quebró por más de trescientas voces, pugnando por imponerse unas a otras. Un zumbido sordo llenó la bóveda de la galería. Permanecieron aún una hora en las celdas.
Para un preso la fuga es una meta común. Su logro se convierte en obsesión sobre todo en los penados que deben cumplir aún varios años de condena. Todos sueñan en la evasión como única forma de llegar a la libertad.
Finalmente se les permitió bajar a los patios.
—Ya los han trincado a todos —aseveró el Chino. Si no, aún estaríamos arriba.
El Pandereto atravesó el patio y se acercó a ellos.
—¿Dónde habéis dejado a Pedrito el Bola? —preguntó.
—Se ha abierto por ahí —respondió el Chino.
—Vaya muermo que os han metido en la celda —observó el Pandereto—. El menda que teníais antes era más de fiar.
—A éste nos lo han colocado de matute —terció el Sevillano—. No me fío nada de él. Claro que, si se va de la lengua, lo tiene claro.
—¿Os habéis enterado de que han ligado a los tres mendas? —preguntó el Pandereto.
—Eso estaba claro —respondió el Sevillano.
—¿Cómo ha sido la cosa? —quiso saber el Chino.
—Los han trincado en la cocina —explicó el Pandereto—. Y mira que lo han tenido a huevo, pero no lo han hecho bien. Se han puesto nerviosos a última hora. Es lo que yo digo, han ido demasiado aprisa. Por el sótano de la cocina se han metido en la trampilla de conducción de gas. Siguiendo las tuberías iban a buscar las alcantarillas de la calle. Sin cavar ni nada.
El Sevillano se atusó el pelo, perplejo.
—A ver si me aclaro —dijo—. Yo me conozco el sótano y la cocina. ¿Dónde está esa trampilla?
El Pandereto movió la cabeza con aire de suficiencia.
—En el sótano —dijo—, en la pared de enfrente, según bajas, hay un respiradero de esos para ventilación. Tiene varios barrotes de buen tamaño. Pero en varios días los han ido aserrando, y cuando ya estaba a punto, lo han intentado. Pero les ha salido mal.
—¿Alguna chota? —insinuó el Chino.
—Fijo —admitió el Pandereto—. Por eso los han enganchado nada más meterse. Los han cazado como conejos. Y menos mal, que si no la palman.
—¿Por qué? —el Sevillano estaba sorprendido.
—Según dicen, por el pasadizo ese se llega a una especie de sifón o algo así —dibujó con las manos la oquedad—. Está antes de llegar a las alcantarillas. Los han sacado medio asfixiados.
Estaban en el centro del patio y el viento resultaba molesto, lanzando contra el rostro remolinos de arenilla. Se refugiaron junto al muro.
—¿Qué piensas? —le preguntó el Pandereto viendo la expresión del Sevillano.
—Nada —respondió—. Que no es mala idea esa de la trampilla de la cocina…