11

Manuel Durante, el Sevillano, había tenido un día pésimo. Todo le salía mal. Sentado con un grupo de amigos, miraba sin interés el programa de la televisión. A esa hora de la tarde, las imágenes no ofrecían nada sugestivo.

Miró de reojo a la mesa situada a su izquierda, en el rincón. Allí estaban el Califa, el Bobadilla, el Gafe y otros dos que no conocía muy bien.

Una desazón creciente le quemaba en su interior. En lo más profundo de su ser estaba convencido: los dados habían estado trucados desde la primera tirada. Alguien, con mucha destreza, los debió de cambiar, ya al final de la partida, sustituyéndolos por otros legales. Por eso el Granos fue el único que obtuvo alguna ganancia. Pero toda la pasta, más de treinta billetes, fue a parar al bolsillo de esa gentuza. Ellos imponían sus reglas de juego.

—¿Qué te pasa, Sevillano?

—Nada, que estoy de mala leche.

—Eso nos pasa a todos, ¿no te jode?

El Pandereto era un tipo alegre que siempre buscaba cobijo en la amistad de los más duros. Estaba próximo a los treinta años, pero su aspecto le hacía aparentar más edad. La calvicie le llegaba hasta la mitad de la cabeza y los cabellos claros y lacios los dejaba crecer profusamente en melena hasta el hombro. Su cara redonda, de mejillas sonrosadas, estaba acorde con su escasa estatura.

—No tolero que esos cerdos me tomen el pelo —dijo el Sevillano, mirando hacia la mesa del rincón—. Conmigo no se juega.

—Déjalos, ya les tocará el turno.

—¿Cuánto perdiste en los dados ayer? —preguntó el Chino.

—Catorce billetes —respondió con los dientes apretados.

—A mí me limpiaron cinco trompos.

El Chino miró descaradamente hacia la mesa de la esquina. La mesa era un cajón, sobre el que jugaban a la baraja.

El Chino era algo más joven que sus dos amigos y en su rostro alargado destacaba una nariz puntiaguda y dos ojos diminutos, oblicuos. Era extremadamente delgado, estrecho de espalda y gustaba vestir prendas muy ceñidas. Con frecuencia tartamudeaba al hablar, lo cual le resultaba especialmente penoso.

—Esos son reboleras de mucho cuidado —afirmó el Pandereto.

—No tienen ni media hostia, y me cago en sus muertos —respondió el Sevillano.

—Oye, que no les tengo miedo. Lo que pasa es que se conocen el maco de puta madre. No son julandrones.

—Ni yo.

—Mira, tío, se lo saben montar bien, aunque sean unos hijos de puta.

—¿Y qué? Ayer se hincharon a ganar pasta. Pero me di cuenta en seguida. Tenían los dados cargados. Por eso les da igual una apuesta de un cangri que de un saco. Se los llevan por el morro.

—Este sábado, seguro que montan otra —terció el Chino.

El Sevillano miró a los dos hombres y sonrió agriamente.

—Se puede liar una bronca de mucho cuidado —dijo.

—Si ellos tienen los dados con plomo, nosotros les jodemos el invento —sentenció el Chino.

—¿Pegando el cambiazo? —quiso saber el Pandereto.

—No —respondió el Chino—. Porque se darían cuenta. En la partida el que dirige la cosa es el Bobadilla. Y no pierde ojo a los dados. El Gafe y ese mal encarado, el Califa, controlan al personal. Puedo cogerles cuando hagan el cambiazo.

—Son muy largos —afirmó el Pandereto.

—Ya lo sé. Pero yo he sido trilero y me sé echar los triles.

El Pandereto miraba hacia el rincón.

—¿Quién es ese pardillo que está con ellos? —preguntó.

—Uno que llaman el Ladillas —respondió el Chino—. Un ficha de cuidado.

Inesperadamente, el Sevillano se levantó, indicando a sus amigos con un gesto que le siguieran.

Caminaron por la galería, observando despreocupadamente a los grupos de reclusos que entretenían el ocio con las cartas o conversando. Al llegar a la altura del Bobadilla y su grupo, se detuvieron a contemplar su juego.

—Hay mucho hijo de puta en el maco —dijo el Sevillano a media voz dirigiéndose a sus compañeros, pero lo bastante fuerte como para que le oyeran los componentes de la mesa.

—Y mucha chota, también —apostilló el Chino. Antonio el Califa miró al Bobadilla y luego levantó la cabeza hacia los intrusos. Juan el Gafe y el Ladillas cruzaron sus miradas.

El Sevillano se volvió hacia sus amigos.

—Vámonos —dijo—. Aquí huele a mierda.

Antonio se levantó de un salto, presto a abalanzarse sobre el Sevillano.

Entonces, una mano le cogió el brazo con firmeza. Se volvió airado y reconoció al funcionario que le sujetaba.

—¿Pasa algo, Antonio?

Se mordió los labios y guardó silencio. Vio al Sevillano y los suyos que se alejaban tranquilamente. Una oleada de calor congestionaba su rostro. Sus amigos, sentados, observaban expectantes. De pronto se sintió sobrio y firme.

—Muy bien —dijo el funcionario—. Aún quedan diez minutos antes de la cena. Aprovechadlos.

Antonio se volvió a sentar.

—Dame un truja, Bobadilla —dijo, manoseando sus cartas.

Antonio encendió un cigarrillo. Bizqueó ligeramente mientras observaba las volutas de humo que se elevaban, difuminándose poco a poco en el aire. Eran las nueve y media de la mañana y no tenía nada que hacer.

Estaba recostado contra la pared, fumando perezosamente, cuando vio a Rafael que venía hacia él. Miraba a su alrededor para asegurarse de que no podría ser oído por nadie. Se acercó a Antonio y le susurró:

—Tengo algo que te puede interesar. Ayer me pasaron un mogollón de ácidos.

—¿Son buenos? —preguntó Antonio.

—Quitan la cabeza. Lo que yo te diga. Te comes uno y haces un viaje con marcha en cantidad.

—De acuerdo.

—Son volcanes, pero buen género.

—Pásame alguno. ¿A cuánto?

—A los amigos, lo mínimo: medio saco. Pero a la basca, los estoy pasando a un saco. El negocio es el negocio, ¿no te parece?

Antonio asintió sonriendo.

—Ándate con tiento, Huesos —le advirtió—. Un día te van a pringar.

—¿Por qué?

—Porque te lo montas muy a las bravas. Y alguna chota se va a ir de la muí.

—No creo, por la cuenta que les tiene.

El zumbido poderoso de un avión en vuelo rasante provocó un temblor de cristales que les hizo levantar la cabeza. Permanecieron en silencio hasta que el rumor se confundió con los ruidos familiares de la prisión.

—Ayer estabas vendiendo raciones de tortilla a trescientas pesetas —comentó Antonio.

—Me llegó un paquete de casa. Mi hermanita me pasó una tortilla en la fiambrera. Estaba empapada de Tilitrate. Los que están enganchados al polvo saben lo que vale el «Tili». Así que he ido vendiendo la tortilla en porciones.

—Un día le irán con el cante a un funcionario y te joderán.

En aquel momento cruzó ante ellos un individuo de baja estatura, pero de complexión fuerte. Caminaba pausadamente y parecía consternado. Frisaba los cuarenta años, era muy moreno y su prominente labio inferior le caía en cascada.

—Fíjate en ese sudaca —observó Rafael.

—Parece indio. ¿Qué sabes de él?

—Ingresó ayer. Nuevo en la plaza. Pero no es un julandrón.

Antonio centró la atención en el hombre que se alejaba cabizbajo.

—¿Por qué lo han ligado?

—Dicen que va de policía ful.

—Un guripa.

—No. Según me he enterado, el menda se ha cargado a más de uno y más de dos. Se dice que en el extranjero es un asesino a sueldo.

—¿Seguro?

Rafael se preciaba de estar siempre bien informado de las novedades que surgían en la prisión.

—Es argentino —explicó—. Pero no le darán la extradición. Esa gente sí que lo tienen todo bien montado.

La puerta de seguridad que daba acceso al rastrillo se abrió y entró un ordenanza. Miró a su alrededor. Hizo un gesto ostensible de contrariedad al no hallar a la persona que buscaba. Desapareció en el patio.

—Anoche por poco la lías, Califa.

—¿Te refieres al Sevillano?

Rafael asintió.

—Ese hijo de puta me va a encontrar.

—Habrá creído que somos unos julandrones. ¿Cómo lo ves?

—Ese se acuerda de Antonio el Califa. Por mis muertos.