—Buenos días, soy María del Carmen Carbonell. Tengo concedida comunicación para hoy.
El centinela miró a la mujer. Era bonita. Su cabello castaño largo le caía sobre el hombro y realzaba las facciones de su rostro que irradiaba un calor de juventud madura. Llevaba puesto un chaquetón de piel color gris perla que arropaba su figura con una delicada elegancia. El hombre reconoció que en su misión de vigilancia no eran frecuentes las visitas de mujeres de belleza tan espléndida.
—Bien —le respondió—. Pase al fondo del patio y espere allí, donde está aquel grupo —y señaló una masa heterogénea de personas en actitud de paciente espera.
Maica se dio cuenta de que le temblaban las piernas. El hombre parecía afable, pero le oprimían una avalancha de temores inconcretos que era incapaz de desechar.
A las once en punto de la mañana el taxi la había dejado en la misma entrada del parque, exactamente frente al establecimiento penitenciario. Aguardó hasta que el coche se hubo alejado y cruzó la calzada. Estaba avergonzada.
Ahora, mezclada entre toda aquella gente, estaba desorientada. Era como caminar por una senda que nunca se acaba de aprender.
Observó a los visitantes que la rodeaban. Ninguna cara conocida. Se alejó unos pasos, decepcionada. Con aquella compañía de seres anónimos, el desaliento la vencía: caras de dureza insólita, miradas hoscas y comportamientos falsamente humildes, que enmascaraban con dificultad su talante agresivo.
Deseaba que terminara pronto la mañana. Se separó del grupo y aguardó, recostada contra la pared, con los brazos cruzados. Hacía frío.
Había transcurrido una media hora, cuando la gran puerta de hierro pintada de verde y con una mirilla en forma de reja, se abrió.
Un ordenanza pronunció su nombre en voz alta: María del Carmen Carbonell Marín.
Maica se acercó a la puerta.
—Soy yo —dijo.
—Pase —le indicó lacónico, el ordenanza, cerrando tras ellos.
A su lado, un funcionario provisto de un cuaderno, consultó su reloj. Sonrió a la mujer, cuyo rostro estaba rígido.
—Su Documento Nacional de Identidad —solicitó el funcionario.
Ella sabía que estaba siendo observada. Sentía la mirada del hombre recorriendo todo su cuerpo. Le odió.
El funcionario tomó su documento y repasó una pequeña lista. Finalmente, movió la cabeza, afirmativamente.
—Tiene usted comunicación con Antonio Chacón Murillo, ¿no es eso?
—Sí.
—Disponen de una hora. El ordenanza le acompañará a la sala de comunicaciones. ¿Me permite el bolso?
Maica se lo entregó y el hombre lo examinó detenidamente.
—Se le devolverá el documento a la salida —advirtió el funcionario, devolviéndole el bolso. Luego se dirigió al ordenanza—: Acompáñala.
—Sí, señor —respondió éste, indicando a la mujer que le siguiera.
El funcionario le retuvo, para advertirle:
—Que no se te pase. Comunicación especial. Una hora.
—Sí, señor.
Acompañó al ordenanza por un estrecho pasillo mal iluminado. Se detuvieron frente a una puerta que el hombre abrió.
—Aquí es —le indicó solícito, mostrando al sonreír una dentadura sucia de caries—. No se les molestará. Dentro de una hora volveré.
—Muchas gracias.
Maica captó un destello de bondad en el rostro del ordenanza. Le vio alejarse cansinamente. Luego entró y cerró la puerta, aguardando impaciente la llegada de Antonio.
La sala de comunicaciones estaba situada al otro extremo de la galería. El recluso para acceder a ella debía pasar el tamiz de un largo corredor al que llamaban «rastrillo», con dos puertas de seguridad vigiladas, una a cada extremo.
La habitación de paredes verdosas era extremadamente fría y carecía de motivos ornamentales. Los únicos muebles eran un sofá extensible, dos sillas desteñidas y un perchero. En una de las paredes se apreciaba una mancha rectangular en el sitio donde había estado un cuadro colgado.
Mientras aguardaba, Maica se preguntó si valía la pena todo aquello. Sus relaciones con Antonio se tambaleaban en los últimos tiempos. Le deprimía el lugar. Mirara a donde mirara, siempre era lo mismo: cárcel con su olor característico y un frío que penetraba hasta los huesos. Tenía miedo.
Para el recluso, en cambio, acercarse a aquella habitación era como dar un paso irreal hacia la libertad. Pero al igual que en los sueños, siempre se quedaba a mitad de camino.
Aspiró profundamente. Tenía el estómago encogido y escuchaba ruidos perturbadores en su vientre. Sabía que Antonio sólo tendría una meta: hacerle el amor. Y no se lo podía negar.
La puerta se abrió y Antonio asomó la cabeza.
Vio a Maica de pie, con su chaqueta de piel y le pareció más hermosa que nunca. Se abalanzó salvajemente y se fundió con ella en un abrazo. Estaba abrazando su libertad.
La besaba con furia. Una mezcla de violencia y de ternura. Tomó por los hombros a Maica y observó detenidamente su persona. Luego fue hasta la puerta que había dejado abierta y la cerró.
—¿Cómo te va? —preguntó ella mirándole a los ojos.
—Mal. Esto es peor que el infierno.
—Has engordado —bromeó ella.
—Llevo casi dos meses sin verte.
—Es que me da mucho corte.
—Tenía ganas de verte, ¿sabes? Estás más buena que nunca.
Maica sonrió. Comprendió los sentimientos de Antonio. Vio el galope del deseo que brillaba desbocado en sus ojos.
Unos minutos más de conversación y Antonio se quitó la chaqueta. Maica le imitó. Estiró su mano derecha hacia atrás, desabrochando los botones de la espalda y con un movimiento gracioso, dejó caer el vestido al suelo. En la desnudez de su cuerpo sus prendas íntimas realzaban las curvas de su figura.
Antonio la miraba ansioso, como un adolescente ante el primer desnudo de mujer. La abrazó de nuevo.
—Llevas el conjunto negro que me gusta —le susurró al oído, agradecido.
Lentamente le liberó los pechos del sujetador y los tomó en sus manos. Estaban cálidos y estremecidos. Se separó de ella y terminó de desvestirse. Ella se desprendió de la última prenda. Tenía la piel erizada y los pezones de sus pechos erectos a causa del frío. Recordó una vez más que estaba en la cárcel. Allí no había calefacción. Recogió el vestido del suelo y lo colgó en el perchero.
Antonio quedó sin aliento observando aquel cuerpo conocido, de senos rotundos y pletóricos. Las manos de ella, profesionales, se movían por su vientre plano y recorrían las curvas de los muslos. Su mirada siguió los movimientos estudiados de aquellas manos blancas. Sus ojos se posaron, lascivos, en el pubis, cuyo vello ocultaba un santuario de promesas esperadas.
Se acercó a ella y buscó sus labios con ardor. Maica descendió una mano hasta el sexo erguido del hombre. Presionó con suavidad y encontró respuesta. Se arrodilló lentamente y su lengua se deslizó electrizante por todo él.
—Espera —suplicó Antonio, asiéndola y obligándola a tumbarse en el sofá. Su energía contenida pugnaba por desbordarse. No podía esperar mucho.
—Ven a mí —susurró ella, fingiendo una pasión que no sentía.
Antonio se colocó sobre ella, pero estaba seca y resultaba difícil la penetración. Maica disimuló con gemidos de placer el dolor que sentía. Con rítmicos movimientos de su cadera, ayudó a aquel miembro que caminaba violento por su interior. Entonces sintió el estallido en los ojos de Antonio, más que en su cuerpo. Él permaneció unos momentos en la misma posición, jadeante y complacido. Luego ayudó a Maica a incorporarse y le entregó sus ropas.
Se vistieron con presteza.
—Después de tanto tiempo, casi lo había olvidado —comentó riendo, Antonio.
—Pues no se nota.
—De veras… Aquí no es lo mismo, pero ha sido fantástico.
Consultó el reloj. Aún les quedaba tiempo. Maica sacó una cajetilla de tabaco y ambos encendieron sus cigarrillos.
—¿Te dejarán salir estas Navidades? —le preguntó.
—Qué va —respondió Antonio—. Los permisos de una semana los dan con cuentagotas, y siempre a los mismos. A nosotros nos tienen por reboleras y de permiso ni soñarlo.
—Dice el abogado que, si las cosas le salen bien, en poco tiempo te saca.
—Mierda, el abogado. Siempre igual. Como no está aquí, no sabe lo que es esto. Sólo quiere la pasta. Si les sueltas la mosca, se mueven; pero si no, ni un duro… Por cierto, ¿le fuistes a ver?
—Sí. Estuve en su despacho.
—¿Y qué?
—No le pude pagar, porque estaba sin blanca, pero en unos días tendré el dinero. Un rollo que me he montado con Blanca. Porque tú no sabes, pero el trabajo está muy mal. Lo que yo te diga.
—Maica, por tus muertos, liga la pasta. Lígala como sea, pero págale al tío, que si no me pudro aquí.
—Ya te digo que lo tengo claro. Tranquilo.
Antonio movió la cabeza, inquieto.
—Hay veces que me da la vena —dijo—. Me voy a romper la cabeza contra la pared.
—No pienses en tonterías.
—De verdad, Maica… Muévete con la pasta, ¿vale?
—Vale.
La mujer se inclinó sonriente y se quitó un zapato. Levantó la plantilla y sacó una delgada placa de hachís. Antonio abrió los ojos.
—¿Cómo no me lo has dicho antes?
—Tampoco me has dado tiempo.
Rio y observó a Maica que se descalzaba el otro pie. Aguardó, ansioso.
—Es caballo —explicó Maica, entregándole una gran papelina, perfectamente doblada y protegida por papel celofán.
Antonio sopesó el envoltorio y besó impulsivamente a la mujer.
—No sabes lo que vale esto aquí —dijo—. Más del doble que en la calle.
—Ya me imagino.
Entonces él se quitó los zapatos y los calcetines y camufló en sus pies, repartidos, las dos porciones de droga.
—Ten cuidado —suplicó Maica—. Si te cogen, la hemos jodido.
—Está todo controlado. Cuando acaba la comunicación, nos cachean al salir del rastrillo, pero muy por encima. No hay cuidado.
Se hizo un silencio.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Aún queda algo de tiempo —respondió, tras consultar su reloj—. ¿Cómo va todo por ahí?
—Como siempre. El otro día vi a Miguel el Tarugo. ¿Te acuerdas de él? El gitano…
—Claro. ¿Se enrolla bien?
—Conmigo, normal. Pero se lo monta muy mal. Quema pasta en cantidad. Ahora los está tocando de dos mujeres. Es un macaco indecente. De tanto chute, anda sonado. Antes siempre iba maqueado y puesto. Pues ahora es una ruina. La que pudo liar la otra noche en la cafetería. Iba con un colega. Me invitaron a dos copas. En eso, que entra la María, la vieja que vende lotería por la calle, y le compran un décimo para Navidad. Va el Miguel y le paga, pero sólo lo que vale el décimo. La vieja le pide su comisión y el tío que no, que eso no es legal. Iba cargado un montón. La María, que habrá sido de cuidado en sus tiempos, le planta cara y le llama maricón. ¡La Virgen, que bronca se formó! Al final, el Miguel, en plan chulo, rompió el décimo en pedazos para hacer ver que se la trae floja el dinero. La vieja se las piró como pudo, porque si no, la raja allí mismo.
—Estaría a tope de coñac, que es lo suyo.
—Eso y los polvos, que le han puesto el tarro a cavilar de mala manera.
—Por lo menos tiene libertad. Que se lo haga como quiera.
Maica abrió el bolso, buscó y sacó un espejito. Se retocó el peinado y el maquillaje.
—¿Sabes qué te digo? —comentó mientras se pintaba los labios—. Que cada día estoy más harta.
—¿A qué viene eso?
Antonio seguía con la mirada los movimientos de ella.
—Lo sabes de sobra. Estoy hasta el coño de este trabajo. Siempre lo mismo, aguantando a los tíos las paridas que les da la gana. Que se las aguante su madre, que yo me estoy hartando. Total, para cuatro cochinos duros, no vale la pena.
Antonio estaba visiblemente sorprendido.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Qué voy a hacer? Pues lo mismo. Seguir poniendo el coño. ¡A ver…!
Antonio suspiró, relajado. En ese momento, sonaron unos débiles golpes en la puerta, que se abrió en un chirrido prolongado. Maica reconoció al ordenanza.
—Es la hora —anunció aquél, disculpándose.
Antonio se puso en pie.
—Vamos, Maica.
La tomó por la cintura y caminaron por el pasillo, tras el ordenanza.
—Despídete —le indicó éste a Antonio.
Abrazó a Maica.
—Te he manchado los labios —dijo ella, en la despedida, forzando una sonrisa.
El ordenanza se dirigió a Antonio.
—Vuelve a la galería —le ordenó.
Obedeció y se alejó pesadamente, volviendo la cabeza a intervalos.
Maica siguió al ordenanza en silencio hasta el rastrillo. Dos puertas de seguridad se abrieron casi simultáneamente: una para Antonio y otra para ella.
A los pocos minutos, se hallaba de nuevo en la calle. Respiró profundamente. Aquello era la libertad. Observó con sorpresa que todos los detalles nimios de la vida diaria, le producían una alegría desbordante: el autobús, los coches que se detenían respetuosamente en los semáforos, los grupos de niños que llenaban de gritos el patio del colegio próximo.
Sonrió, satisfecha.
Era como si hubiera rememorado en un instante, una vieja lección, casi olvidada: su libertad.