Se las ingenió para que el funcionario le autorizara subir a la celda: se había quedado sin tabaco.
Antonio subió la escalera metálica a grandes zancadas. Faltaban escasos minutos para las siete y media y esa tarde transmitían por televisión un partido de fútbol. Por tal motivo se iba a hacer una excepción en el horario habitual. Se concedía media hora más a fin de que todos pudieran disfrutar completo el encuentro televisado.
No había sido aficionado nunca a los deportes, pero allí dentro se debían aceptar como válidas todas las fórmulas que ayudaran a evadirse de aquella realidad.
Salió de la celda concentrado en desprender la tira roja de papel celofán que cerraba la cajetilla de tabaco.
De pronto, se detuvo. Tenía la impresión de que había alguien en esa celda. Volvió sobre sus pasos y ya en el umbral, miró hacia el interior.
Quedó paralizado. Allí estaba el Canijo, ahorcado. Su cuerpo pendía de una cuerda atada a uno de los barrotes de la ventana. Los brazos le colgaban yertos y los pies estaban a escasos centímetros del suelo. Tenía el rostro contraído, con los ojos desorbitados por su propio espanto. La lengua le colgaba de los labios babeantes.
Dio un paso atrás, la vista fija en aquel rostro que le miraba con rigidez diabólica.
Sus propias piernas le parecieron más ligeras, casi sin peso. Siguió retrocediendo.
La muerte estaba allí, se la podía tocar en el aire. Alrededor del cuerpo suspendido se percibía un halo electrizante. La muerte era algo real y a esa distancia resultaba pavorosa.
No se dio cuenta de que iba corriendo, hasta que tropezó torpemente con un funcionario. Este se volvió airado.
—Allí arriba, don Ernesto —le dijo, con voz trémula por la fatiga—. El Canijo se ha colgado en la celda.
Esa noche, despierto en su litera, se confesó a sí mismo que tenía miedo. Un temor ancestral a la muerte le impedía conciliar el sueño.
Contra su costumbre, introdujo los brazos bajo las sábanas. Era como si la muerte tuviera forma y rondara a su lado, capaz de arrastrarle de la mano hacia profundidades sepulcrales.
Con los ojos cerrados, intentó relajar la presión de los músculos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, en un temblor violento. La imagen del Canijo permanecía vívida en su retina. Una pequeña cuerda y allí había terminado toda su andadura. Como todos, había tenido su ración de horas y de días. Pero pertenecía a una clase castigada por la sociedad, que le había privado repetidas veces de su libertad.
Pensó que él también estaba atrapado. Los recuerdos de su infancia, borrosos de tiempo y lejanía, le amordazaban la mente en un torbellino. En algún sitio había oído que todos los de su clase estaban abocados al delito.
Antonio se preguntaba qué mancha podía tener su alma para merecer el castigo. El arajay repetía que Dios era bueno, pero no podía comprender en qué consistía su bondad para con él. ¿Existía Dios, en realidad? Admitió que, ciertamente, en la soledad era muy difícil rechazar el pensamiento de Dios. Era como si lo tuviera de frente, cara a cara. Ante los demás, se pasa de esas cosas, pero ahora, impotente ante sus propias preguntas, era diferente.
¿Por qué se había quitado de en medio el Canijo? Pero, sobre todo, ¿a quién preocupaba aquella muerte? A nadie. En definitiva, todo se reducía a lo mismo. Pequeñas muertes que conducen a una sepultura final y definitiva, un camino vacío hacia la nada. En esta vida siempre había cantidad de resquicios por donde escapaban las ilusiones.
Era como si, por una vez, estuviera viviendo hacia dentro. Allá afuera, no se piensa. Se camina, se hacen cosas, se habla con gente. Aquí, todo era encierro y soledad. Algo penetrante que envuelve la persona y se coge a la propia piel. Es el distintivo de la cárcel.
¿A qué clase de mundo habría ido el Canijo?
¿O quizá no hay nada?
Sin darse cuenta se estaba imaginando esa nada como un remanso placentero, como el final sosegado de la llantina de un niño.
Se removió inquieto en la cama. Se oía la respiración acompasada de los dos compañeros de celda. Gozaban de su ración de paz diaria. El sueño era el olvido.
Añoró una infancia que nunca había tenido. No había conocido a su padre y siempre le echó en falta. Un padre de verdad, duro, exigente, quizá, pero padre. En lo más profundo de su ser admitía que su madre nunca se preocupó de él. En su niñez siempre estaba aquel hombre, su padrastro, que mandaba y gritaba constantemente. Su madre callaba y obedecía. En alguna ocasión la había visto llorar. Pero nunca comprendió a aquella mujer que, por lo demás, era la única persona que le demostró cariño.
Además de su existencia, le debía solamente los apellidos. A sus veintinueve años, esa circunstancia constituía aún una humillación.
Con motivo de su última detención, en los calabozos de la Jefatura Superior cumplimentaron, una vez más, su ficha dactiloscópica. El policía que se encargaba de su «reseña» era más joven que él, pero pisaba firme. Confería un tono de impersonalidad a sus palabras que le desconcertaba.
—Nombre —era más una exigencia que una pregunta.
—Antonio Chacón Murillo —respondió.
—Fecha de nacimiento.
—Veintiuno de noviembre del cincuenta y uno.
El policía iba anotando las respuestas, de pie, inclinado sobre la mesa.
—¿Dónde ha nacido?
—Aquí, en Valencia.
—¿Soltero o casado?
—… Bueno, casado.
Había dudado antes de responder. El policía levantó la vista y le observó.
—¿Estás casado legal?
—No. Lo que pasa es que la llamo siempre mi mujer, ya que llevamos juntos la tira.
—Entonces, soltero —se inclinó nuevamente sobre la mesa—. ¿Profesión? No hace falta que contestes. Nada. No has trabajado en tu vida.
Antonio quiso protestar y decirle al chapa aquel que había trabajado muchas veces. Bueno, algunas. Pero no tenía derecho a hablarle de esa forma.
—¿Nombre de tus padres?
—Mi madre se llama María.
—¿Y tu padre?
—No tengo padre.
El policía movió la cabeza, pensativo.
—¿Cuál es el nombre completo de tu madre?
—María Chacón Murillo.
—Entonces, hijo de X y María —pronunció en voz alta, al tiempo que escribía.
El policía continuó con su reseña. Le tomó sus huellas dactilares en el anverso de la ficha.
«Hijo de X y María.»
Era como hurgar en una antigua herida con las manos sucias. Estaba marcado para siempre, como un animal. «Hijo de X y María.» Era un proscrito, un apátrida en una civilización extraña. La X era su padre a quien nunca conoció. Se marchó de casa antes de nacer él. Dos años después, ocupaba su lugar ese energúmeno de quien se había enamorado su madre. No tenía uso de razón y ya había comprendido que un padre no podía ser así. Los malos tratos que le infería y el abandono en que se encontraba fueron suficientes para que despertara su mente infantil.
La mañana estaba tensa y la sombra de una amenaza inconcreta se cernía sobre toda la prisión. Los reclusos caminaban a pasos cortos, conversando con sigilo, casi conspirando. Se temían represalias si se descubría el menor indicio de agresión previa a la muerte del Canijo. Con todo, nadie parecía conocer gran cosa de su vida. No tenía amigos. Era un solitario en un mundo formado por una masa compacta de soledades. Los rumores habían comenzado a esparcirse, convirtiendo cada retazo de conversación oída en verdades inapelables. Se decía que el Canijo había muerto a consecuencia de una paliza que le habían propinado los mismos funcionarios. Éstos, posteriormente, habrían simulado su suicidio, ahorcándole. Pero en lo que todos coincidían era en su total adicción a la heroína, por cuyo motivo sufría constantes depresiones.
A las diez en punto de la mañana, Antonio ascendió por la amplia escalinata que conducía al primer piso donde estaban las dependencias sacrosantas de la prisión. El director le esperaba.
Las blancas paredes del pasillo estaban jalonadas a intervalos por diversas representaciones alegóricas de la Medicina, Arquitectura, la Ciencia y las Matemáticas, presididas por la Justicia. Todo ello en un estilo renacentista decadente. Nunca logró entender el significado de aquellas demostraciones artísticas que contrastaban con la nula decoración existente en el resto del edificio.
Al llegar a la puerta, llamó suavemente. Un ordenanza le abrió y le hizo aguardar en la antesala, mientras anunciaba su presencia al director. Acto seguido le hizo señas para que pasara.
El salón era espacioso, dividido en dos por un arco de corte románico, en cuyas bases se erigían sendas esculturas de alabastro. Los muebles antiguos le conferían un aire añejo y señorial.
—Siéntese.
El director le señaló una silla frente al enorme escritorio de madera de roble, tallada, donde se hallaba firmando unos documentos. «La gente importante sólo tiene un trabajo: firmar», pensó.
El hombre infundía respeto. La luz de la lámpara que se encontraba sobre la mesa perfilaba con nitidez las líneas duras de su rostro ovalado. Había preocupación en su rostro, cuando levantó los ojos hasta Antonio.
—Le he mandado llamar porque hay algunos extremos que desearía me aclarase. Confío en que va a colaborar, en bien de todos.
Siempre se dirigía a los reclusos con el tratamiento de usted. Se esmeraba en ofrecer, con la exquisitez de sus modales, una imagen de hombre comprensivo y paternal.
—Ha ocurrido algo muy grave —continuó—. Marcelino Zapata se suicidó anoche. Puso fin a su vida por motivos que desconocemos. Una triste forma de enfocar los problemas de la vida, ¿no le parece?
Antonio se vio obligado a asentir con la cabeza.
—¿Le conocía usted? —le preguntó el director.
—Sí, señor. Al Canijo le conocía todo el mundo.
—Me refiero a si le había tratado, si tenía amistad con él.
—No, señor. Le conocía, pero muy poco.
—¿Por qué diría usted que lo hizo?
Antonio entornó los ojos. Le estaba preguntando la razón por la que se había ahorcado el Canijo.
—No lo sé, don Alberto —respondió—. El Canijo estaba muy zumbao. No hablaba con casi nadie. Yo creo que le dio la vena y se quitó de en medio.
—¿Consumía mucha heroína?
Antonio frunció el ceño, sorprendido. El hombre estaba dando por hecho que dentro del maco corrían los polvos.
—No es ninguna novedad —se aprestó a decir el director— que hasta aquí dentro llega la heroína y que muchos adictos la tienen. Entonces, le pregunto otra vez. ¿Consumía heroína?
—Sí, señor. Estaba muy pasado de caballo.
—¿Cuánta necesitaba al día?
—No lo sé. En la calle se metería más de un gramo.
—¿Un gramo al día?
—Sí, señor.
—Le voy a ser explícito. Entre sus pertenencias no se ha encontrado nada que le relacione con las drogas. ¿Cómo explicaría usted eso?
—No sé. A lo mejor la escondía en algún sitio, para que no se la robaran.
—¿Es posible que antes de morir le hubieran robado?
Antonio se encogió de hombros.
—Se lo diré con otras palabras. El médico forense ha apreciado en el cadáver señales de violencia, concretamente, en el rostro.
De pronto, sintió miedo. Aquello se estaba complicando y todo apuntaba hacia él.
—Yo no sé nada de eso. Le dije al funcionario lo que había visto en aquella celda. Y ya no sé más. Le estoy diciendo la verdad. Si alguien le intentó sirlar o le pegaron, le juro que no sabía nada.
Antonio había elevado el tono de voz, visiblemente nervioso.
—Cálmese. Nadie le está acusando. Sólo pretendo que me diga exactamente lo que usted sepa.
—Es que no sé nada.
El director, tras una pausa estudiada, añadió:
—Bien, ¿qué hora sería cuando descubrió el cuerpo?
—No lo sé seguro. Pero más o menos, las siete y media de la tarde. Recuerdo que ese día dieron media hora de prórroga por el fútbol de la tele.
—¿Iba usted solo, cuando lo descubrió?
—Sí, señor.
El interrogatorio fue exhaustivo. Querían saber todo lo relacionado con aquella muerte, pero él desconocía la mayor parte de las respuestas que se le pedían.
—Si el señor juez necesita su declaración, ya le llamaremos —le informó finalmente el director—. Puede marcharse.