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Había empleado escasos minutos en palanquetar la puerta. Era un piso soberbio que sobrecogía por el linaje de los muebles y de la decoración. Todo parecía estar envuelto en niebla y penumbra. En pocos segundos descubrió que había valor en joyas y dinero en efectivo como pocas veces había tenido ocasión de afanar. Desvalijó el despacho de la vivienda, adjunto a una pequeña clínica. Era el domicilio de un médico. Aquel hombre era un maniático de las joyas. Las guardaba en una vitrina, arropadas entre terciopelo rojo. La vista se le oscurecía a intervalos y lo veía todo borroso. De un golpe seco, rompió el cristal e introdujo la mano en el interior.

Una sirena aulló en la calle. Cada vez se escuchaba más próxima. Era inconfundible la sirena estrepitosa de la policía, penetrando las paredes.

Tenía un puñado de oro y brillantes entre sus dedos. Notó que en su vientre se hacía un gran vacío. La sirena seguía sonando sin cesar. ¡Estaba allí mismo! Le iban a detener…

Cuando despertó, el cornetín de la prisión lanzaba al aire sus notas frías, lacerantes. La población reclusa abría los ojos a un nuevo día.

Antonio tardó aún unos segundos en tomar conciencia de su nueva realidad. Se incorporó en la cama, sorprendido ante la paradoja de alegrarse de saber que todo había sido un mal sueño. Una pesadilla.

Miró a su alrededor. Los ruidos familiares de las celdas y, sobre todo, el olor característico de la cárcel, no dejaba lugar a dudas. Sin saber por qué, reparó en que Maica tampoco estaba a su lado.

—Califa, no te duermas.

Era el Bobadilla que ya había saltado de la cama y estaba ante el grifo abierto del lavabo, indeciso aún.

—Ya voy —rezongó.

—Por mí, como si te la pisa un elefante. Pero el de «verde» no va a tardar nada en asomarse.

—Vale. Antonio tenía aún vívidas en su mente las imágenes del mal sueño. Se repetían invariablemente todas las noches, con pequeñas variaciones.

Recordó el instante de su detención por la policía, cuando salía de un edificio, donde acababa de robar en un piso. Le habían sorprendido con todo el consumado encima. Por lo demás, se lo dejó muy fácil a los chapas, así que el juez no dudó en decretar su prisión. Luego, el mismo furgón que le había conducido al juzgado, le trasladó a la prisión. Esposado aún, le introdujeron en aquel lúgubre despacho, al que llamaban «Filiaciones». Las paredes estaban pintadas en un tono que era la negación de todo color. Era inhóspito y suponía una premonición de los días venideros.

El funcionario, sentado tras aquella mesa llena de papeles, levantó los ojos. Al ver a Antonio, movió negativamente la cabeza.

—Otra vez tú por aquí —dijo sin esperar respuesta.

Abrió el sobre que le habían traído los policías encargados de la conducción de presos y leyó con atención su contenido. El juez decretaba su prisión a tenor de sumario que se le incoaba por robo con fuerza en las cosas.

—Esta vez lo tienes claro —comentó el funcionario.

Antonio se mordió los labios, con rabia y contuvo una respuesta desabrida. Allí al lado había un calabozo, en el que podría ser ingresado bajo cualquier pretexto y ello era temible. No quería más calabozos. La prisión resultaba un descanso en comparación con los calabozos de la policía.

—A ver, Antonio, ve diciéndome todos los datos de filiación. Ya los tenemos, pero hay que cumplimentar los trámites.

El funcionario era un hombre joven, regordete y de rostro colorado. Extendió una ficha con sus datos de identidad personal. A continuación estampó las huellas dactilares de todos los dedos de ambas manos. La ficha dactiloscópica. Ya estaba otra vez huellado. Aunque los de la vieja escuela utilizaban otra expresión: «ya había tocado el piano».

El expediente personal de Antonio se engrosaba con esta nueva ficha. El hombre hizo constar, desglosadas, las circunstancias de su situación penal, procesal y administrativa, es decir, de régimen penitenciario. Quedaban pendientes de cumplimentar su ficha clínica y la protocolaria del Equipo Técnico, relativa a su personalidad.

Antonio se limpió lentamente la tinta negra de sus dedos con un algodón impregnado en gasolina.

—Antonio, tú no eres nuevo, así que no hace falta que te lea la cartilla.

—No, señor.

El funcionario le miró fijamente.

—Bien; no has colaborado nunca con nosotros. No puedo esperar que lo hagas ahora…

—Yo no sirvo para chivato, don Rafael —respondió—. Usted lo sabe.

—Sólo te digo una cosa y no te la voy a repetir. A la más mínima que hagas, vas derecho a la celda de castigo. Y lo mismo les he dicho a tus amigos que están ahí dentro.

Antonio guardó silencio.

—Deja sobre la mesa las cosas que lleves en el bolsillo —continuó el funcionario—. Ya sabes, dinero, reloj, cadena, todo eso.

Obedeció en silencio. El funcionario le sometió a un minucioso cacheo de sus prendas de vestir y de su persona. Le hizo desnudarse y miró desde los cabellos de la cabeza hasta las uñas de los pies, pasando por la boca, axilas, y ano, pues todo era susceptible de servir de escondrijo para drogas u otros objetos.

Finalmente le ordenó vestirse. Guardó en un sobre veinte mil pesetas que llevaba Antonio.

—Esto lo guardaré en la caja de seguridad —le dijo—. Ya sabes que lo podrás retirar, como otras veces, cuando salgas. Como está ingresado en una hoja de peculio, se te harán entregas periódicas.

—Don Rafael, podría darme algo de dinero para ir tirando hasta el sábado.

El funcionario pareció dudar unos instantes. Era miércoles. Finalmente le entregó dos vales, por valor de quinientas pesetas cada uno.

La mañana se hacía interminable.

Tras el recuento de reclusos y el desayuno —café con leche y un bollo insulso— había tenido lugar la limpieza general. Le tocó barrer la galería. Los retretes y las duchas los guardaban para los castigados.

Después, sin ninguna actividad que desarrollar, Antonio deambuló por el patio y por las proximidades de su galería, aumentando su depresión las largas horas de aburrimiento.

Se encaminaba hacia los servicios, cuando vio a aquel menor llorando desconsoladamente al tiempo que abandonaba las duchas. Andaría por los dieciocho años. A esos jóvenes, allí dentro, se les consideraba menores. Era muy moreno, de tez pálida y facciones femeninas. Le costaba gran esfuerzo caminar y lo hacía presionando con la mano derecha sobre su ano, con gestos evidentes de dolor a cada paso que daba. Absorto en su sufrimiento, ignoró la presencia de Antonio, con quien tropezó. Cuando le hubo rebasado, observó una gran mancha de sangre en su pantalón.

Lo comprendió de inmediato: había sido violado en las duchas.

Permaneció expectante, sin moverse del sitio, apoyado en la pared, hasta ver quién salía de las duchas. No es que le importara demasiado el problema del menda, ni por supuesto pensaba impartir justicia. Aunque admitió que le repugnaban los individuos que usaban la violencia para abusar de los más débiles.

La espera avivaba su curiosidad. Escasos minutos después, aparecieron dos individuos sonrientes, con talante satisfecho. Hablaban entre sí y gesticulaban ampulosamente. Uno de ellos era fornido, con aires de suficiencia. Parecía mirarlo todo con altivez, basando su superioridad en su considerable altura. Y en sus músculos. El otro era barbilampiño, de ojos vivarachos, que arrugaba regularmente la frente en un tic nervioso.

Al llegar a la altura de Antonio, el más corpulento de ellos detuvo el paso y le observó fijamente. La mirada sostenida de Antonio tenía aires de provocación.

Aquél se sintió molesto y le espetó entre dientes:

—¿Pasa algo?

Antonio le miró de arriba a abajo y finalmente esgrimió una sonrisa de desprecio. Los dos hombres optaron por alejarse, ya que ninguno de ellos deseaba una pelea en aquellos momentos.

—Hola, Califa.

Era Rafa el Huesos. Curiosamente, tenía mejor aspecto. En la calle siempre se le veía pálido y ahora, en cambio, había adquirido peso y hasta tenía el rostro sonrosado. Los amigos decían que se estaba pasando demasiado con las drogas.

—¿De dónde sales tú? —preguntó Antonio—. Estás siempre en todas partes. Y digo yo, ¿vienes también de ahí dentro?

Antonio le señaló las duchas.

—No —respondió—. Pero me entero rápido de las cosas.

Le miró largamente. Era cierto lo que decía. Pocas cosas sucedían allí dentro de las que no se enterara al instante.

Antonio empezaba a encontrarse de mejor humor. Además, era importante llevarse bien con el Huesos. Siempre estaba en condiciones de facilitar hachís. Si había material en la prisión, él estaba en la onda.

—Oye, Rafa, ¿quiénes son esos dos guripas que han salido de ahí?

—Dos mendas que van de chulos. El más grande sé que le llaman el Sevillano y al otro no lo conozco. Pero siempre van juntos. ¿Has visto lo que le han hecho a ese menor?

—Sí. Lo han destrozado. Iba echando sangre.

—Se lo han follado a las bravas. El chaval está asustado. Le han metido el miedo en el cuerpo y no dirá nada al boqueras. Es nuevo y le faltan agallas para plantar cara. Si habla, le pegarán dos navajazos. Eso tú ya lo sabes. Aquí nadie sabe nunca nada. Y yo, menos.

Antonio sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció.

—Ese más grandote, el Sevillano, ¿de qué va? —quiso saber Antonio.

—Es un chulo indecente. Te lo digo yo. Pero no te fíes de él. Abusa porque es una mamona.

—¿Qué registro toca?

Rafael cogió el brazo de su amigo y le obligó a caminar en dirección al patio.

—Vámonos de aquí —le apremió—. Igual se ponen las cosas feas. ¿Me decías del menda ese…? ¡Ah, sí! Dicen que lo suyo son los pisos, con llave falsa. Pero le falta clase para la ganzúa. Y el otro es un menda de la basca, todo chungo.

—Que no se cruce en mi camino —masculló Antonio, entre dientes.

Habían llegado al patio. Lucía un sol cálido y muchos paseaban calmosamente. Se situaron en un extremo, observando los grupos de los demás reclusos enfrascados en sus conversaciones.

—¿Te enteraste de la movida de anoche? —le preguntó Rafael.

—Sí. El mangui ese que se llevaron al hospital. ¿Lo conocías?

—Así, así. Es un tipo raro. Le dicen Quique el Loco. Los dos rieron a la vez.

—Le han puesto el apodo a la medida —comentó Antonio.

—Fíjate si hay que estar sonado. Se tragó un puñado de clavos. Dicen los de su celda que quería ir al hospital como fuera. Siempre estaba fingiendo enfermedades. El muy gili quiere fugarse del hospital. Como si no le fueran a poner a los monos de vigilancia todo el día.

Antonio hizo un gesto de comprensión con la cabeza. Luego preguntó:

—¿Y qué se sabe del menda?

—Lo último, esta mañana. Que está a punto de palmarla.