Aquella mañana de noviembre era especialmente fría. El cielo estaba cubierto de espesas nubes oscuras que conferían a la prisión un característico color de ceniza. La tristeza casi se podía tocar por todos los rincones del establecimiento.
El edificio, de sólida construcción, desde el exterior aparecía como una fortaleza pétrea y carente de toda estética. Pero desde el interior de sus inmensos muros a Antonio le producía una infinita sensación de impotencia. Originariamente había sido erigido fuera de la ciudad, en plena huerta. En la actualidad era una nota disonante en la periferia de Valencia.
No era la primera vez que estaba en aquella cárcel. «Centro Penitenciario de Detención de Hombres», como rezaba la leyenda, esculpida en la placa conmemorativa, sobre el arco de la puerta principal.
Conocía de memoria todos los rincones de aquella cárcel. Con los ojos cerrados era capaz de recorrerla. Sabía los odios y las vilezas que albergaban aquellas paredes ocres.
Antonio comprendió que estaba, de nuevo, en otro mundo conocido, donde imperaba la ley de los más violentos; donde la violación, el saqueo, las peleas y el vicio tenían carta de naturaleza.
Pero, sobre todo, era la inmensa injusticia de la privación de libertad, lo que le aguijoneaba el cerebro. Era como una gran losa que, poco a poco, iba abatiendo su voluntad. Siempre le había sucedido de la misma forma. El impacto de la soledad y la libertad maniatada, restallaban en su interior.
La suave llovizna sorprendió a Antonio sentado junto al muro del patio. Levantó la cabeza y con ademán indolente se secó unas gotas de la cara. Miró a su alrededor. Varios corros de hombres parloteaban divertidos, como si su condición de penados les fuera ajena. No parecían haber advertido que la lluvia arreciaba.
La mayor parte eran caras conocidas. Muchos estaban allí desde la última vez que él había cumplido condena. Otros habían vuelto a entrar de nuevo, como él. Y los restantes eran desconocidos.
Del exterior llegaban los ruidos familiares de la circulación. La calle estaba al otro lado del muro, a escasos metros. En aquellas circunstancias se convertían en rumores esperanzadores. El recuerdo de la libertad estaba ahí detrás, vivo y real.
La sonora carcajada de uno de los hombres del patio, le hizo girar la cabeza. Sintió pena por él. Mientras reía no era consciente de sus males, de los minutos y las horas que se desperdiciaban para siempre.
—Coño, Califa, ¿qué haces ahí solo?
Era el Picha. Un individuo extremadamente delgado y alto. De su rostro sobresalía una gran nariz aguileña. Tenía la voz gangosa y accionaba desmesuradamente al hablar.
Antonio se puso en pie.
—Ya me iba hacia dentro —respondió—. Parece que va a llover en serio.
—Vente con nosotros, si quieres. Podemos preparar una partida.
Antonio negó con la cabeza. No estaba de humor para agradecer favores. Prefería estar solo.
—¿Por qué has entrado esta vez, Califa? Yo por una sirla.
—Nada. Me hice varios pisos. Una mamona de mierda fue con el cante y me colocaron.
El Picha soltó una blasfemia.
—¿Y cómo lo tienes? —quiso saber, ávido de conversación. Los recién ingresados solían aportar novedades del exterior.
—No lo sé aún —respondió—. Estoy esperando comunicar con el abogado. —Antonio dio media vuelta y se encaminó hacia el otro extremo, donde estaba la puerta del patio.
—Si quieres algo, lo dices —propuso el Picha, levantando la voz—. Ya sabes que los primeros días son los más jodidos.
El Picha permaneció en el mismo sitio, moviendo la cabeza, observando a Antonio que se detenía ante el funcionario que en aquellos momentos vigilaba el patio.
El hombre le miraba interrogador y Antonio adoptó el aire de inferioridad que regía para todos los internos.
—Don Ernesto, ¿puedo subir a la celda? —le preguntó—. He olvidado el tabaco.
El funcionario asintió levemente con la cabeza. Una sonrisa incrédula asomaba a su rostro.
—Gracias —susurró Antonio, alejándose.
Reparó, una vez más, en la frialdad de aquel pasillo, de paredes desgastadas, en las que apenas se distinguía su pintura originaria. Al pasar junto a la puerta del taller de forja, se detuvo. Observó a los reclusos charlar alegremente con el monitor. Nadie tenía prisa en su trabajo. Sabía que ese destino no se lo concederían a él nunca. Representaba la posibilidad de ganar dinero todos los días y de ser bien visto por los funcionarios. Sólo podían aspirar a ese puesto de trabajo los enchufados, así como los que observaban buena conducta. Si rellenara una instancia solicitando un puesto en cualquiera de los talleres de montaje de lámparas o de guitarras, el escrito no tenía otro final que el cesto de los papeles. Era consciente de que arrastraba, de anteriores ingresos, una aureola de hombre pendenciero y de difícil trato.
Cuando llegó a la galería, por los ventanales de la inmensa bóveda, destellaba ya un sol titubeante.
Estaba en la cuarta galería. La de los peligrosos, según los funcionarios. Allí, uno tenía que ganarse a brazo partido, el sitio que quería ocupar. La violencia era algo aceptado como única regla válida de diálogo.
Desde el extremo de su galería arrancaban, en forma de estrella, otras tres más.
La segunda galería estaba en obras y deshabitada, según decían, desde hacía más de un año. Los andamios y materiales de albañilería llenaban todo el recinto.
La primera galería la ocupaban los más favorecidos: gente de buena conducta. Menores de veintidós años no era frecuente que los hubiera, salvo alguno camuflado.
Y la tercera galería, más variopinta, la integraban los menores, los castigados y los aislados. Los que pasaban a formar parte de esa galería, en calidad de castigados, deberían permanecer durante unos veinte días en la celda sin salir, a excepción de una hora diaria en la que se les obligaba a caminar por el patio de la prisión.
Peor situación era aún la de los aislados. Ésos, tras haber cumplido su castigo, debían permanecer recluidos en la celda, llevando una vida mixta, como los castigados. Pero esa situación se prolongaba por espacio de uno o varios meses.
Ascendió por la escalera metálica que arrancaba desde el centro de su galería, hasta una pasarela de hierro que conducía a sendas balconadas que recorrían en un pasillo rectangular todas las celdas de los dos niveles superiores. Algunos reclusos sentían vértigo caminando por aquellos largos balcones.
Cuando llegó a la celda que compartía con otros dos presos, se detuvo al oír un débil jadeo. A esa hora quedaba terminantemente prohibido la permanencia en las celdas.
Ante la sospecha de sorprender a alguien robando en su interior, propinó una fuerte patada a la puerta entreabierta. Permaneció unos segundos quieto en el umbral, contemplando absorto a aquellos dos tipos, desnudos, que le miraban avergonzados. El Gafe estaba de pie, abierto de piernas y con los brazos en jarras. De rodillas, frente a él, un desconocido le acariciaba su sexo erecto, muy próximo a los labios.
—¡La madre que os ha cagado! —gritó Antonio, fuera de sí—. Largaos de aquí, guarros.
—Hombre, Califa… —balbuceó el Gafe, buscando su ropa.
—Ni Califa ni mierda. Eso os lo hacéis en los wáteres.
No podía contener el arrebato de ira que se estaba apoderando de él. No había nada de anormal en lo que estaban haciendo. Sencillamente estaba fuera de rodaje y consideraba su celda compartida como una posesión inviolable.
A los pocos segundos, abandonaba la celda, renqueante, el Gafe, precedido del otro individuo, regordete, que fulminó con su mirada a Antonio. Les observó mientras descendían por la escalera metálica, con capacidad escasamente para dos cuerpos. Hablaban con gesto enojado y volvían la cabeza a intervalos. Estarían maldiciéndole, supuso Antonio.
Entró en la celda y entornó la puerta. Se recostó en la cama inferior, de las tres de que constaba la litera. Paseó la mirada por la habitación. De pronto, le sorprendió la altura desproporcionada del techo. Los diversos posters de chicas ligeras de ropa, recortados de revistas, que adornaban todas las paredes, no lograban encubrir la suciedad. En el rincón estaba situado el retrete junto a un pequeño lavabo con agua corriente. El reducido espacio sobrante de la habitación lo llenaba una mesa ínfima y una silla.
Era deprimente. Sobre todo el wáter, sin puerta ni cortina. Cuando las celdas se pensaron para ser ocupadas por un solo recluso, tenía explicación que se hubiera prescindido de aquellos detalles. Pero hacer las propias necesidades a la vista de los otros era inhumano.
Continuó tumbado en la cama, pugnando por aletear su imaginación y salir de aquellas cuatro paredes.
Sabía que si era sorprendido allí por algún funcionario, sería castigado. Empezaría bien… Intentó algún pretexto susceptible de ser esgrimido como motivo que justificara su presencia allí. No se le ocurrió nada, así que optó por convencerse a sí mismo de que se encontraba mal. Pensó en Juan el Gafe, que ya habría olvidado el incidente.
Unos minutos después, se durmió.