Quedó unos instantes pensativo, mirando el teléfono. Antonio encendió un cigarrillo y abrió el balcón. El viento húmedo de la tarde resultaba tonificante.
A lo largo de su existencia había sido víctima de muchas venganzas, pero nunca se había atrevido nadie a descargar en su mujer el odio que iba dirigido a su persona. Lo consideraba una cobardía.
El recuerdo de su padrastro volvió nítido a su mente. Su padrastro había sido un demonio, pero en aquella ocasión sus palabras hicieron mella en él. No las había olvidado. En su niñez, una tarde llegó a casa, sangrando por la cabeza.
—Me han pegado una pedrada —explicó.
—¿Quién ha sido? —preguntó su padrastro.
—No sé…
El hombre frunció el ceño con gravedad.
—Apréndete esto para toda la vida —le dijo—. A mí me lo enseñó un oficial en el ejército: «Del listo, defiéndete. Al tonto, engáñale. Y al cobarde, témele, pero no le huyas».
Aquellas palabras las recordaba con nitidez.
Cerró el balcón y regresó junto al teléfono. De pronto, le asaltó una sensación de ahogo, y salió de casa.
El coche lo tenía estacionado lejos, como medida de precaución. Lo había alquilado con documentación falsa.
Condujo con calma. Había que evitar que ningún policía se fijara en él. Ante todo, no llamar la atención.
Estaba anocheciendo cuando se dirigió a la taberna de Julio el Colilla. Estacionó el coche dos calles antes del bar y caminó hacia allí.
La taberna era antigua, olía a rancio y toda ella tenía la coloración mugrienta que le conferían los años y la pobreza. En la entrada, y por el lado derecho, arrancaba un mostrador largo, de altura considerable, con diversas tapas en cazuelas de barro rojo. El suelo aparecía lleno de servilletas arrugadas de papel y huesos de aceituna. A la izquierda quedaba un espacio reducido, con varias mesas, en una de las cuales se estaba jugando una partida de dominó. Al fondo, estaba la diminuta vivienda, separada del bar por una gruesa cortina de color oscuro.
Se recostó indolente en la barra, buscando con mirada inquieta. La cortina del fondo se abrió y Julio asomó la cabeza. Al ver a Antonio, sus labios se abrieron en una amplia sonrisa.
—¡Qué difícil eres de ver! —exclamó.
Antonio le tendió la mano.
—Ya no te acuerdas de los amigos —se quejó Julio.
Uno de los jugadores volvió la cabeza con curiosidad para examinar al recién llegado. Luego, indiferente, volvió al juego.
—Ven, pasa —le dijo Julio—. Tomaremos algo dentro.
Le condujo hasta el interior y se acomodaron en dos sillas en la cocina.
—María, atiende si entra alguien —gritó al tiempo que cerraba la cortina—. Con esta gente nunca se sabe. Si hay algo raro afuera, mi hija sabe cómo avisarme.
El hombre sonreía maliciosamente, mostrando una dentadura ennegrecida por el tabaco. Sus ojos vivarachos parecían salirse constantemente de sus órbitas. La cara alargada agrandaba la delgadez de su cuerpo menudo. Debía de rondar ya los sesenta años, supuso Antonio, prestando atención al cabello totalmente cano del hombre. El tipo pertenecía a la vieja escuela y debía de tener recorridos todos los macos del país. Él contaba que empezó recogiendo colillas, hasta que alguien le sacó de aquello y le enseñó el oficio de piquero.
—¿La tienes? —le preguntó Antonio.
—¡Yo no fallo nunca, Califa!
El hombre se levantó moviendo la cabeza. Extrajo la bolsa de basura del cubo y del fondo sacó una pequeña caja de cartón.
—Aquí la tienes —exclamó, satisfecho, mostrándole el arma.
—Parece bueno.
—Está garantizado. Julio sirve siempre lo mejor.
—De acuerdo.
—Mi trato es siempre el mismo. Sólo a los amigos. Yo vendo y tú me pagas. Yo no pregunto y tú no me preguntas. ¿Hace?
—Hace.
Antonio cogió el arma y la examinó con detenimiento.
—Es un buen revólver —le explicó Julio—. Calibre 38 y cañón de cuatro pulgadas. Cinco disparos. Al apretar el gatillo sobre el tambor vacío, sonó un clic metálico.
—Cuidado, muchacho —le reconvino Julio—. Dicen que las carga Lucifer y es verdad. Te lo juro.
Antonio sopesó el arma.
—¿Munición? —preguntó.
—Tengo una caja de veinticinco cartuchos. Por ahora no te puedo conseguir más.
El hombre hurgó en una vieja caja de herramientas y le entregó las balas. Antonio cargó el arma y la alojó en su cintura, bajo la cazadora.
—Con este chisme se siente uno más seguro —aseveró, mientras se guardaba la caja con la munición restante en el bolsillo del pantalón.
Julio se levantó y sirvió dos copas de anís.
Frunció ligeramente el ceño y preguntó.
—¿La pasta?
Antonio asintió con la cabeza, señalando el bolsillo interior de su cazadora.
—¿Cuánto?
—Para ti, sesenta boniatos —respondió Julio.
Sacó un fajo de billetes y empezó a contarlos. Sabía que podía regatear y bajar algo la cifra, pero no tenía ganas. Deseaba salir y enfrentarse con la noche.
—Sesenta trompos —dijo, entregándole el dinero.
—Te llevas una buena fusca, Califa. Y esto, cada día, está más difícil. Te lo digo yo.
Antonio apuró de un trago su copa y se levantó.
Ya en la calle, tanteó su cintura, notando al tacto el bulto del arma. Se dirigió al coche.
Habían transcurrido ya dos semanas desde que sucediera lo de Maica.
Encendió la radio del coche y la volvió a apagar a los pocos instantes. Le fatigaban las voces y la música. Llevaba largo rato circulando por las calles de la ciudad. Durante las dos últimas horas se había sentido embriagado por el deseo de la venganza. Palpó nuevamente el arma, como si necesitara cerciorarse de que aún seguía en su cinturón.
Se estaba aproximando a la calle donde tenía su domicilio el Sevillano. Consultó la hora en el reloj del vehículo. Casi las dos de la madrugada.
Desde que saliera de la taberna de Julio el Colilla, había recorrido un sinfín de calles, meditando constantemente en lo que pensaba hacer.
El barrio estaba desierto. Entonces recordó que era sábado. Circuló a poca velocidad, sin detenerse, por toda la calle. La puerta de amplia cristalera del edificio donde vivía Cara Cortada aparecía completamente a oscuras.
Detuvo el coche al final de una larga hilera de vehículos estacionados, en una rinconada sin iluminación. Paró el motor. Llevaba la ventanilla del coche bajada. Un grupo de perros, en mutua persecución, rompió el silencio de la noche.
Consultó de nuevo el reloj. Faltaban diez minutos escasos para que el camión de recogida de la basura hiciera su recorrido habitual por esa zona. Cuando aquellos profesionales de las sombras desaparecieran con su camión pestilente, volvería el silencio. No era probable que nadie más pasara por allí. Excepto Cara Cortada.
Llevaba ya dos noches desperdiciadas, observando todos los movimientos de gente que tenían lugar en aquella calle, y también estaba sabedor del hábito de trasnochar del hombre que aguardaba. La espera había añadido ansiedad a su venganza.
Cabía la posibilidad de que Cara Cortada llegara ese día muy tarde a su casa o que se recelara algo y buscase otro cobijo. Pero ello no era lógico. Por lo que sabía, mantenía las mismas costumbres y no estaba mosqueado con él. Era cuestión de esperar.
Nadie circulaba ni a pie ni en vehículo a partir de aquella hora. La noche parecía dormir en aquella calle.
Lo había aprendido mucho tiempo atrás. Las personas son animales y siempre repiten su conducta. Si se sale de casa siempre a la misma hora o se toma el mismo autobús, se acaba por familiarizarse con gestos y actitudes que se reiteran invariablemente. Por ello eludía siempre adquirir ningún hábito. Siempre había vivido evitando que su fisonomía fuera usual hasta para el vecindario.
Salió del coche. Estaba bastante lejos de la casa, lo cual era importante. Esa era una de las pocas reglas que no le había enseñado nadie, pero que tuvo que aprender a fuerza de contrariedades. No dejar rastros de ninguna clase.
La huida tendría lugar al amparo de las sombras y él conocía bien el barrio de San Marcelino. Nadie debía relacionar el coche que había alquilado esa tarde con su documento de identidad falso. No se debía asociar el coche con lo que pudiera acontecer esa noche. Y ello en el supuesto, casi improbable, de que alguien pudiera ser testigo accidental.
Caminó con paso firme por la acera opuesta, hacia el edificio donde vivía Cara Cortada. Ya estaba próximo, cuando el portal se iluminó. Obedeciendo a un impulso reflejo, se arrojó al suelo entre dos vehículos estacionados. Contuvo la respiración. Su mano derecha empuñaba el revólver, con el dedo índice sobre el gatillo. El edificio constaba de once plantas.
Una mujer gruesa, con el pelo alborotado, que vestía un batín rojo, bajaba las escaleras a grandes zancadas, con dos bolsas oscuras que Antonio supuso eran de basura. La mujer salió a la calle y las dejó en la acera junto a un árbol. Cuando penetró en el edificio, de nuevo, parecía tranquilizada: aún no había pasado el camión. Con la misma celeridad con que había aparecido, se perdió escaleras arriba. El portal quedó nuevamente a oscuras.
Pasados unos minutos, Antonio se puso en pie. Se acercó a la puerta. Notaba el pulso acelerado. La ganzúa estaba preparada, pero no fue necesaria. La mujer, con las prisas, había dejado la puerta abierta.
Una vez dentro, buscó a tientas el interruptor de la luz y lo pulsó. La fuerte iluminación le golpeó el rostro. Parpadeó inquieto, tratando de habituar los ojos. El edificio era moderno y el zaguán de entrada muy espacioso. Al fondo había dos puertas de ascensor. La escalera arrancaba a la izquierda. Dudó unos instantes, observando el hueco que quedaba bajo los primeros peldaños.
Como escondite era bueno, pero lo descartó. Había que evitar ruidos que sobresaltaran al vecindario. Prefirió la noche abierta.
Ascendió hasta el primer rellano y esperó a que la luz se apagase automáticamente. Entonces, salió al exterior. Casi frente al edificio, entre los coches estacionados, había una moto de gran cilindrada. Optó por sentarse en el mismo bordillo de la acera, protegido por la oscuridad y oculto su cuerpo por la moto.
La espera se le hacía interminable. Volvió a mirar su reloj. Pasaban diez minutos de las tres de la madrugada.
El cansancio empezaba a tirar de todo su cuerpo y fumaba nerviosamente cigarrillo tras cigarrillo, amortiguando con sus manos ahuecadas el resplandor cada vez que inhalaba el humo.
Tuvo una premonición que le obligó a mantener despierta su mente. El camión de recogida de basura no había pasado aún. Era una posibilidad funesta, pero podían coincidir con la presencia de Cara Cortada.
De pronto percibió un sordo taconeo en la distancia. Todo su ser se puso en tensión. Apagó el cigarro con el pie y asomó lentamente la cabeza. No distinguía el rostro en la penumbra, pero podía ser él.
Empuñó con fuerza el revólver. Venía por la misma acera, directo a donde estaba él.
Cuando oyó las pisadas más próximas, sacó de nuevo la cabeza. Si se trataba de otra persona, simularía estar manipulando el motor de la moto.
Sus ojos brillaron. Podía oír los latidos de su corazón. Aguardó.
Las pisadas se oían ahora muy cerca…
Se levantó de un salto y quedó a dos metros escasos de Cara Cortada. Le apuntó con el revólver.
—¡Acércate, hijo de la gran puta! —le dijo con voz silbante.
Cara Cortada se había quedado paralizado, incapaz de dar un solo paso. Sus ojos eran dos asombros marmóreos.
No se movió.
—¡Quiero ver todo lo valiente que eres! —le espetó de nuevo.
Antonio se inclinó hacia adelante, altanero, para observar el efecto que producían sus palabras.
La palidez de Cara Cortada era palpable. Atisbó su rostro, desfigurado por aquella cicatriz que le recorría la mejilla izquierda. Los ojos habían quedado inmóviles en sus cuencas.
Experimentó un ligero temblor en la mano con que empuñaba el arma. La expresión fría de Cara Cortada le pareció insultante.
—¿Quién iba contigo la otra noche? —exigió Antonio.
Silencio.
—Te estoy preguntando, hijo de puta. Eres muy valiente con las mujeres. Pero, ¿sabes lo que tú eres? Un macaco de mierda… —sus palabras hendían el viento como lenguas de fuego—. ¿Quién es tu colega?
El pánico había hecho presa en el otro.
—¿Quién era el menda que fue contigo?
No obtuvo respuesta.
La ira le cegaba por momentos ante la resistencia pertinaz de Cara Cortada.
No sospechó que era el pánico el que mantenía los músculos de su boca agarrotados y la lengua aprisionada contra el paladar.
Entonces, apretó el gatillo.
Una explosión terrorífica llenó la noche. Cara Cortada se llevó ambas manos al pecho. Retrocedió, tambaleante, hasta el coche estacionado a sus espaldas y se desplomó. Tuvo la sensación de estar hundiéndose en un abismo de manera lenta, cálida, irrevocable.
El miedo tenía forma humana, con un nombre concreto y vivo. Entonces pensó que era imposible que alguien pudiera poner fin a su vida. Él, que siempre se había creído un ser diferente, superior y privilegiado.
Era su muerte. La suya propia.
Desde el suelo le miraba implorante y Antonio se enardeció al comprobar que había abatido definitivamente su fortaleza. Por sus ojos asomaba ya la sombra de la muerte.
Disparó de nuevo.
La frente de Cara Cortada se abrió en un estallido de sangre. Instintivamente, Antonio volvió la cabeza hacia atrás temiendo que los disparos hubieran atraído la atención de algún vecino. Debía alejarse con toda premura del lugar.
De pronto, advirtió que allá en lo alto se iluminaba una ventana. Movió bruscamente la cabeza, con violencia. El cuerpo de Cara Cortada permanecía inerte.
Estaba muerto. Había quedado con los ojos abiertos, espantados, y la sangre se deslizaba sobre ellos.
Se inclinó y apoyando el cañón del arma sobre el sexo del hombre caído, volvió a disparar una vez y otra vez y otra vez, hasta que el percutor del arma golpeó sobre el cartucho vacío. Volvió a apretar el gatillo, febril, mientras se erguía, sin dejar de mirar a su víctima.
El percutor siguió martilleando los cartuchos vacíos.
Tenía la mano salpicada de sangre.
Echó a correr enloquecido por la acera, en dirección al coche. El revólver en su mano derecha se había convertido en un riesgo peligroso. Se limpió con un pañuelo.
Levantó la vista y comprobó que varios ventanales estaban iluminados. Por suerte estaba ya cerca del vehículo. Cubrió los últimos metros y penetró en el interior, evitando hacer ruido al cerrar la puerta.
Puso el motor en marcha y arrancó con fuerte chirrido de neumáticos. No encendió las luces, hasta que se hubo alejado considerablemente.
Condujo con mucha cautela, en dirección al centro de la ciudad. Encontró un espacio y estacionó el coche.
Caminó largo rato por las calles desiertas, repasando mentalmente todos sus actos, calculando los riesgos. Quedó satisfecho.
Detuvo un taxi y le dio una dirección próxima a su domicilio.
Acomodado en el asiento posterior, posó la mano sobre el revólver oculto en su cintura y se tranquilizó, aun a sabiendas de que el arma estaba descargada.
Todo había salido según lo previsto y ningún rastro podría encaminar los pasos de la policía hacia él.
La imagen quebrada y cubierta de sangre de Cara Cortada permanecía viva en su retina.
Miró por la ventanilla del coche en un intento de borrar aquellas representaciones. Luego se fijó en el hombre que conducía delante de él. No parecía el tipo de taxista locuaz, lo que era de agradecer. Tenía una amplia espalda y supuso que era el típico bonachón cargado de hijos. Aquel hombre no sabía lo que era huir ni conocería nunca la prisión. En aquel momento le envidiaba.
La magnitud de la venganza saciada cobró su dimensión real de improviso. No calculó que pudiera sobrevenirle una bajada como sucedía con la heroína. Y sin embargo, empezaban a surcar su mente extraños presagios, aves de tiniebla que picoteaban en su interior. Se dijo que le estaba haciendo falta una buena dosis de caballo.
Por unos instantes dudó de la conveniencia de seguir con el plan trazado.
—¿Le va bien en el próximo semáforo? —preguntó el taxista.
Antonio se vio impulsado hacia delante al detenerse bruscamente el coche.
—Si no freno, se estampa contra nosotros —exclamó el hombre señalando una moto de pequeña cilindrada que se les había cruzado en la calzada—. A estas horas van como locos. Eso, si no te paran en un cruce y te asaltan…
En aquel momento se dio cuenta de que el taxista le estaba hablando.
—¿Me decía algo?
—Sí. Que le pregunto si le va bien en aquel semáforo.
Los dos ojos del taxista, enmarcados en el espejo retrovisor le estaban mirando.
—Bien —respondió—. Pare ahí mismo.
Dio una propina y salió del taxi. Encendió un cigarrillo mientras veía el coche alejarse.
Dondequiera que dirigiera su mirada, allí estaba Cara Cortada vívido, como una espina clavada en su cerebro.
«Es curioso —pensó—. Le he matado y no sé siquiera cómo se llama en realidad.»