15

Maica cogió el teléfono.

—¡Hola, cerda!

Reconoció aquella voz quebrada. Otra ver el miedo, que le galopaba sangre arriba.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Él ya lo sabe. ¿O es que no se lo has dicho? Pero, claro, las gallinas se esconden.

Maica hizo gestos a Antonio para que se levantara, indicándole con gestos vivos que juntara su oído al auricular. Mientras él se acercaba, la mujer habló al desconocido.

—¿Por qué no se lo dices a él?

—¿A quién? ¿A Toni Califa? Ése es un cagao que está lleno de mierda. Cuando me cruce con él es hombre muerto.

Antonio escuchó impasible.

—Tú hablas mucho detrás, pero delante te quisiera ver yo —le humilló Maica, tratando de que Antonio reconociera la voz.

El otro forzó una risotada.

—Cuando quiera me tendrá cara a cara —dijo—. Lo que pasa es que es un cobarde; pero yo terminaré con él. ¡Eso está jurado!

Antonio le arrebató el teléfono a Maica y se lo apretó con furia al oído. Al otro lado de la línea se habían callado.

—¡Cabrón de mala madre! —le gritó—. Si tienes tantos cojones, dime dónde quieres que nos veamos.

—¡Ya vas saliendo de la madriguera! —le respondió el otro. A través del teléfono se advertía que estaba desconcertado.

—Otros son los que se esconden, Cara Cortada. —Antonio le había conocido por la voz. Era el Sevillano, pero le espetó el apodo que más le incomodaba—. Cuando te vea, te vas a tragar todo lo que has dicho, hijo de…

La comunicación se cortó. Antonio estaba excitado y se retorcía las manos con rabia. Paseó de un lado a otro de la habitación. Se sentía frustrado y deprimido. El Cara Cortada estaba buscando lío, y lo iba a tener.

—Ése aún no ha aprendido con quién se juega los cuartos —le dijo a Maica, sentándose.

—¿Quién es?

—Un mangui con cara de gorila que se lo monta por ahí de matón. Va de chulo por la vida y es sólo un desgraciado.

—¿Y por qué lía esa porcata por teléfono?

—Está zumbao.

—Yo creo que no hay que hacerle mucho caso. Si quisiera hacer lo que dice, no andaría con tanta historia, ¿no crees?

—Ya te lo he dicho: está majarón perdido.

El coletazo profundo del odio y la furia contenida del hombre le delataban.

—¿De qué os conocéis? —quiso saber Maica.

—Esa historia es demasiado. Ya te digo, conocerlo, sí lo conozco. Lo tengo tratado desde hace tiempo. En el talego le tuve que partir la cara. Y por lo que se ve, me la guarda. ¡Lo va a tener claro conmigo!

Antonio miró mecánicamente el reloj, sin fijarse en la hora que señalaba. Pasaba de las dos de la madrugada.

Maica quiso bromear a costa de la situación.

—Para una vez que no voy a trabajar, nos dan la noche —dijo.

—Mira lo que te voy a decir. Si vuelve a llamar ese tipo, se terminó —hablaba con los dientes apretados—. Será lo último que haga.

—Déjalo. Le has bajado los humos y ha tenido bastante. No volverá a marcarse faroles por teléfono. Y si lo hace, peor para él… Oye, ¿por qué le diste un curro en la prisión?

Antonio estaba mordisqueándose las uñas y no se sentía animado al diálogo. Finalmente sonrió al recordar lo ocurrido aquella tarde en la prisión.

—Eso fue una historia que tuve con el Sevillano, allá arriba. Desde entonces le llaman el Cara Cortada. Creo que su nombre es… Bueno, no lo recuerdo. El tipo vivía a cuerpo de rey, y en el maco los tenía a todos acojonados. Había montado su mafia y se enfrentó con nosotros. Y palmó. ¿Cómo lo ves? A los más juláis les obligaba a pagar su impuesto: un poco de chocolate, cuando tenían, algo de lo que recibían de los paquetes de casa o bebidas o dinero. ¡Por el morro! Esas cosas pasan mucho allí, no creas. El que se niega, paliza y a otra cosa.

—¿Y si alguien se niega? —preguntó Maica.

—No se niegan. Con una paliza, tienen bastante. Antonio reía al ver el gesto de repugnancia de la mujer.

—Aquella tarde nos la quiso liar —prosiguió—. Vino al grupo nuestro con ganas de camorra. Era sábado y estábamos jugando a los dados, jugó fuerte y palmó. Entonces se puso como loco. Quería demostrar a los de la galería que él era el jefe, el más fuerte, vamos. Se metió con mi familia y me amenazó con una navaja. Le rompí un botellín de cerveza en la cara. Sangraba como un cerdo cuando se lo llevaron al hospital. A mí me metieron en una celda oscura. Por poco pierde el ojo… Si me busca ahora, me va a encontrar.

Maica le escuchaba sin parpadear. No comprendía la violencia ni la ira insultante de Antonio.

—Eso es agua pasada —le tranquilizó.

—Pues yo te digo que esto no va a quedar así.

—¿El sexo? Es lo único que buscan los hombres. Todos son iguales. A veces pienso si será tan importante.

—Para ellos lo es —replicó Maica—, y para las mujeres, también.

—Pero no es lo mismo —añadió Blanca.

De pie, junto a una farola, esperaban con impaciencia que pasara algún taxi. La cafetería estaba situada en el casco antiguo de la ciudad y los taxistas frecuentaban regularmente aquella zona.

—¿Conocías al tipo de esta noche? —preguntó Maica.

—No.

—Pero parece que se lo montaba bien.

Blanca la miró, desconcertada.

—Qué va —exclamó—. Me ha contado un mogollón de historias. Cada palabra que dice el tío, mentira. Pues, ¿no se las da de periodista?

—¿Y por qué no?

—Pues porque lo único que buscaba era llevarme al catre cuando terminara el trabajo. Cada uno se lo hace a su manera. Este va con el rollo de que es periodista.

Un destello de ironía asomó a los ojos de Maica.

—Bastante te preocupa a ti eso —exclamó.

—No estás en la onda, tía —repuso, molesta, Blanca—. Es que el menda va de listo y quería hacerlo conmigo por el morro. Y de eso, nada. ¿Sabes lo que me proponía?

Maica simuló sorpresa, y movió negativamente la cabeza.

—Quería hacerme unas fotos. —Blanca imitaba la voz metálica del hombre—. Cincuenta billetes por dos poses de nada. Le he mandado donde tú puedes suponer.

—Has hecho bien. El que quiera verte, que venga.

Blanca paseó por el centro de la calzada, oteando en la distancia.

—Ni un taxi —dijo—. Y son casi las dos y media. ¡Vaya nochecita! Cuanto más prisa tienes, menos pasan.

—Eso pasa siempre. Por cierto, ¿tú crees que será verdad lo que te decía?

—Y yo qué sé. Por si acaso le he dicho que vaya a hacerle las fotos a su hermana. ¡No veas cómo se ha puesto! ¡La que hemos podido liar! Aunque a mí no me la da. Lo que quería era llevarme al huerto por la cara.

Maica la interrumpió, levantando aparatosamente los brazos y haciendo señales al coche que se acercaba.

—¡Taxi! —gritó.

Ambas saltaron al interior, ateridas de frío. Dieron la dirección de Maica, cuyo domicilio quedaba más próximo.

Descendió del vehículo, como todas las noches, en la esquina más cercana a su casa. Aquella barriada quedaba muy a las afueras de la ciudad. Sus edificaciones eran muy recientes y en su mayoría habitadas por trabajadores que iniciaban su jornada laboral con las primeras luces del alba.

La calle estaba pobremente iluminada, por lo que el taxi, con Blanca en su interior, aguardaba pacientemente hasta que Maica llegara a su portal.

Próxima ya al mismo, se volvió hacia el coche y le hizo señas para que se marchara. El taxi arrancó.

Maica abrió el bolso tanteando casi a oscuras, en busca de las llaves. Detrás de sí, y a poca distancia, creyó oír un ruido sordo. Giró en redondo y recorrió con la mirada la hilera de coches aparcados.

No vio nada. Levantó los ojos hacia el cielo y respiró profundamente. Un acorde de estrellas brillaba en lo alto. Aún quedaban unas horas antes del amanecer.

Caminó confiada hacia el portal de su finca con las llaves preparadas. Había andado varios pasos cuando se dio cuenta de que alguien estaba detrás de ella.

Aquellas pisadas graves eran de hombre.

No tuvo tiempo de volver la cabeza. Frente a ella, a escasos metros, había aparecido de entre la oscuridad un individuo alto, fornido.

Quedó paralizada por el miedo. El sujeto se detuvo frente a ella. Parecía indeciso. Casi al instante, una mano poderosa le tapaba con rudeza la boca. Aquel hombre esgrimía una navaja, cuya hoja brillaba amenazadora en la oscuridad.

—No abras la boca, cerda —oyó una voz a sus espaldas.

Aquella voz ronca…

En una fracción de segundo supo quién era el hombre. Al otro individuo no lo conocía.

Se agitó intranquila, mirando con horror al sujeto que le cortaba el paso. No intentó gritar. Le estaban forzando el brazo derecho, retorciéndoselo en la espalda. Tenía el rostro contraído en una mueca de dolor.

La empujaron hacia un coche estacionado al final de la calle y la obligaron a subir. Una vez dentro, le vendaron los ojos.

No comprendía lo que estaba sucediendo.

Jamás se había preocupado de analizar su conciencia y, de pronto, una sucesión de pensamientos le giraban en la mente, como un huracán. ¿Qué están haciendo? ¿Qué quieren? De cuantas personas conocía no imaginaba que ninguna fuera capaz de hacer una cosa así con ella. No era una broma. Esa voz era la misma del teléfono. Pero, ¿por qué a ella? ¿Qué le había hecho a aquel individuo? El Cara Cortada. Así le había llamado Antonio.

El coche se había puesto en marcha. Con los ojos vendados, estaba totalmente desorientada. Era incapaz de adivinar en qué dirección la llevaban. Sólo se oía el zumbido del motor. Aquellos dos hombres guardaban silencio. Ella iba sentada detrás. A su lado oía la respiración jadeante, nerviosa, de Cara Cortada. Estaba segura de que era él, aunque no había tenido tiempo de ver más que al otro individuo, al de la barba.

Pensó en la posibilidad de un secuestro. Pero carecía de lógica. ¿Qué podían pretender? ¿Dinero?

Entonces comprendió. El tipo era vengativo y lo había dispuesto todo con frialdad, porque era en ella en quien había planeado descargar su odio. Tuvo frío. Quedó inmóvil en el coche, sin atreverse apenas a respirar.

—Ya estamos llegando, muñeca —le informó Cara Cortada. Su acento estaba saturado de rencor.

Las palabras le dolieron en la garganta cuando preguntó débilmente:

—¿Qué queréis de mí?

El individuo que conducía soltó una carcajada. Maica optó por el silencio, temiendo airarles con sus preguntas inútiles.

El coche se detuvo. Oyó un candado que era abierto y el ruido estrepitoso de una puerta metálica que se izaba. La hicieron caminar unos pasos. La puerta volvió a cerrarse.

La condujeron en silencio por una amplia estancia y bajaron unas escaleras. El ruido de sus tacones al caminar le martilleaba la cabeza.

Otra puerta se cerró a sus espaldas. Cuando le quitaron la venda la luz le alanceó los ojos.

Ahora estaba segura. Era Cara Cortada. La gran cicatriz de su rostro destacaba de forma siniestra. Se movía con nerviosismo. Era un hombre musculoso y los ojos le brillaban intensamente. De su mano izquierda colgaba una pesada cadena de oro y en el dedo anular lucía un gran sello con iniciales grabadas. Iba vestido con la corrección típica de los macarras, pensó Maica.

Del otro hombre sólo destacaba su espesa barba negra, cubriéndole todo el rostro. Del fondo de sus cuencas, dos ojos diminutos parecían mirar a escondidas. Era más joven y tenía una pronunciada calvicie. A todas luces, era un monaguillo de Cara Cortada.

Maica miró a su alrededor. No se veían muebles. Aquel lugar tenía la apariencia de ser un taller mecánico. El ambiente estaba impregnado de un fuerte olor a grasas y aceites industriales. En un rincón había una mesa alargada abarrotada de herramientas. Desperdigadas por el suelo había un sinfín de piezas de motor de automóvil, inservibles. Las paredes ignoraban la pintura. Del techo colgaba una bombilla, cuya luz turbia iluminaba la estancia.

—¡Desnúdala y átala! —ordenó Cara Cortada.

Maica le miró a los ojos. Aquella voz, llena de vibraciones violentas, le paralizaba los sentidos.

El otro obedeció. Abrió su navaja automática y restregó la hoja acerada por el cuello de la mujer.

—Si gritas, se puede enfadar —dijo con expresión divertida, mostrándole el arma.

De un tajo sesgó el vestido por el pecho. Maica se dejó hacer, enmudecida de pavor.

De pronto sintió deseos de maldecirle, insultarle, gritarle…; pero el miedo le atenazaba la garganta reseca.

En un alarde de rudeza, el individuo le arrancó todas las prendas íntimas, esparciéndolas por el suelo.

Maica supo que estaba desnuda.

Mantenía los ojos apretados, conteniendo las lágrimas.

—Acuéstate en el suelo —le gritaron.

En un momento comprendió en su carne el completo significado de la soledad, abandonada de todos y odiada. No entendía los motivos, pero tenía la convicción de que la muerte rondaba muy cerca.

Cuando abrió los ojos, Cara Cortada se estaba desvistiendo con movimientos pausados. Tendría algo más de treinta años y era de una corpulencia temible. Se fijó en su rostro. La cicatriz le recorría el lado izquierdo, desde la ceja hasta la mitad de la mejilla. Su mirada era diabólica. Le vio alejarse hacia el rincón.

De pronto apareció desnudo y con un objeto extraño en la mano.

Maica estaba en el suelo, la vista fija en la bombilla del techo. Le habían atado las manos a la espalda con una cuerda gruesa. Asimismo, dos cuerdas atadas a sus tobillos mantenían sus piernas abiertas.

Restalló un látigo.

Cara Cortada hizo gemir el viento, arrancándole a la noche un ruido siniestro. Entonces, se arrodilló junto a ella y palpó desabridamente su sexo. Maica se sintió profanada. Deseó poder encogerse, encerrarse, evadirse.

Cerró los ojos, en un intento de olvidar su cuerpo ultrajado y su total soledad.

Cara Cortada, sin ningún miramiento, le introdujo el mango del látigo.

Fue un temblor de dolor desgarrado que la hizo gritar. El otro sujeto, totalmente desnudo también, acudió aceleradamente y le cerró la boca con un pañuelo, que le embutió con dureza.

Maica movía la cabeza de un lado a otro, violentamente. La noche se rompía, impotente. Cuchillos inmensos laceraban sus entrañas. Le ardían las manos, las piernas y la boca.

Aquellos dos hombres estaban sobre ella. A veces eran caricias y otras, golpes violentos. Se movían como un huracán descontrolado.

Las cosas iban perdiendo su forma. Poco a poco, sólo quedaba su mirada, prendida débilmente de la luz del techo, semejante a una marea de fantasmas cambiantes.

Cara Cortada seguía haciendo girar, con un sadismo feroz, el mango dentro de ella.

Se vio a sí misma: tristeza, demonios, espuma, llanto, sal. Le dolía el pecho. Aquello era una oscura guerra de pesadilla.

Cierra los ojos. Espera. No digas nada. No llores. Pronto vendrá alguien y preguntará por ti. Dirá tu nombre y entonces despertarás. La cabeza dejará de dar vueltas en la noche tibia. Volverás a este mundo conocido y compartirás las calles, el sol, el mar, la alegría. Será como el despertar de un sueño, inútil y amargo.

Entonces, Cara Cortada se echó sobre ella y la penetró. Dentelladas de dolor, frustración y rabia aleteaban en su interior. La imagen del espanto se reflejaba en su pupila.

Por un momento no sabía si estaba viva, soñando o a punto de morir.

Recordó su virginidad marchita desde hacía tantos años. Le impregnaba un sentimiento de culpa. La visión de su etapa de colegio, en que la pureza era su altar más sagrado, le dolía en la carne. Alguien estaba asesinando las luces de su alma con estrépito. Antiguas leyendas salvajes se estaban haciendo realidad.

Su pulso era febril, enloquecido. Maldiciones como relámpagos cruzaban por sus ojos que pugnaban por saltar de sus órbitas.

Maica supo, en un instante, que iba a perder el conocimiento. Tenía el cuerpo dolorido y todo su ser parecía caer, deslizándose poco a poco por un terraplén oscuro.

El hombre de la barba estaba ahora a horcajadas sobre su vientre. Lo entreveía de forma somnolienta. Llevaba en su mano la navaja.

Ahora le estaba acariciando el hombro con su hoja y la hacía descender, serpenteante, por sus pechos. Al principio fue como un débil alfilerazo. Luego ya no sintió nada. Su propia sangre le bañaba el cuerpo. Era una sensación cálida. No experimentó dolor cuando la poseyó salvajemente.

Cuando cortaron las ataduras de sus muñecas, ignoraba el tiempo que había transcurrido. Tenía los tobillos envarados.

La golpearon en el rostro para obligarle a volver a la realidad. Los miembros estaban entumecidos y un frío profundo le atenazaba todas las articulaciones.

Le hicieron ponerse en pie. Los ojos enrojecidos, alcanzaron a ver a los dos hombres, ya vestidos, que le imponían prisa.

Buscó su vestido rasgado y se cubrió con él. Entonces descubrió la sangre en sus brazos, en sus pechos y en el vientre. Se desvaneció de nuevo.

Cuando despertó, el coche estaba parado y uno de los hombres le quitaba la venda de los ojos. Quedó tirada en el suelo de una calle cualquiera. Sentada en la acera, con la espalda apoyada contra la pared, un hilo de sangre le corría por los muslos.

—Toma, cerda —le gritó Cara Cortada, arrojándole al rostro sus prendas interiores.

El coche se alejó a gran velocidad.

Había perdido la noción del tiempo y no tenía interés por saber dónde se encontraba. Estaba vacía. Sólo le quedaba el odio.

Violada. Había sido violada. El pensamiento le rebotaba salvajemente en su cerebro. Aquellos brutos habían dominado sobre su ser y humillado su sexo. Toda esa sádica hostilidad había logrado violentar su persona. Nacida para ser mujer, había pagado su tributo de servir a los hombres por su sexo.

Luego, ya no percibió nada. Sólo el corazón, que parecía derramarse abandonado sobre el frío suelo.

No lograba acallar el llanto que temblaba como un niño, aferrado en su interior, y le subía en espasmos por el pecho.

Eran más de las cuatro de la madrugada, cuando la dotación de un coche de la policía, en su patrulla ordinaria, creyó ver un cuerpo humano tendido en el suelo.

Maica, con la mirada extraviada, prestó atención al ruido sordo del motor de un vehículo que se acercaba y seguía su camino. ¡No! ¡Se había detenido!

Ahora retrocedía. Vio dos luces azules que lanzaban destellos sobre el coche. Reconoció los uniformes de la policía y un brillo de esperanza iluminó su rostro hinchado. Nunca hubiera imaginado que la presencia de esos hombres fuera capaz de infundirle otros sentimientos distintos al temor y al odio.

—¿Se encuentra usted bien…? —preguntó uno de los policías, tratando de habituar sus retinas a la oscuridad del lugar. No descubrió la casi total desnudez de la mujer, hasta que hubo llegado junto a ella. Estaba sangrando. Pidió ayuda al compañero y entre ambos la acomodaron en la parte posterior del vehículo policial.

Maica creyó oír, lejana, la sirena del coche que, a gran velocidad, se abría camino en la noche.

Notó alivio. La habían cubierto con una manta y la temperatura allí dentro era muy agradable. Se le cerraban los ojos, cuando escuchó a uno de los policías hablar por la emisora de radio. Una voz reposada respondió que iba a acudir otro coche a fin de dar una batida por la zona. Seguían hablando, pero su conversación cada vez iba quedando más distante.

Apenas tuvo conciencia de que la bajaban del coche y era acostada en una camilla. Los pasillos blancos olían a hospital. Después, en aquella habitación fuertemente iluminada comenzó a distinguir hombres y mujeres con batas blancas; algodones, medicinas, pinzas, una jeringuilla…

Los dos policías aguardaron pacientes en la sala contigua. Transcurrió casi una hora, antes de que regresara, del departamento de Urgencias, el médico que cubría el servicio.

—Por ahora, hemos terminado —dijo—. Pero tendrá que permanecer ingresada unos días.

—¿Es grave? —preguntó uno de los policías.

—Está fuera de peligro, pero podía haber sido mucho más serio —miró, inquisitivo, a los policías—. ¿La conocen?

—No. Además, venía desvanecida y no hemos hablado con ella.

El médico era joven y sopesaba cada una de sus palabras.

—Creo que es heroinómana —explicó—. Tiene los dos brazos echados a perder por las cicatrices de los pinchazos.

Los policías se miraron.

—¿Podríamos hablar con ella?

—Háganlo aquí mismo. Pero sean breves, por favor. Está bajo la influencia de un sedante, ya que necesita descansar. Quizá…, creo que sería más conveniente que hablaran con ella mañana.

—¿No se encuentra en condiciones?

—Ha sido violada. Le han destrozado la vagina. En el pecho y en los brazos tiene heridas incisas, hechas al parecer con navaja. Alguna de esas heridas es muy profunda. Ha perdido mucha sangre.

—Seremos breves —aceptó el que hacía de portavoz de los policías.

El médico les condujo a una sala reducida, en cuyo extremo descansaba Maica, acostada en una pulcra cama. Estaba despierta. El rostro presentaba múltiples moratones y los vendajes, que arrancaban desde el hombro, se ocultaban bajo la blanca sábana.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el policía de más edad, que iba provisto de una pequeña libreta y un bolígrafo.

—Estoy mejor —contestó en un susurro.

—No queremos molestarla ahora. Solamente necesitamos sus datos personales. ¿Quiere darnos su nombre?

—María del Carmen Soria Navarro.

—¿Dónde vive?

Maica consideró un instante su respuesta.

—En la calle Tres Forques, número trescientos quince.

Había mentido instintivamente. No sabía por qué lo había hecho, pero pensó que quizá era mejor así.

—¿Vive usted con sus padres?

—No, no, qué va. Vivo sola.

El policía que tomaba notas, levantó la vista.

—¿Desea que avisemos a algún familiar de su situación?

Maica titubeó.

—No, gracias —respondió—. Mañana se lo explico yo. No quiero que se asusten mis padres.

—Como usted quiera.

El policía consideró la posibilidad de seguir formulando preguntas, pero el médico esperaba con mirada apremiante y la mujer parecía somnolienta.

—No la molestamos más. Mañana quizá podamos hablar con usted, cuando haya descansado… Sólo una cuestión más. ¿Conoce usted al que le hizo…?

—No —respondió Maica.

—¿Sospecha usted de alguien?

Maica fingió concentrarse en lo que se le preguntaba.

—No.

—¿Fue uno o varios individuos…?

Dejó la frase sin terminar. La mujer cerraba los ojos, ausente. El policía guardó la libreta.

—No se preocupe ahora de nada —le alentó—. Descanse. Buenas noches.

Maica no respondió.

Se preguntó dónde podía estar la bondad en la noche.