Tres días después, por la tarde, Maica acudió a la consulta del doctor Cobos. No le conocía, pero se dejó aconsejar por Blanca, que decía tener buenas referencias de él.
El taxi la dejó frente a un edificio de estilo neoclásico, en pleno centro de la ciudad. Se sentía molesta, ya que tendría que someterse a examen. Los hospitales y las consultas de los médicos la perturbaban.
La puerta del ascensor se abrió en la quinta planta. Enfrente mismo vio la placa del doctor Cobos. Pulsó el timbre y se entretuvo observando el dibujo oriental de la alfombrilla. Le abrió una enfermera joven, vestida de blanco inmaculado, que la invitó a entrar. Bonita, cara redondeada, de ojos verdes y expresión alegre, ponía una nota de calor en la asepsia de la consulta.
—¿Tiene usted ficha o es la primera vez que viene? —le preguntó la enfermera.
—Es la primera vez.
—Entonces, mientras espera, le abriré la ficha. ¿Me deja su documento de identidad?
Maica se lo entregó.
—Aguarde ahí, por favor —le insinuó, al tiempo que le abría la puerta—. Yo le avisaré.
Tomó asiento en la habitación destinada a sala de espera, contigua a la consulta del doctor. Miró de reojo hacia la gran puerta de caoba, cerrada, tras la cual en esos momentos alguna mujer estaría siendo examinada por el médico. La habitación era fría e impersonal, con una mesita en el centro repleta de revistas, en su mayoría números atrasados, y varias sillas a todo lo largo de las paredes. Un óleo de colores chillones contrastaba con la sobriedad de la estancia. En el rincón, una pareja de recién casados aguardaba con impaciencia mal disimulada. La mujer era joven, de rostro agradable, y su timidez le impedía separar la mirada del cuadro que representaba un paisaje montañoso árido y sin vida. El hombre fumaba, inquieto, en silencio.
Entonces sintió una punzada de soledad. A ella no la acompañaba nadie.
Habían transcurrido veinte minutos, cuando la enfermera la hizo pasar a la consulta del doctor, quien la invitó a tomar asiento frente a él.
—Usted dirá.
—Me parece que estoy embarazada.
Había respondido con presteza, sin preámbulos. Guardó silencio.
—Eso es maravilloso, ¿no le parece? —la miró sonriente—. ¿Le han hecho algún análisis?
—No, señor —meditó unos instantes, antes de continuar—. Bueno, me hice una prueba con un producto que compré en la farmacia.
—¿Y le dio positivo?
—Sí, señor.
—¿Es su primer embarazo?
—No.
Maica tuvo la sensación de que aquel hombre leía detrás de sus ojos.
—Eso simplifica las cosas… —empezó a decir.
—Bueno, la verdad es que aborté.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace unos dos años y medio.
—¿Voluntariamente?
—No. Lo perdí.
—¿De cuánto tiempo estaba embarazada cuando ocurrió eso?
—Casi cinco meses.
—¿Estuvo hospitalizada?
—Dos días. Tuve un poco de hemorragia.
El doctor se inclinó sobre la mesa e hizo una serie de anotaciones en la ficha que le había facilitado la enfermera.
Maica le miró. Era un hombre de aspecto imponente, alto, cara bronceada de rasgos afilados y pelo canoso. Estaba próximo a los cincuenta años. Era comedido y su persona infundía respeto. De mirada reposada, su serenidad resultaba reconfortante.
—Muy bien —dijo, levantando la mirada hacia la mujer—. ¿De cuántas faltas está?
—Voy por la tercera.
—De acuerdo. Pase ahí al lado y la examinaré.
Le indicó con la mano la habitación contigua. Maica obedeció. La enfermera la estaba aguardando y le entregó una bata blanca.
—Cámbiese detrás de la cortina —le indicó—. Quítese toda la ropa interior. Cuando esté lista, avíseme.
Maica se ocultó y se vistió la bata que le habían facilitado. Dejó cuidadosamente plegado el traje, falda y chaqueta de color gris, y blusa verde, sobre una silla metálica.
Al verse, una oleada de calor le subió al rostro. La bata era sin mangas y dejaba al descubierto sus dos brazos, en los que se apreciaban las marcas de los pinchazos.
Cuando llamó a la enfermera, ésta le indicó que debía acostarse en la camilla que estaba situada en el centro de la estancia. Miró de reojo a su alrededor. En aquella posición resultaba más temible la contemplación de todo el instrumental médico. A su derecha, una vitrina repleta de piezas de acero inoxidable, relucientes. A sus pies, una mesita de poca altura, en la que había dispuesto la enfermera algunos instrumentos que Maica supuso eran habituales en aquellos casos, y un estetoscopio.
El médico le hizo un reconocimiento exhaustivo. Primero palpó su vientre con la mirada concentrada en un lugar indefinido. Luego le obligó a separar las piernas. Se había puesto unos guantes de goma.
—No le voy a hacer daño —dijo, mostrándole el instrumento que tenía en la mano—. Esto es un espéculo. Vamos a ver cómo está todo por ahí dentro.
Maica sintió el frío del metal y que se le encogía el estómago. El hombre actuaba con movimientos precisos y pulso firme.
—Incorpórese, por favor.
Maica quedó sentada sobre la camilla. El médico le auscultó el pecho y la espalda, en silencio.
Cuando creía que el hombre iba a dar por finalizado el examen de su persona, fue cuando vio el aparato aquel. Se le quedaron los ojos quietos, inmovilizados por el miedo y la vergüenza. ¡Le iba a tomar la tensión y entonces descubriría las marcas de la aguja! ¡Maldita heroína! Vio cómo le pasaba la cinta por el brazo izquierdo. Luego, la presión del aire inyectado, como si fueran a estallarle las venas, y después el vacío. El médico seguía en silencio y Maica se sintió en deuda con él. ¿O sería que no se había dado cuenta?
—Ya puede vestirse.
El hombre se levantó y salió de la habitación.
Cuando Maica regresó al despacho, le vio tomando notas en su ficha. Se sentó y aguardó. Tras aquella gran mesa de caoba labrada, su gesto era aún más grave.
—Está usted embarazada, sin ninguna duda —dijo, levantando la cabeza—. Ahora necesito hacerle algunas preguntas. ¿Cuándo le correspondía tener la menstruación?
—Hace tres días.
—¿Tiene los períodos con regularidad o suele retrasarse?
—No. Para eso soy como un reloj.
—¿Duración aproximada?
—Unos cinco días.
—¿En estos tres últimos meses ha sentido alguna clase de dolor?
—No.
—¿Molestias, mareos?
—A veces siento cierto malestar.
—¿Ha notado rechazo por cosas que antes le apetecían? ¿Se encuentra irascible a veces, sin causa justificada?
Pensó en Antonio. Últimamente le repugnaban sus costumbres y mucho más su proximidad.
—No me he dado cuenta —mintió.
—¿Padece alguna enfermedad?
Maica dudaba. Si se refería a la heroína, eso no era ninguna enfermedad. Miró al médico, que seguía con sus anotaciones.
—Que yo sepa, no —respondió.
—¿Qué enfermedades recuerda haber tenido de niña?
Meditó la respuesta. No se acordaba muy bien.
—El tifus y el sarampión —contestó.
—¿Alguna enfermedad hereditaria en su familia?
—Creo que no.
—Dígame, el aborto de que me ha hablado antes, ¿cómo sucedió?
Maica titubeaba.
—Fue al coger una caja del ropero. Estaba arriba del todo y no llegaba. Cogí una silla y me subí. Al estirar el brazo, noté un dolor en el vientre. Me puse muy mala. Yo pensaba que me pasaría, pero no me pasó. En el hospital dijeron que se me había desprendido.
Maica supuso que lo que acababa de contar era perfectamente creíble. Una amiga suya abortó así. Por lo demás, tampoco era necesario decirle toda la verdad. Cuanto tuvo el aborto, Antonio estaba en prisión. No le había contado nada del accidente del coche, que pudo ser mortal, una noche de fiesta, promiscua, con mucho alcohol y chocolate.
De pronto, cuando menos lo esperaba, el médico formuló la pregunta.
—¿Desde cuándo es adicta?
Maica bajó la mirada. Notaba el rubor en sus mejillas ardientes.
El hombre adoptó un tono comprensivo:
—Puede resultarle molesto responder a mi pregunta, pero le aseguro que es importante. Por el bien de su hijo.
La última frase la pronunció con solemnidad. Maica vaciló unos instantes.
—¿Está dispuesta a responder? —insistió el médico.
—Sí.
—¿Cuándo empezó con las drogas?
—Hace varios años.
—¿Qué tomaba?
—Chocolate, como todo el mundo —respondió resuelta. Luego, reflexionó sobre la expresión que había utilizado, y explicó—: Bueno, hachís. Después vino la heroína.
—¿Cuánto tiempo hace que se inyecta en vena?
—Más de dos años.
—Dosis.
—¿Se refiere a picos diarios? ¿Cuántas veces me pincho?
El hombre asintió con la cabeza.
—Depende. A veces dos, a veces tres…
—¿Ha padecido síndrome de abstinencia?
—No. A veces, cuando me ha hecho falta un chute, una inyección, he notado eso, que la necesito. Pero el pavo no lo he tenido nunca.
—Habrá que cortar con eso. ¿Cuánto tiempo cree que podrá aguantar sin inyectarse?
—No lo sé —hizo una pausa, considerando si podría comprometerse con el sacrificio que se le iba a exigir—. Pero creo que podré pasar sin el caballo; quiero decir, sin el polvo.
El médico meditó unos instantes la medicación a que debía someterla.
—¿Está casada?
—Sí —respondió Maica, ya que su unión con Antonio, a todos los efectos, se podía considerar como matrimonio.
—¿Consume heroína su marido?
Maica asintió.
—¿Se siente capaz de dejar la heroína de forma radical?
—Creo que sí.
Pero en su voz no había toda la convicción que hubiera deseado.
—Se juega usted la vida del niño —ahora el médico hablaba con firmeza. Su voz era dura, casi agresiva—. De usted depende que nazca normal, sin taras ni enfermedades que podrían ser fatales. Piense que si durante el embarazo sigue inyectándose la droga su hijo será drogadicto nada más nacer. Es usted la única responsable de la salud del niño, a partir de ahora mismo. Si quiere tener ese hijo, prescinda de la heroína. No debe consumir ninguna droga. ¿Lo entiende usted así? Quiero que sepa que no existe en el mundo ningún médico capaz de cuidar su maternidad si usted misma no lo hace. No debe sentir vergüenza por haber contraído esa enfermedad —el hombre la miraba fijamente a los ojos. Oyéndole, Maica se sentía crecida, segura de su propia fortaleza—. Porque, en realidad, el hábito de la drogadicción, concretamente la heroinomanía, es una enfermedad. Y a un enfermo hay que curarle. Pero importa, sobre todo, la voluntad; que usted quiera y acepte esa curación. Piense en su hijo.
Maica estaba llorando. Sin saber cómo, estaba pensando en su madre. La sensación de nostalgia dejaba paso a las sombras de su culpabilidad. El médico no le había preguntado por su trabajo.
—Deje que le dé un consejo, como médico y como hombre que posee una cierta experiencia. Abandone la droga ahora que está a tiempo. Si no lo hace, estará atrapada para el resto de su vida, que en ese caso, será más bien corta.
Después de extenderle las recetas y explicarle la forma de dosificar los medicamentos, el doctor dio por terminada la consulta.
—Venga a verme dentro de quince días.
Maica asintió y le estrechó la mano, con gesto agradecido. Las facciones del hombre, antes firmes y profesionales, ahora parecían paternales.
Estaba decidida. Iba a dejar definitivamente la heroína. Esa noche, en la cafetería, no probó el alcohol. Cada vez que un cliente la invitaba a una copa, escondía el vaso bajo el mostrador y se servía un refresco. Actuaba como una autómata, meditando en su embarazo y en las consecuencias inmediatas.
Blanca le sorprendió en un extremo, fumando y totalmente ausente.
—¿Estás bien, Maica?
Volvió la cabeza hacia su amiga.
—Sí, ¿por qué?
—Te veo rarísima, tía. Con esa cara no te vas a comer un rosco en toda la noche.
Maica se encogió de hombros, sonriendo.
—A ti te pasa algo —insistió Blanca—. ¿Me lo vas a contar o no?
Necesitaba compartir su secreto. Estaba dispuesta a hacer lo indecible para que ese niño naciera.
—Estoy embarazada, Blanca.
—¡Anda, mi madre! ¿Eso es fetén?
—Palabra. Fui al médico que me dijiste. El tío es de lo mejorcito. Me ha reconocido de arriba abajo. Estoy de tres meses y dice que todo va bien.
Blanca estudió atentamente el rostro de su amiga. Tenía los ojos brillantes de felicidad.
—Me alegro, Maica. ¿Se lo has dicho a Antonio?
—No. Él no sabe nada.
—¿Cómo reaccionará el gárrulo ese?
—No sé. Creo que bien. Él siempre dice que no le molestaría ser padre. Pero con los hombres nunca se sabe.
—¿Le has explicado al médico lo del caballo?
—Lo ha visto él.
—¿Y qué dice?
—Que se acabó la droga. Nada de nada.
—¿Aguantarás el tirón?
Maica levantó la cabeza, altanera.
—Ya lo verás —respondió.