11

Estaba estirado cuan largo era en el sofá, fumando. Tenía los ojos rojos, surcados por infinidad de riachuelos de sangre.

—Es tarde ya —le insinuó Maica.

—Qué más da tarde que pronto.

Hablaba con pesadez. Las palabras tropezaban unas con otras.

—Vas pasao de chocolate.

—Me fumo el último ya —dijo y estalló en una carcajada incongruente—. Estoy muy puesto…

Cuando entornó los ojos, una sensación de vértigo placentero gravitó sobre él. De pronto, le acometían unos grandes deseos de hablar de la amistad, del amor, de la belleza, del fuego, de la noche, de la lluvia. Sobre todo de la lluvia.

—¿Está lloviendo?

—No —respondió Maica—. ¿Por qué va a llover? Vaya colocón de mierda que llevas.

Antonio ladeó la cabeza hacia ella. Pensaba con mucha lentitud y el sueño empezaba a pesar en sus párpados.

Se dijo que no formaban mala pareja. Les unía un gran vínculo: los dos estaban liberados y pasaban de todo. Pero, sobre todo, Maica era suya.

Le vino a la memoria la costumbre de algunos gatos machos. Se lo había dicho alguien. Los gatos orinan en todos los rincones de la morada donde habitan y que consideran su posesión. Es la marca de sus dominios. Él, en cambio, no necesitaba señalizar sus límites. Todos le respetaban e incluso le temían.

Antonio se levantó y se dirigió al dormitorio. Observaba sus propios movimientos como si se tratara de una persona diferente.

—¿Mañana vas a Barcelona? —preguntó Maica.

Se quedó perplejo. Hubiera jurado que esa pregunta, en la misma habitación, con Maica allí de pie, ya había tenido lugar antes, exactamente igual.

—Sí —contestó.

—¿Cuándo?

—Por la mañana.

—Además del Ladillas, ¿va alguien contigo?

—Su mujer.

Se dejó caer sobre la cama, con estrépito, y cerró los ojos.

—¿A dónde le lleváis? —quiso saber Maica.

—Eso es cosa del Seras. Con una gente que conocen allá. Permanecieron un tiempo en silencio. Antonio tenía los ojos cerrados.

—¿Cuándo vuelves? —le preguntó.

No obtuvo respuesta. Estaba durmiendo ya. El despertador estaba indicando las cuatro de la madrugada. Apagó la luz.

Maica se sentía sola. Hacía todo lo posible por encontrar un aliciente serio a su vida y cada vez descubría, con mayor sorpresa, que no lo encontraba. Las ausencias de Antonio, en determinados momentos le llenaban de confusión. Era un miedo desconocido, irreal, que sin embargo estaba ahí, en todos los rincones de la casa.

Antonio estaba en Barcelona y podía tardar varios días en regresar.

Se preparó un cigarro de hachís, lentamente, sin prisas. Aún le quedaba una hora antes de salir y reunirse con Blanca para ir a la cafetería.

Absorbió el humo hasta que penetró en todos los resquicios de sus pulmones. De súbito, le entraron deseos de desaparecer, al igual que el humo que se difuminaba ya en el ambiente de la habitación. Rechazó todos los momentos de la infancia que se agolpaban en su mente, con bullicios de inocencia. Le retumbaban en el cerebro.

Se llevó nuevamente el cigarro a la boca. Estaba atada a Antonio y no estaba enamorada de él. Una sensación extraña. Sería la costumbre o quizá pereza de remover los recuerdos para poner en orden las ideas. Asintió, con la vista perdida en las volutas de humo que ascendían de su cigarrillo. Todo eso era demasiado complicado y lo único que necesitaba era olvidar esa tristeza que le martilleaba la conciencia.

Se imaginó a sí misma regresando a su casa. Por lo que sabía, sus padres estaban bien, aunque hacía tiempo que no les visitaba. ¿Cuánto tiempo ya? Dos años, quizá más.

Su habitación estaría exactamente igual, ordenada y limpia. Su madre se habría encargado de que todo permaneciera en su lugar: la mesa escritorio, la cama, el armario ropero repleto de vestidos. Muebles caros y lujosos. En la pared, sobre la cabecera, seguiría la Virgen del Carmen en su hornacina. Y estarían también las estanterías abarrotadas de muñecas. Una habitación femenina y cálida. Su madre, estaba segura, perseveraría en su antigua costumbre. Todas las noches entraría en su habitación vacía y de pie, los ojos en la imagen de la Virgen, rezaría una oración por su hija. Por ella.

Sus padres eran creyentes y en su quehacer cotidiano se notaba la impronta de su profunda religiosidad. Tanto a ella como a su hermano —hoy, médico— desde niños les encauzaron por la senda de la religión.

Tras muchos años de esfuerzo, sus padres habían conquistado un puesto importante en la sociedad. Él era un abogado de notoria reputación. Gracias a él, la economía familiar apuntaba a metas cada vez más altas. Pero obligaba a los hijos con privaciones para que descubrieran por sí mismos el valor del dinero.

La madre era más débil, y a espaldas del padre, satisfacía sus pequeños caprichos. En cambio era muy rígida en lo relativo a costumbres y moralidad. Era una mujer elegante, que nunca perdió su atractivo.

Aquella noche a las dos de la madrugada, la había esperado despierta, en el salón. Cuando Maica llegó, su madre estaba sentada en el sillón de orejas, de terciopelo azul. Al fondo, la gran biblioteca que llenaba toda la pared. Tenía un libro en las manos, pero la tensión de su rostro le dio a entender que no había podido concentrarse en su lectura.

—¿De dónde vienes, si puede saberse? —le preguntó.

Sus palabras resonaron en la habitación con gravedad, Maica guardó silencio, indecisa.

—¿Tienes idea de la hora que es? —insistió.

—Sí, se me ha hecho un poco tarde.

—Un poco tarde… A mi hija, llegar a casa a las dos de la mañana le parece sólo un poco tarde.

—Mamá, no dramatices. Tampoco es para tanto.

—Pero, bueno, ¿tienes la desfachatez de decirme que no dramatice? —su madre movió la cabeza exasperada—. Toda mi vida procurando que mi hija sea una mujer respetable para que ahora, cuando empieza a salir del cascarón, me diga que no dramatice. ¿Es que no se enseña a la juventud de ahora que hay cosas que están bien y cosas que están mal?

—No me entiendes, mamá. Eso es todo. En tu juventud se vivía de una forma y ahora pasamos de esas historias.

Su madre se quedó mirándola, atónita.

—¿Qué es eso de pasar de historias? Ni tu padre ni yo te hemos enseñado a hablar de esa manera. Pero no es eso lo peor. Lo más preocupante es que pienses así.

—No nos podemos entender, porque tú estás en una onda distinta. —Maica estaba irritada y le brillaban los ojos. No se sentía con ánimos para afrontar una nueva discusión—. Tú piensas en mí como una niña que tiene que convertirse en una mujer respetable. ¿Lo ves? A mí eso de mujer respetable me hace reír.

—Y qué prefieres, ¿convertirte en una cualquiera? No comprendo qué demonio se te ha metido en el cuerpo para pensar como piensas.

—Es imposible hablar contigo, mamá. Todo lo ves de la misma forma. Nosotros somos diferentes. Vivimos al día y nos preocupan cosas distintas a las vuestras.

—Supongo que estarás refiriéndote a los amigotes con los que sales…

—No son amigotes. Lo que ocurre es que a los que no son de vuestra clase social, los descartáis y los margináis. Esa es vuestra visión de…

Estaba gritando. Su madre le atajó:

—No te tolero que grites en esta casa —miró hacia el corredor de la izquierda, con preocupación—. Tu padre está durmiendo. Será mejor que no le despertemos.

La mujer se levantó y fue hasta la habitación de Maica. Cuando encendió la luz, se volvió y señaló una cajita de comprimidos y un pedazo oscuro de hachís que estaba sobre la mesa.

Maica apartó la mirada y se sentó en la cama.

—¿Y esto? —preguntó su madre.

—¿El qué?

Maica rehuía la mirada.

—Los comprimidos.

—Ya lo sabes, mamá: anticonceptivos.

—Ya lo sé, ya lo sé —hablaba en un susurro—. Apenas has cumplido diecisiete años y ya necesitas eso. Hija, creo que has perdido todo el sentido de la moralidad. No respetas ni tu propia virginidad —guardó silencio unos instantes, abatida—. En el fondo todo viene de lo mismo: las compañías con que te juntas. El resultado está a la vista. Drogas y vicio. Pero tú sigues yendo con ellos, y saliendo con el delincuente ese.

Maica vio las lágrimas en los ojos de su madre y optó por callar. Conocía sus relaciones con Antonio y le reprochaba constantemente por ello. Escuchó paciente todas sus reconvenciones. Los estudios los tenía abandonados. Era imposible que aprobara el curso. Si continuaba así no había ni que pensar en una carrera universitaria. En los últimos tiempos faltaba a clase con demasiada frecuencia. De nuevo, las malas compañías, la promiscuidad, y finalmente las drogas.

Mientras la oía, pensó en lo difícil que sería para su madre comprender su juventud. Pero había algo que le molestaba: la espiaba y le registraba la habitación. Mentalmente hizo recuento de sus pertenencias, por si aún quedaba algo que le comprometiera.

¿Cómo reaccionaría su madre si supiera que se había inyectado en vena heroína en dos ocasiones? En aquellos momentos, aún se encontraba bajo sus efectos.

Renunciaba fácilmente a replicar a su madre. En algún instante, de forma fugaz, llegaba a comprenderla incluso. Era como si estuviera nadando a la deriva, sin esfuerzo, arrastrada por una fuerte corriente. La ira y la agresividad iban retrocediendo.

Levantó la cara hacia su madre, que le hablaba con voz suplicante:

—Mañana sin falta, le pediré hora al doctor Laguía, ¿te parece bien, hija? Es el médico de la familia y de toda confianza. Estoy segura de que él puede encontrar una solución. Tú estás enferma, te pasa algo, aunque no te des cuenta, y la droga te está perjudicando.

—Lo que tú digas, mamá.

Su madre la abrazó, esperanzada, y Maica sintió la humedad de las lágrimas al contacto con su rostro.

—Cuando te miro como ahora, siento que vuelves a ser mi niña…

Lo que no podía imaginar su madre era que su actitud no era de sumisión sino de abandono. Estaba flotando.

El teléfono sonó, de pronto. Lo escuchó, con gesto aburrido. No le importaba quién pudiera ser. Finalmente se levantó y descolgó el auricular.

—¡Diga!

No obtuvo respuesta.

—¡Diga! —exigió.

No contestaban, pero había alguien al teléfono. Se oía su respiración oscura.

—¿No está Toni, el Califa? —preguntó una voz ronca.

—No. ¿Quién eres?

—Eso no te importa, guarra.

Una oleada de calor le subió, culebreando, por todo el cuerpo. Sin embargo, reaccionó rápidamente y respondió al desconocido:

—Guarra lo será tu puta madre.

Escuchó una carcajada brutal. El tipo aquel no daba la sensación de ser un amigo con ganas de broma.

Tuvo miedo y colgó el aparato.

Se sentó, de nuevo, pensativa. Le ponía nerviosa no saber con quién estaba hablando. Pero esa voz la había asustado.

Le temblaba la mano cuando cogió el cigarro del cenicero.

Volvió a sonar el teléfono. En el mismo momento en que giró la cabeza, como si tratara de contener la llamada, comprendió que algo marchaba mal. Podía ser el tipo de antes. Dudó antes de acercarse al aparato. Permaneció unos instantes contemplándolo, meditando la conveniencia de responder.

Seguía sonando monótono, incansable.

Levantó el auricular y lo acercó despacio a su oído. Volvió a escuchar la misma voz ronca.

—No me vuelvas a colgar el teléfono, putón de mierda, o te juro por mis muertos que te rajo. Necesito hablar con el gárrulo ese. ¿Me entiendes? Con Toni, el Califa.

Maica se esforzó por contener la voz temblorosa al responder.

—No está ahora… Pero si eres tan valiente, dime dónde quieres que vaya a buscarte.

Lo había dicho sin pensar las palabras. ¿Sabría aquel individuo que ella estaba sola?

—Ya veremos quién es el valiente. Dile que se ande con cuidado, que le pueden hacer una avería. A mí me llevarán preso, pero el Califa no lo va a contar. ¡Por estas! Que prepare el pijama de madera, que le voy a coser a puñaladas… Ya está avisado.

El desconocido parecía escupir con furia cada una de las palabras.

Maica permaneció en silencio.

—¿Me has oído, cerda?

No le respondió.

—Se lo puedes decir al cabrón ese. Le quedan muy pocos días.

Habían colgado. Sin embargo permaneció un tiempo aún con el auricular en la mano. Cuando lo dejó en la horquilla, tenía la mano empapada en sudor.

Antonio había regresado de Barcelona y su presencia feudal se enseñoreaba de toda la casa.

—¿Qué rumores hay por aquí? —preguntó. Estaba cómodamente sentado en el sillón, mientras Maica deambulaba por la vivienda, ordenando y aseando los enseres domésticos.

—Nada —respondió—. Lo de siempre.

—¿Se habla del Ladillas?

Maica se encogió de hombros al responder:

—Por ahí, entre la basca se sabe casi todo. Desde el principio, pero no tienen idea de dónde se ha curado ni del cobijo.

Califa movió la cabeza, con vanidad.

—¿Ha habido alguna movida estos días?

—No, que yo sepa.

—¿Y la pasma?

—Nada. Como no haya algún chivatazo…

Antonio entornó los ojos, mientras la mujer salía de la estancia.

Maica eludía la conversación. De forma inexplicable la presencia posesiva de Antonio, le asqueaba. Le añoraba cuando estaba ausente y, sin embargo, cuando estaba en casa, algo en lo más profundo de su ser, le rechazaba.

—¿Qué decías de chivatos? —le preguntó Antonio, cuando regresó junto a él.

—Me refería a las mamonas —respondió—. Hay mucha mamona suelta por ahí, que por menos de nada dan el soplo a la pasma.

—Esos no me preocupan —sentenció Antonio—. Que Dios cuide de mis amigos, que de mis enemigos ya me sé cuidar yo.

Antonio esperó el efecto de su frase en la expresión de la mujer, que permaneció impasible. Se la había oído a alguien en el talego.

Maica dijo, de pronto:

—Pues tienes un enemigo que piensa darte varias puñaladas.

Antonio se enderezó lentamente en el sillón.

—¿Qué es eso de puñaladas? —quiso saber.

—Un tipo raro. Debía de estar muy pasado. Telefoneó dos veces, porque la primera le colgué yo. Me dijo que soy una cerda y me cagué en su puta madre.

Antonio sonrió, distendido.

—¿Por qué? ¿A qué viene todo eso?

—No lo sé. No le conozco, pero él a nosotros sí. Estaba más rabioso que un dios cabreado. Largó por esa boca, cantidad. Dice que te va a matar.

Maica le miró, interrogándole con la mirada.

—Ni idea de quién pueda ser el menda —afirmó Antonio—. ¿Tú no le conociste la voz?

—Es la primera vez que le oigo en mi vida.

Antonio calló, pensativo. Luego hizo un gesto de extrañeza y se levantó.

—¿Sabes lo que te digo? Ni caso.

—Pues a mí me asustó —admitió la mujer.

—El que quiera algo, ya sabe dónde me tiene. —Antonio se encaminó al cuarto de baño—. Si me quiere buscar, me encontrará. Te lo juro.