—Antonio, estoy desesperada.
Las palabras brotaban estremecidas de los labios de Eva. Había desaliento y una frialdad cáustica en sus ojos llorosos. Antonio la miraba fijamente reprimiendo apenas la ira acumulada dentro de sí. Le acarició la mejilla.
—Desde luego, se han pasado los hijos de puta —dijo.
Ella sollozaba con mansedumbre. El hombre la tomó del brazo y la condujo al exterior de la vieja casona. Valencia y la policía quedaban muy lejos. En aquella casa, al pie del monte, rodeada de secanos, Serafín el Ladillas estaba protegido. En muchos kilómetros a la redonda no había más vida que la que albergaba la naturaleza. El escondite era perfecto.
Se sentaron a la sombra del inmenso olivo centenario, majestuoso guardián que parecía contener en su ramaje todos los secretos de la vida.
La mujer se arrojó en sus brazos, desconsolada. Antonio no supo qué hacer con aquel cuerpo en sus manos. Notó contra su pecho los senos de ella, libres bajo el vestido. Era más bien baja, y desde luego no precisamente guapa. Pero su simpatía había suavizado siempre muchas hostilidades.
—¿Tú crees que le pasará algo? —le preguntó Eva.
—Que no, tía. Ya has oído al médico. Tardará unos cuantos días en ponerse bien, pero nada más.
Antonio rebuscaba las palabras adecuadas, en respuesta a la comprensión que imploraban los ojos de ella. Pero no conseguía hilvanar una sola frase de aliento. Lo achacó a los nervios. Levantó la cabeza y observó en lo alto el sol que lucía brillante. Hacia el oeste se formaban grandes nubes que parecían deslizarse suavemente hacia ellos.
Eva le preguntaba si le pasaría algo a Serafín. No era sólo la salud del Ladillas la preocupación principal. Sobre todo, a la mujer le inquietaba el pensamiento de que la policía diera con el escondite donde se reponía su hombre. Era una auténtica obsesión.
—¿Lo están buscando? —quiso saber Eva.
La mujer se separó lentamente de él, aguardando la respuesta que los dos conocían.
—Supongo que sí.
—Quiero decir, si habrá muchos detrás de él.
—Puede ser… Ten en cuenta que hay un policía que está que si la palma que si no. Pero le buscarán los primeros días. Luego, cuando pase un tiempo, lo olvidarán. Total, sólo han pasado dos días.
—Ésos no olvidan nunca, Califa.
Antonio sacó del bolsillo un pequeño envoltorio de papel aluminio.
—Es una china —dijo—. Un poco de chocolate nos vendrá bien.
Eva asintió.
—No fumas mucho, ¿verdad?
—No. Soy muy rara, me lo reconozco.
Guardaron silencio, mientras él liaba el porro. Cuando le hubo prendido fuego se lo pasó a la mujer.
—Esto te pondrá bien —le dijo, exhalando eufórico el humo de sus pulmones.
Del interior de la casa les llegó la voz balbuceante de Serafín, llamando a la mujer.
—Voy a ver qué quiere.
Eva le pasó el cigarro y se encaminó hacia la casa. Antonio la observó mientras se alejaba. Trató de adivinar qué cualidad del Ladillas era la que había enamorado a aquella mujer. Movió la cabeza con desencanto. Su problema ahora era buscar soluciones rápidas. El escondite era seguro, pero tenía que pensar en el siguiente paso. Dentro de unos días abandonarían el lugar. Eva permanecía en la casona con Serafín, solos todo el día. Aunque el paraje no era transitado, tenía instrucciones de que la mujer estuviera siempre dentro de la casa y ésta bien cerrada. Evitar ruidos y conversaciones que pudieran atraer la curiosidad de algún campesino. Y sobre todo, de noche, control absoluto de las luces. No debía verse ninguna desde el exterior. La mujer había demostrado mucha entereza. No parecía temer la noche ni la soledad.
Eva regresó a su lado.
—Quería agua —dijo sentándose.
—¿Está bien?
—Parece que sí. Se ha vuelto a dormir.
—Bien, Eva, tenemos que hablar de colega a colega.
Le sorprendió el tono de su voz, y notó que perdía seguridad en sí misma.
—¿Hay problemas? —preguntó expectante.
Él sacudió la cabeza.
—No se trata de nada grave —dijo—. Pero necesito medio kilo.
—¿Medio millón?
—Sí. El abogado tiene que pagar al médico y cubrir gastos.
Miró a Eva. No parecía muy sorprendida. Después de todo, no era caro.
—De acuerdo —respondió.
—Son todos unos sinvergüenzas —comentó él, a manera de disculpa.
Como si adivinara sus pensamientos, Eva le preguntó:
—¿Para cuándo?
—Tan pronto podáis. ¿Mañana te hace?
Eva pareció dudar unos instantes.
—Mañana tendré el dinero. ¿A qué hora vendrás?
—A primera hora de la tarde.
—Lo tendré fijo. No dispongo de la pasta, pero tengo amigos. Hablaré con Serafín.
—A esos tipos hay que tenerlos contentos. Ellos se montan su rollo, pero nos sacan las castañas del fuego, ¿no te parece?
—Y además, agradecida. Lo digo en serio, Califa. Si tú no te llegas a mover, a estas horas a saber dónde estaría mi hombre.
Antonio relajó los músculos de su cara y esbozó una sonrisa.
—¿Sabes lo que me ha propuesto? —le preguntó.
—¿Quién?
—Don José María.
Eva le escuchaba con divertida extrañeza.
—Me dijo que necesita alguien como yo, que le defienda. O sea, que lo que quiere es un guardaespaldas.
—¿De veras?
—Lo que yo te digo. Está acojonado.
—Para esa gente, yo tengo una norma —explicó Eva—. De lo que veo me creo la mitad; de lo que me dicen, nada. Así que…
—Que es fetén lo que te estoy diciendo. Por lo visto unos mendas le han amenazado con rajarle. Les debió de cobrar un pastón, y total para nada. En el talego acabaron. Desde hace unos días le llaman por teléfono y le mandan notas.
—Entonces, ¿la cosa va en serio?
—A ver.
Eva apoyó el mentón en ambas manos y le preguntó, divertida:
—¿Y qué le has contestado?
—Que llame a otra puerta. ¿No te jode?
Ambos se echaron a reír. Antonio miró su reloj.
—Se me hace tarde —dijo, levantándose.
Eva le acompañó por el sendero que rodeaba la casa, en cuya parte posterior había aparcado el coche. La mujer también había conseguido uno de algún amigo y lo guardaba en el mismo lugar, perfectamente oculto.
—Hasta mañana —se despidió Antonio.
—Cuando vengas ya tendré el dinero.
Antonio puso el coche en marcha.
—Adiós, guardaespaldas —exclamó ella.
No le contestó. Movió la cabeza alegremente, satisfecho de ver sonreír a la mujer y arrancó.
A las cuatro de la tarde del día siguiente, Antonio enfiló la autopista en dirección a Alicante. Conducía un coche alquilado, un Seat-127, verde, que no llamaba la atención. Pero no tenía permiso de conducir.
Hacía calor y notaba pesadez en el estómago.
Media hora después abandonaba la autopista y penetraba en un camino polvoriento que se abría paso entre los naranjos en dirección a las montañas próximas. Por el espejo retrovisor vio la polvareda que levantaba el coche a su paso. No había motivos para recelar. Aquella vereda, aunque solitaria, la frecuentaban los huertanos para atender sus campos.
A lo lejos, divisó la casona. Era una antigua edificación de dos plantas, en cuya parte posterior había adosada una construcción tosca, provista de tejado saledizo, destinada a establo en otros tiempos. Debió de utilizarse la casa en época no muy lejana, como vivienda, pues conservaba muebles rústicos e incluso la cocina disponía de los enseres más esenciales. La mayor incomodidad era la falta de luz eléctrica.
Cuando detuvo el coche, Eva le esperaba ya.
—¿Cómo está el Seras? —se interesó.
—Igual.
Bajó del coche y le dio un beso a la mujer.
—¿Todo bien?
—Sí. Vamos arriba, Califa. Serafín te está esperando.
La habitación pintada de blanco, irradiaba luz. Serafín ocupaba el centro de la gran cama y estaba recostado sobre un almohadón. Las profundas ojeras y la palidez de su rostro le conferían un aspecto dramático. La chaqueta del pijama, entreabierta, dejaba ver el vendaje en su pecho.
—¿Qué tal la herida? —le preguntó Antonio.
—Duele un poco.
—No será tanto.
—De veras… De todas formas, gracias por venir, Califa. Eres un buen colega.
—Cualquiera haría lo mismo —respondió Antonio, halagado.
—¿Te ha dicho algo Eva?
—¿De qué? —quiso saber Antonio.
—Del consumado.
Antonio miró a la mujer, con extrañeza.
—Tengo apalancado un buen consumado —explicó Serafín—. Un muestrario de joyería. Lo afané en un coche. Me llevó mucho tiempo, pero valió la pena. A ese viajante me lo tenía junado. Se le pueden sacar muchos billetes, Califa.
—¿Cómo le vas a dar salida?
—Ahora no puedo.
—Tú y yo sabemos lo que son esas cosas. Te engañan siempre; pero si vas de apuro te pagan lo que quieren: o lo tomas o lo dejas.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó débilmente Eva, dirigiéndose a Antonio.
—Tal como lo ponéis, yo iría a don José María.
Serafín enarcó las cejas y permaneció unos instantes, pensativo.
—¿El abogado?
Antonio asintió con la cabeza.
—¿Le tienes confianza, Califa?
—No me fío de nadie, Seras, ni de mi padre —explicó Antonio—. Pero no hay más remedio. Él tiene colocado el consumado nada más verlo. Y lo hará por la cuenta que le trae. Lo único, que es un chupóptero. Le sacará toda la pasta que pueda y luego dirá que le han pagado muy poco. No he visto el consumado, pero seguro que dirá que con eso cubrimos gastos sólo.
—Muy arriesgado lo veo —opinó Serafín.
—Sin problemas. Con que te diga que el menda me ha santeado a mí varias veces pisos de amigos suyos…
Serafín silbó entre dientes. Luego miró a Eva y sonrió, relajado.
—Lo dejo en tus manos, Antonio.
Este se concentró en las explicaciones detalladas de su amigo para encontrar el alijo de joyas. Conocía el lugar. Años atrás lo frecuentaban mucho, siempre con chicas. La última vez, se las prometieron muy felices, y todo resultó un fracaso. No guardaba buen recuerdo del lugar: una casa de campo en plena huerta y muy cerca de Valencia.
Serafín le previno que sería mejor ir de noche.
Antonio se levantó temprano, ganando tres horas a la amanecida. Sabía por experiencia que la mejor hora para determinados trabajos era de las cuatro a las seis de la madrugada. Las calles llegan a enmudecer casi del todo y no transita nadie por ellas. Los de la basura y los del riego, no se fijan en nadie. Y los tempraneros que inician su jornada de trabajo, andan hasta las paradas del autobús, con el sueño pegado aún a sus párpados. Incluso las lecheras de la policía se relajan a esas horas, ya que la actividad en la calle es prácticamente nula.
Estaba lloviendo con intensidad. En el foco de luz de las farolas de la calle se apreciaba una espesa cortina de agua, cuyo gotear rítmico llenaba de susurros el silencio de la noche. La lluvia resbalaba, lagrimeando, por el cristal de la ventana.
Maica dormía plácidamente, cuando salió a la calle. Un grupo de hombres, protegidos con impermeables, caminaba a buen paso, parloteando entre sí. Tuvo la extraña sensación de que en la ciudad no se duerme nunca. Fue andando hasta el coche y se metió en él. Un estremecimiento de frío le recorrió el cuerpo. El vehículo era cómodo y pensó que la lluvia podía ser agradable siempre que se estuviera a cubierto.
Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el otro extremo de la ciudad. Las últimas farolas habían devenido en frías y rígidas vestales de la lluvia.
Tomó la carretera vieja de El Saler, conduciendo a gran velocidad. A los pocos kilómetros, encontró el desvío. Salió de la carretera y entró en un camino que discurría entre naranjos.
Pronto divisó, a la luz de los faros, la vieja masía abandonada. Siguió conduciendo por el angosto camino, siempre entre los huertos, hasta que llegó al pequeño puente, bajo el cual pasaba la acequia.
Detuvo el coche. Permaneció unos instantes en silencio. Sólo se oía la lluvia. Un pequeño crujido del motor le sobresaltó. Esperó. Tomó la linterna y salió del vehículo, descendiendo por el puente. El rumor del agua llenaba todos los rincones de la noche. Las hojas de los árboles se agitaban bajo la lluvia en un murmullo sobrecogedor.
Caminó entre naranjos hasta llegar a la vieja casona. Estaba casi derrumbada y apenas quedaba un cobertizo, que no servía de protección contra el agua. No tenía puerta. Localizó el rincón, pero estaba repleto de ramas y troncos de naranjo. Colocó la linterna en un hueco de la pared y comenzó a remover todo el ramaje. Allí estaba, finalmente, lo que en otros tiempos fuera una chimenea. Se introdujo y buscó a tientas la repisa interior.
Su mano tocó la caja de madera. Con cuidado la sacó al exterior. Comprobó que en su interior los plásticos que envolvían las carteras seguían herméticamente cerrados. Las carteras eran de piel negra, enrolladas en espiral sobre sí mismas. Desenvolvió una y sus ojos brillaron de codicia. Todo estaba en orden. Había joyas en las carteras por un valor muy superior a los dos millones de pesetas. Si las piedras que llevaban incrustadas aquellas piezas eran brillantes, la cosa era distinta. Aquello podía valer mucha pasta.
De pronto, un ruido sordo de pasos en la lluvia, le dejó inmovilizado. Apagó la linterna y prestó atención a cualquier sonido, los ojos abiertos en la oscuridad y el cuerpo en tensión. Apoyó la espalda contra la pared y esperó. Un miedo ancestral le oprimía el pecho.
Nada. Sólo se oía el gotear continuo sobre las hojas humilladas de los árboles. Afuera, la oscuridad era total. A lo lejos se oyó el aullido de un perro. Tranquilizado, se encaminó hacia la entrada, a oscuras, hasta que la lluvia y el viento le azotaron el rostro. Volvió al interior, tras comprobar que nada anormal ocurría, y recogió las tres carteras. Dirigió el haz luminoso hacia los naranjos y fue hacia el coche. Los pies se hundían en la tierra mullida del campo y andaba con torpeza.
Cuando llegó al vehículo, abrió el capó delantero, dejando al descubierto el motor. Allí, a la izquierda, llevaba la rueda de repuesto. En la concavidad central de la misma, depositó las carteras, envueltas en una bolsa de plástico, que afirmó con una cuerda. No era un lugar muy seguro, pero mucho más conveniente que llevar las carteras en el interior.
Subió al coche, y tras una maniobra penosa, sobre el fango, empezó a desandar el camino, de regreso a casa. Circuló con lentitud hasta el acceso a la carretera.
Cuando, un tiempo después, divisó las primeras luces de la ciudad, notó que se le ensanchaban los pulmones. Una población grande es un gran refugio, donde uno debe encontrar su propia cueva y ponerse a salvo. Miró repetidas veces por el espejo retrovisor. No le había seguido nadie.
Aparcó frente a su casa. Aún seguía lloviendo. Inspeccionó detenidamente los alrededores antes de recoger las tres carteras y penetró en el portal.
Aún tardaría en amanecer.
Bien entrada la mañana, Maica sorprendió a Antonio dormitando en el sofá. Este entreabrió los ojos y esbozó una sonrisa.
—¿Ya está? —preguntó ella.
—Lo he guardado en ese cajón —respondió él, señalando el mueble-bar de la salita.
Maica, sin decir palabra, fue desenvolviendo las carteras y escudriñó su contenido.
—Esto es mucha tela —exclamó.
—Elige lo que quieras; pero que no esté marcado.
Al día siguiente, al mediodía, sonó el teléfono. Maica salió de la cocina y atendió la llamada.
—¿Diga?
Tras un breve silencio, oyó una voz masculina.
—¿Está Antonio?
En una fracción de segundo, reconoció aquella voz. Instintivamente cubrió el auricular con la mano.
—Antonio, es para ti —le dijo. Luego, bajando la voz—: Me parece que es el abogado.
Antonio se puso al teléfono.
—¿Quién es? —quiso saber.
—Soy yo.
Era don José María. Pero no pronunció su nombre.
—Dígame, ¿va todo bien?
—Sí. Te llamo porque necesitaré hablar contigo. ¿Cuándo podrás pasarte por el despacho?
—Cuando me diga.
Se notaba que el hombre, al otro lado de la línea, calculaba la hora más propicia para él. Era obvio que no llamaba desde su despacho. Se oía música ambiental y murmullo de conversaciones. Debía de estar en un restaurante.
—Mañana por la mañana a las once, ¿es buena hora para ti?
—Sí —respondió prestamente Antonio.
—Entonces, te espero.
—Muy bien. Por cierto, ¿está todo en orden?
—Perfectamente, sin problemas.
Antonio deseaba que le anticipara, de alguna manera, si había colocado bien el consumado de joyas.
—¿He de llevarle algún papel?
Supuso que entendería la alusión. Confiaba que hubiera sacado más que suficiente para pagar los servicios prestados.
—No, no hace falta —respondió el hombre—. No traigas nada. Veré la forma de solucionar el caso, con lo que tenemos.
—Lo que usted diga.
Así, pues, había sacado buen dinero por las joyas. ¿Cuánto? Eso nunca lo sabría.
—De acuerdo, hasta mañana, entonces —se despidió el abogado.
Oyó el clic al cortarse la comunicación. Se quedó mirando el teléfono y maldijo entre dientes. «Valiente sinvergüenza. Y encima, pasan por gente respetable y yo por un chorizo. Así funciona el mundo. Todos son iguales sólo que a unos les toca ganar y otros van de perdedores por la vida. ¿Existirá algún mundo donde haya realmente justicia?»
Se sentó y cogió el vaso de whisky.
—¿Qué tal? —preguntó Maica, asomando la cabeza.
—Nada; que vaya a verle.
—¿No querrá más dinero?
Antonio se incorporó en el sillón y se volvió hacia la mujer.
—Si lo hace me voy a acordar de todos sus muertos.