7

Cuando sonó el timbre, Eva, que dormitaba plácidamente estirada en el sofá, se despertó. Sus ojos parpadearon en un guiño de irritación. Tardó varios instantes en fijar sus sentidos, anclados aún en la suave indolencia del sueño.

Alargó la mano hasta el teléfono que sonaba, estridente, sobre el mueble consola del comedor y levantó el auricular.

—¿Está Seras? —preguntó una voz ronca, desde el otro extremo de la línea.

—¿Quién eres? —quiso saber.

—Soy Pedro. Oye, ¿está por casa?

—Sí.

Eva llamó a Serafín en voz alta, cubriendo con la mano instintivamente el auricular. Aquél apareció con la cara a medio enjabonar y la brocha de afeitar en la mano.

—¿Quién llama? —le preguntó.

—Me parece que es Pedro el Gasolino.

Serafín asintió, y regresó al cuarto de baño, donde dejó la brocha. Salió secándose las manos con la toalla que le colgaba sobre los hombros. Tomó el teléfono.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—¿Vas a salir ya?

—Dentro de un rato.

—Óyeme, ¿cómo andas de camisas?

Serafín comprendió que se refería a papelinas de heroína.

—Ahora bien —respondió—. Pero si no sueltas la pasta por delante, no hay nada de nada.

—Tranquilo, Ladillas, que estoy montado. Además, me ha llegado una partida muy gansa de mescalina. Pero necesito unas cuantas camisas, blancas si puede ser.

«El colega quiere heroína blanca», pensó Serafín.

—Bien. ¿Dónde estás?

—En el bar de abajo, cerca de tu casa.

Serafín consultó su reloj.

—En diez minutos estoy ahí —dijo.

Eva se alisó la manta que cubría sus piernas.

—¿Vas a salir? —le preguntó cuando hubo colgado el teléfono.

—Sí, voy a ver a Pedro el Gasolino. Quiere que le pase unos cuantos gramos de caballo. Después iré un rato a la calle Alta, a ver si coloco unas cuantas papelinas. Si me las ligan pronto, vendré. ¿Quieres algo de la calle?

—No.

—Lástima de hepatitis que has trincao. Porque ahora se está moviendo por ahí una mescalina de buten. Como no vengan pronto esos mendas de Madrid, nos vamos a quedar sin mercancía. Tu aguanta ahí y en unos días ya estás lista.

Eva le miró con cansancio, mientras él se encerraba en el aseo. En el rostro de la mujer se dibujaba el tedio de una juventud anticipada. Sus grandes ojos saltones carecían de expresión.

Minutos después se marchó Serafín.

Apoyado en el mostrador del bar, Pedro le aguardaba con impaciencia.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó tan pronto le vio aparecer.

—Ahora, no.

—Pues, vámonos.

Caminaron hasta el coche que Pedro había aparcado a distancia del domicilio de su amigo.

Se conocían desde la infancia. Habían vivido en la misma barriada, habitada por gentes de diversa condición y procedencia. La calle fue su auténtica escuela y en ella aprendieron que sólo el más fuerte sobrevive. Pedro era el más pequeño de la pandilla. Los mayores ya decían que no crecía a causa de su maldad. Serafín, en cambio, había desarrollado un físico musculoso y recio. Nunca perdieron la amistad. Cuando, de común acuerdo, decidieron vivir su vida y abandonar el hogar familiar, lo hicieron sin ningún remordimiento. Más tarde optaron por seguir cada uno su camino, pero continuaban siendo colegas.

—¿Por qué has dejado el coche tan lejos? —preguntó Serafín.

—Tú mismo. Hay que andarse con cien ojos. Nunca se sabe si van los maderos detrás de uno.

Subieron al vehículo. Pedro le mostró unas cápsulas de color rojo.

—Esta mescalina es superior —dijo—. La traen de Marsella.

—¿Cuántas?

—Las que quieras. Puedo conseguirte las que me pidas —sacó un envoltorio del bolsillo y se lo entregó a Serafín—. Échales un vistazo. Esto coloca en plan bárbaro. La gente se lo chuta como si fuera caballo.

Serafín examinaba la mercancía. Mentalmente hacía cálculos del beneficio que le podía sacar a las mescalinas. No era igual que los polvos, pero se podía probar.

—¿De quién es el coche? —preguntó maliciosamente Serafín.

—Ni se sabe. Lo he afanado esta tarde —respondió riendo.

Pedro conducía de forma alocada. Era la manera en que respondía su cuerpo, cuando se sentaba al volante de un coche.

La primera vez que robó uno, tenía apenas doce años y en cada esquina creía ver coches policiales que arrancaban en su persecución. Desde entonces siempre había sido así. Carecía de permiso de conducir, pero no le importaba. Excepto en una ocasión, siempre se había zafado de los monos.

A sus trece años, sus colegas decían que era el mejor conduciendo. Llegaron a necesitarle. Por eso le pusieron el apodo de «el Gasolino». Sólo sustraía coches de la marca Tiburón o Mercedes, por la solidez de su carrocería. Alquilaban sus servicios, que retribuían bien. El trabajo era siempre el mismo: él conducía mientras los otros se encargaban de dar el palo.

—¿De qué va el tope esta noche? —les preguntaba.

—Jamones —le respondían—. Tú liga el coche, que ya te diremos dónde lo hacemos.

Y a la hora indicada acudía indefectiblemente con el coche sustraído. Normalmente tocaban fábricas o almacenes, cuya puerta exterior era metálica, elevable por sistema de persiana. Él colocaba el vehículo en la misma puerta, ponía la palanca de las marchas en posición de primera y arrancaba con un rugido violento. Todas las puertas se venían abajo y el coche no sufría desperfectos en el motor. A partir de ese momento comenzaba el trabajo de los otros, a los que aguardaba a que regresaran con el consumado. El procedimiento era muy arriesgado, así que había que moverse con mucha rapidez.

La única vez que le sorprendió la policía fue por culpa del retraso de los otros en la fábrica de confección. Les cazaron como a ratones. ¡Pandilla de cagados! Él salió de estampida, conduciendo aquel Tiburón azul. Los policías nunca hubieran podido darle alcance, con aquellos trastos grises alargados. Tuvo que cruzarse aquel camión en la calzada, maniobrando a la entrada del Mercado de Abastos. El Tiburón se estrelló contra la rueda trasera del camión. Si no, no le cogen. Dos meses de hospital y de allí al Reformatorio. ¡Buenos tiempos aquellos! No tenía edad para que le llevaran al talego; y del Reformatorio era muy sencillo escaparse.

Hubo algo que le perturbó, sin embargo. Tuvo que confeccionarse de nuevo dos tacos gruesos de madera, con correas para sujetárselos a los pies. Los necesitaba para llegar a los pedales del embrague, freno y acelerador de los coches.

Serafín miraba de reojo a su amigo, que conducía con temeridad.

—¿Nos persigue alguien? —le preguntó.

—Que no, leche. ¿Es que tienes miedo? Ya lo sabes, es mi manera de conducir.

—Pues nos la vamos a pegar. Como nos vea una lechera, seguro que nos paran.

—Será si pueden —respondió Pedro, y al reír mostró una hilera de dientes profanados por el sarro.

Serafín, que curioseaba la guantera del vehículo, levantó la vista al notar que perdían velocidad. La pregunta se le heló en los labios.

Al final de la calle había una patrulla de la policía.

—Una lechera —masculló por lo bajo Pedro.

Ambos permanecieron en silencio. Había que decidir con rapidez. Estaban casi al final de la playa de la Malvarrosa. Aquella maldita avenida les llevaba directos a los policías. No había ninguna salida, y el semáforo les iba a obligar a detenerse casi junto a ellos.

Podían reconocerles. Y en ese caso, si les paraban, ¿qué podían hacer? No podían dejarse encerrar. Cualquier cosa, antes que dejarles registrar.

Pedro asió fuertemente el volante. Se habían detenido junto al semáforo que seguía sin cambiar.

Dos policías salieron del coche y se encaminaron hacia ellos. No tenían prisa. Con paso seguro se aproximaban al vehículo, uno por la acera y el otro por el centro de la calzada. Este último, con el brazo extendido, les indicó que permanecieran estacionados.

—¡Acelera, mierda! —gritó Serafín.

Con un fuerte chirriar de neumáticos, Pedro arrancó a gran velocidad. La parte delantera del coche, por el lateral izquierdo, golpeó al policía. Pedro apenas se dio cuenta, pero estaba seguro de que lo había atropellado. Había sido un fogonazo rápido, la imagen del policía tratando de esquivar el vehículo que se le venía encima.

—¡Dale fuerte, que te lo has cargado! ¡Acelera a tope! —le gritaba Serafín, con la cabeza vuelta hacia atrás. El policía, caído junto a la acera, no se movía—. ¡Acelera, mierda, que nos lo hemos cargado!

De pronto Serafín vio a dos policías, uno con la pistola desenfundada y el otro con metralleta. No estaban lo bastante lejos aún.

Los disparos apenas se oyeron. El cristal de la luna trasera y el parabrisas estallaron en pedazos, golpeándoles en la cabeza y desparramándose en el interior del coche. Serafín sintió un fuerte alfilerazo en el hombro izquierdo. Apenas notó dolor. Al instante percibió la sangre que le empapaba la camisa. El hombro le quemaba.

Miró a Pedro, que seguía conduciendo, con los ojos fijos en el camino sin asfaltar por el que circulaban. No sabía adonde iban. Pero había que alejarse.

Serafín, con esfuerzo, olvidó su herida y volvió la cabeza. Ya no se veía a los policías, pero estaba seguro de que la persecución había empezado.

—En unos minutos los tendremos detrás —dijo.

Pedro no le respondió. Seguía conduciendo ferozmente, encogido, con la cabeza rozando el volante.

—Me han dado, Pedro, estoy herido.

No obtuvo respuesta. Serafín se taponaba la herida con la mano. En un instante pasaron por su mente las imágenes de todos los posibles desenlaces para aquella situación. En el mejor de los casos, huir y esconderse. El coche era robado y por ese medio no les iban a poder identificar. Pero cabía la posibilidad de que alguno de los policías les hubiera reconocido, y además estaban las huellas suyas por todo el coche. Había que encontrar urgentemente un cobijo. Y nada de llamadas telefónicas.

Entonces se dio cuenta de que la herida le dolía mucho. Aquello podía ser grave. ¡Un médico! Había que buscar un médico. La pasma podía sospechar que alguno de los dos iba herido y les estarían esperando cuando acudieran inocentemente a un hospital o a cualquier centro asistencial. Los tendrían todos tomados.

El choque violento del automóvil contra un muro, les impulsó hacia adelante. Serafín soltó una blasfemia, casi a punto de perder el sentido. Se recuperó en fracciones de segundo, percatándose de la situación. Había que abandonar el coche. Estaba inservible.

Se volvió hacia Pedro. Estaba sin conocimiento a consecuencia de la colisión. Tenía la cabeza ladeada, de bruces sobre el volante. Trató de incorporarlo y entonces vio el punto de sangre en su espalda. A Pedro también le habían dado.

—¡Hijos de puta! —exclamó, tratando de mover a su amigo—. Pedro, ¡contesta! ¡Levanta, que nos vamos!

Aquél no respondió. Nuevamente se esforzó en sacarlo del vehículo. No podía hacerlo con un brazo sólo. Fue entonces cuando le miró fijamente a la cara y un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo.

—¡Lo han matado! —susurró con el ceño fruncido.

En ese momento comprendió que tenía que salir del coche y abandonar a su amigo. Nada podía hacerse ya por él. Asió el tirador para abrir la puerta, pero no lo consiguió. Se había quedado encajada por el golpe. Lo intentó pero la puerta seguía bloqueada.

Miró a su alrededor. No se veía a nadie ni se oían las sirenas de la policía. El coche estaba cruzado en el camino, junto a un descampado. No había edificios al frente. Sólo huertas.

Probó con la puerta trasera: no estaba encajada. Entonces se deslizó hacia el asiento posterior. Respiraba con dificultad y se oyó a sí mismo gimiendo con nerviosismo. Salió del coche e inició una veloz carrera hacia las huertas. No volvió la cabeza hasta haber alcanzado los primeros árboles. Siguió corriendo con su mano derecha presionando sobre el hombro herido. Cuando se detuvo, exhausto, los árboles de alrededor se le venían encima; las grandes tablas de regadío se levantaban horizontalmente del suelo y querían aplastarle.

Contuvo la respiración. ¿Cuánto tiempo llevaba corriendo?, se preguntó. Ignoraba la respuesta. Debía de estar muy lejos del lugar donde había dejado el coche. ¡El coche y Pedro! Estaba muerto… Había sucedido todo con tanta rapidez. De pronto, una oleada de sangre le afluyó al rostro. Sacudió la cabeza violentamente y elevó la cara hacia el cielo azul, en un intento de serenar la respiración. Separó la mano derecha.

La sangre, entre sus dedos, despedía un olor metálico. La sangre de un extraño siempre le causaba una sensación de miedo ancestral. Pero se trataba de su propia sangre.

Todo su ser permaneció a la escucha, recogido sobre sí mismo. La mirada se le estaba nublando, como si toda su persona fuera descendiendo dulcemente hacia un vacío profundo. Presentía que iba a desvanecerse.

Se acercó a un árbol próximo, al que se asió, para proteger la caída de su cuerpo. Quedó, finalmente, en el suelo, encogido y con el rostro congestionado. Sabía que no había perdido totalmente la conciencia de la realidad. Sin embargo, no tenía noción del tiempo. Era como si flotase en una atmósfera enrarecida. El frío en todo su cuerpo era intenso.

De pronto, el paraíso de la droga tenía una doble cara. Y ahora le estaba doliendo.

Cerró los ojos y esperó. Había que esperar.

Antonio seguía acostado, indolente, viendo transcurrir los minutos, sin ganas de salir de casa. Estaba solo. Maica se había ido a la cafetería.

Encendió un cigarrillo, contemplando el desorden de la habitación. La ropa de ambos yacía esparcida por toda la estancia. En la silla del dormitorio no cabía ni una prenda más. Resultaba más cómodo que guardar cada vez todas las ropas en el armario. Sobre la mesita de noche había de todo: un vaso, el tazón del desayuno, un reloj despertador, pulseras, el cenicero, lleno a rebosar, y una revista pornográfica. Era un desorden familiar, casi agradable.

Pensó que bien podía ser un poco más amable con Maica y evitaría las discusiones como la de hacía unos momentos. Pero no le apetecía. En muchas ocasiones, y ésta era una de ellas, le producía una gran pereza demostrar ninguna clase de cariño.

—Eres un cerdo —le había espetado ella, asqueada, después de hacer el amor.

—Y tú una puta y, sin embargo, no pasa nada.

Buscó su reloj, alejando de su mente el recuerdo de la disputa. Estaba anocheciendo.

Sonó el teléfono. Mientras se levantaba de la cama, imaginó quién podría llamarle a aquella hora. Caminó sin prisa hasta el salón, maldiciendo para sus adentros la estridencia del timbre.

Levantó el auricular.

—¿Quién es? —preguntó con voz áspera.

—Califa, soy yo.

—¿Y quién es yo, coño?

—Por favor, Califa, date prisa. Soy Serafín. Me han dado un escopetazo y estoy muy mal… ¿Vienes?

—Vamos a ver, Ladillas. ¿Te estás quedando conmigo?

—No. Por tu madre… Ven que la voy a palmar.

Tenía la voz quebrada. Respiraba con fatiga y a través del teléfono sus jadeos eran perceptibles.

—¿Te han pegado un tiro? —preguntó Antonio—. ¿Quién ha sido?

—La pasma.

Antonio se sobresaltó. Un escalofrío conocido le recorrió el cuerpo.

—¿Dónde estás?

—En una cabina. Cerca del bar donde hacíamos las timbas antes del marrón, ¿recuerdas?

Antonio meditó unos segundos y movió la cabeza afirmativamente.

—¿Sabes dónde te digo? —insistió Serafín.

—Sí. No digas nada más por el canuto. Voy para allá.

Se cortó la comunicación. Una sensación de peligro le invadió. Frunció el ceño, intentando aclarar su mente que flotaba en medio de una polvareda. Él era un hombre precavido y sabía que se podía tratar de una trampa. Pero del Ladillas no podía esperar una acción semejante. Se había enfrentado otras veces a situaciones similares y siempre le había orientado su instinto.

Condujo a gran velocidad, sorteando los vehículos que parecían no tener ninguna prisa por llegar a sus destinos. Algunos conductores, con rostro fatigado, le abroncaron con el claxon de su coche. A todos les respondió con insultos soeces. Salió del centro de la ciudad y se encaminó hacia la autopista de Barcelona. Dobló a la izquierda y se internó en una barriada de lujosos edificios, junto al Paseo al Mar. En la esquina estaba el bar Pigmalión. Aminoró la marcha y escudriñó con la mirada todos los portales de alrededor.

Lo vio sentado, a la puerta de una suntuosa edificación, acurrucado y con los ojos entornados. Estaba temblando. Antonio examinó los alrededores: ningún peligro. Detuvo el coche junto a él.

—Vámonos —le dijo, por todo saludo.

Serafín levantó la vista y se dejó introducir en el vehículo. Antonio vio la gran mancha de sangre en el lado izquierdo del pecho.

Emprendió la marcha, agitado, mirando constantemente por el espejo retrovisor. Nadie le seguía. La noche siempre había sido una buena aliada. Miró de reojo a su amigo. Estaba bastante mal. Instintivamente imprimió mayor velocidad al coche, evitando las calles concurridas y los lugares céntricos.

No se había cruzado con ningún coche policial. Por un momento se representó la posibilidad de un coche de la policía que les cortara el paso. No habría salida. Estaría bien pringao. Una sensación de vacío le presionaba el estómago. No era momento para malos augurios. Se dirigió hacia la autopista del Saler. Consideró que era un lugar adecuado, lejos de la ciudad, para serenar las ideas y buscar una solución.

De momento había que pensar en la herida del Ladillas. Pero de ninguna manera podía intentar siquiera llevarle a un hospital. Acudiría la policía antes de que algún médico empezara a desvestirlo.

Estacionó el coche en un callejón, junto a la misma carretera. El Saler, fuera de la época estival, era poco transitado. Estaba preparado para salir a toda velocidad al menor peligro.

Iba a abrir la puerta del coche, cuando de pronto vio el patrulla de los municipales. Contuvo la respiración, amparado en la semioscuridad de la calle.

El coche pasó de largo. Entonces salió del automóvil y entró en un bar próximo, en busca de un teléfono público. Cuando regresó al lado de su amigo, aún dormitaba.

—Tranquilo, macho. Esto está solucionado —le dijo, esperando su reacción—. Viene hacia aquí don José María. Aguanta.

Serafín no respondió. Entreabrió ligeramente los ojos y esbozó una sonrisa agradecida.

—Tú lo conoces, Seras. Es don José María, el abogado. Le he dicho que venga. Él sabe dónde llevarte a curar, sin miedo de que se enteren los chapas —hizo una pausa, estudiando el rostro del herido—. No le venía muy bien, no creas. Tan valientes que son para defender a otros, son unos cobardes a la hora de mojarse el culo. Pero ya viene, por la cuenta que le trae.

Antonio hablaba en un susurro, observando con recelo cualquier gesto en el rostro de su amigo. No entendía mucho de esas cosas, pero intuía que Serafín se encontraba muy mal. Incluso no le sorprendería demasiado que Serafín se muriera. Se entretuvo en este pensamiento. Paradójicamente, no le producía ningún temor. El miedo es siempre más agudo en las situaciones que se plantea el ser humano que en la propia realidad. Por lo demás, si su amigo fallecía en el interior del coche, no tendría otra alternativa que dejarlo en la acera abandonado y salir a toda prisa del lugar.

Se esforzó por alejar tales pensamientos. En muy poco tiempo, Serafín estaría en manos de un médico.

—Aguanta el tipo, Ladillas —le dijo—. Lo peor ha pasado ya, coño. Total, es una herida de mierda lo que tienes… Bueno, ya se sabe, la sangre es muy escandalosa.

Guardó silencio. Un coche se aproximó hacia ellos y se detuvo.

—Aquí, don José María —llamó Antonio.

El hombre salió del vehículo y se acercó.

—¿Cómo está? —preguntó con aire de personaje que no dispone de mucho tiempo, y al que le repugna que se le exija.

—Aguanta bien, don José María.

El hombre examinó someramente al herido. Inclinado junto a la ventanilla, aparecía un tanto envejecido y pálido. Frisaba ya los cincuenta años. Sus ojos menudos brillaban en la oscuridad. Parecía observar un mundo que no admite más medida que su provecho personal. Las falsas promesas, en sus labios, aparecían revestidas de un aura inequívoca de veracidad. Era siempre comedido, conservador y nunca arriesgaba más de lo estrictamente necesario. Sólo actuaba cuando tenía la certeza del éxito o preveía buenos dividendos. Bajo de estatura, su rostro redondo estaba marcado por una profunda calvicie.

—Vámonos —dijo.

—¿Adónde, don José María?

—Seguidme. Yo voy delante, en mi coche. Nos espera un buen médico, que hará lo que haya que hacer, sin preguntar.

—Gracias, don José María.

—Entiende esto, Antonio. Me estoy jugando el tipo.

Antonio comprendió que el hombre estaba planteando la cuestión en términos económicos.

—El médico va a guardar absoluto silencio —continuó el abogado. Eso lo garantizo yo. Ya veremos la forma de…

Antonio sabía que el abogado había dejado la frase inacabada deliberadamente.

—No se preocupe, don José María —dijo—. Hay dinero para pagar lo que haga falta.

—Vámonos de aquí.