6

Con gran esfuerzo consiguieron penetrar en el reducido local, atestado de jóvenes. Alrededor de la hamburguesería se apiñaban todos, esparcidos y cansados de aburrimiento, como una resaca, mientras adentro el oleaje de los decibelios enturbiaba las conversaciones. Vestimentas desmembradas y agresivas, greñas despeinadas y confusión de sexos hacinados, en contraste con el rancio encanto barroco de la pequeña plaza.

Grupos heterogéneos bebían cerveza, pasándose la botella de mano en mano, apoyados en la fuente, que coronaba una adusta escultura, reluciente su bronce antiguo en los últimos aleteos de la tarde.

Blanca levantó la cabeza al cielo, respirando sonoramente. En lo alto, sobre los aleros de los tejados, innumerables palomas permanecían estáticas, adivinando la oscuridad como románticas vigías en la puesta de sol.

—Me carga el rollo que se monta esta gente —gruñó Blanca.

—Tiene ambiente —respondió Maica, mirando a su alrededor, a la búsqueda de algún rostro conocido.

—Ahí dentro apesta a todos esos gárrulos que no se lavan.

—Pero si quieres ligar chocolate o algo de caballo, aquí se lo hacen descarado. Lo que yo te diga.

—¿Tú lo ligas aquí?

—Chocolate sólo. El polvo de aquí está muy cortado. Te lo pasan muy chungo.

—¡Vaya atajo de flipaos!

Maica divisó a Fernando.

—Oye, fíjate quién está ahí —señaló a su amiga.

Blanca le examinó con desgana. No estaba mal. Alto, moreno, ojos tristes y de mirada caída. «Como todos los del rollo», pensó. Estaba comiendo un pastel de manzana. Al ver a Maica, se acercó a las mujeres, y tras limpiarse en la pernera del pantalón, les estrechó la mano.

—Hace la tira que no se te ve por aquí —le saludó Maica—. Yo creía que estabas en el talego.

Fernando sonrió.

—Salí hace casi dos meses. Me dieron la fianza.

—¿Tan mal lo tenías?

—Bastante. Tengo una ruina encima. Me pescaron dentro de un coche, con un colocón de la leche. Les dije que estaba durmiendo porque no tenía cobijo, pero no tragaron, claro. Después fueron a mi casa y me pillaron la recortada y casi dos kilos de chocolate. Lo peor es que lo tenía preparado casi todo en suelas y en posturas.

—¿Y cómo te lo montaste? —terció Blanca.

—No sé. Les dije que fumo, ya que fumar no es delito, y que yo mismo me hacía las posturas para así ir recortando los canutos diarios.

Blanca se echó a reír.

—Esa historia no mola —dijo Maica.

—¿Y qué quieres? A ver qué iba a inventar… Se descojonaron conmigo.

—Entonces te han echado un tráfico encima.

—Tú misma.

—Pues ándate con cuidado —le aconsejó Blanca.

—Como me hagan la gamba otra vez, me buscan la ruina para toda la vida.

Maica le conocía desde la infancia. En aquella época ingenua llegaron a ser novios. Incluso él se peleó con otros niños por ostentar ese noviazgo. Según supo después, eran varios los que se disputaban a aquella mocosa con trenzas.

—¿Te has desenganchado en el tiempo que has estado arriba? —quiso saber Maica.

—¿En el talego? Lo pasé muy mal. Me quise morir, así que paso de caballo.

—¿Fijo?

Maica le miraba con incredulidad.

—Bueno, casi —respondió él—. Me estuve desenganchando, ¿sabes?

—¿Dónde?

—En Benidorm, con unos mendas de una secta… Era una de esas sectas religiosas.

Blanca prestó atención. Le apasionaba todo lo relativo a las creencias y prácticas de religiones lejanas. Se sentía atraída por los temas que rozaban lo sagrado, la divinidad, el más allá. Se dirigió a Fernando:

—Oye, ¿y qué saben esos manguis del rollo?

—Ellos dicen que son apóstoles del evangelio y no sé qué historias. Del Juicio Final se llamaban. Apóstoles del Juicio Final. Y dicen que su secta es la única verdadera. ¡La madre que los parió! Por poco me vuelven loco.

Fernando, a intervalos, mordisqueaba el pastel.

—Da hambre el chocolate, ¿eh, nano? —comentó Blanca con sorna.

—Pero, ¿te desengancharon? —quiso saber Maica, ignorando el comentario de su amiga.

—Yo qué sé. Si no me largo, me dejan pirao perdido.

—¿Te daban Metadona o alguna cosa?

—Qué va, qué va… Al principio se enrollaron bien conmigo unas tías. De la secta, claro. Tenían prohibida la droga y el alcohol, así que sólo pensaban en «lo otro» —hizo un gesto obsceno, sonriendo—. Me lo he hecho con todas. Fíjate, estábamos en un piso; más de veinte dormíamos allí. Yo estaba muy colgado y cuando no ligaba algo de polvo, me ponía a parir. Una noche me dijeron que había llegado un sacerdote y que me iban a curar. Me vigilaron todo el día para que no me chutara. Fue después de la cena. Yo tenía un mono que era demasiado. Entre todos, me desnudaron. Los tíos y las tías vestían unas túnicas rojas, y giraban a mi alrededor, rezando no sé qué monsergas. Como en las películas de espiritismo. Todos con velas y el sacerdote aquel, brujo o lo que fuera, se acercó a mí. Yo sólo veía sus barbas. Empezó a dejar gotear el cirio sobre mi cuerpo y yo en pelotas. Después empezaron a rociarme con unos mejunjes. ¡La virgen, qué historia!

—¿Y eso para qué? —preguntó Blanca.

—Para que saliera el diablo de mi cuerpo. ¡La madre que los parió! Por poco la palmo. Luego me llevaron a la habitación. La gachí que me había cuidado tenía ganas de trajín… Pero, nada. ¡Para marcha tenía yo el cuerpo!

Las mujeres estallaron en una carcajada. Fernando rio también, contagiado por sus risas. Se dirigió a Maica:

—Oye, estoy sin blanca. ¿Me prestas algo?

La mujer meditó unos instantes, antes de decidirse.

—¿Con un talego te apañas?

Fernando asintió y cogió el billete. Se alejó con andar cansino, arrastrando los pies. Las dos mujeres se miraron. Blanca se encogió de hombros.

—Vaya sablazo —dijo—. Ya tiene para chocolate. Mañana a gorrear a otro con la historia.

—O a dar un palo por ahí.

La lluvia les sorprendió cuando se encaminaban a La Pantera. El agua arreciaba y se refugiaron en un portal. En unos instantes el agua había anegado la calle. Blanca se pasó una mano por el pintoresco peinado «afro» que lucía.

—¿Cogemos un taxi? —preguntó a Maica.

—¿Por qué no me acompañas a casa del Cortés? Está cerca. —Maica le indicó una calleja próxima y con escasa iluminación—. Quiero ligarle un poco de polvos. Estos días es el único que tiene buen material por aquí.

Blanca asintió con desgana.

—¿No conoces al Cortés? —le preguntó Maica—. Es calorro, pero se lo monta muy bien. Vive en otra parte, pero los trajines se los hace en un piso de aquí. Sólo pasa mercancía a los que conoce. Si no, ni te abre.

Las dos mujeres empezaron a caminar, de puntillas para evitar los charcos, y protegiéndose de la lluvia con el cuerpo pegado a la pared de la acera.

—¿Pero qué pasa contigo? —le preguntó Blanca—. Vosotros siempre tenéis polvo. Si Califa no tiene caballo, mal anda la cosa.

—Estamos esperando buen género. Mañana llega una gente de Madrid, pero ahora no hay nada de nada.

—¿Y el Ladillas?

—Se lo monta muy a las bravas. Va mucho por el bar Lima, con la mujer. Las papelinas las pasa la tía, y él anda por allí con todo el mogollón. Está dando el morro la tía. Lo lleva en el bolso, y se pasa horas en el bar a ver quién le liga la mercancía. Los van a engatillar. Con tanto chota suelto como hay, alguno lo berreará todo al Crespo.

Maica se detuvo frente a un portal abierto. Las estrechas escaleras carecían de luz. Con un gesto le indicó a su amiga que la siguiera.

Las pisadas, al ascender, arrancaban largos quejidos a los viejos peldaños. Blanca soltó una blasfemia, al tiempo que sacaba el mechero del bolso. Retiró la mano de la barandilla, cuando la débil llama le mostró el estado ruinoso en que se encontraba. En el segundo rellano, Maica se detuvo. Golpeó con los nudillos la puerta. No hubo respuesta. Repitió la llamada. Insistió por tercera vez acercando su rostro a la cerradura.

—¿Está Agustín? —preguntó.

En unos instantes, se abrió la puerta.

—Pasa, Maica.

El gitano cambió una mirada con la mujer.

—Es de confianza —se aprestó a explicar Maica—. Es Blanca, una buena amiga, del rollo.

—Vale, pasad —accedió el hombre, estudiando a la intrusa.

Cerró la puerta tras ellos.

El gitano sobrepasaba los 35 años. Tenía el rostro quemado de muchos soles, ojos hundidos y peinados hacia atrás los negros cabellos ondulados. Era cargado de espalda y andaba encorvado, mermando esbeltez a su regular estatura.

—¿Caballo? —preguntó a Maica.

Blanca llegó a la conclusión de que no perdía el tiempo con rodeos.

—Sí —respondió Maica—. ¿A cómo lo pasas, Cortés?

—Ahora a veintidós boniatos el gramo. Es un polvo superior. A ti te lo puedo pasar en dos talegos menos. Hoy por ti, mañana por mí. ¿Hace?

—Muy carero te has puesto… Ponme un gramo. ¿Cómo está de corte?

—Nada de nada, es de primera. Ya me lo diréis… Sentaos y echaros un canuto. En la mesa hay una piedra.

El gitano desapareció en la diminuta cocina. Blanca miró con extrañeza a su amiga, que se encogió de hombros.

La estancia carecía de ventanas al exterior. Era un pequeño salón, sin muebles. Sólo una mesa baja y cinco cojines en el suelo. Del techo colgaba una bombilla mugrienta. La pintura descascarillada, pendía de la pared en delgadas placas que la humedad agrietaba.

Tomaron asiento y Blanca preparó un porro. Le dio un codazo significativo a su amiga. El hachís era muy bueno.

—Es goma —comentó en voz baja, mientras lo encendía.

Cuando salió el hombre llevaba en la mano un sobre pequeño confeccionado cuidadosamente en un recorte satinado de revista. Se lo pasó a Maica. Ésta lo abrió comprobando el contenido y palpando con el pulgar y el índice la consistencia de la heroína.

—Está muy cortado, tío —afirmó.

—Te juro por mis muertos que no —respondió el gitano—. Te lo paso como lo he ligado yo. Yo no le guindo al Califa.

Maica pagó. Tomó la papelina y se puso en pie. Se volvió ligeramente de espaldas y se levantó la falda. Escondió la heroína en su prenda íntima.

—¿Me puedes pasar un poco de material? —preguntó Blanca—. Costo.

El hombre sonrió maliciosamente y volvió a la cocina, de donde regresó a los pocos instantes. Le entregó una tableta de hachís.

—Este costo es de lo mejor —dijo—. Doble cero.

—Hace. ¿Cuánto canta?

—Está a más de doscientas cincuenta el kilo. Esta suela —y señaló la tableta— pesa doscientos gramos.

Blanca pagó y guardó el hachís.

Cuando salieron al rellano de la escalera, Blanca ya llevaba en la mano el mechero. Las dos mujeres se sentían de un humor excelente.

—Buen costo tiene el hijo de puta —comentó Maica, cuando estuvieron en la calle.

Seguía lloviendo. Aguardaron bajo un balcón, indecisas. Por aquellos callejones no entraban los taxis, si no era para dejar a un cliente.

Blanca se estremeció en un escalofrío.

—¡Vaya tiritera que me ha dado! —exclamó. Luego miró fijamente a Maica y sonrió—. Las llevas calentitas, ¿eh?

—¿El qué?

—La papelina de caballo.

—Tú misma. Como no te lo hagas muy bien, lo tienes claro.

—Y digo yo, si hay tanta gente que está colgada y necesita los polvos, ¿por qué lo prohíben? Deberían venderlo libremente.

—Eso digo yo. Pero encima, si te pescan, te entalegan.