5

La joven auxiliar de farmacia en aquellos momentos mantenía una agradable conversación telefónica en la trastienda del local. Cuando oyó el sonido de la campanilla de la puerta, volvió la cabeza con gesto airado. Faltaba media hora para finalizar la jornada.

Tropezando con sus propias palabras, puso fin al diálogo, colgando el auricular. Salió al mostrador.

Inquieto y con patente nerviosismo, el joven le miraba sin decir palabra. Su rostro huesudo y alargado, quedaba enmarcado por una cabellera espesa que le caía hasta los hombros. El bigote claro le confería un rasgo peculiar a su cara barbilampiña. Vestía pantalones y cazadora vaqueros. Estaría rondando los veinticinco años.

—¿Qué desea? —le preguntó.

Sentía en lo más profundo la dentellada del miedo.

El desconocido pareció titubear. Se introdujo una mano en el bolsillo del pantalón y la sacó vacía.

—Deme una jeringuilla —exigió.

Por un momento, la joven pensó que el individuo —drogadicto a todas luces— quizá no tuviera dinero para pagarle. Así, que era eso. Se tranquilizó.

Le volvió la espalda y abrió un cajón inferior de la estantería.

Entonces ocurrió: iba a preguntarle si la deseaba del tipo intramuscular, cuando vio aquel objeto negro en su mano.

El desconocido había penetrado en el interior del mostrador y la estaba apuntando directamente al pecho. Era una pistola. La mano que la empuñaba temblaba de forma ostensible. La obligó a pasar, delante de él, a la trastienda.

—No te pongas nerviosa y dame lo que tengas de morfina.

Por un instante pensó que aquel desarrapado era capaz de disparar. Estaba muy nervioso e inquieto, mirando alternativamente al exterior y a ella. Verificó un repaso mental de las existencias. No había morfina. El miedo hizo que se tambaleara.

—Saca la morfina, repitió aquél imperativo.

No podía hablar. Un intenso pavor se le anudaba en la garganta.

—No tenemos —dijo, al fin, con mirada implorante.

El joven reaccionó con violencia. La agarró por la pechera y la zarandeó.

—Pentazocina, Dolantina, Tilitrate… ¡Date prisa!

El cañón del arma presionó su espalda y la obligó a caminar. Seguida por el desconocido, se dirigió al fondo de la habitación. Con la mano levantada le indicó el estante en que se hallaban algunos fármacos de los exigidos. Con agilidad el joven vació de contenido una bolsa que se hallaba sobre el escritorio, en el centro de la estancia, y se la entregó.

—¡Ponlo todo ahí! —le exigió.

Ella obedeció, depositando en la bolsa diversas cajas de ampollas y de comprimidos. La miraba con fijeza a los ojos, cuando le arrebató la bolsa. Se guardó la pistola en la cintura, bajo la cazadora y se encaminó hacia el exterior, olvidándose de la chica que permanecía en el rincón.

A mitad de camino, se detuvo. Volvió sobre sus pasos y examinó la mesa escritorio repleta de recetas médicas y de muestras de diversos laboratorios. Abrió dos cajones del lado derecho, al azar. No encontró nada de valor.

—No berrees nada a la pasma hasta dentro de media hora —le gritó ya desde la puerta de la trastienda.

Cuando oyó la campanilla de la puerta, al cerrarse ésta, la joven estalló en sollozos. Un llanto desconsolado, que poco a poco se fue apaciguando.

Titubeante, salió al exterior. Temía salir a la calle y encontrarle de nuevo allí, apuntándole con aquella pistola. Pero no vio nada extraño, ningún rastro del atracador. Aspiró profundamente. Encontraba seguridad en la calle, donde el anónimo devenir de gentes y de tráfico, era una excelente compañía.

Regresó al interior.

Aún no sabía las palabras que tenía que emplear, pero descolgó el teléfono. Marcó el número de la Policía.

En el desorden de papeles de su mesa, el comisario Crespo encontró sin dificultad lo que buscaba. Era un informe similar de un robo con intimidación, con pistola, en otra farmacia. Había ocurrido la semana anterior.

El texto era conciso y las señas personales del autor coincidían plenamente. Era el mismo individuo, sin ninguna duda. Pensó en varios sospechosos, cuyas fotografías de filiación sacó del fichero de heroinómanos y las guardó en un sobre.

Con todo, no estaba satisfecho. Un nombre que no lograba asociar a un rostro. Finalmente, recordó el apodo «el Nano». Buscó en el fichero de apodos: había varios con el mismo alias. Separó la fotografía del que le interesaba: Vicente Puig Olivos. La guardó en el sobre.

El comisario era un hombre de memoria prodigiosa. Reunía todos los elementos que pueden configurar la persona del policía: vivo de reflejos, mordaz y afable a un tiempo; calculador, decidido y entregado plenamente a su profesión. Rondaba los cuarenta y cinco años, edad en que la experiencia personal ya era buena consejera, cuando se llevaban dieciocho en el Cuerpo.

Acompañado por uno de sus hombres, subió al coche policial y se dirigieron a la farmacia de la calle Héctor Quiroga. Se detuvieron frente al número ciento veinte, estudiando la ubicación del local. Reunía condiciones óptimas para la perpetración de un atraco: escasez de tráfico en la calle, sita en la periferia de la ciudad, lindante con descampados en el lado norte y próxima a una gran plaza con varias posibilidades para la huida.

En la farmacia les recibió el dueño. Era un hombre de edad cercana a la jubilación y con señales evidentes de obesidad satisfecha.

Cuando los dos visitantes se identificaron como policías de estupefacientes, sus ojos cobraron un brillo especial. Les invitó a pasar a la trastienda, donde les explicó todo lo sucedido el día anterior. A instancias del comisario, el hombre llamó a la dependienta.

—Cuéntales todo lo que ocurrió ayer —le exigió, tras las presentaciones.

La joven hizo una recomposición de los hechos, repitiendo frases, ademanes y gestos del agresor, desde que penetró en la farmacia hasta que se marchó.

—Todo eso ya lo dije ayer, en la Comisaría, cuando hice la denuncia —añadió temerosa, como si intentara justificarse.

—Lo sé —respondió el comisario—. Pero es importante para nosotros completar la información. A veces hay pequeños detalles que parecen no tener importancia y sin embargo, a veces, son trascendentales en nuestro trabajo —el comisario observó a la joven. Era despierta y parecía inteligente. En sus profundos ojos oscuros se apreciaba aún la vaga silueta del miedo—. ¿Le reconocería usted si le viera otra vez?

—Sí. Su cara no creo que la olvide.

—De acuerdo. Luego le enseñaremos unas fotos de individuos que responden a esas características. Pero, dígame, al hablar, ¿notó algún acento extranjero o regional típico?

—No. Hablaba castellano con normalidad. Bueno, tenía la voz rara.

—¿De qué forma?

—Ronca… Sí, eso es, una voz muy ronca.

—¿Ya saben quién es el fulano? —intervino el farmacéutico.

—Aún no, pero son detalles que nos aproximan mucho a donde queremos llegar —se dirigió nuevamente a la dependienta—. ¿Estaba muy nervioso?

—Sí, señor. Le temblaba mucho la mano. Yo tenía miedo de que se le disparara la pistola. Pero estaba muy nervioso.

—Seguramente actuaba bajo los efectos de un síndrome de abstinencia. En esas circunstancias están enloquecidos y necesitan la droga como sea. Bien, usted posiblemente no entienda mucho de armas, pero ¿cree que podría tratarse de una pistola de verdad o sería de fogueo, o detonadora?

—A mí me pareció de verdad. Era negra y muy grande.

El farmacéutico ofreció tabaco a los policías, que rehusaron.

—¿Diría que tiene un aspecto aniñado? —preguntó el comisario.

—Sí. Al principio me pareció más mayor, pero luego, cuando le vi de cerca, ya no estuve muy segura de su edad. Podía tener algo más de 20 años.

—¿Observó si tenía una pequeña cicatriz en la ceja derecha? —preguntó el otro policía.

—No me acuerdo muy bien —la joven se interrumpió, pensativa—. Pero, ahora que lo dice, puede que sí. El pelo lo llevaba largo, pero ahora que lo dice creo que sí, que tenía un pelado en una ceja.

El comisario asintió con mansedumbre.

—Le vamos a enseñar unas fotografías. No son muy recientes, por lo que pueden cambiar los peinados, el bigote y alguna que otra característica.

Extrajo el sobre de su bolsillo y dejó sobre la mesa cinco fotografías de filiación y reseña policial. Cada fotografía recogía la imagen del individuo en tres posiciones: de frente, de perfil, y semiperfil. En todas se recogían primeros planos de la cara del individuo reseñado.

El farmacéutico se apresuró a contemplar aquellos rostros. La mujer se acercó también a la mesa.

—¿A ese individuo lo había visto por el barrio o por la farmacia? —le preguntó el policía más joven.

—No. Yo no le conocía de nada y no recuerdo que haya venido estando yo —respondió la mujer, mirando de soslayo al farmacéutico.

El comisario observó que la joven fijaba sus ojos con atención en una fotografía.

—¡Esta es! —aseguró la mujer, tomando la foto en sus manos—. Estoy segura. Es éste. Sólo de verlo me da pánico.

El comisario miró a su compañero.

—Es el Nano —explicó—. Un viejo conocido nuestro.

—¿Me permite verla? —pidió el farmacéutico, cogiéndola en sus manos.

—¿Oiga, no volverá otra vez por aquí, a vengarse de nosotros? —preguntó la dependienta.

Los policías sonreían, mientras le tranquilizaban sobre tal posibilidad.

—A este tipo le he visto —el farmacéutico hablaba en tono triunfal—. Sí, señor. Estuvo aquí hace dos o tres días. Eso es, anteayer. Me pidió Tilitrate. Le dije que no tenía y se marchó. Vienen muchos de esos, a pedir sin recetas cosas así. Y jeringuillas. Sobre todo, jeringuillas. A veces tenemos miedo de negarles lo que piden por si te dan un navajazo. Vaya chusma. Si les das lo que quieren, mal. Y si no se lo das, son capaces de cualquier barbaridad. ¡Con la muerte no pagan! Se lo digo yo. No sé cómo tienen ustedes tanta paciencia. Claro, y es que les han quitado toda la autoridad. Porque, ¿qué les va a pasar cuando les cojan? Nada. A los dos días en la calle, como si tal cosa… Si al menos robaran para comer…

Los policías escucharon con resignación al hombre, cuya impaciencia desbordaba su ira. Habían logrado lo más importante: identificar al sospechoso. Su detención era ya sólo cuestión de días o de horas.

Plácidamente recostada en la cama, fumaba el último porro de hachís. La noche había sido larga y agotadora pero de ingresos apetecibles. Nano sacó una ampolla de una cajita y preparó la jeringuilla.

—¿Qué te vas a meter? —quiso saber Maite.

—Un Metasedín —respondió—. Es bueno, ¿te mola?

—Yo paso de picos. Prefiero una buena fumata.

—¿Le tienes miedo?

—Sí. Me he chutado alguna vez, pero tengo miedo a quedarme enganchada.

Nano se estaba inyectando en la vena del brazo izquierdo el contenido de la ampolla.

—Después del pico te quedas nuevo —comentó.

Maite seguía fumando. Le pasó el porro a Nano y se acostó a su lado. Un globo de cristal rojo, suspendido del techo por una cuerda de esparto trenzado, arrastraba la luz, renqueante, por toda la habitación.

—No me vayas a tirar la chutona, que para mañana no tengo otra —le indicó Nano guardando la jeringuilla en un cajón de la mesita.

Maite se incorporó, observando los movimientos del otro. Allí estaba la jeringuilla y varias cajas de productos farmacéuticos.

—Oye, aquí tienes media farmacia —exclamó. Leyó en voz alta las inscripciones de las cajetillas—: «Dolantina, ampollas», «Heptanal», «Metasedín», «Pentazocina», «Palfium». ¿Todo esto sirve para chutarse?

—Sí, y están de un caro subido. Eso, cuando los puedes ligar por ahí.

Maite se recostó de nuevo, sonriendo.

—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?

—Nada… ¿Sabes? El chocolate me hace reír. Me pone a gusto y me da la risa.

Nano preparó otro porro de hachís.

—Tienes un apartamento muy puesto —dijo.

—Normalito. Y me gusta vivir sola —añadió prestamente.

—Oye, que yo no pregunto nada.

—Pues eso.

—Estamos a gusto, nos ponemos bien y en paz. ¿Para qué comernos el coco? Le pasó el porro a Maite, que se lo llevó a los labios aspirando con fruición.

—Me has buscado esta noche porque querías un cobijo, ¿no?

—Puede ser. —Nano sonrió, sin mirarla.

—Claro, toda esa historia de la farmacia es un mal rollo.

—Mal rollo… Pero no tenía otra solución, ¿entiendes? Cuando no se tiene dinero y te hace falta el caballo, haces lo que sea. No es lo mismo un canuto que el polvo. Y yo estaba desesperado. Llevaba un pavo de la virgen.

—¿Cuándo?

—Ayer tarde. Di un palo a una farmacia.

Lo soltó de sopetón, como una bofetada. Ella no pareció sorprenderse demasiado.

—Saqué todo lo que pude —añadió Nano, indicando el contenido del cajón—. Vale una pasta gansa, ¿sabes?

—Hay que echarle valor para hacer eso.

—Con mi pistola no hay cuidado.

Maite se incorporó, como movida por un resorte.

—¿No la habrás traído a mi casa? —preguntó.

Nano negó con la cabeza.

—Ya sabes, eso quema —se excusó levemente Maite.

—La fusca la tengo dos meses, tía. Es buena, pero yo no la quiero para disparar. La gente le tiene mucho respeto y eso es lo que pasa. Me dan lo que pido y me largo.

—¿Y si te plantan cara?

Nano levantó los ojos, tratando de leer una respuesta en el techo de la habitación.

—No lo sé —respondió—. Dependerá de cómo vaya uno, colocado o con mucho pavo… Mira, la pipa no la compré. Un menda me debía varios talegos, de caballo, ¿sabes?, y no tenía la pasta. Así que me pagó con la pipa.

—¿Y si te ligan los de la pasma? —preguntó Maite, al tiempo que exigía el porro.

—No creo. Los del Crespo no me saben nada. Si no las pía alguien… —Maite le lanzó una mirada aviesa—. Que no es por ti, tía; que yo estoy muy tranquilo. Conmigo lo tiene claro el Crespo.

—Eso deben de decir todos, siempre.

—Pues si me ligan, se jodió. Me corto las venas en los calabozos o me doy un cabezazo y al hospital. Es el único camino para salir de allí. Porque adentro hay cada menda… Fíjate, en los calabozos te quitan todo, la correa, los cordones de los zapatos, sortijas, hasta el filtro del cigarrillo. ¿Tú no has estado nunca en el talego?

—No.

—Bueno, pues te lo quitan todo, para que no te lisies. Dicen que más de uno se ha ahorcado con la correa y con lo que pillan, allá abajo.

—¿Y el filtro del tabaco?

Nano hablaba con animación. Estaba de un humor excelente.

—Mira mis brazos —le dijo—. Esas marcas de ahí, no son pinchazos. Son cicatrices. Me las hice con el filtro de un cigarro, y te juro que sangraba como un cerdo. Pero no me sirvió de nada. Me llevaron a curar y se acabó. Pero ésa es una mala historia… Coges el filtro y lo pisas fuerte. Luego, lo calientas con el cigarro y corta como una navaja.

Permanecieron en silencio unos instantes. Maite estaba recostada sobre un codo, frente a Nano.

No lograba coordinar las ideas. Los efectos de la droga eran placenteros y la mirada se le había quedado colgada en algún punto invisible de la estancia.

—Mala cosa es que te liguen —dijo Nano. Maite le oía como a distancia e hizo un esfuerzo de aproximación, moviéndose en la cama hasta quedar sentada—. Pero cuando estás desesperado no hay más remedio que hacer lo que sea. La primera vez, tú mismo te comes el coco de mala manera. Pero después, ya lo haces normal. Como debe ser. El otro día, hará una semana, casi me doy un guarrazo. Otra farmacia. El pureta del tío me decía que no me pusiera nervioso, que me daba lo que quisiera. —Nano se echó a reír, imitando los gestos atemorizados del farmacéutico—. Termino de dar el palo y me largo en una moto afanada. Al poco, una lechera detrás de mí. Iban como locos, con el pirulo encendido y dándole a la sirena. Al volver una esquina, salté de la máquina en marcha y me metí en una iglesia. Más de media hora me tiré allí dentro. Salí con olor a velas. Por poco me hacen una avería… Pero yo no hago los bancos. Hay quien levanta los talegos del banco por la pasta, claro. Yo me hago las farmacias porque lo necesito, ¿entiendes?

Maite le escuchaba con interés. Nano se había levantado en busca de una botella de whisky.

—¿Dónde te cobijaste ayer? —quiso saber Maite.

—Por ahí —respondió Nano—. Con una gente. Cuando te persiguen los monos, te metes en el primer portal que encuentras, o donde te coge a mano. Con los chapas es distinto. No te dan tiempo. Esos se te tiran encima cuando menos lo esperas, casi siempre de sorpresa. Te vienes a dar cuenta del rollo cuando ya te llevan p’alante. ¿Entiendes? Ayer se enrolló bien conmigo una gente y les pasé dos pentas. Me quedé a sobar en su casa y nos pusimos ciegos. A tope. ¡Vaya colegas! Pero no les largué nada. Esos son unos cagados y se van de la muí a la primera. Hay que saber el terreno que pisas.

—¿Y qué marcha tienes?

—Ninguna. Voy viviendo y ya está.

—Oye, ¿y qué pasó con tu chica?

Nano levantó la mirada hacia ella. Le había sorprendido la pregunta, pero dio a su rostro un aspecto de total desinterés por el tema.

—Bueno, eso es otra historia —dijo—. Un mal rollo de verdad.

Se acomodó en la cama, en silencio, acercando su cuerpo al de Maite. Sintió el calor femenino y la suavidad de aquella piel. La notó distante. Alargó la mano y le acarició los pechos.

—Maite, ¿te van las tías también? —preguntó retirando la mano.

—Tomo lo que puedo, si me apetece —respondió ella, sin mirarle—. En eso estoy muy liberada. Desde que me fui de casa hago lo que me viene en gana. Y ya que lo preguntas, te diré una cosa. Las mujeres son mucho mejores en la cama que los hombres.

Nano inició de nuevo las caricias. Estaba excitado.

—¿Por qué? —quiso saber—. Las mujeres no tenéis herramienta…

—¿Y quién dice que haga falta herramienta para eso? Vosotros vais al asunto en seguida y que se pudra la que está debajo. Termináis y a otra cosa. Todos os las dais de enterados y no sabéis un pimiento.

Finalmente, ella reaccionó a las caricias.

Hicieron el amor por mutua apetencia física. De antemano, se habían descartado otros sentimientos, que resultaban totalmente innecesarios. Fue una descarga electrizante, que les fundió en un mismo estremecimiento. Después, los sexos olvidados, permanecieron en silencio, hasta que el sueño les venció.