Antonio se sorprendió a sí mismo observando a Maica. Llevaba puesto un vestido de calle, e iba maquillada con elegancia. Se lo había dicho muchas veces: «no necesitas tantos polvos, con la cara que tienes». Llevaba el pelo corto, teñido de rubio, con él contrastaban las pestañas y las cejas de un negro intenso. Los labios, sensuales y carnosos, casi eran provocativos. La encontraba ligeramente más delgada. Pero su busto no había perdido nada de su esplendor. Viéndola sentada, sus largas piernas le conferían una figura más estilizada.
Se acababan de inyectar los dos.
Sobre la mesa, junto a ellos, aún permanecía la cucharilla con un filtro de cigarrillo emboquillado y una papelina vacía, fiel custodia de la heroína. La jeringuilla aún conservaba algunas gotas de sangre en su interior; sangre succionada del torrente sanguíneo y devuelta a su cauce, en bombeos interminables. Aquel ritual de bombear la sangre, además de impedir que parte de la heroína quedara bloqueada dentro de la jeringuilla, desencadenaba en sus cuerpos una serie de estímulos irrefrenables.
Maica sirvió dos tazas de café y se sentó cómodamente en el sofá. El sonido sordo del brazo del tocadiscos al volver a su posición de paro les hizo girar la cabeza. Se había terminado el disco; pero no se movieron. Sentados, frente a frente, permanecieron callados largo tiempo. El silencio parecía llenar de ruidos los rincones de la casa. Eran las tres de la madrugada.
Antonio encendió un nuevo porro. Maica le miró con recelo.
—Fumas mucho, Califa —le dijo.
—Qué va, qué va.
—Es tu problema, pero te estás pasando.
—¿Y qué?
—Que fumas más que un dios cabreado. Pero, nada, si te gusta haces bien. Lo único importante es que se pueda hacer siempre lo que a uno le dé la gana.
—Exacto. Como si uno se quiere fumar todo Ketama.
—Yo es que no puedo fumar tan seguido; me da la tos.
—El porro no hace nada. Te lo digo yo. Lo único, saber parar a tiempo. Si no, coges un tablón que no te aguantas. Pero fíjate, si uno se muere de caballo o de anfetas, o de lo que le dé la gana, se muere a gusto y porque ha querido. Ha sido feliz a su manera. No sé por qué no le tienen que dejar en paz.
—Porque a los carrozas les gusta comernos el coco de mala manera. ¿Y sabes por qué? Porque no pueden hacer como nosotros. Nos critican por cosas que ellos ya no pueden hacer. —Maica se acomodó un cojín bajo la nuca—. Por cierto, si supieras que con el chute te va a quedar un año sólo de vida, ¿seguirías con el caballo?
—Yo sí. Prefiero vivir un año a gusto y colocado, que un porrón de años haciendo el gili.
—Yo no sé lo que haría… ¿Tú serías capaz de dejarlo en seco?
—No lo sé, ni me preocupa. Me chuto porque me hace falta y en paz.
Maica guardó silencio unos instantes.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Antonio.
—Que a mí me gustaría poder dejarlo. Como esa gente de Francia o de Beniganim.
—Pues no te chutes.
—No puedo, y tú tampoco, aunque quieras. Necesito por lo menos cinco chutes diarios. Si no, me pongo a morir.
A Maica le obsesionaba su dependencia de la droga, de la heroína. Había siempre, al cabo del día, una hora turbia, en la que invariablemente la conciencia le martilleaba sin piedad. Un gotear irritante que le impedía dejarse arrastrar por las suaves veredas del sueño artificial de la droga.
Siempre había admirado a las personas con fuerza de voluntad, con temple para decir no. Personas de tenacidad férrea que eran capaces de negarse aquello que más deseaban, si suponía un obstáculo en su camino. Fuerza de voluntad. Ideales…
—¿Y qué me dices de Dios? —le preguntó Maica, de pronto.
Antonio la miró, con el ceño fruncido.
—Sí, Dios —repitió ella—. ¿Sabes que a veces pienso en esas cosas?
—Bueno, porque antes eras una niña bien, ¿y qué?
—Pues eso. Que pienso. Y no lo tengo claro, pero nada claro.
—Como te vayas comiendo el tarro así, vas dada.
—A veces me da la vena, que es demasiado. Pero, fíjate, a lo mejor eso no es comerse el coco. Son cosas de la vida. Tú también lo pensarás a veces. Por ejemplo, si ahora te mueres, ¿qué pasa?
—Nos ha jodido. Pues te ponen un pijama de madera y al otro barrio.
—Y después, ¿qué? —insistió Maica.
—Después, mierda.
Antonio se levantó con muestras visibles de desagrado.
—Tú lo que necesitas es una recalada.
—No, estoy muy a gusto —respondió ella—. Mira, no es que vaya de estrecha, que yo trago con lo que sea. Pero pensar en morirme me da pánico. Y pienso mucho. Fíjate en una cosa. Hay mucha gente que cree en todas las historias de los curas. Serán todo lo gárrulos que quieras, pero en este pajolero mundo hay mucha gente, pero mucha gente, que cree en esas historias. Y lo que te digo: porque eso de que la palmes, y se acabó y ya no haya nada… No sé.
—Bueno, tía. No me mola. Paso de esos rollos.
Maica cogió el porro que le tendía Antonio y se lo llevó a los labios. Con ambas manos formó una concavidad junto a la boca y se llenó los pulmones del humo de la droga.
—Es bueno —comentó, tras expulsar el humo.
Le pasó el cigarro nuevamente a Antonio.
—Con esto de verdad, sí que te puedes morir —dijo.