Blanca acababa de descorrer las cortinas del balcón. Rafael asomó la cabeza entre las sábanas y se restregó bruscamente los ojos, golpeados por la luz que inundaba la habitación.
—¡Vaya manera de sobar! —exclamó Blanca—. ¿Te pongo algo de desayuno para después?
Rafael guardó silencio. Presentía que un humor agrio iba subiéndole por el cuerpo.
—No me gusta que andes desnuda por la casa —dijo.
—¿Has hecho voto de castidad?
—Mira, Blanca, no empecemos la mañana.
—Pues, cállate. Por mi casa voy como me da la gana.
Rafael se incorporó en la cama. Notaba el cuerpo dolorido. La mujer se alejó cerrando la puerta de la habitación tras de sí.
—No me des el día —le gritó Rafael—. Si me cabreas, de una leche te pongo los dientes por peineta.
Sabía que, si le había oído, no le iba a hacer caso. Se encogió de hombros y comenzó a vestirse. Luego salió al balcón. El sol cabalgaba ya a lomos del mediodía.
Desayunaron como siempre, café con leche y ensaimadas del día anterior. No era cosa de madrugar para comérselas recién hechas.
Rafael estaba de mejor humor. A la hora del desayuno ya había cumplido con su ritual de todas las mañanas: inyección de heroína, y a renglón seguido lavado de cara y afeitado. La limpieza de los dientes era algo arbitraria. Dependía del grado de pereza en cada ocasión.
El zumbido del interfono interrumpió el silencio. Se miraron mutuamente. Blanca se levantó y cogió el auricular.
—¿Quién? —preguntó.
—Cartero —le respondió una voz impersonal, con desgana.
La mujer interrogó con la mirada a Rafael y éste elevó los hombros, asintiendo. Ella pulsó el botón que abría el portal.
—No hables —le indicó Rafael—. Pueden ser policías.
—¿Policías? ¿Por qué? No hemos hecho nada.
—Ya lo sé. Pero, por si acaso. Si llaman a esta puerta, no hables ni hagas ruido. —Rafael hablaba en un susurro—. Como sea la pasma, hay que tirar al wáter el caballo. Menos mal, que si fuera necesario, no nos queda mucho. —Blanca, por la mirilla de la puerta de entrada, observó la llegada del ascensor. En aquel momento salía una anciana satisfecha con su cesta de la compra.
—Tengo que salir a la calle, si queremos comer —explicó Blanca, al cabo de un rato.
—Vale.
Cuando, media hora más tarde, regresó Blanca, llevaba en la mano una carta a nombre de Rafael y con la dirección escrita a bolígrafo. No llevaba remite.
—Toma, es para ti —le dijo.
Rafael la abrió y buscó con la mirada la firma al final de la misma.
—Vaya, del Putero —comentó.
—¿Ricardo? ¿Es que ha salido?
—Qué va, qué va. Ese tiene talego para rato.
—Algo quiere pedir.
—Normal. Cuando se está adentro no tienes de nada.
Rafael empezó a leer en voz alta:
«Hola, colega:
»Huesos, dile a tu primo ese que tienes tan bueno que me consiga algo de veneno que esté bastante fuerte y no se note al mezclarlo con el café. Para enrollarme con la basca que hay aquí.
»Cuando esté eso preparado me escribes y se lo dices a mi hermana (que vendrá a verme) que me vas a lanzar un paquete para el día que lo tengas y también la hora.
»De señal mandas un papel de tebeo y tres pesetas.
»El otro día casi me lo hago, pero me hubiesen ligado y pasé.
»Bueno, para ti hay si te enrollas trescientos boniatos: hay una gente que se encargan de sacarme rápido. Ya te contaré.
»Pero aquí toda esta maraña tiene todo el arsenal que dispongo de mis colegas ya que se lo apalancan ellos y tienen demasiados colegas.»
—Quiere caballo —afirmó Blanca.
—Sí. Hay que ver cómo se lo monta, que siempre tiene caballo allí dentro. Y allí el caballo se paga más que el oro. Una papelina de talego, si la vendes, le sacas diez. Lo que quieras pedir.
—Pues debe de estar a dos velas —replicó Blanca.
—Si se lo chuta todo él, lo único que podrá vender serán los dientes.
Continuó la lectura:
«Bueno, si me mandas eso nos buscaremos la vida y podré tener dinero y salir. Si no ves a tu primo, ves a la casa y que te dé eso. Que a lo mejor si vas de pavo te lo quitan.
»Al Andrés le han metido cinco marrones y me toca esperar, pues si me dan la bola, se la tienen que dar a él también y de momento pasan.
»Si vas a echarme eso que te paguen por eso.
»Si no te dan nada, pasa.
»Si le vas a enseñar la carta, tacha esto. No le digas nada a nadie de esto. Tú mismo.
»El putero.»
—Dice que le van a dar la bola —comentó Rafael—. Ahí es nada. Ese no ve la libertad en un montón de años. Menuda historia tiene. El Andrés llevaba el coche robado en el atraco, según dicen.
Y el Putero era uno de los que entraron a dar el palo en el banco. ¡Lo tiene claro!
Blanca se levantó y empezó a retirar el desayuno de la mesa.
Rafael permaneció sentado largo tiempo, con la mente en penumbra. La heroína le había dejado relajado. De los diversos rincones de la casa le llegaban, lejanos, los pequeños ruidos de la rutina familiar.
Le gustaba sentir esa somnolencia, despierto, con el cuerpo apaciguado, mientras ella llenaba con su presencia toda la vivienda.
El salón era pequeño, pero se sentía a gusto. Era su cobijo. Habían alquilado el piso hacía unos meses y el mobiliario de que constaba —una mesa, seis sillas y un aparador— era más que suficiente. Los dos sillones los habían comprado ellos: con orejas y de terciopelo azul, como había querido Blanca.
La mujer regresó junto a él. Vestía sus vaqueros ceñidos y descoloridos.
—Vaya con el prenda ese —dijo.
—¿Quién? ¿Ricardo el Putero?
—Sí. ¿Pues no se las da de chanar de leyes?
—En el talego se chana de lo que haga falta. —Rafael la miró de soslayo y añadió—: Con la basca que hay allí dentro, como te duermas, vas dado. Yo lo he pasado muy mal, pero mal de morirse. ¡Me cago en los muertos del que inventó el talego!
—Cuando el palo al banco, en el asunto del Putero, ¿no se cargaron a un tío?
—Sí, a un desgraciado del banco. Y es que hoy todos van por lo grande. Y son niñatos de mierda, que se cagan con el estornudo de un enano. Un palo se da bien, o no se da. El Putero está todo p’allá, pirado del todo.
—Será todo lo gárrulo que tú quieras, pero ha quitado a un tío de en medio. Y eso es distinto. Matar ya es otra cosa. Yo paso de eso, pero al que se carga a otro yo lo ponía a criar malvas.
—Depende de cómo se mire —objetó Rafael—. Ten en cuenta que él…
—Se mire como se mire. Pon que se cargan a tu padre. ¡A ver! ¿Quieres decirme si te andarías con historias? ¡Pues, entonces!
—¿Sabes qué te digo? Que yo no chano de leyes y paso de ese rollo.
Después de unos instantes, Blanca le preguntó:
—¿Vas a llevarle el caballo a la cárcel?
—Sí. Ya buscaré la mercancía y alguien que haga el trabajo —respondió. Rafael sabía que lo haría él mismo.
Valencia se había convertido en un cachorro incontenible. Primero habían sido sólo zarpazos a la huerta que le circundaba, hasta llegar a la situación actual. Ahora la vorágine era total, desmedida.
Las moles de hormigón se izaban, altaneras, absorbiendo sembrados, regadíos y naranjales. De la primitiva ciudad apenas quedaban, como vigías asombrados, las Torres de Quart y de Serranos que en su día constituyeron las puertas de la ciudad. Una posada, La Luna, albergaría a los rezagados que no podrían hacer noche dentro de las murallas. La Luna de Valencia.
Rafael salió de casa, cuando el sol ya se curvaba en el horizonte. Frente al edificio un inmenso campo, verde de hortalizas, sucumbía ante la voracidad de las máquinas del asfalto. Eran las obras de expansión de la ciudad, que prolongaba la avenida Paseo Valencia al Mar.
La mañana olía a tierra húmeda. Decidió ir caminando hasta las facultades. Allí tomaría un taxi que le llevase hasta la Plaza Redonda.
No le fue difícil encontrar a Sandra, la hermana de Ricardo el Putero. Se ganaba la vida por lo legal, en los mercadillos, en la venta ambulante de figuritas de cerámica.
Morena, de ojos rasgados, era una mujer joven, de belleza dramática. La encontró regateando con una señora obesa, con porte de gran dignidad, que empleaba toda su dialéctica en lograr un descuento por la compra de una porcelana minúscula de poco precio.
Sandra despachó a la mujer, y dedicó una sonrisa a Rafael. Éste le explicó el contenido de la carta de su hermano. Le había conseguido lo que pedía, algo de heroína y de hachís; que no había problemas para pasárselo al patio de la prisión. Ella iba a verle el domingo, así que el lunes por la tarde, las cinco podía ser buena hora, se lo tiraría. Hablaron de dinero.
—Son muchos talegos los que pides por la mercancía —dijo Sandra—. El negocio no da para tanto.
—Lo dejo a precio de coste —respondió Rafael—. Tampoco cobro nada por el riesgo de hacerlo.
—Erais amigos, ¿no?
—Por eso. Pero el caballo y el chocolate valen una pasta. Si no me soltáis los talegos, no hay mercancía.
Sandra ofreció su cerámica, en voz alta, a dos mujeres que curioseaban el género expuesto en el suelo, sobre unas mantas. Estas la miraron, con gesto agradecido, y se alejaron.
—Tendrás el dinero —le dijo.
—Entonces dile a tu hermano que el lunes por la tarde se lo meteré.
Ya en la despedida, Sandra le miró fijamente. Salió de su pequeño recinto de puntillas, para evitar pisar las piezas expuestas, y se acercó a Rafael.
—¿Sabes lo que estaba pensando? —le preguntó.
Rafael guardó silencio.
—Hay otra forma de pagarte —le insinuó a media voz.
—¿Qué forma? —quiso saber Rafael.
Un destello vivaz en los ojos de la mujer, le obligó a ponerse a la defensiva.
—¿No lo adivinas? —insistió Sandra.
—¿De qué forma?
—En carne.
Un tiempo atrás, cuando no estaba enganchado con el caballo, pensó, no hubiesen sido necesarias tantas palabras. Esa era una presa fácil, aunque ella se viera a sí misma como vencedora.
Ahora no sentía lo mismo. La mujer siempre era mujer. Le gustaban como al primero, pero el caballo era el caballo. Para montárselo con una, necesitaba entonarse con un chute. Y después del pico, ya le sobraba la mujer…
Se imaginó la reacción de Blanca frente a Sandra, si conociera la conversación: le arrancaría los pelos de la cabeza, uno a uno.
Y después vendría la segunda parte, ya en privado, él y ella. Le echaría en cara su impotencia sexual. Ella no estaba enganchada. Le daba bien a la priba, pero a menudo se le ponía el cuerpo guerrero. Siempre estaba dispuesta.
—Mira, Sandra, voy de hombre, pero el material es el material. Si no hay pasta, no hay negocio.
Ella esgrimió una sonrisa cómica, mientras Rafael se alejaba, sintiendo los ojos de ella en su espalda, atravesándole con veneno. A cierta distancia se volvió a mirar a Sandra. «La tía se ha creído que me va a ligar la mercancía por la cara; me deja sin güil y sin polvos…», pensó.
Caminó largo rato por las calles, sin ninguna finalidad concreta. No había ambiente a aquella hora. Sin embargo, una extraña sensación de seguridad le impelía a seguir transitando por aquellas callejas antiguas del casco viejo.
Las palabras de Sandra le aguijoneaban en la mente. Se sentía herido en su virilidad y a pesar de todo, era cierto. No es que fuera impotente, pero llevaba ya muchos meses sin que necesitara hacer el amor. La única brújula que orientaba sus pasos, era la heroína. Había pensado muchas veces en dejarlo, o al menos, en rebajar la dosis. Pero era incapaz. Contrariamente a su deseo, a medida que transcurrían los días, era mayor la cantidad de caballo que necesitaba.
Tenía que poner fin a esta situación. Pero siempre encontraba un pretexto para aplazar el inicio de esa terapéutica. Estaba seguro, en cambio, de que un día tendría fuerza de voluntad para cortar con los picos. Por el momento, aguantaba bien. Estaba enganchado, pero no era grave.
«Tiene gracia. Empieza uno a chutarse, para ponerse a gusto. Al principio coges unos ciegos de miedo; el caballo te entona. Luego pasa el tiempo, y cuando te vienes a dar cuenta, ya estás colgado. Ya no lo dejas. Te pones un pico, y otro y otro. No tratas de ponerte a gusto. Lo que pretendes es darle un buen trote al cuerpo, para que aguante. Con la chutona estás normal, como todo el mundo. Sin la chutona, te sientes morir…»
A primeras horas de la tarde del lunes siguiente, Rafael se dirigió a la periferia de la ciudad, al edificio de la prisión.
Era una estructura pétrea, de muros altos y formando un rectángulo, en cuyos extremos destacaban las garitas de los guardias. Un monstruo cuadrado con cuatro inmensos ojos. Rafael sabía, por experiencia, que había muchos más ojos vigilando a los internos.
Junto a la puerta principal de la fachada, otra garita con más guardias armados, que custodiaban el último control de salida del edificio y comprobaban la personalidad de los visitantes. En el frontis de la puerta leyó la inscripción «Centro Penitenciario de Detención de Hombres». Pasó de largo, distanciándose de la edificación. Aquel lugar le deprimía.
A las cinco de la tarde había tomado posición en el lugar fijado, paseando por la acera del gran muro posterior. Llevaba una revista bajo el brazo, simulando esperar el paso de algún taxi.
Una pelota de tenis cayó, como por azar, cerca de donde se hallaba. El Putero había sido puntual. Rafael se inclinó a recogerla. Levantó la cabeza, aún en cuclillas, y revisó las dos garitas de los extremos del muro. Nadie parecía haber notado la salida de la pelota del patio de la prisión. Rápidamente se irguió, extrayendo del bolsillo de su cazadora otra pelota similar, que arrojó al interior del edificio.
Entonces se alejó del lugar. Tuvo que imponer su voluntad sobre sus piernas que pugnaban por emprender una carrera alocada. La sangre le hormigueaba en el cuerpo.
Había cumplido con el Putero. En la pelota de tenis le mandaba veinticinco papelinas de caballo, treinta gramos de chocolate, mal pesado —eso, sí—, y cinco dosis de ácido.
Ricardo tenía para ganarse la vida durante un tiempo. Por lo demás, él le había escamoteado una buena porción de polvos a Sandra. Los amigos son los amigos, pero el negocio es el negocio.