1

El sonido agudo y metálico del teléfono le despertó. Abrió los ojos y al mover la cabeza sintió un dolor profundo en el cuello. Braceó pesadamente en la nebulosa del sueño y dejó quieta su mirada en el techo.

La luz que penetraba de la farola de la calle formaba una extraña y distorsionada figura. Había anochecido. Se incorporó en la cama y llegó a la conclusión de que el teléfono había estado avisándole, martilleante, en la salita; quienquiera que fuera se había cansado de insistir. Mejor así. Se dejó caer de nuevo. A su lado, Maica dormía plácidamente y su respiración acompasada no perdió su ritmo cuando encendió la luz de la lamparilla de noche.

Se habían acostado después de comer, eso lo recordaba, pero no tenía noción del tiempo. Hizo un esfuerzo por rememorar y al ladear la cabeza hacia Maica una punzada electrizante le golpeó el hombro. Inmóvil, percibía el fluir de la sangre por su cuerpo. Se sentía mejor. Al fin, había podido dormir unas horas. Admitió que el hachís que le habían pasado era de excelente calidad. Les había hecho volar a los dos.

La estridencia del timbre, esta vez de la puerta, le hizo volver la cabeza, con el consiguiente dolor. Soltó una maldición y se sentó en la cama. Maica se removió en sueños. Su aroma femenino impregnaba la habitación. El rostro, de piel tersa y suave, estaba vuelto hacia él. Era curioso. Nunca se había detenido a observar las pestañas, negro azabache, que contorneaban sus ojos. Decidió que era bonita.

Extendió la mano hacia ella. Tenía los senos al descubierto y con un dedo le rozó el pecho, serpenteando sobre él, sintiendo el calor de aquel remanso. Cuando su dedo giró suavemente sobre la corona rosada de su cúspide, Maica abrió los ojos.

El timbre volvía a insistir.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —respondió él—. Que llaman a la puerta.

—¿Quién es?

—Que no lo sé.

Antonio se levantó cansadamente y se vistió un batín.

—¿Qué hora es? —quiso saber ella, con voz arrastrada y sin demasiada convicción.

Miró a la mujer mientras se frotaba los ojos con el dorso de la mano.

—Ya está —recordó Antonio—. Son Rafa el Huesos y el Nano. ¿No te acuerdas?

Maica asintió con desgana y se cubrió la cabeza con la almohada. Descalzo, se encaminó hacia la puerta. El frío del suelo en sus pies le volvió totalmente a la realidad.

De pronto, era consciente, una vez más, de su libertad. Se pasó una mano por la boca en un bostezo prolongado que terminó en una sonrisa. ¡Aquello era real! Estaba en casa, despierto, disfrutando plenamente su segundo día de libertad.

¡Libertad! Lo único que vale en este mundo y, sin embargo, la gente lo ignora porque nunca le han privado de ella.

Hacía dos días ya que había salido de la cárcel. Esa última condena le había supuesto más de un año a la sombra.

Encendió un cigarrillo mientras esperaba que sus amigos subieran. Rafa el Huesos era un buen colega, pero en cambio, con el Nano no le unía una amistad tan sólida. El Huesos había insistido en acudir con él, pues en los últimos tiempos estaba moviendo buen polvo.

Abrió la puerta.

—Hola, Rafa, ¿cómo estáis? —saludó Antonio.

—Calcula —respondió éste—. Con ganas de tenerte entre los colegas.

El apretón de manos fue cálido y sincero.

—¿Pero estabas durmiendo, tío? —preguntó Blanca.

Se acercó a él y le besó en las mejillas.

—Si son las nueve de la noche —se asombró Rafael.

—Pero, ¿cómo te lo montas, oye?

Antonio reía, satisfecho. Un júbilo quieto le navegaba el cuerpo. Observó a Blanca mientras la asía por los hombros. No había cambiado nada. Los ojos grises, rasgados, acentuaban el atractivo de su rostro ovalado. Tenía la risa fácil. El cabello de color trigueño, liso y suave, le caía sobre los hombros. Con frecuencia lo llevaba recogido en la nuca con una cinta.

Rafael, en cambio, había mejorado desde la última vez, en la prisión. No aparentaba la edad que tenía. Había cumplido recientemente 27 años y parecía un hombre envejecido prematuramente. Poco cuidadoso de su persona, como siempre. El pelo empezaba a clarear en la parte superior de su cabeza y en la frente aparecían dos ligeras entradas.

—¡Estáis fenómeno! —cumplimentó Antonio.

Vicente Puig, el Nano, dio un paso hacia él y le estrechó la mano efusivamente.

—Buenas noches, Califa —saludó. Llevaba del brazo a Maite—. ¿Os conocéis? Maite, éste es Antonio; Califa, para los amigos.

—Ya nos conocemos —afirmó Antonio, besando a la mujer.

Era agradable tener amigos, recibir visitas en libertad.

Reparó en la mujer. Formaban una extraña pareja. El Nano era bajo de estatura, pero con una madurez muy superior a sus 22 años. Moreno, de aspecto aniñado, el pelo largo hasta los hombros. En su rostro huesudo y alargado destacaba un bigote claro y la cicatriz que dividía en dos su ceja izquierda. Vestía pantalones vaqueros y una cazadora azul. Colgada al hombro llevaba una bolsa de lona descolorida.

Maite era más alta que él y muy delgada. De rostro ancho, pómulos altos y ojos claros, luminosos. Al reír mostraba una dentadura ordenada y blanca. Era morena y llevaba el pelo corto. No usaba apenas maquillaje. El rasgo de sus labios era firme y casi varonil.

—Aún estás dormido —comentó Nano.

Antonio levantó la mano, con gesto impotente.

—Me he quedado frito en la piltra —dijo—. Pasad.

Cerró la puerta y les condujo al salón.

—Sentaos por ahí. Voy por las zapatillas.

—¿Puedes tú solo o necesitas ayuda? —le preguntó Blanca, riendo.

Antonio se volvió hacia el grupo.

—Vaya colocón, esta tarde —dijo—. Ciegos nos hemos puesto los dos. Eso te hace volar, te pone en órbita a la tercera calada. ¡Menudo ciego! Si no llamáis vosotros, aún estamos sobando.

Maica apareció en la puerta.

—Buenas tardes a todos, o noches, o lo que sean —dijo.

Vestía pantalones blancos y un suéter amarillo.

Saludó a todos. En el beso de Maite, notó una calidez insinuante. Era un beso lento, arrastrado, al tiempo que le oprimía los brazos de forma significativa. «Es superior a sus fuerzas; nunca ceja en sus empeños», pensó Maica, sonriendo. Se sentaron todos en el salón. Era una estancia espaciosa, con un amplio ventanal. En realidad, la vivienda consistía en una gran sala rectangular en la que convergían la puerta del dormitorio, los accesos a la cocina y cuarto de baño, así como dos habitaciones de reducidas dimensiones. En un ángulo del salón se hallaba un mueble-bar de estilo indefinido, bien surtido de bebidas. En el otro extremo estaba el televisor portátil sobre un pequeño mueble y el teléfono en forma de góndola, de color rojo.

En el centro, la mesa de nogal, alrededor de la que se apiñaban seis sillas de estilo isabelino. Pequeñas alfombras cubrían el suelo, en un mosaico de colores chillones. Junto a la pared opuesta al ventanal, dos sillones y un sofá de terciopelo verde.

—Sirve algo, Blanca, que tú ya conoces la casa —le indicó Antonio, frotándose la base del cuello—. Me he levantado con una tortícolis de elefante. Lo que son las cosas, no te das cuenta de que tienes cuello, hasta que te duele.

—Sí, señor —replicó Rafael—. ¿En qué curso lo aprendiste eso?

—Sin cachondeo, Huesos. Fíjate y verás como tengo razón. Si algo no funciona en la máquina y te duele, es cuando te das cuenta de las cosas que tenemos por dentro.

—Estás cantidad de listo, ¿no te joroba? —terció Maica—. Anda, ve y vístete.

Antonio salió, dándose masajes en la parte dolorida. Entró en el cuarto de baño y se lavó con agua fría. Mientras se secaba, se contempló en el espejo. Bien, las cosas ahora iban a marchar. Se hizo un guiño a sí mismo y se frotó la nariz. Verdaderamente, la tenía un poco grande, casi puntiaguda; pero quedaba disimulada por el resto de sus facciones alargadas. El pelo había que dejarlo crecer un poco más. Lo llevaba peinado hacia atrás porque desde siempre le había resultado más cómodo, a pesar de que dejara descubierto las pronunciadas entradas en el arranque del cabello. Si hubiera sido rubio, le molestaría no tener los ojos azules, pero era de tez muy pálida, de la que sobresalían las dos cejas, y espesas, formando concavidad sobre los ojos pardos.

Era más bien alto, de figura espigada. A los treinta años sentía como un adolescente. Se miró firmemente a los ojos. El rictus de seriedad, mientras se contemplaba, se convirtió en una sonrisa de complicidad con el espejo. Apoyó el dedo índice sobre el rostro que le mostraba el cristal y exclamó en voz alta:

—¡Esto empieza bien! ¡Fijo!

Se puso los vaqueros y una camisa oscura y salió.

Todos bebían whisky. Blanca le entregó un vaso.

—Como aperitivo, no está mal el whisky —opinó Nano—. Pero, ¿no tenemos nada mejor para celebrarlo?

Antonio se levantó, sin mirarle. Cuando regresó de la habitación traía una bola del tamaño de un huevo, de hachís, que dejó sobre la mesa.

—Si tienes navaja, corta tú mismo —le dijo.

El Nano obedeció, y con precisión troceó la pieza, disponiéndolo todo para preparar el porro.

—Sí, señor —comentó triunfal—. Buena mercancía.

El sonido estridente de una sirena se oyó, de pronto, apagándose poco a poco en la distancia, hasta confundirse con el ruido del tráfico.

—Los de la pasma, no le dejan a uno tranquilo —dijo Antonio.

—No son de la pasma, chico, que no te orientas —le corrigió Rafael, imitando con silbidos la nueva sirena policial.

Con el porro circulando de mano en mano ya, la conversación se tornó chispeante y los ojos adquirieron un brillo vidrioso.

—Pues a mí me está entrando una gazuza que no me lamo —dijo, de pronto, Blanca.

—Menuda tragaldabas estás hecha —le censuró Rafael.

—Maica, vamos a la cocina. —Blanca se incorporó y las dos mujeres le siguieron—. Hemos traído algo de embutido… Vino es lo que no traemos.

Cuando los hombres quedaron solos, Nano dijo:

—Mientras, nosotros podríamos liar otro petardo.

—Primero el negocio, tío —le atajó Rafael—. ¿Te mola? Cuando se termine lo serio, todo el cachondeo que quieras.

Nano accedió a regañadientes y se inclinó para coger del suelo su bolsa de lona.

—¿Cómo estás de costo? —le preguntó Antonio.

—Medio y medio —le respondió el Nano, mostrando dos tabletas prensadas de hachís, de un color pardo oscuro—. Sólo os puedo hacer un kilo. Está bien pesado. Tócalo, Califa, es goma. Os lo paso igual que lo he ligado yo.

—¿Y de polvos? —preguntó Rafael.

—Nada. Lo que se está moviendo ahora es muy chungo. Dentro de unos días tendré una onda buena. Antonio olfateó largamente las tabletas y aprobó con la cabeza. Rafael regateó, pertinaz, el precio, hasta lograr una pequeña ventaja. Los dos hombres le pagaron a Nano y depositaron la mercancía en el mueble-bar, tras las botellas.

—Luego lo recogeré —dijo Rafael—. Así es mejor, porque luego se arma la fiesta y nadie se acuerda de la cosa.

Nano ya estaba preparando otro cigarro. Las mujeres dispusieron rápidamente la mesa y todos acercaron las sillas.

El brindis de Rafael resultó especialmente jocoso y provocó las risas de todos.

—¡Estás pirao, Huesos! —comentó Maica—. Como metamos tanto jaleo nos la van a armar los vecinos.

—El que quiera tener una buena porcata, que llame a la puerta —le respondió Nano.

Tras la cena, la conversación se animó. Los hombres narraban, insaciables, un sinfín de anécdotas ocurridas durante su permanencia en la prisión.

—Viéndoos tan alegres, nadie diría que se pasa tan mal en el talego —dijo Blanca.

—Si no fuera por esos ratos… —explicó Antonio—. Lo que pasa es que uno sólo se acuerda de lo bueno. Lo malo no hace falta que nos lo recuerden.

Rafael se levantó y se situó en el centro de la estancia. Se quitó la camisa y la arrojó a un rincón. Entonces se ciñó a la frente la correa de sus pantalones y adoptó una posición estática, sentado sobre sus piernas en el suelo. Los demás dejaron las sillas y tomaron asiento en los sillones.

—Ya está bien de humo —dijo Rafael, depositando el porro en el cenicero, sin apagarlo—. Ahora un poco de polvo.

Extrajo del bolsillo del pantalón un pequeño sobre confeccionado con un recorte de revista. Contenía heroína.

—El Huesos ya está lanzado —comentó Maica, levantándose. Fue al dormitorio y regresó con una jeringuilla, del tipo desechable. La mostró.

—No tenemos más que una chutona —dijo.

—¿Y para qué queremos más? —respondió Nano. Se pasó mano por la frente—. Me he puesto ciego de chocolate, pero me está haciendo falta un poco de caballo.

El hachís obraba sus efectos. Todos se sentían locuaces, deseosos de narrar experiencias y sentimientos. Se agrandaban determinados acontecimientos y se mentía descaradamente. Las conversaciones se cruzaban, se cortaban, volvían a nacer de cualquier frase inacabada.

Antonio estaba satisfecho. La vida debería ser siempre así, risas y felicidad, sin sombras amenazantes. Miró a las mujeres, que estaban pendientes de Rafa el Huesos. Reparó en Blanca. Sentada, la falda se le había deslizado hacia arriba. Sus piernas eran largas y esbeltas. Tenía un cuerpo perfecto. Levantó la mirada hasta su pecho espléndido. Era atractiva y ella lo sabía.

—El primer pico para las damas —ofreció Rafael con voz pesada, arrastrando las palabras.

Con el mechero estaba calentando la cucharilla para disolver en agua la heroína. Cuando apagó la llama, cogió una porción de filtro de cigarrillo, amasándolo hasta formar una bolita que depositó en el líquido de la cuchara. Apoyó la aguja de la jeringuilla sobre el filtro preparado y suavemente fue elevando el émbolo de la misma hasta que se convirtió en receptor de la heroína licuada. De esta forma la inyección no contenía ninguna partícula perjudicial para la circulación sanguínea. Dirigiendo la aguja hacia arriba empujó delicadamente hacia la parte superior para desalojar el aire de la jeringuilla.

Se le pusieron ojos de avaricia al contemplar cómo unas gotas caían de la aguja a su mano. Rápidamente bajó la boca hasta los dedos y las sorbió.

Antonio le observaba, complacido. Eso era la libertad. A nadie tenían que obedecer y cada uno se comportaba como mejor le apetecía.

—¿Cómo está la calle? —preguntó—. ¿Se mueven buenos polvos?

—Hay una cosa muy mala, por ahí —respondió Rafael—. Últimamente, en Valencia está todo muy tieso —no desviaba la mirada de la jeringuilla—. Por menos de nada, te tangan.

Le entregó la jeringuilla a Maica. Esta la dejó sobre la mesa y trató de subirse la manga. El suéter que vestía era demasiado estrecho y encontraba mucha dificultad. Se puso en pie y se sacó la prenda por la cabeza. El blanco sujetador quedó al descubierto, aprisionando sus senos exuberantes… Buscó con la mirada a su alrededor y no encontrando lo que necesitaba, se desabrochó el sujetador.

Se sentía eufórica. Cogió el sujetador y lo utilizó como torniquete en el brazo izquierdo, sobre el codo. Bajó el brazo, dejándolo extendido junto al cuerpo, mientras abría y cerraba la mano hasta conseguir que las venas se marcaran con nitidez en la parte interior del brazo. Con la otra mano tomó la jeringuilla.

Acertó la vena al tercer intento. La sangre empujada por la marea artificial de la droga, golpeó su cerebro. Poco a poco le inundó una sensación placentera y se recostó, apoyadas las dos manos bajo la nuca. Permaneció quieta, extática, llena de paz, con la mirada fija en el techo y ajena a la conversación del grupo.

Blanca observaba los movimientos de Rafael, que ya había dispuesto la jeringuilla con una nueva dosis. Se subió la manga de la camisa.

—¿Te chuto yo? —le preguntó Rafael.

—No. Me las arreglaré.

Encontró la vena al segundo pinchazo.

—Yo paso —dijo Maite, mirando a Rafael.

—Vale —respondió éste—. Tú te lo pierdes, pero no se obliga a nadie. Si quieres esnifártela… Por la nariz no es lo mismo, pero también vale.

—Dejadla —intervino Blanca—. Después, a lo mejor quiere.

Se inyectaron todos los demás.

Maica encendió un cigarrillo y se lo pasó encendido a Maite. La conversación se había remansado de forma placentera.

—Ven —le dijo Maica.

Ambas se levantaron y se encaminaron al dormitorio. Nadie prestó atención.

—¿Has probado alguna vez el caballo? —le preguntó Maica.

—No.

—¿Le tienes miedo?

—No me gusta esa historia. Es un mal rollo.

—Pues, ya ves, yo estoy en la gloria. Más a gusto, imposible. Pero no se obliga a nadie. Nosotros tenemos una norma: cada uno hace siempre lo que le da la gana. ¿Te mola?

Sorprendió a Maite mirándole fijamente los pechos.

—¿Te gustan? —le preguntó.

—Me gustas tú.

Maica le tomó las manos y las apoyó sobre sus senos desnudos.

—¿Lo ves? —dijo—. Estoy tan a gusto con el caballo, que no me importa. Si a ti te gusta, a mí también. Tú podrías ahora estar volando lo mismo que yo.

Maica se preguntó por qué se comportaba de aquella manera: ¿Qué le importaban los demás? ¿Por qué se preocupaba de una lesbiana? Allá cada uno. Maite era muy libre de hacer lo que quisiera. En el fondo, le daba pena que no gozara plenamente de la felicidad completa que le embargaba a ella.

Maite le estaba besando en la boca, primero tanteando y luego con toda la fuerza de la pasión largamente contenida. Maica le desabrochó la cremallera del vestido, que cayó a sus pies. Maite se desprendió del sujetador, liberando sus senos más menudos y firmes.

—Espera, con un poco de caballo te pondrás en órbita —explicó Maica, saliendo.

Momentos después regresó a la habitación con la jeringuilla. Maite le observaba expectante, dispuesta a dejarse hacer. Sus ojos brillaban de deseo, fijos en los de Maica.

Con delicadeza, le preparó el brazo. Maite no miró mientras le inyectaba. De pronto, supo que la heroína estaba en su cuerpo. La sangre parecía desbordar las venas, acelerando las pulsaciones que rebotaban, como martillazos, en sus sienes. Algo en su cerebro estaba estallando en mil pedazos.

Sintió vértigo y náuseas. Pidió a Maica que le acompañara al servicio.

—Me encuentro fatal, Maica.

—No te asustes —le tranquilizó—. Eso ocurre las primeras veces.

Maica la sostuvo, mientras vomitaba.

—¿Estás mejor?

—No.

Un sudor frío perlaba su frente y estaba muy pálida.

—Acuéstate un poco —le indicó Maica—. Verás como enseguida estás bien.

Se dejó conducir. Maica se recostó a su lado, vigilándola pacientemente. Tenía los ojos cerrados y se había tranquilizado. Poco a poco, la sensación de ahogo desapareció, inundando todo su ser una quietud emotiva. Curiosamente, Maite descubrió que no sentía ninguna apetencia de tipo sexual. Estaba bien en aquella posición, sin pensar en nada, con la mente vagando por unos espacios difusos e inconcretos. Rafael, apoyado en el marco de la puerta entreabierta, las sorprendió. Llevaba una botella de whisky en la mano, de la que bebió un sorbo. Se estremeció, mientras se asomaba al salón, haciendo un gesto significativo a Nano, quien se levantó tambaleante. Rafael le guio hacia el dormitorio.

Las dos mujeres permanecían acostadas, la mirada dormida en el vacío y ausentes.

—Me lo haría con éstas… —farfulló Nano. Miraba a Rafael con ojos turbios.

—Que tú no estás ahora para nada —le respondió—. Con el ciego que llevas, ni eso ni nada, tío.

—Yo siempre estoy entero.

Nano dio un paso hacia la habitación, pero las piernas le fallaron y acabó sentado en el suelo. Había hecho auténticos equilibrios para evitar que la botella se rompiera. Una sonrisa torpe quedó flotando en sus labios.

—Vale, tío, a ver cómo te lo montas —le dijo Rafael, invitándole a entrar en la habitación.

Sus palabras quedaron vagando en el aire. Oía su propia voz de forma muy extraña. Se alejó con pasos indecisos.

Pensó en el sexo. Todos los seres humanos querían poseer un sello personal, una impronta que les distinguiera de los demás. Sin embargo, en lo relativo al sexo todos los hombres se igualaban, sin saberlo. Todos queriendo sobresalir como auténticos símbolos de virilidad. La mujer, además de una fuente de deseo, era la presa que debía ser cazada, sin miramientos. Ellas después lo agradecían.

El sexo. Un matiz en la vida, al que se le da una importancia desmedida. Lo sentía lejano, como un sonido de notas discordantes. En los últimos tiempos, pasaba de sexo. ¿Sería a causa de la heroína? Blanca se lo reprochaba constantemente. ¡Blanca! Era una mujer ávida de placer y no se recataba en afrentarle delante de quien fuera por su nula actividad sexual.

¿Cuánto tiempo ya sin hacerlo?

Admitió que más de tres meses. En el fondo de su ser, sintió lástima de sí mismo.

Vio a Blanca, junto a Antonio, en el sofá del salón. Apoyaba la cabeza en el hombro de él. Había bebido demasiado whisky también y se mantenía con los ojos abiertos por inercia.

Rafael sonrió. Blanca podía intentar desquitarse de él, buscando la virilidad de su amigo, pero Antonio no estaba en condiciones de responder. ¡Cuánto sexo desperdiciado!

—Estamos todos chungos —murmuró entre dientes, y se marchó en busca de un rincón donde descansar.

Blanca se incorporó.

—¿Dónde está la gente? —preguntó. Hacía esfuerzos por hilvanar sus propias palabras—. Se han perdido todos… Trae la botella, que la noche va a ser larga.

Antonio le pasó el whisky y bebió. Encendieron un cigarrillo.

—Tú tienes estudios, ¿verdad? —le preguntó Antonio, de pronto.

—Estudié secretariado.

—Y eso, ¿para qué sirve?

—Para ser secretaria.

—¿Por qué lo dejaste?

—Un mal rollo, Califa. Ahora lo pienso y es como si hubiera saltado de un planeta a otro diferente. ¿Entiendes? Aquello era un mundo distinto. En aquel tiempo la ilusión de alcanzar las cosas te llenaba mucho más que ahora que las vas consiguiendo todas de golpe. ¿Sabes lo que te quiero decir? Yo creo que entonces soñaba, y ahora no.

Antonio movió la cabeza, aburrido.

—¿Tenías problemas en casa?

—Como todos, creo yo. Me enamoré de un menda, y me engañó. Y yo pensaba que era un hombre. Después de dejarme embarazada, supe que estaba casado. Yo tenía entonces diecisiete años.

Al remover los recuerdos un sentimiento dulce y cálido le envolvió.

—Normal —sentenció Antonio—. ¿Qué esperabas?

Blanca comprendió el gran abismo que la distanciaba de aquel hombre y de todos. Las palabras no podían expresar la totalidad de sus afectos y emociones íntimas. En realidad, tampoco parecían importarle a nadie. Por un instante, trató de imaginar qué pensaría Antonio mientras le abría su intimidad.

—¿Y el niño? —oyó que le preguntaba Antonio.

Se perdía en el camino de los recuerdos.

—¿Qué?

—El niño, si lo tuviste.

Una sonrisa agria se perfiló en sus labios.

—No. Aborté al poco de irme de casa. Perdí el niño de desgracia. El médico me explicó que yo era propensa a abortar; que la próxima vez debía guardar reposo si quería tener un niño. ¡La próxima vez! —Miró a Antonio con tristeza—. ¿No lo encuentras gracioso?

El hombre no respondió. Bebió directamente de la botella y se la pasó a Blanca.

—¡Tierra para mi cuerpo, también! —exclamó ésta, bebiendo.

Rafael apareció en el umbral. Tenía el rostro fatigado y los ojos enrojecidos.

—¿De dónde sale el gárrulo este? —preguntó Blanca, indicando con un gesto al recién llegado.

—Sobando —respondió el aludido. Se dejó caer en un sillón, junto a ellos.

—Si ya lo decía yo —comentó Blanca—. ¿A quién piensas castigar tú? A nadie. Tú con el caballo tienes bastante. Si lo sabré yo, que tengo más tiros dados que la bandera de la legión.

A Rafael le llegaban las palabras distantes. Continuó en la misma posición, con las piernas estiradas, sin mover un solo músculo de la cara.

—Aquí hay marcha para rato aún —dijo Antonio, mostrando el cigarro que acababa de preparar.

Lo encendió y pasó de su mano a la de Blanca. Poco a poco el silencio se adueñó de la casa. Nadie tenía noción del tiempo.

La noche avanzaba con pesadez, sin huecos para la soledad. Los cuerpos, desangelados, se debatían entre el cansancio y el sopor. La apatía iba asomando a sus rostros abotargados. Las miradas, grotescas, luchaban contra la luz, desde sus ya profundas grutas.

Al fin, sólo quedó el ritmo acompasado de un despertador, en algún rincón de la casa.