Mi nueva vida consistió en recorrer las galerías de Estocolmo a la búsqueda de talentos. Me convertí en comprador de todo lo que me emocionaba, al precio que fuera.

Pronto, la suite del hotel ya no pudo contener tantos cuadros y estatuas, sin hablar del estilo del Vasa que combinaba con el de las obras más innovadoras. Sigrid visitó varios apartamentos antes de citarme en un barrio bajo de la ciudad. Me tomó de la mano, abrió una puerta, cruzó conmigo un larguísimo y miserable pasillo al final del cual me ordenó cerrar los ojos. Me hizo entrar, me guió un poco más y me autorizó a mirar.

Me hallaba en el corazón de un gigantesco espacio que expresaba fabulosamente la noción de vacío. Como era de un solo espacio, puede que alguien pudiera calificarlo de loft. Por sus volúmenes, por su disposición, sus columnas y su misterio, a mí me recordaba el templo de Abu Simbel. Lo bauticé así y lo compré sin consultar el precio. Cuando fue nuestro, mi colección se instaló allí. Como aún no teníamos muebles, el apartamento parecía un museo. Me senté con Sigrid en el suelo para contemplar aquel inverosímil palacio.

—Es nuestro hogar —dije.

—Necesitaríamos una cama —dijo Sigrid.

—O mejor dos sarcófagos.

Poco a poco, Sigrid amuebló el templo que empezó a evocar Abu Simbel antes de los pillajes. Con semejante ritmo de vida, mi cuenta bancaria se fundió como la nieve al sol. Es increíble lo caro que resulta un Gormley, por citar sólo uno. Ni siquiera la tarjeta de crédito de Olaf daba para más.

Un día, el hombre que se ocupaba de mis finanzas en el HSBC me llamó para decirme que me había endeudado en proporción a la suma de efectivo que le había llevado dos años antes.

—Ah, sí —fue mi único comentario.

Colgué y continué contrayendo deudas faraónicas. Sabía que no corría riesgo alguno. Los bancos aprecian a sus clientes más prodigiosamente endeudados tanto como a los millonarios, sobre todo cuando su pasivo sucede a una fortuna: los banqueros están convencidos de que un hombre que ha sido tan rico es capaz de remontar. Si está endeudado, es señal de que ha invertido. Este hombre valiente cree en el porvenir, como lo demostraba mi ambicioso fondo de arte contemporáneo.

Sigrid y yo reprodujimos a escala individual la lógica económica de los países más poderosos del planeta. Nuestra deuda pública nos dejaba indiferentes. Ordeno y mando.

Los hombres de Sheneve no consiguieron dar con nosotros, pero el peligro siempre está al acecho. Aquella espada de Damocles mantuvo nuestra felicidad en ese estado convulsivo cuya triste tranquilidad priva a la gente sin historia.

Algunas mañanas de invierno, Sigrid me pedía que la llevara hasta el Círculo Polar. Era necesario conducir durante más de un día y cruzar la frontera noruega hasta la costa. A veces el mar estaba helado, las islas habían dejado de ser islas, podías llegar a pie.

Sigrid no dejaba de contemplar la blancura y creía saber en qué estaba pensando. Para mí, aquella blancura era la de la página virgen que acababa de conquistar.