Las mentiras tienen un curioso poder: el que las inventa las obedece.
Yo, que siempre había odiado los museos y las galerías de arte, empecé a frecuentarlos con asiduidad: Sigrid me contagió su pasión por el arte contemporáneo.
El mecanismo se activó en una exposición de Patrick Guns titulada My Last Meals. A primera vista, aquello se correspondía con la idea que yo tenía del arte contemporáneo: unas fotografías algo feas con comentarios sin interés.
Pero Sigrid me lo explicó. La web de una cárcel tejana divulgaba las últimas comidas que, la víspera de su ejecución, habían encargado los condenados a muerte. La intención de los internautas era cínica: se trataba de burlarse de los últimos sueños alimentarios de aquellos grandes criminales cuyos menús rivalizaban en ingenuidad.
A Patrick Guns el procedimiento le había parecido tan repulsivo que le había dado la vuelta. Decidiendo que aquellas fantasías de hamburguesas y de brownies merecían el más profundo de los respetos, había rogado a los jefes de cocina más prestigiosos del mundo que realizaran aquellos menús con un fasto del que, seguramente, los desgraciados nunca se habían beneficiado.
Luego Guns había fotografiado las comidas junto al cocinero, acompañado de un comentario con la composición exacta del pedido del condenado, su nombre y la fecha de ejecución. Las copias —un metro por ochenta centímetros— permitían admirar el brillo de las patatas fritas, que figuraban en la casi totalidad de las tomas.
Ninguno había pedido vino, cerveza, alcohol. Las bebidas especificadas eran tan infantiles como los alimentos: leche, té con hielo, Coca-Cola. Raros eran los que intentaban un plato desconocido y sofisticado: preferían los valores seguros, como las patatas jardinera y la ensalada de col.
En el pedido de un tal Lee D. Wong observé un detalle que me sorprendió:
—Especificó que quería Coca-Cola Light —le dije a Sigrid.
—Sí, ¿y qué?
—En un momento así te olvidas de la línea, ¿no?
Sigrid reflexionó un instante antes de responder:
—Me parece hermoso preocuparse de estar delgado el día de tu muerte.
Si no la hubiera querido ya, me habría enamorado de ella sólo por aquella frase.
Me alejé de ella para mirar otras fotos y leer minuciosamente cada menú. Poco a poco, me di cuenta de que estaba conmovido. Resultaba con movedor constatar que la perspectiva de una inyección letal no impedía al hombre desear reconciliarse con los primeros placeres de su existencia, tales como un puro, una tarta de manzana o un batido.
Patrick Guns hablaba con el galerista. Me acerqué para felicitarle calurosamente.
—¿Cree que sería posible servir de verdad a los condenados estos pedidos realizados por los mismos chefs?
—Lo pensé —dijo—. Desgraciadamente, está prohibido por las autoridades penitenciarias americanas.
—Siendo así, ¿no resulta un poco vano preparar estas comidas?
—No. Es uno de los papeles del arte: hacer justicia a aquellos que se han visto privados de ella. Esos restauradores merecen llamarse así: restauran la humanidad de los ejecutados.
Fui a consultar el libro de visitas. Leí, entre otros, garabatos indignados: «Es morboso», o: «Haría mejor en dar de comer a los inocentes que mueren de hambre», incluso: «Yo estoy a favor de la pena de muerte», lo cual confirma que los proyectos más nobles siempre levantan tormentas.
Convencido en adelante de mi vocación, compré varias obras de Guns. Serían las primeras adquisiciones de la Fundación Olaf-Sildur de arte contemporáneo.