No hizo falta que me casara con Sigrid: Olaf ya lo había hecho en mi lugar. Mejor así: no soporto las ceremonias. Me encontraba en la envidiable situación de ser el marido de Sigrid sin tener que padecer las formalidades habituales.
La suite del Vasa de Estocolmo se convirtió en nuestro domicilio. «Una choza y un corazón», pensaba cada vez que reflexionaba sobre mi extraña situación. Pagaba al contado y con garantías.
Cambiar la totalidad de los billetes robados en Versalles me tomó cierto tiempo: y no era tiempo lo que me faltaba. Cuando fue cosa hecha, ordené los fajos de euros en una maleta de piel de cocodrilo y me personé en la sede del HSBC Suecia, donde pedí una cita. Un banquero me recibió ceremoniosamente.
—Quisiera abrir una cuenta —dije mostrando el contenido de la maleta.
El hombre no pestañeó, llamó a alguien por teléfono, y me advirtió que un especialista iba a contar y a examinar el dinero.
—Es normal —respondí aceptando el puro que me ofreció.
Un tipo vino a buscar la maleta y salió.
—Tardará media hora —anunció el banquero.
Aquella media hora le sirvió para dialogar conmigo, en plan de conocer mejor a un cliente tan rico. Le conté que había abandonado Suecia poco después de nacer, de allí mi desconocimiento del idioma. Ardía en deseos de preguntarme sobre el origen de aquella mina, pero temía ser demasiado directo. Acomodaticio, le conté que en París había tenido la idea de crear fondos de arte contemporáneo que me habían reportado grandes beneficios.
—Arte contemporáneo —repetía él como para asegurarse de que era la contraseña.
—Es mi pasión —respondí con una convincente sobriedad.
—¿Y por qué ha decidido regresar a su país de origen?
—También deseo crear un fondo de arte contemporáneo en Estocolmo. No es justo que los franceses sean los únicos en beneficiarse de mis recursos.
La pretenciosa autoridad de mi comentario produjo un enorme efecto. Me había pronunciado con el orgullo del auténtico ricachón. El banquero dejó de dudar de mi honestidad.
El verificador regresó con la maleta y le tendió un recibo al que se estaba convirtiendo en un hombre de negocios.
—¿Quiere firmar aquí, por favor, señor Sildur?
Inscribí mi firma en la parte inferior del documento que atestiguaba que depositaba en el HSBC un importe de ocho cifras. Mi rostro no mostró ningún signo que pudiera traicionarme.
A la espera de recibir mi talonario y mi tarjeta de crédito, pagué con la tarjeta de crédito de Olaf. Sigrid me lo había presentado como dotado de un poder infinito: prefería no tener que descubrir sus límites.
—¿No le molesta demasiado vivir con un ladrón? —le pregunté a Sigrid.
—El robo de dinero me choca menos que el robo de identidad —respondió ella.
—¿Por qué sigue conmigo?
Me abrazó rogándome que no hiciera más preguntas estúpidas. Me di por enterado.