Al despertar, Sigrid ya no estaba. Asustado, salí de la habitación gritando su nombre.
—Estoy aquí, traigo el desayuno a la cama —respondió ella.
Aliviado, fui a ducharme con agua helada. Oí cómo se abría la puerta de la calle. Corrí a la ventana de mi habitación y vi a la joven cruzar el pequeño jardín y vaciar el buzón, sin percatarse de la presencia de los dos sujetos que la observaban. Volvió a entrar y cerró la puerta con llave. Respiré.
Volví a meterme en la cama. Sigrid trajo una bandeja.
—Tostadas con mermelada de naranja, ¿le va bien? Sino, corro a la panadería a por unos bollos de pasas.
—Es perfecto.
Le serví una taza de café, le ofrecí una tostada que rechazó y probé la mermelada rebosante de trocitos de naranja.
—Parece que mi presencia no le ha impedido dormir —dije.
—A usted tampoco.
—Ha salido a buscar el correo. A partir de ahora, nada de dejarse ver, ¿de acuerdo? No olvide su decisión de anoche.
Levantó los ojos hacia el cielo, como si un niño acabara de decir una estupidez. Mientras ella abría los sobres, yo comía pensando en mi buzón parisino: ¿estaría lleno a rebosar o tan vacío como cuando vivía allí? He observado que el correo se rige por la ley de las vejaciones universales: escaso, casi inexistente cuando uno necesita de solicitudes exteriores, enorme cuando uno desea que el mundo le deje en paz.
Las tostadas se deshacían en mi boca. Nunca había comido tanto para desayunar como en aquella villa. La excelencia del sueño, sin duda, contribuía a que fuera así. Decoraba con mermelada la enésima tostada cuando me di cuenta de que Sigrid me observaba con horror, con una carta abierta en la mano.
—¿Una mala noticia? —pregunté con una voz que sonaba a falsa.
—¿Quién es usted?
¿Cómo no se me había ocurrido? Los esbirros debían de haberle revelado la verdad en forma epistolar. Pero ¿qué verdad?
—Sigrid, ya sabe que, en nuestro trabajo, estamos sujetos al secreto profesional.
—¡Olaf está muerto! ¡Usted ha matado a mi marido!
—¡No! Lo vi morir ante mis ojos, no tuve nada que ver. Sufrió un ataque cardiaco en mi apartamento.
—¡Si así fuera, me lo habría dicho!
Por supuesto. ¡Menudo idiota!
—Sigrid, le juro que es verdad.
—Tan verdad como que se llama Olaf, ¿no es cierto?
Entre la espada y la pared, me lo jugué todo a una carta:
—Me llamo Baptiste Bordave, soy francés, tengo treinta y nueve años. Sigo sin entender quién era su marido, ni cuál era exactamente su profesión. El sábado por la mañana, llamó a mi puerta, ¿por qué a mi casa?, para hacer una llamada telefónica y murió en el acto. Me entró el pánico, no llamé a la policía. Como tengo una vida que no es digna de ese nombre, quise apropiarme de la identidad de Olaf. Fui a la dirección que indicaba su documentación, por simple curiosidad. El resto, ya lo sabe.
—No, no lo sé. ¿Qué hace aquí?
—Bebo champán, la miro, como, descanso.
—No le creo. Parece que ha registrado las cosas de Olaf.
—En efecto.
Le expliqué la melodía decafónica que me había permitido identificar la misteriosa llamada telefónica del difunto.
—¿Y después de eso pretende que me crea que no es de la profesión?
—Me halaga que pueda creerlo.
—Si esta carta no me hubiera avisado, ¿qué hubiese ocurrido?
—Nada. Sé que parece extraño. Nunca había sido tan feliz como desde que estoy aquí con usted. Si esta maldita carta no le hubiera puesto fin, me hubiese gustado que esta vida durara eternamente.
—¿No me habría comunicado la muerte de mi marido?
—Parece estar muy unida a él, no quería estropear nuestro idilio.
—¡Nuestro idilio!
—Pues sí, ésa es la palabra que se utiliza cuando dos personas caen bajo el encanto el uno de la otra.
—Hable por usted.
—Quizá ahora me desprecia. Sin embargo, he vivido momentos que lo demuestran.
—Soy educada y usted es vanidoso, ésa es la explicación.
—Sigrid, no la reconozco.
—¡Ni yo!
—Bueno. No vamos a discutir cuando lo que conviene es actuar. Unos gorilas nos rodean realmente desde anteayer. ¿Qué propone?
—Es su problema. Yo no corro ningún riesgo.
—¿Eso cree? ¿La carta estaba firmada por George Sheneve?
—¿Le conoce?
—Es el hombre al que llamó Olaf justo antes de morir en mi casa. ¿Qué sabe de él?
—Nunca he oído este nombre.
—Quizá era un enemigo de Olaf. Esto huele a montaje. No puedo creer que sea casual que Olaf haya ido a morir precisamente en mi casa. Más aún teniendo en cuenta que, la víspera, un tipo me había comentado cosas como para dictar mi conducta. Olaf tenía mi edad, mi altura, mi color de pelo. El intercambio de identidad era posible.
—No tiene usted su corpulencia.
—Con este régimen, no habría tardado en tenerla —dijo enseñándole la bandeja.
Por extraño que parezca, aquel último argumento pareció convencerla de mi buena fe. Sigrid se acercó a la ventana de mi antigua habitación para observar a nuestros espías. Regresó diciendo que no los conocía y que no parecían peligrosos.
—¿Qué sabe usted? Quizá vayan armados —protesté.
—¿Por qué iban a matarnos?
—Sin saberlo nosotros, quizá seamos testigos de hechos molestos. Soy el único que ha visto morir a Olaf.
—A tenor de lo que dice, esa muerte no fue criminal.
—Cuanto más tiempo pase, más pienso que sí lo fue. Había tanteado el terreno. ¿Quién aparte de mí habría sentido la tentación de convertirse en él? La única pregunta que todavía me hago es la de la participación de Olaf en este asunto: ¿consentía o estaba manipulado?
—¿Cómo puede pensar que Olaf haya consentido morir?
—Sigrid, lo siento, pero tiene que admitir que apenas lo conoce.
—En efecto. Pero sé que era una buena persona.
—Quizá sea también una buena persona.
—¿Qué quiere decir con también?
—Ni siquiera yo lo sé. ¿Podemos huir sin que nos vean los gorilas?
—¿Huir para ir adónde? ¡Me gusta esta villa!
—Supongo que no hasta el extremo de morir.
—Estos hombres llevan dos días ahí. ¿Por qué iban a atacar hoy?
—Porque saben que ha recibido la carta.
—Si me han escrito, es porque me consideran una cómplice. A quien quieren es a usted, no a mí.
—Olaf también era su cómplice. Ya ve de qué le sirvió.
Suspiró:
—¿Y adónde iremos?
—He aparcado el coche de Olaf un poco más lejos. Iremos dónde usted quiera.
—No tengo adónde ir.
—Yo tampoco. Pero aún no se trata de eso. ¿Cómo huir?
—Olaf había previsto esta situación. En secreto, había construido un túnel que va desde la bodega al banco.
—¿Por qué al banco?
—Se lo había sugerido una película de Woody Allen. Decía que, en caso de huida, el dinero era el producto de primera necesidad.
—Comprendo que le quisiera.
Tuve que insistir más. Lo que Sigrid más se resistía a abandonar era la reserva de champán. Aquella actitud me resultaba infinitamente simpática, pero la convencí de que con el dinero del banco, todos los restaurantes del mundo se convertirían en nuestro almacén de champán.
La ayudé a hacer la maleta, eligiendo la ropa que más me gustaba. Admiré la desenvoltura con la que abandonó el resto de su vida.
Estuve a punto de largarme en albornoz. Me rogó que me cambiara. A mi pesar, me despojé de mi segunda piel.
En el momento de descender a la bodega, le pregunté si nos llevaríamos a Biscuit.
—No —dijo ella—. Aquí es feliz.
Le di la razón. Biscuit era inseparable de su biotopo. Antes arrancar una vestal del templo. En la bodega, Sigrid abrió una trampilla invisible que cerró tras de sí. Una galería que iluminó con una linterna nos proyectó en toda su extensión.
—Es un trabajo hercúleo. ¿Cuánto tiempo dedicó Olaf a construir este túnel?
—Años.
Olaf debía de sospechar que su vida estaba en peligro. No se cava semejante galería sin un motivo sólido.
Al final del túnel, había dos puertas.
—Ésta da al banco y ésta da a la calle.
—Me parece racional empezar por el banco.
Todos hemos soñado con algo así: penetrar en la caja fuerte de un banco y llenar una mochila de dinero. Fue un hermoso momento de mi vida. Cuando la mochila estuvo a punto de explotar, Sigrid me conminó a detenerme.
—Le recuerdo que sólo somos dos.
La otra puerta desembocaba entre un quiosco y un contenedor de vidrio. Era discreto, bien por Olaf. Embriagado por el peso de los billetes de banco sobre mi espalda, guié a Sigrid hacia el coche.
Puse el coche en marcha y avancé al azar. Cada vez que un panel indicaba «otras direcciones», lo seguía.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sigrid.
—Ya lo verá —dije.
Yo también lo vería. No tenía ni idea.
—¿Es la primera vez que se sirve del banco?
—Claro —dijo ella.
—¿Por qué claro?
—Hasta hoy no lo había necesitado. Olaf nunca permitió que me faltara de nada: la famosa tarjeta de crédito.
—¡Sí, pero el placer de desvalijar un banco!
—Esto nunca me ha atraído.
Una chica curiosa.
Me di cuenta de que estaba llorando discretamente. En un alarde de torpeza, le pregunté cuál era la razón.
—Olaf ha muerto —dijo sobriamente.
—¿Lo echará de menos?
—Sí. No lo veía mucho. Pero el poco tiempo que pasaba con él era importante para mí.
A base de seguir los carteles de «Todas las direcciones», me di cuenta de que nos dirigíamos al norte.
—Ahora lo entiendo —dijo Sigrid sonriendo entre lágrimas—. Vamos a Suecia.
—Sí —improvisé.
—Este país le resulta tan extraño a usted como a mí.
—En efecto. Efectuamos un peregrinaje siguiendo la pista de Olaf.
—Gracias. Me conmueve mucho.
Cruzamos Bélgica, Holanda, Alemania y finalmente Dinamarca. Allí cruzamos tantos puentes y tantas islas que nos pareció que circulábamos sobre el mar.
El suelo sueco nos pareció sagrado. Los neumáticos del Jaguar se estremecieron al tocarlo. En el Gran Hotel Vasa de Estocolmo, le rogué a Sigrid que llamara a Baptiste Bordave a su lugar de trabajo. Marcó el número que yo le dicté y conectó el altavoz.
—¿Podría hablar con el señor Bordave, por favor?
Silencio. Y luego reconocí la voz de esta vieja impertinente de Melina:
—Señora, lo siento, pero el señor Bordave falleció el sábado pasado.
—¿Cómo?
—Un ataque cardiaco en su domicilio. ¿Desea hablar con otra persona?
—No.
Sigrid colgó.
—Así que el muerto es usted y no Olaf —dijo ella.
—Sí. Ya no tengo más identidad posible que la de Olaf Sildur, con su permiso.