Los pasos de Sigrid perforaron mi sueño. Encantado con la idea de ver sus tobillos, abrí los ojos y me encontré cara a cara con Biscuit, que me examinaba con hastío.

—Le doy de comer al gato y le preparo su cena. ¿Cómo está usted, Olaf?

—Mejor que nunca.

Me levanté sin excesivos problemas y me acerqué a la ventana. Final de julio, atardecer, se veía como a pleno día. Auténtica canícula, la gente había sudado y padecido mientras yo permanecía en la villa, al fresco, tomando champán muy, muy frío. No había sufrido calor ni siquiera un segundo.

El tipo que me observaba desde la calle debía de ser un envidioso. Lo comprendía. En su lugar, me habría envidiado a mi mismo. Y eso que no sabía con qué criatura de ensueño había pasado el día. La idea de la envidia del mirón llevó mi alegría hasta su cenit. Pensándolo bien, ese rasgo de la especie humana —regodearse al ser motivo de envidia— es suficiente para desprestigiarla en profundidad.

Me puse a mirarle de arriba abajo, como para reprocharle la bajeza del sentimiento que me inspiraba. Sin duda un mirón detestaría ser observado, igual que al que riega no le gusta que le rieguen. Curiosamente, no pareció molestarse. Seguía plantado allí. Otro tipo se acercó para ofrecerle un bocadillo. Y he aquí que los dos hombres me miraban mientras comían.

«Lanzadme cacahuetes, ya puestos», pensé. Mi cerebro ebrio tardó en activar la señal de alarma. ¡Maldita sea, son los esbirros de Georges Sheneve que están haciendo guardia! ¿Desde cuándo? Me refugié en la cocina, que no era visible desde la calle.

—Preparo unas fresas con mozzarella y albahaca —dijo Sigrid—. Es mejor que el clásico con tomates.

—Perfecto.

Se dio cuenta de que mi voz sonaba falsa. Mejor. No había que decirle que estábamos siendo vigilados. Esa revelación arrastraría otras y, de una cosa a otra, al final tendría que confesarle la muerte de Olaf.

—¿Y si cenáramos en la cocina? —propuse con una evidente falta de naturalidad.

—Siempre comemos en la cocina —respondió ella sorprendida.

Tenía que cambiar de actitud urgentemente: acabaría por sospechar que había un problema. Me senté pensando que ya era demasiado tarde para huir. Ya no teníamos elección. Aquella última frase me tranquilizó. Siempre que creo que existe una posibilidad de salvación, me pongo nervioso, me angustio. Cuando comprendo que no existe, me vuelvo zen y encantador. Ya que nos dirigíamos hacia una catástrofe, mejor disfrutar de la vida.

Sigrid dejó los platos en la mesa, así como una cesta de pan.

—He ido a buscar una botella de Krug —dijo subiendo la cubitera de hielo—. Con un plato con aceite y albahaca, me ha parecido que un vino tinto sería un error, y no me gusta el vino blanco.

—Ha hecho usted bien. ¿Por qué íbamos a beber otra cosa que no fuera champán?

—¿No teme hartarse después de todo el que hemos tomado hoy?

—Mientras nos apetezca.

—Es cierto. Sólo tenemos que escuchar nuestro deseo.

Abrí la botella pensando que aquella frase podría llevarme más lejos. Bebí un trago religiosamente: al fin y al cabo, era un Krug de 1976.

Sigrid se sentó a la mesa, frente a mí, y empezamos a comer.

—No le he puesto sal por las fresas. Puede ponerle pimienta, si lo desea.

—Está delicioso.

—Sí, la albahaca combina bien con las fresas.

Limpié mi plato con esmero. Aquel entrante no calmó mi apetito.

—¿Ya ha terminado? —se extasió mi anfitriona, que comía a una lentitud exasperante.

—Sí. Imagino que después de este plato ya no tendrá más hambre.

—Efectivamente.

—¿Así que no tengo que esperarla si deseo comer más?

Mi grosería la hizo reír. Fui a la nevera a por provisiones y las dejé sobre la mesa. Devoré el jamón, los pepinillos, el tarama, los arenques y el queso de vaca aliñado con marc añejo de Borgoña. La condición de sitiado me abría el apetito. Sigrid aplaudía como si de un espectáculo se tratara. Estábamos de excelente humor.

—¿Alguna vez han estado rodeados, usted y Olaf, en esta villa?

—¿Rodeados?

—¿Por unos villanos que les espiaban y les impedían salir?

Se echó a reír.

—Por desgracia, no.

—¿Y si actuáramos como si lo estuviéramos?

—¿Por qué?

—Hay que introducir ficciones en la vida. Como los niños. Esto tiene consecuencias interesantes.

—En el Palais de Tokyo, hay planes de este tipo.

—Eso es. Vamos a proceder a experiencias tomando el ejemplo del Palais de Tokyo. Será un happening. Evitaremos que nos vean desde la calle.

—Eso condena el salón.

—Condenemos, condenemos. Subamos a su habitación.

Con el fin de no dejarla pensar, le puse en la mano las dos copas, cogí la cubitera de champán y salté hacia la escalera. Cuando abrió la puerta de sus aposentos, me colé con un aire conspirador.

—¿Está seguro de que todo esto no es un método para entrar en mi habitación?

—Veamos, Sigrid, si hubiera querido entrar en su habitación, se lo habría pedido sin más.

—Su habitación da a la calle —dijo frunciendo el ceño.

—¿Usted cree?

—Lo sabe muy bien, Olaf. Se ha inventado esta estratagema para pasar la noche conmigo.

—¿Por quién me toma?

—Sé lo que digo. Las costumbres suecas son mucho más liberales que las nuestras.

Pensé en los preservativos encontrados en el bolsillo de su difunto marido. Sin saber qué decirle, llené las copas y le ofrecí la suya.

—¿Por qué brindamos? —preguntó ella en un tono sarcástico.

—Por el respeto que me inspira la sorprendente persona que me acoge en este lugar.

—¿Y cómo tiene previsto respetarme?

—No haciendo nada que usted no quiera.

—Conozco ese tipo de insinuaciones.

Era absolutamente necesario que no la abandonara aquella noche. Ignoraba cuáles eran las intenciones de nuestros sitiadores, sólo sabía que quería proteger a Sigrid en todo momento. Además, no quería inquietarla advirtiéndola del peligro. ¿Existía otro método que la galantería para permanecer a su lado?

La miré fijamente a los ojos.

—Sigrid, quiero dormir con usted. Prometo no abusar de la situación.

—¿Por qué iba a concederle semejante permiso?

—Porque estoy bajo sus encantos. En cuanto se marcha, aunque sólo sean cinco minutos, aunque sólo sea a la habitación de al lado, la echo de menos. Muy seriamente, me pregunto cómo vivir sin usted. Y no veo qué hay de culpable en mi actitud. Salvo derogación expresa por su parte, no pienso hacerle padecer las últimas ofensas.

—¿Cómo responder a sus barbaridades?

—Ya verá, las cosas se desarrollarán como se lo he anunciado. Será muy natural. Primero acabaremos esta botella de Krug, porque tenemos el sentido de los valores, luego nos acostaremos, como un hermano y una hermana. Me dejará un pijama de Olaf.

Flotaba en el pijama del muerto. Para dormir, Sigrid se vistió con un picardías de satén estampado de picardías de satén.

—Teatro dentro del teatro —observé.

—Elijo el lado izquierdo de la cama.

Se acostó sobre el colchón y se quedó dormida de inmediato. Si había pensado en un plan de seducción, había fallado. De puntillas, fui hasta mi habitación, sin encender la luz, para comprobar si seguíamos siendo vigilados. Todavía no era noche cerrada cuando vi a los dos bonzos en su puesto.

Regresé a la habitación de Sigrid y me metí en la cama. ¿Cuánto tiempo aguantaremos así? La expresión «vivir al día» adquiría todo su sentido.

Acompañado por el ligero sonido de su respiración, me dormí. Me desperté algunas veces para ir al baño. Cuando regresaba a la cama, me maravillaba aquella situación: a mi lado, Sigrid descansaba como un ángel y no iba a tardar en unirme a ella. El peligro, que sin embargo me inquietaba, no me provocaba insomnio alguno. Y siempre volvía a dormirme, parecía que intentaba construir un muro con el mismo material del sueño.