Tres horas más tarde, Sigrid destapaba la tercera botella. El leve frío que sentíamos se había disipado.

—Una botella de champán por hora, es una buena media.

—No está usted borracho. En su trabajo está acostumbrado a beber.

—Claro. En nuestra profesión no se admiten malos bebedores.

—Yo tampoco estoy borracha. Sólo achispada. ¿Se ha fijado en el deleite que produce cada trago?

—Efectivamente. En general, llega un momento en el que el champán deja de gustar y se pasa al vino tinto, al whisky, al licor de pera. Nosotros padecemos los efectos más positivos del champán y ninguno de los negativos. Me da la impresión de que ejercemos el uno sobre el otro una influencia amatista.

—¿Y qué tienen que ver las amatistas en este asunto?

—Amatista significa etimológicamente «que aleja de la ebriedad». Se atribuía esta virtud a la piedra preciosa en cuestión. Los borrachines de la antigüedad nunca se separaban de su amatista.

—¿Y funcionaba?

—Creo que no. En nuestros días, cada uno tiene su truco más o menos asqueroso: tomarse el aceite de una lata de sardinas antes de salir de borrachera, o preparar el estómago con dos aspirinas disueltas en agua o en aceite de oliva.

—¡Qué horror!

—Mientras que a nosotros nos basta con estar juntos. Todo transcurre como si, desde el mismo instante de beberlo, transformáramos el champán en intensidad.

—¿Cómo analizar un fenómeno tan extraño?

—No lo sé. Vaciemos una nueva copa que nos ayudará a verlo más claro.

Así transcurrieron unas horas. Estaba demasiado absorto en la observación de los efectos del champán para contar las botellas.

Los continentes poseen una línea divisoria de las aguas, un lugar misterioso a partir del cual los ríos deciden correr hacia el este o el oeste, el norte o el sur. El cuerpo humano posee una línea divisoria del champán, una geografía aún más misteriosa a partir de la cual el dorado brebaje deja de correr hacia la inteligencia para remontar en dirección a Dios sabe dónde.

Habíamos alcanzado el estado del misticismo. En la Biblia, está escrito: «La boca habla por los excesos del corazón.» En adelante, nos expresábamos conforme a las escrituras.

—Santa Teresa de Ávila tiene razón: «Todo lo que sucede es adorable.» Esta canícula, por ejemplo: no sé por qué la gente se queja tanto. Esta canícula es adorable.

—Sobre todo cuando no se trabaja y se beben litros de champán muy, muy frío.

—¿Quién le ha dicho que no trabajo? La verdad es que por fin he resuelto la principal cuestión de los hombres: cómo emplear el tiempo. Y la he salvado, Sigrid, de este falso problema: usted hace cualquier cosa para mantenerse ocupada, compras, visitas. Se lo aseguro: el tiempo no debe ser empleado. No hay que estar ocupado, hay que dejarse libre.

—A condición de tener dinero.

—Tiene la tarjeta de crédito de Olaf, ¿no?

—Sí. No sé cuánto dinero tiene en su cuenta. Un día se lo pregunté, y me respondió: «Mucho.» Cuando retiro dinero, el cajero se niega a darme el saldo.

—La tarjeta de crédito de Olaf es el aceite de la viuda.

—Hablando de viuda, voy a la bodega a por una.

Sigrid anduvo recta, pese a sus vertiginosos tacones y su grado de alcoholemia. Volvió a subir sin titubear y abrió la botella con gesto seguro.

—¿No está ebria, Sigrid?

—Lo estoy. Sé que no se nota.

—¿Y cómo puede saberse que está usted ebria?

—Cuando lo estoy, dejo de tener miedo.

—¿Miedo a qué?

—Ni idea. Siempre tengo miedo, creo que forma parte de la vida.

—Y sólo el champán consigue disipar este miedo. El champán contiene etanol, que es el mejor quitamanchas. Hay que concluir que el miedo es una mancha. Bebamos, Sigrid, para limpiarnos.

Pimplé la copa. Los gélidos sorbos me ensancharon la mente.

—¿Y si el miedo fuera el pecado original, Sigrid? ¿Y si la ebriedad fuera el miedo a reencontrarse con el mundo previo a la caída?

—Camine un poco, Olaf.

Me levanté, avancé la pierna y me desplomé.

—¿Lo ve? Es el mundo después de la caída.

—Pero usted, Sigrid, ¡consigue andar!

—¿Quiere que le ayude a levantarse?

—No, estoy bien aquí.

El suelo de la cocina era de una frescura deliciosa. Me sumergí en una especie de coma voluptuoso. La última sensación que experimenté fue la de la rotación de la Tierra.