A partir del día siguiente, empezó una nueva existencia.

Me levanté tarde, tras haber dormido escandalosamente. Remoloneé un poco en la cama preguntándome, por el placer de preocuparme, si Sigrid habría mantenido su palabra. Me duché, me enfundé el albornoz y bajé. En la cocina, Sigrid me ofreció una taza de café.

—Está usted aquí —dije con un placer tan visible que pareció hacerla feliz.

—He preparado la cubitera de champán en el salón.

—¿Soy el único que duerme tanto?

—No. Eso forma parte de la maldición de esta casa. Pongo el despertador cada mañana, de no hacerlo me levantaría a horas intempestivas, como Biscuit.

—Yo he decidido que Biscuit será mi maestro.

—Si quiere, pondré champán en su cuenco.

Me acordé de que el salón era visible desde la calle. Sigrid trasladó la cubitera a la cocina.

—¿A qué hora empezamos? —preguntó ella.

—A las once de la mañana. Es el defecto del champán: no es bueno justo al levantarse.

—¿Ya lo ha probado?

—Sí, como el vino y el whisky, el vodka o la cerveza: no hay manera.

—¿Cerveza por la mañana? ¿Por qué intentó algo tan horrible?

—Tiene usted razón, es la peor. Era por admiración a Bukowski, que se despertaba aún profundamente ebrio y que inmediatamente se tomaba una cerveza. Enseguida renuncié a imitarlo. El héroe era él.

—El alcohólico, querrá decir.

—El héroe del alcoholismo. Bebía con una especie de valentía. Ingería dosis increíbles de alcohol de cualidad infecta, y luego escribía unas páginas magníficas.

—¿Usted también quiere escribir?

—No. Quiero estar con usted.

—¿Quiere ver adónde nos llevará el alcohol?

—No se puede ser alcohólico bebiendo sólo champán.

Ella me miró con una expresión escéptica.

A partir de las once, descorchó la Veuve Clicqot. Los primeros tragos me paralizaron de placer. Era necesario callar y cerrar los ojos: que todo el ser se convirtiera en la caja de resonancia de aquel placer.

—Tiene usted una gran virtud, Sigrid: sabe beber. No es tan frecuente en las mujeres.

—Será que no las conoce. ¿Está usted casado, Olaf?

—No. Es la primera vez que me hace una pregunta indiscreta.

Se calló, como si la hubiera pillado en falta. Rellené las copas para disipar el malestar.

Hay un momento, entre el trago decimoquinto y el decimosexto de champán, en el que todo hombre se convierte en aristócrata. Este momento escapa al género humano por un motivo mediocre: las personas sienten tanta impaciencia por alcanzar el colmo de la ebriedad que ahogan este frágil estadio en el que se les concede el honor de merecer tanta nobleza.