Dormí monstruosamente bien. ¿Cómo era posible? Las dos noches anteriores, había dormido mucho, me había levantado tarde, no podía decir se que me hubiera matado trabajando; la menor de las probabilidades hubiera sido el insomnio. Desde los tiempos en que vivía en mi casa, iba a decir dentro de mí, estaba abonado a padecerlo. En aquella villa de Versalles, en cambio, descubrí el sueño de los justos. Sin embargo, no existía ningún motivo para pensar que yo fuera uno de ellos.
Me quedé en la cama saboreando la increíble voluptuosidad de un cuerpo en estado de profundo descanso. La ducha eliminó los efluvios de la noche. Al deslizarme dentro del albornoz, empecé a sospechar que aquél iba a ser mi uniforme durante mucho tiempo.
En la cocina me esperaba una bolsa de bollos de pasas. Me puse a reír como un chaval al que satisfacen el más mínimo capricho. Mi alegría no habría sido completa sin la nota de Sigrid: casi literalmente («espero que esas delicadezas vienesas sean de su agrado»), era lo mismo que la víspera, pero aprecié que, al igual que el desayuno, el texto fuera fresco de aquella misma mañana.
Comí con regocijo, en primer lugar porque estaba riquísimo, y en segundo lugar porque me había librado de visitar un museo. El café favoreció mi reflexión: ¿qué tenía contra los museos? Mis padres me habían dado una educación más o menos buena, me gustaba la lectura, la música; ¿por qué habían fracasado hasta ese extremo en materia de museos?
Intenté recordar el primer museo que había visitado. Debía de tener seis años. Incapaz de precisar si lo que me habían llevado a visitar era azteca o chino, europeo o africano. Confusa mezcla de estatuas, cuadros, vasijas rotas y sepulcros. Única certeza: eran cosas antiguas, aun cuando las llamaban modernas.
Mamá no dejaba de extasiarse y de preguntarme por mis «impresiones». No tenía ninguna, salvo las que me producía el constante orgasmo materno, que jamás habría podido imitar ni mucho menos experimentar. Pero algo tenía que responder, así que dije «es bonito», y notaba que no era la respuesta correcta, sobre todo cuando nos deteníamos ante las representaciones de sacrificios humanos. Mis padres, sin embargo, parecían encantados con mi opinión. Concluí que pensaban lo mismo y que tenían mal gusto.
En los museos reinaba un olor a momia. Incluso en ausencia de cadáveres, lo que resultaba extraño en aquellos lugares en los que el fiambre representaba el súmmum de la sofisticación, apestaba a muerto, no a la muerte conmovedora de los cementerios o la espinosa muerte de los combates, sino la muerte aburrida de las conmemoraciones oficiales.
Mientras mi madre se deshacía en convulsiones frente a aquellas antiguallas, creo que mi padre fingía. Contemplaba aquel fárrago con una ausente cortesía, salvo cuando leía en voz alta el comentario museístico. Pude confirmarlo hacia los diez años, mientras recorríamos una exposición de arte primitivo. En un rincón, había unos innobles bastones incrustados de colores horrendos. Papá se acercó a aquella fealdad, probablemente intrigado por el hecho de que pudiera merecer ser expuesta. Leyó en voz alta la explicación: «Islas Samoa, bastones esculpidos. Julie, Baptiste, venid a ver.» Y añadió, sin ironía ni sarcasmo: «Admirables, estos bastones esculpidos.»
Recuerdo haber intercambiado con mi hermana una mirada de consternación. Había hablado como el profesor Mortimer de los dibujos de Edgar-Pierre Jacobs cuando visita el museo de El Cairo. Estaba interpretando un papel.
En realidad, en los museos mi único centro de interés era la conducta de mis padres. Y su invariable comentario al regresar en coche: «Estas exposiciones resultan agotadoras, pero estamos contentos de que los niños la hayan visto. A Baptiste le ha parecido magnifica.» La cultura se fundamenta en un malentendido.
En resumen, si los museos me hubieran aburrido y nada más, no los habría detestado. No tengo nada contra el aburrimiento, pero aburrirse sintiéndote obligado a manifestar interés, ¡menuda lata!
Cuando hube terminado mi café y mis meditaciones, subí de nuevo al despacho. Retomé la memoria telefónica en la letra I y regresé a mi faena. Pegado al auricular, me parecía estar auscultando el pasado de Olaf. Me gustaba aquella paranoica comprobación. Era un interés distinto al de un museo. Mis dedos tecleaban los números, se detenían ante la primera discordancia con la melodía esperada. Parecía estar buscando la combinación de una caja fuerte.
I, J, K, L, M, N, O, P, Q, R, S. Iba más deprisa que la víspera, le iba cogiendo el tranquillo al oficio. Hay que precisar que la K y sobre todo la Q fueron especialmente breves. También me ocurrió distraerme, componer el número hasta el final, esperar la comunicación y dar con desconocidos. Colgaba excusándome por el error.
Me estaba convirtiendo en una máquina desconectada de la realidad cuando reconocí la decafonía. Mi señal de alarma funcionó, colgué in mediatamente. ¿A quién correspondía el número que había marcado? Sheneve, Georges. ¿De qué nacionalidad es alguien que se llama Georges Sheneve? Ni idea. ¿Cómo pronunciar Sheneve? ¿Chénévé? ¿Chenéve? ¿Senv? ¿Y Georges remitía a Djordj o a nuestro viejo y tradicional Georges? Nunca mejor dicho: era un nombre de viejo.
Tenía que llamar a ese individuo. No me atrevía. Al fin y al cabo, podía tratarse de una coincidencia. Además, no había peinado la agenda hasta el final. Entre Sheneve y la Z podían haber otros cuyo número formaría aquella melodía. No, debía de ser la cobardía la que me sugería aquellas hipótesis improbables. Venga, no me había tomado tantas molestias para nada. Debía de ser aquel Georges Sheneve con quien Olaf había intentado comunicarse antes de fallecer en mi salón.
Respiré profundamente y marqué la fúnebre melodía. Sonó durante largo rato. La última vez, era la tecla de rellamada de mi teléfono la que la había activado. Ya sabía que no había contestador. Empezaba a pensar que no había nadie cuando alguien descolgó. Era una mujer.
—¿Sí?
—Buenos días. ¿Podría hablar con Georges, por favor?
No me atrevía a pronunciar el apellido por miedo a equivocarme.
—¿De parte de quién?
—Olaf Sildur al aparato.
Extraño silencio.
—Un momento, por favor.
Oí alejarse sus pasos. La voz era la de una mujer de unos sesenta años. Se aproximaron otros pasos. Tuve pánico cardiaco unos segundos.
—Usted no puede ser Olaf Sildur —me dijo una voz monocorde de anciano.
—Soy Olaf Sildur —respondí sin protestar.
—Olaf Sildur está muerto.
Estuve a punto de preguntar: «¿Y usted cómo lo sabe?» Impávido, me limité a responder:
—Yo soy Olaf Sildur.
Silencio.
—Adivino quién es usted. Tenga mucho cuidado, señor. Uno no se convierte en Olaf Sildur así como así.
Su voz rebosaba de insinuaciones irónicas. Colgó. Estuve tentado de volver a llamar. No sé por qué mis primeros reflejos son siempre estúpidos.
«Tenga mucho cuidado, señor.» Aquel sarcasmo constituía una clara amenaza. Era mejor que huyera. Probablemente Georges Sheneve disponía de un detector de números y debía de saber desde dónde había llamado. Salvo que Olaf hubiera optado por un número secreto, lo cual era posible. Pero, con o sin número, Sheneve no tardaría en localizarme. No había que ser muy listo para adivinar dónde me encontraba.
Las tres y media de la tarde. Nada me impedía vestirme a toda prisa, correr hasta el Jaguar y marcharme pitando al extranjero. Disponía de un documento de identidad sueco, podía instalarme en cualquier lugar de Europa y ¿por qué no en Suecia? Georges Sheneve, no sonaba muy sueco, como nombre. Allí estaría tranquilo. Empezaría una nueva vida.
No me moví de mi butaca. ¿A qué venía aquella absurda inercia? Ante la idea de abandonar la villa, me sentía como si pesara mil kilos. Por la puerta que había dejado entreabierta, vi entrar a Biscuit. Con un vigor sorprendente, teniendo en cuenta su volumen, saltó sobre el escritorio y se repantingó encima del listín telefónico. Comprendí que no se marcharía hasta pasado un buen rato.
Los animales nos envían mensajes. Éste no era nada ambiguo: si te quedas, en eso te vas a convertir, en un gato gordo. Aquello me pareció optimista. Si el único riesgo que corría era convertirme en un gato gordo, sentía la tentación de quedarme. Pero me arriesgaba mucho más a acabar asesinado por Georges Sheneve o por alguien de su organización.
No quería separarme de Sigrid. Ésa era la razón por la cual me sentía incapaz de marcharme. ¿Y si la persuadiera de venirse conmigo? Tendría que confesarle toda la verdad. Pero ¿era posible que ella no supiera que Olaf estaba muerto si Georges estaba al corriente?
Reflexioné mientras contemplaba el vientre de Biscuit ascender y descender siguiendo el ritmo de su adormilada respiración. El tipo que había muerto en mi casa, ¿de verdad se llamaba Olaf Sildur? La fotografía del carnet le correspondía tanto como a cualquier otro. Al verla, no había puesto en duda su veracidad, pero, a menos que seas policía, agente secreto o aduanero, estas cosas no se cuestionan.
Elegí la hipótesis de que mi fiambre era el mismísimo Olaf. En ese caso, ¿cómo sabía Georges Sheneve que estaba muerto? Olaf le había telefoneado desde mi casa. Georges podía haber captado mi número, gracias al cual habría obtenido mi dirección y mi nombre. Me imaginé a los hombres de Sheneve desembarcando en mi domicilio, forzando la cerradura o echando la puerta abajo y descubriendo el cadáver. ¿Creerían que lo había matado yo?
Imposible. El cuerpo de Olaf no presentaba señal alguna de violencia. Pero podían creer que lo había envenenado. A falta de autopsia, aquella hipótesis era más verosímil que la de esta aberración del azar, un tipo de treinta y nueve años que la diña sin motivo alguno en el apartamento de un desconocido. Sentía deseos de proclamar, a gritos, mi inocencia.
Pero si las cosas habían transcurrido así, ¿por qué Georges no había avisado a Sigrid de la muerte de su marido? Debía de haber otra explicación.
Intenté imaginar un guión radicalmente distinto, llevando al extremo la teoría de la conspiración. La víspera de la muerte del presunto Olaf, el tipo que me había hecho aquellos singulares comentarios en casa de Dios-sabe-quién era uno de los hombres de Georges Sheneve. Sus consideraciones tenían como objetivo influir en mi conducta del día siguiente, justo después de la programada muerte del supuesto Olaf. Habían decidido liquidarlo, le habían administrado un veneno lento que actuaría hacia las nueve de la mañana, le habían encargado a Olaf la misión de entrar en mi apartamento con cualquier otro cometido y, una vez allí, llamar a Sheneve. A juzgar por las circunstancias de su fallecimiento, habían previsto que yo huiría y que, si la policía descubría el cuerpo, yo me convertiría en el culpable ideal. Así, su organización lograría exculparse de una muerte sospechosa.
¿Por qué yo? Porque tenía la misma edad, la misma altura, el mismo color de pelo, la mente lo bastante retorcida —y una vida lo bastante frustrada— para llegar a pensar en intercambiar mi identidad por la de Olaf. ¿Quién les habría sugerido que me eligieran a mí? Mis vecinos, mis colegas, el amigo que me había invitado a la cena, cualquiera. ¿Por qué tenía que llamar a Sheneve? Para que supiera que Sildur estaba completamente muerto en mi casa.
Sacudí la cabeza. Era para volverse loco. Mi cerebro se puso a segregar hipótesis y más hipótesis. El tipo que había pasado a mejor vida en mi casa ya había usurpado la identidad de un Olaf Sildur fallecido. Yo había usurpado la identidad de un usurpador de identidad, era un impostor al cuadrado. Sí, pero entonces, ¿ignoraba Sigrid su condición de viuda? Otra cosa. Era un caso burlesco de homonimia. En Suecia, llamarse Olaf Sildur equivalía a llamarse Dupond o Dupont en Francia. Era un malentendido. O bien un listillo se servia de aquella homonimia, quizá para acumular ganancias. ¿Y acaso era ese acumulador de ganancias el que había fallecido en mi casa? ¿O uno de aquellos a los que el listillo había estafado? ¿De quién era viuda Sigrid? No, no, no. El tipo había fingido morirse en mi casa. Era un atracador. El mundano de la víspera me había envenenado el espíritu con el objetivo de hacerme huir, para que así su amigo tuviera campo libre para atracarme. En ese caso, ¿por qué habían elegido a alguien tan pobre como yo? Ridículo. Aquella sucesión de casualidades no tenía ni pies ni cabeza. Georges Sheneve no había querido decirme nada por teléfono. Conocía a un Olaf Sildur que estaba muerto, ya ves. Había declarado que yo no me convertiría en ese tipo, era una simple evidencia, había que sufrir de paranoia para ver en eso una amenaza. Biscuit me sugería la actitud correcta: acostarme y dormir.
Eso fue lo que hice. Regresé al sofá del salón en el que la víspera había hecho una siesta la mar de rica. Me tumbé. Pensé que si adoptaba aquel estilo de vida durante mucho tiempo, no tardaría en convertirme en el gato gordo prefigurado por Biscuit. Aquella reflexión favoreció que me deslizara hacia las profundidades del sueño.
Cuando me desperté, Sigrid estaba sentada en el suelo, junto al sofá, y me contemplaba con ternura. Me desperecé y dije la primera cosa que me vino a la mente:
—Tengo hambre.
Estalló en una carcajada.
—Dormir y comer. Voy a tener que llamarle Biscuit Dos.
—Es curioso que me diga esto. Era lo que pensaba cuando me dormí.
—Sé que tiene hambre, pero ¿podríamos tomar nuestra tradicional botella de champán? El champán también alimenta.
—De acuerdo. Con la condición de que luego cenemos.
—¿Roederer de añada?
—¿Por qué no?
Mientras ella descendía a la bodega, me pregunté cómo podía sentirme cansado hasta el punto de que la perspectiva de tomar un gran champán con una criatura de ensueño me resultara de lo más natural. En lugar de estar huyendo al volante del Jaguar para alejarme de Georges Sheneve. Renuncié a comprender qué me estaba ocurriendo. Cuando se trataba de dejarse llevar por los acontecimientos —sobre todo cuando esos acontecimientos consistían en un Roederer de añada y en una hermosa y joven mujer— yo era un hacha. Mi vida alternaba las secuencias de paranoia y de voluptuosa torpeza.
Era la hora del placer. Sigrid regresó con la bandeja. Abrió el Roederer 1991 y lo sirvió en una copa alargada y escarchada, que luego me ofreció. El sonido del champán deslizándose en la copa anuncia la felicidad. Era una tibia tarde de verano, mi anfitriona llevaba un vestido corto que descubría unas piernas dignas de una escandinava. Por mucho menos contrae uno el síndrome de Estocolmo. Brindé («Por Biscuit, que nos sirve de ejemplo») y bebí la versión de las burbujas de oro.
—¿Le gusta? —preguntó ella.
—Se deja beber.
Se rió.
—Parece usted muy feliz —le dije.
—La exposición del Palais de Tokyo me ha conmovido.
«Espero que no vaya a darme la lata hablando de museos», pensé. Sorda a mis protestas interiores, prosiguió:
—La exposición se titula Mil millones de años, un segundo. Se trata de experimentar el paso del tiempo.
—Con semejante titulo, ya lo había sospechado —dije con humor.
Insensible a mi observación, Sigrid prosiguió:
—Entre las cosas expuestas, hay una que me ha dejado estupefacta. Le dedican toda una sala. En 1897, una expedición en globo aerostático había empezado a sobrevolar el Polo Norte. A bordo, dos hombres y una mujer debían filmar y fotografiar el terreno con vistas a trabajos científicos. Al cabo de tres días, se perdió el contacto con ellos, no pudieron localizarlos ni seguirles el rastro. Pasaron treinta años. Por casualidad, encontraron sus cadáveres en una especie de cala en la que había caído el globo. La mujer aún llevaba la cámara con la cual había filmado hasta el final.
«El hielo debía haber petrificado su gesto, de otro modo habría soltado la cámara», pensé mientras me preguntaba por qué me detenía en semejante detalle.
—En aquella sala se proyecta en sesión continua la película filmada por la moribunda. Por así decirlo, no se ve nada: la imagen muestra una blancura sin fin, salpicada de manchas negras que la museografía cualifica sorprendentemente de ruidos visuales y que nos son presentados como probables depredaciones del tiempo y del frío sobre la película. Nada más. Sé de lo que hablo, he permanecido en la sala viendo la película durante dos horas. Estoy dispuesta a creer que los estallidos negros son producto de la corrosión, pero estoy segura de que aquel blanco sin contornos es todo lo que aquella mujer filmó. Nunca una película me había conmovido tanto. En lugar de intentar salvarse, un ser humano prefirió conservar el testimonio de sus últimas horas.
—¿Y eso le parece bien? —dije, dándome cuenta de que semejante actitud me recordaba la mía, salvo que yo no filmaba.
—No lo sé, pero entiendo a esa mujer. Sin duda y con razón, pensó que no serviría de nada intentar salvarse, teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraba. Pero ¿no resulta extraordinario que filmara? Me imagino que se sentía estupefacta por todo aquel mundo de blancura y que quiso inmortalizarlo. Tuvo que esperar a que, cuando su cadáver fue localizado, se visionara la cinta. El último deseo de aquella moribunda fue compartir una emoción. Me gusta esta aventurera. ¡Qué fe en el hombre hay que tener para concentrar sus últimas fuerzas en un testamento tan frágil! Lo más hermoso es que su fe se ha visto justificada más allá de sus esperanzas, ya que incluso en sus sueños más disparatados, la mujer seguramente nunca imaginó que su película se proyectaría en sesión continua en una sala del Palais de Tokyo de París.
—Sí, en fin, para una exposición temporal —rechiné.
—Esta historia me reconcilia con la humanidad —concluyó Sigrid, con lágrimas en los ojos.
Comprendía su emoción, pero no quería emocionarme. Sólo que tenía dónde elegir para destruir su fe en la humanidad: revelarle que su sacrosanto marido trabajaba para una red de crápulas que, en aquel momento, pretendían asesinar a alguien, que ella y yo éramos sus peones en un asunto que nos superaba, y que la única excusa de su marido era que estaba muerto. Llené nuestras copas y le pregunté:
—Si ésta fuera la última noche de su vida, ¿en qué la emplearía?
Sonrió.
—No filmaría. No resultaría interesante filmar el interior de la villa.
—¿Se salvaría?
—¿Si me marchara me salvaría?
—Pongamos que sí.
Se encogió de hombros.
—No siento lo bastante la urgencia de la situación.
Adopté una expresión grave.
—Sigrid, le aseguro que si no huimos esta misma noche, mañana estaremos muertos.
Se rió.
—Incluso entrando en su juego de ficción, no consigo tener miedo. Mi existencia me importa muy poco. Morir me da lo mismo.
—¿Y que muera yo?
—Me parece que ya sabe usted lo que hace.
¿Estaba bromeando o había comprendido lo serio de mi advertencia?
—Creo que hay una maldición de inercia en su villa.
—No sabe hasta qué punto —declaró ella—. ¿Por qué cree que me obligo a salir cada día desde la mañana a la noche? Porque, si no lo hago, me siento atrapada por esa inercia que resulta aquí tan voluptuosa que uno no entiende por qué debería desear librarse de ella.
—¿Y usted por qué lo desea?
—¿Por qué Ulises y sus hombres desean huir de los lotófagos?
—Precisamente, siempre me ha parecido que cometían un error. ¡Sobre todo cuando sabes para qué clase de peripecias se embarcan! ¡Cuando podrían haberse quedado con aquellos bienaventurados adormecidos hasta el final!
—Pero entonces Ulises no habría encontrado a Penélope.
—No es su problema, me parece.
—Invirtamos la pregunta. ¿Por qué no debería marcharme cada mañana?
—Para quedarse a mi lado.
Estalló en una carcajada.
—Acabaría hartándose de mi compañía.
—¿Quién le habla de compañía? No necesito que esté constantemente a mi lado. Lo que deseo es su presencia: sentirla en la villa, escucharla vivir.
«Por no hablar de la protección que eso me aseguraría», pensé.
—De todos modos, usted no se va a instalar aquí durante ciento siete años —dijo ella.
—¿No es ése su deseo?
—Sí. Pero sé que resulta irrealizable.
—Y si decidiera quedarme, en su opinión, ¿qué ocurriría?
Me miró con perplejidad.
—¿Sus colegas no vendrían a buscarlo?
—¿Usted cree?
—Creo que sí. Me pareció entender que usted no hacía lo que quería.
—¿Y si me escondiera aquí?
Permaneció callada un rato y acto seguido dijo con solemnidad:
—Si se escondiera aquí, yo no revelaría su presencia.
Acababa de sellar un pacto.
—¿Qué prefiere? ¿Partir mañana conmigo, lejos, o esconderme en su villa?
—¿Partir adónde?
—Conduciríamos hasta Dinamarca y, desde allí, cruzaríamos las islas hasta Suecia.
Pareció tentada. Yo sentía un leve temblor. Después de reflexionar, dijo:
—Prefiero quedarme y que nos escondamos.
«Buena chica», pensé.
—Espero no defraudarlo —añadió ella—, quiero estar aquí cuando Olaf regrese.
Ya no me acordaba de ése.
—No tema: cuando esté aquí, la esconderé incluso de él.
No tenía ningún miedo.
—¿Por qué acepta hacer eso por mí? —pregunté.
—Es usted el primero que se interesa por mí. Ni siquiera mi marido se ha interesado nunca por mí.
—¿Así que mañana por la mañana no se marchará? ¿Me cuidará?
—¿De verdad lo desea?
—Sí —dije con la vergonzosa impresión de ser un niño suplicándole a su madre que se quede a su lado.
—Que así sea.
Sonreí. De repente, pareció preocupada.
—¿Qué voy a hacer todo el día?
—Lo que hacemos.
—No hacemos nada.
—Es falso. Bebemos.
Llenó las copas moviendo la cabeza.
—¿Y nos vamos a pasar el día bebiendo?
—Bebiendo excelente champán: no existe mejor ocupación.
—¿Cuántas semanas tiene la intención de vivir así?
—Eternamente.
—¿En qué nos convertiremos?
—Ya lo veremos.