La tarde transcurrió sin que me diera cuenta. Había programado el despertador para que sonara a las siete y asegurarme así de no ser sorprendido en la habitación de Olaf inspeccionando su agenda telefónica. Cuando sonó, iba por la letra I, como inconsciente. Me había frenado la letra G: Olaf conocía una cantidad anormal de personas cuyo patronímico empezaba por G.
Sin quitarme el albornoz, me dejé caer en el sofá del salón. La faena me había agotado. Apreciaba aquel momento: era el marido que, después de una dura jornada de trabajo, espera el regreso de su esposa. Me alegraba la perspectiva de volver a verla. ¿Qué había estado haciendo? No tendría derecho a preguntárselo.
Cuando oí que se abría la puerta, vi a Sigrid cargada con bolsas que llevaban el nombre de conocidas tiendas.
—¿Puedo ayudarla?
—No, gracias, no pesan. Me ducho y enseguida estoy con usted.
Tumbado en el sofá, me pregunté si las cosas eran lo que parecían. ¿Sigrid pasaba sus días gastando el dinero de Olaf en las tiendas de lujo? ¿Era posible vivir así? Saboreaba mi ignorancia.
Cuando entró en el salón, me dio la impresión de que estrenaba un vestido. ¿Cómo sabía que aquel vestido era nuevo? No conocía el contenido de sus armarios. Parecía lógico: había estado de shopping, luego tenía ganas de lucir sus compras lo antes posible. Me pareció que tenía la conducta de quien lleva un vestido por primera vez. Pensé en hacerle un cumplido, aunque recordé que tenía que acostumbrarme al papel de marido. Así pues, no comenté nada.
—¿Olaf sigue sin llamar? —me preguntó.
—Sí. Sigrid, ya sabe que no tiene ningún motivo para preocuparse.
Había hablado con un poco de mal humor. Aquel desparpajo pareció tranquilizarla:
—Tiene razón, soy una estúpida. Después de tanto tiempo, ya debería saberlo.
«¿Saber qué?», pensé sin decir nada.
—¿Le apetece salir? —preguntó ella.
Aquello me olía a trampa.
—¿Y a usted?
—Yo me he pasado el día fuera. Usted lleva dos días sin salir. Quizá le apetezca salir.
—No. Es una novedad para mí, ¿sabe?
—Comprendo —dijo ella con una sonrisa.
Uf.
—Me alegro de que no le apetezca salir. Aquí estamos bien.
—¿Le gusta esta villa?
—Mucho.
—¿La decoración no le parece un poco…?
Dudé respecto a la palabra que convenía. No era ni kitsch ni pomposo. Era simplemente detestable, pero no podía decirlo.
Se encogió amablemente de hombros.
—¿Quiere decir que es diferente de Bobigny? Lo es. Yo no entiendo nada, sólo sé que este lugar tranquilo y lujoso me salvó.
—Si hubiera podido elegir usted, ¿habría elegido esta villa?
—Ni idea. Me alegro de que no me hayan dejado elegir, no sé si hubiera sido capaz de una elección así.
—¿Fue Olaf quien la eligió?
—No. Su predecesor.
Mi predecesor tenía un predecesor.
—¿A Olaf le gusta?
Me costaba hablar de él en presente.
—No lo sé, no me lo ha dicho. ¿Sabe que tengo que forzarme a salir?
—¿Por qué se fuerza?
—De no hacerlo, nunca pondría un pie fuera. Me haría traer los productos de primera necesidad y viviría enclaustrada aquí.
—¿Y quién se lo impide?
—Ya lo intenté.
—¿Y cuál fue el resultado?
Movió la cabeza, confusa, como para evitar hablar de ello.
—Yo, en todo caso, llevo dos días sin salir y, si por mí fuera, seguiría así.
—¡Se lo ruego, siga así! —dijo ella con entusiasmo—. En su lugar, yo haría lo mismo.
—¿Mi presencia no le molesta?
—Al contrario. Es mejor que la soledad.
—Entiendo. Yo o cualquier otro…
—No quería decir eso. No es el primer colega de Olaf que se queda aquí. Pero usted es diferente.
—Explíquese.
—Para los demás, se nota que estar aquí sólo es un descanso entre dos misiones. Es como un hotel, no les interesa. Parecen impacientes por marcharse. Su vida está en otra parte. Que conste que les comprendo. ¿Por qué iban a darle importancia a este lugar? Usted, en cambio, parece apreciar su estancia aquí.
—Y así es.
—Me alegro mucho. Siente curiosidad por la casa, lee los libros de la biblioteca. Y, además, es usted el primero con quien no tengo la impresión de ser una empleada de hotel.
—¿De verdad?
—Sí. No estoy intentando decirle que sus colegas sean maleducados, comprendo su necesidad de no hablar conmigo. Pero desde que usted está aquí, siento que existo.
—Supongo que con Olaf también tiene usted ese sentimiento.
—Menos que con usted. Espero no resultar torpe o ingrata al decirlo. Olaf me salvó, y se ocupa de mí. Usted, en cambio, se interesa por mí. O, por lo menos, ésa es la impresión que me da.
—Me intereso por usted, en efecto.
—Es muy amable. Tiene una vida apasionante con muchas cosas importantes en juego y encuentra el modo de interesarse por alguien insignificante.
«Una vida apasionante.» ¡Madre mía! Lo único que había marcado mi existencia era la muerte de Olaf y conocer a su mujer. ¡Si lo supiera!
—Usted es todo menos una persona insignificante.
No quise parecer pesado añadiendo algo más.
—Claro que lo soy, Olaf. Ya ve a qué dedico mis días.
—No lo sé.
Me regocijaba ante la idea de saber, por fin, algo más. Fue el momento que eligió el enorme gato para acercarse y detenerse ante su dueña con expresión indignada.
—Tienes hambre, Biscuit. Voy a darte algo de comer.
—¿No puede esperar?
—No. Cuando Biscuit tiene hambre y no se le alimenta inmediatamente, se sube a las mesas y rompe los objetos. No sé cuántos jarrones habrá roto así.
—Muy listo. Si me ve hacer lo mismo, sabrá que tiene que alimentarme.
Se rió. La seguí hasta la cocina. Biscuit se abalanzó sobre su comida de cuatro estrellas.
—¿Le traigo una botella de champán?
A ver quién rechaza una costumbre así. Mientras ella bajaba a la bodega, insulté al gato:
—¡Imbécil! Por fin iba a contarme a qué se dedica y ha tenido que llegar el señorito para reclamar su comida.
Biscuit no me prestó la más mínima atención. Tenía una forma apabullante de triunfar. Sigrid regresó con un Veuve Clicquot en su cubitera.
—Propongo que un día de cada dos nos tomemos un Veuve Clicquot —dijo ella.
Parecía haber previsto que me quedaría un tiempo. Ya me iba bien.
—¿Podemos regresar al salón? El champán con el olor del minino…
—Es verdad —dijo ella.
Además, no me gustaba compartir a Sigrid con Biscuit.
Llenó las copas escarchadas.
—¿Por quién brindamos hoy? —preguntó.
—Por Sigrid. Por la identidad que yo le doy.
—Por Sigrid —dijo antes de beber con una voluptuosidad llena de alivio.
Vacié la copa de un sorbo con el fin de tener la valentía de retomar el hilo:
—Antes de ser interrumpida por el gato, me estaba contando a qué se dedica.
—No debía de ser un relato muy largo.
—Ni siquiera lo había empezado.
—Me ha visto llegar hacer un rato. ¿No es una respuesta suficiente?
Me pareció que la incomodaba. Me serví una segunda copa mientras me preguntaba de qué podíamos hablar. ¿Qué tema elegir que no fuera peligroso o molesto?
La joven sintió un leve mareo. Se excusó y se tumbó.
—Es el champán en ayunas —dije—. Hoy no ha comido nada.
—No es grave. Me gusta que la cabeza me dé vueltas.
Su risa me advirtió que estaba un poco achispada. Era el momento.
—Hábleme de usted, Sigrid.
—Hay tan poco que contar. Ni siquiera tengo nombre. Recibo a los que pasan por esta casa y preservo su secreto.
—Usted es un secreto más profundo que ellos.
—Sabe muy bien que no, Olaf. Ya le he dicho lo poco que hay que contar respecto a mí.
—Quizá el secreto de una persona no depende de lo que puede contarse sobre ella.
—Sírvame otra copa, por favor, y no me diga que no es razonable.
Procedí. Se incorporó para beber. Tomó un sorbo y murmuró:
—Me gusta que mi vida, a mi imagen y semejanza, no tenga ningún sentido y ningún peso.
—Ningún peso, de acuerdo. Pero ningún sentido… Es usted el sentido de la vida de Olaf.
Se echó a reír.
—Rotundamente no.
—Se casó con usted.
—No creo que le sorprenda si le digo que es de cara a la galería.
—Sí, me sorprendería. Y no podía preguntarle por qué.
—Eso no impide los sentimientos —improvisé.
—Sí. Me quiere.
—Le debe mucho.
—Soy yo la que se lo debe todo.
—Usted recibe admirablemente a sus huéspedes. Hablo por experiencia.
—No es difícil.
—Sí. Es la primera vez que me reciben tan bien.
—Me sorprende usted. Me han asegurado que en Teherán, el recibimiento es extraordinario.
¿Teherán? ¿Trabajaba en Teherán? ¿Cómo mantener la compostura después de recibir semejante información?
—Muy simple, apenas recuerdo nada de Teherán —aseguré.
—Quizá sea una buena señal. Recordamos lo que nos impacta, lo que nos molesta.
—O lo que nos seduce.
—¡Menos mal que tomo champán para escuchar cosas parecidas!
Se rió. Me pregunté si estaba exagerando. Prosiguió:
—Su trabajo no es envidiable. Todos tenemos secretos. Pero nosotros, por lo menos, somos dueños de ellos. Nosotros elegimos lo que hay que callar. Y nos reservamos el derecho a divulgar lo que queremos a quien queremos. En su caso, en cambio, esto no depende de ustedes. Imagino que a veces tienen informaciones cuyo carácter crucial se les escapa. Y tienen que arriesgar su vida para transmitir y esconder cosas que aparentemente carecen de interés.
Ahora lo tenía claro: agente secreto, sin duda. Contesté en tono hastiado:
—En esto no somos tan distintos a los demás. El periodista que comenta una no-noticia, el publicista que comunica sobre un producto que nunca compraría, el cocinero anoréxico, el sacerdote que ha perdido la fe…
—No se me había ocurrido —dijo con admiración.
Me llenó la copa.
—¿Por qué eligió esta profesión, Olaf?
Me encantaba que me hiciera aquella pregunta. Probablemente, un agente secreto era un tipo al que una hermosa rubia servía champán en una copa alargada. Pero esperaba una respuesta trascendente y me apliqué en no defraudarla:
—¿Acaso elegimos, Sigrid? Es el destino. Nos eligen a nosotros.
—¿Y cómo sabemos que nos han elegido?
Tomé un sorbo y me lancé a la acrobacia de la más pura improvisación:
—Eso empieza en la infancia cuando percibimos que los adultos disponen de ciertas informaciones. Una parte de nosotros es filosofa y sugiere que basta con esperar: ya lo averiguaremos al crecer. Otra parte de nosotros, en cambio, es paranoica y adivina que la edad adulta no nos hará saber nada y que, si queremos saber, debemos buscar y arrebatar.
—Sí, pero éste es el lado activo de su oficio. Su aspecto pasivo me parece mucho más difícil y frustrante.
—¿Qué quiere decir con pasivo?
—Pues la contención de un secreto. ¿Cómo saber que uno está destinado a eso?
Sonreí al descubrir que conservaba un auténtico recuerdo de infancia que constituiría la respuesta ideal:
—Cuando somos muy pequeños, no conseguimos guardar un secreto. Es una etapa del crecimiento, como el hecho de ser limpio. Pensándolo bien, ambas cosas están ligadas. En ambos dominios, fui un niño tardío. A los nueve años sufrí mi primer fracaso en este dominio. Me había dado cuenta de mi retraso y quería demostrar que había alcanzado esa capacidad de continencia. Mis padres me escondían algo Por miedo a que se lo contara a mi hermana mayor. Me puse furioso. «Decídmelo, veréis como soy capaz de callármelo.» Harta de luchar, mi madre me murmuró al oído: «A tu hermana le van a regalar un piano por su cumpleaños.» Me quedé estupefacto durante diez segundos y luego grité: «Julie, te van a regalar un piano por tu cumpleaños.» No sabía por qué lo había hecho. El secreto había salido de mi boca como un géiser. No puede imaginarse hasta qué punto se burlaron de mí. Mis padres y mi hermana le contaban esta historia a todo el mundo, muertos de risa, diciendo que era el individuo más patológicamente incapaz de mantener un secreto.
—Qué tierno —dijo Sigrid.
—En aquel momento, el asunto no me pareció nada tierno. Me ponía enfermo de vergüenza. Fue entonces cuando nació en mí ese deseo de convertirme en lo contrario: el campeón olímpico del secreto.
—¿Y eso cómo se hace?
—Se empieza por cosas minúsculas. Camino de la escuela, disimuladamente, desplazas cinco metros una maceta de flores adosada a la pared. Decides que ése será tu secreto: haber movido la maceta. Prefieres morir antes que contárselo a alguien. No importa que no le interese a nadie. Entiendes que la auténtica naturaleza del secreto es una decisión íntima. Piensas y vuelves a pensar cada vez más en ello. Cada mañana, al ir a la escuela, tiemblas al acercarte al famoso muro: ¿seguirá la maceta donde la dejaste? La propietaria de la maceta, ¿se ha dado cuenta del escándalo, ha vuelto a ponerla en su lugar inicial? Cuando compruebas que la maceta sigue donde la pusiste, sientes que el corazón te late con más fuerza.
—¿Y cómo acaba la cosa?
—No acaba. Un día eres demasiado mayor para ir a la escuela, tomas un camino distinto para ir al instituto, y no sabes qué ocurrirá con el emocionante desplazamiento de la maceta. Lo intentas con secretos más difíciles, es decir menos absurdos. A escondidas, clavas con una chincheta la fotografía de una mujer desnuda en tu clase. En este caso también, prefieres morir antes que confesarte culpable de semejante acto de valentía, etcétera. Sabes que estás preparado el día que el secreto deja de ser artificial. El día que sabes que tendrás graves problemas si se descubre quién ha destrozado el coche del director.
—¿A propósito?
—Ni siquiera.
Sigrid pareció meditar mis palabras. Me sentía bastante orgulloso de haberle podido explicar la génesis de un oficio que no ejercía. Me estaba preguntando si habría podido hacer lo mismo con cualquier otra profesión, cuando ella dijo:
—Es curioso.
—Sí —aprobé sin saber a qué se refería.
—Nunca se me hubiera ocurrido que unos padres suecos pudieran ponerle Julie a su hija.
Dentro de mi cerebro, una voz gritó: «Lo ves, no has cambiado desde los nueve años, ¡sigues guardando fatal tus secretos! ¡Ya te valía ponerte a presumir!» Esto no impidió que recuperara la compostura a la velocidad del rayo:
—No tiene nada de curioso, mis padres eran francófilos.
—Pero a usted le pusieron Olaf.
—También eran patriotas. Tengo que recalentar el plato de ayer. Ya verá como hoy está más bueno.
Esperando la ebullición del agua para la pasta, daba vueltas al guiso, cuya salsa se licuaba lentamente. Biscuit, que había terminado su cena, había abandonado el lugar. Sigrid puso la mesa en la cocina. Yo serví.
—¿No le parece que la carne está más tierna, más impregnada del sabor de los champiñones?
—Sí —dijo ella con un educado entusiasmo.
Consiguió sacarme de quicio. No pude contenerme:
—¿Por qué tantas mujeres creen que comer tan poco resulta seductor?
—¿Por qué tantos hombres creen que el objetivo de las mujeres es seducir?
Me lo tenía merecido. Reí de corazón.
—No se sienta obligada. Yo me acabaré su plato, si eso no le molesta.
—¿Quién dice que quedará algo?
—Es una intuición.
En efecto, quedó mucho. Me tendió su plato, que terminé sin hacer aspavientos.
—Mañana me gustaría que me acompañara —dijo.
—¿Necesita a alguien para llevarle las bolsas?
—Voy al museo.
Estuve a punto de preguntarle por qué. Mi misión telefónica me volvió a la mente.
—Por desgracia, no va a ser posible.
—Lástima, me habría gustado tanto que viniera conmigo.
—¿Por qué?
—Los museos ganan cuando los visitas con alguien inteligente.
—Es usted muy amable. No se pierde nada. En los museos, nunca digo nada.
No era del todo mentira, ya que nunca visitaba museos.
—¿Los visita a menudo?
—Sí. Vivir cerca de una metrópolis y no visitar los museos resultaría tan aberrante como tener un rancho y no montar a caballo, ¿no le parece?
—No sé cuánto tiempo hace que no pongo los pies en un museo.
—Esto no es comparable. No necesito explicarle qué clase de vida lleva usted. Yo estoy inactiva. Los museos están hechos para las personas de mi especie.
—¿Y qué museo visitará?
—El museo de Arte Moderno y su vecino, el Palais de Tokyo.
Me sentí vergonzosamente aliviado de librarme de eso.
En el momento de dejarme, me preguntó si los cruasanes de la mañana eran de mi agrado. Decidí ser odioso hasta el final:
—Prefiero los bollos de pasas.
—De acuerdo —dijo sin atisbo de sorpresa, antes de desaparecer en su habitación.