Cuatro horas más tarde, una melodía de diez notas chillaba dentro de mi cabeza, salida de Dios sabe qué rincón de mi memoria. Estupefacto, sentado en la cama, reconocí el número de teléfono que, antes de fallecer, había marcado Olaf.

¿Y si era el número de la villa? Había un teléfono cerca de la cama, pero el número no figuraba en él. No iba a ponerme a hacer una búsqueda en medio de la noche. Era mejor dormirse sin olvidar aquel número. Podía fiarme del recuerdo: ¿acaso no me había despertado a las cuatro de la madrugada? Por desgracia, sabía por experiencia lo absurda que puede ser la memoria, que nos proporciona información cuando no nos sirve de nada y que permanece en silencio cuando los datos resultan indispensables. No sabía nada de escritura musical. ¡Si por lo menos hubiera podido transcribir aquella melodía!

Encendí la luz, cogí un papel y un lápiz. Marqué diez puntos en función de lo agudo del sonido y los uní como si de una constelación se tratara. Lo menos que pudiera decirse de aquel sistema de anotación es que era rudimentario, pero, a veces, la memoria se conforma con un ínfimo soporte.

Aquel garabato no me tranquilizó lo más mínimo, ya que volver a dormirme se convirtió en un milagro. La absurda cancioncilla de diez notas se me pegaba al cráneo como si mi cabeza hubiera concebido un indigente mecanismo que era incapaz de detener. Me recordaba las cinco notas que, en Encuentros en la tercera fase, sirven para comunicarse con los extraterrestres, y que todos los habitantes del planeta se ponen a tocar frenéticamente para llamar a los marcianos.

¿Y yo a quién llamaba?

En un momento dado, el acorde me puso de los nervios hasta el extremo de arrancarme un grito. Inmediatamente después, me pregunté si Sigrid me habría oído. Al segundo siguiente, deseaba que me hubiera oído y que corriera a mi habitación, ataviada con un deshabillé de raso, para interesarse por mi sobresalto. Pretextaría una pesadilla y le rogaría que permaneciera a mi lado, que pusiera su suave mano sobre mi frente febril y que me cantara una nana.

No ocurrió nada de eso. Pensé en gritar aún más fuerte, pero no me atreví. Para amordazar la melodía que sonaba en el interior de mi cabeza, me orquesté Strawberry Fields, luego Enjoy The Silence, luego Satisfaction, luego Bullet with Butterfly Wings, luego New Born: aquella cacofonía no me ayudó. Como una mala hierba sonora, la ristra de diez notas estúpidas emergía por encima de los Beatles, de Depeche Mode, de los Stones, de los Smashing Pumpkins y de Muse. En compensación, aquellos esfuerzos me anestesiaron de cansancio y volví a quedarme dormido.

Me desperté a las diez de la mañana. Salté de la cama, me enfundé el albornoz de rizo blanco y bajé. Llamé a Sigrid, la busqué. No estaba.

«El domingo suelo quedarme en casa. Es el único día de la semana en el que tendrá que soportar mi presencia», me había dicho. Estábamos a lunes.

Desanimado, fui a la cocina. Me había preparado café y me había comprado una bolsa de cruasanes. Leí el siguiente mensaje escrito en un papel:

Querido Olaf

Espero que haya dormido bien. Volveré esta tarde hacia las siete. Si tiene algún problema, puede localizarme en mi número de móvil 06…

Que tenga un buen día.

Sigrid

Versalles, 24/07/2006

Había firmado con el nombre que yo le había asignado. Me preguntaba qué efecto le había producido. Con mucho gusto la habría llamado para preguntárselo, pero pensé que estaría fuera de lugar, un hombre muy importante no perdería su tiempo en semejantes conductas.

Biscuit se acercó para mirarme fijamente mientras yo comía los cruasanes. Le ofrecí algunos trozos que él despreció con cara de decir que no era un gato que se conformara con las migajas del festín. También esquivó mis intentos de caricias en su ancha espalda. A aquel animal no le gustaban los extraños.

Mientras tomaba café, cogí el supletorio telefónico de la cocina y marqué 06. Eso ya no se correspondía con la melodía que había convertido mi noche en un tormento. Pulsé 01 que, en cambio, sí correspondía. Podría haber sido también 04 o 07, pero Olaf había precisado que llamaba a París. A no ser que me hubiera mentido, claro.

Sólo eran las diez y media. Continuaría más tarde con mis pesquisas. Fui a ponerme en remojo en un señor baño. De haber sido Baptiste Bordave habría estado trabajando en el despacho con mis colegas. ¿Cómo había podido perder tantos años de mi vida en una ocupación de la que conservaba tan pocos recuerdos?

Dejé que el agua caliente me ablandara. Me sentía feliz como un champiñón secado puesto en remojo en un caldo: recuperar mi volumen de antaño resultaba delicioso. Siempre he sentido lástima por las verduras liofilizadas: ¿a qué clase de vida se puede aspirar cuando pierdes tus contenidos líquidos? En el envase, se afirma que el producto secado conserva todas sus propiedades: si interrogáramos al encartonado vegetal, sin duda su opinión discreparía bastante. ¡La imputrescibilidad, menudo aburrimiento!

Desde que me llamaba Olaf, me sentía poroso. Al igual que la sémola de cuscús, absorbía el líquido que me rodeaba. De seguir así, mi cuerpo acabaría ocupando todo el volumen de la bañera. A juzgar por la cantidad de espumoso gel escandinavo que había vertido en el adobo, mis tejidos debían de tener sabor a jabón.

Cuando mi cerebro empezó a empaparse también, salí del baño. Mejor preservar la central en estado de funcionamiento y evitar los cortocircuitos. En el espejo, tenía el color de un arenque cocido. Volví a ponerme el albornoz y bajé al salón. Había una cadena estereofónica que Baptiste Bordave nunca habría podido tener ni en sueños. Los suecos y la alta fidelidad, ya se sabe. Pensé que estaba allí desde hacía un día y dos noches y que aún no había escuchado música alguna. El último en haber deslizado un CD en aquel aparato debía de ser el difunto Olaf. Si era como yo, no había guardado el disco después de escucharlo. Lo comprobé encendiendo y pulsando la tecla Play.

Mi corazón latía con fuerza ante la idea de escuchar la última música escuchada por mi predecesor. Las primeras notas me indicaron que se trataba de clásico. Alivio: me libraría de esas suecadas estilo Abba. Muy rápidamente, identifiqué el Stabat Mater de Pergolesi.

Con el objeto de que el momento fuera perfecto, fui a la cocina a buscar una copa del Clos-Vougeot de la víspera. Regresé para tumbarme en el sofá y saboreé la gran música y el gran vino.

Era el mismo que tomaban los estupefactos comensales de El festín de Babette: decididamente, los nórdicos entendían de borgoñas. Fruncí el ceño: el último en haberme hablado de vinos de Borgoña era el bodeguero que llamó por teléfono, justo después de la muerte de Olaf. Francamente, ¿había tenido algún bodeguero alguna vez? Y, ya puestos a tener, ¿un bodeguero borgoñés? Baptiste Bordave no tenía gustos tan nobles con la bebida. Había demasiados vinos de Borgoña en aquella historia. Debían de formar parte del complot.

Recordé que tenía previsto efectuar algunas pesquisas telefónicas para encontrar el número del último interlocutor de Olaf. Por desgracia, el Stabat Mater había recubierto la melodía en mi cerebro, que, por cierto, tenía buen gusto: entre Pergolesi y France Telecom, no era difícil elegir. Eso no impide que necesitara aquel recuerdo dodecafónico: ¿cómo desenterrarlo de mi memoria?

Daba vueltas tirándome del pelo. Nada resulta más arduo que desentrañar un ritornelo simplón en una cabeza invadida por una orquesta sublime. Tenía la sensación de estar cavando debajo de una espléndida ciudad para acabar descubriendo las ruinas de un poblado sin prestigio alguno. Aquella absurda arqueología acabó de volverme loco.

Empecé a gimotear algunos «¡Cállate la boca, Pergolesi!» cada vez más frenéticos. Biscuit me observaba con desprecio. Corrí al piso de arriba a buscar el garabato de la víspera. Resultó ser tan poco mnemotécnico como una paleta para pasteles. Grité de desesperación.

Volví a bajar. En la cocina, me tropecé de nuevo con el mensaje de Sigrid. Su número de teléfono correspondía a la fecha de aquel día: utilicé ese pretexto para llamarla.

Contestó enseguida.

—¿Es una coincidencia —le pregunté— que su número de teléfono sea el de la fecha de hoy?

—No, cambio de número cada mañana. Es un método para saber siempre qué día es.

—¿De verdad?

—Pero, Olaf, ¡por supuesto que es una coincidencia! De no ser por usted no me habría dado cuenta. ¡Qué manera de fijarse en los detalles!

—¿Eso cree?

—Sí. Deformación profesional, supongo.

Se despidió de mí en unos términos amables. Me pregunté qué oficio podía deformar un cerebro de aquel modo. ¿Agente secreto? Sí, esta preocupación por los detalles sería propia de un agente secreto. Mi paranoia podría proporcionar un valioso servicio al contraespionaje. Y si mi predecesor acogía en su casa a un agente secreto, ¿significaba que él también ejercía la misma profesión?

El cerebro es un ordenador caótico. La melodía del número de diez cifras surgió de repente de mi memoria. Siempre ocurre lo mismo, encuentras las informaciones precisamente cuando no las buscas.

Volví a subir y entré en cada habitación. Una amplia estancia con un escritorio: debía de ser la de Olaf. Me senté en su escritorio. A tenor de la cantidad de números acumulados en su memoria telefónica, habría necesitado un siglo para identificar el de mi melodía.

Aunque también es cierto que no tenía nada más que hacer y disponía de todo el tiempo del mundo. Me apliqué a ello de inmediato: siempre que un número empezaba por 01 o 04, descolgaba el teléfono y tecleaba su partitura, deteniéndome ante la primera divergencia con la decafonía buscada. El orden alfabético servía como cualquier otro para contribuir a mis gestiones. En la letra B, constaté, no sin alivio, que no aparecía ningún Bordave. Por otra parte, Olaf y yo parecíamos no tener ningún conocido en común. Mejor así.

Siempre me han gustado las tareas monótonas y estúpidas. De no ser así, ¿cómo habría podido trabajar tanto tiempo en una oficina? Me gusta sentirme operativo sin tener el cerebro crispado por el esfuerzo. Es mejor que la inacción, te libera la cabeza de la angustia. Las más hermosas ensoñaciones se producen en los trabajos más estúpidos. Este piloto automático no impide que la materia gris siga analizando la actividad de un modo jugoso: a la larga, aquella partitura musical de diez cifras se me hizo tan familiar que ya casi no necesité el teclado para escucharla. Yo, que siempre he admirado a los que leen las partituras exclamándose sobre su esplendor, me sentía orgulloso de mi minúsculo progreso.

A veces un nombre me inspiraba y me desconcentraba. Deskowiak Elzbieta. Debía de ser Elisabeth en polaco. Elzbieta es bonito. Conocer una Elzbieta Deskowiak, esto te prepara la mente para cualquier sorpresa. No como Desmarais Paul, justo en la línea siguiente. O era un prefijo telefónico que reactivaba la máquina de soñar: 00 822, ¿a qué país correspondía? O todavía más loco: 00 12 (479), debía de tratarse de una pequeña isla del Pacífico. ¿Existía teléfono allí? Imaginaba al tipo en lo alto de su cocotero, bajando a toda velocidad al escuchar el timbre de su teléfono.

Igual que los niños gamberros, a veces sentía la tentación de llamar. No era yo quien pagaba la factura, así que ¿para qué cortarse? «Hola, ¿cuál es el nombre de su país? ¿Qué hora es allí?»

Aquellas tonterías me hicieron aminorar el paso. A la una y media, sólo iba por la letra E. Bajé de nuevo a la cocina y me preparé un bocadillo de berros. Delicioso, pero hay que limpiar bien los berros, de lo contrario puedes contraer una enfermedad atroz de la que mueres sufriendo un terrible martirio. Informaciones así hacen que los berros resulten admirables. Es como ese pez japonés, el fugu, que es al sashimi lo que la ruleta rusa a los juegos de sociedad.

Regresé a la agenda telefónica. Comiendo, me había olvidado de mi aprendizaje de composición musical. Tuve que marcar de nuevo las teclas, como un retrasado que ha descubierto un nuevo juego.

De repente, el teléfono sonó. Me entró el pánico, no supe qué actitud adoptar. Finalmente descolgué para que dejara de sonar aquel insoportable timbre. Era Sigrid.

—Perdone, Olaf. ¿Tiene noticias de mi marido?

—No. ¿He hecho bien en contestar?

—Como quiera. Está usted en su casa.

No sabía hasta qué punto era cierto.

—He llamado varias veces pero comunicaba sin parar —dijo.

—En efecto —dije muy azorado—. Perdóneme.

—No, qué va, no pasa nada.

—¿Está preocupada por Olaf?

—Estoy acostumbrada. Y haría mal en preocuparme, ¿verdad?

—Por supuesto.

Colgué, avergonzado por semejante mentira. «Estoy acostumbrada», había declarado. ¿Debía interpretarlo como la confirmación de la hipótesis del agente secreto? ¿En qué otro oficio desaparece uno sin avisar a su mujer?

¿Y si yo era el jefe de una importante red de contraespionaje? Me gustaba la idea. Para mí, que nunca había sido misterioso, aquello suponía un cambio. Por desgracia, ¿durante cuánto tiempo iba a poder engañar a la encantadora Sigrid?