Me desperté a las once. ¿Alguna vez había dormido hasta tan tarde? Mi nueva encarnación debía de tener mucho que ver en ello. ¿Acaso existen vacaciones más profundas que las que supone descansar de uno mismo? Todo el mundo sabe que se duerme mejor estando de vacaciones.
Un olor a café flotaba en el interior de la villa. Oí cómo Sigrid caminaba de puntillas: mi mujer demostraba tener conmigo unas atenciones exquisitas. Me hubiera gustado que me trajera el desayuno a la cama, pero habría sido pedirle demasiado a una esposa a la que apenas acababa de conocer.
Si el desayuno no va a la cama, la cama va al desayuno: me envolví en ese albornoz tan confortable como un edredón acolchado y bajé.
—¡Buenos días, Olaf! —dijo ella con una deliciosa sonrisa.
—Buenos días —respondí reprimiendo el Sigrid que ya me asomaba a los labios.
—¿Quiere café?
—Sí, gracias. Quizá es un poco tarde para desayunar.
—No. Aquí las horas no existen.
Me sirvió una taza de café y unos cruasanes y se alejó. ¿Por qué se marchaba? Comí con una mezcla de gula y despecho.
Regresó cinco minutos más tarde.
—¿Desea algo más?
Me hubiera gustado responder: «Sí, que me haga compañía.» Impensable.
—No, gracias. Toda está perfecto.
—El domingo suelo quedarme en casa. Es el único día de la semana en el que tendrá que soportar mi presencia.
—Su presencia resulta muy agradable.
Sonrió por lo que tomó como un cumplido y pasó a la habitación contigua.
Mi perplejidad aumentó. Se dirigía a mí como si tuviera previsto que mi estancia fuera larga. Yo no deseaba otra cosa, pero estaba claro que se equivocaba de persona. ¿Quién se suponía que era?
Además, parecía excusarse por estar en su casa. Eso me molestaba. Era yo quien estaba en situación de importunarla, no al revés. Llevada a semejante extremo, la hospitalidad no dejaba de sorprenderme.
O quizá me equivocaba. Puede que Olaf formara parte de una banda, y que le hubiera anunciado a Sigrid que el jefe de la organización se quedaría en su casa durante un periodo indeterminado.
En la biblioteca del salón, encontré una novela traducida del sueco, Miel de abejorro, de Torgny Lindgren. No me sonaba de nada. Repantingado en el sofá, me puse a leer. Era la historia de una conferenciante que, tras un misterioso malentendido, se convertía en rehén de dos hermanos chiflados, en el Gran Norte. Era excelente y no pude dejarla. De vez en cuando, Sigrid cruzaba la sala de estar con pasos amortiguados para no molestarme.
Cuando acabé el libro, me dormí sin darme cuenta. Aquel sofá era una trampa de comodidad y, como llevaba la ropa adecuada, todo me invitaba más al sueño. Dormir sólo importa cuando es aún mejor que comer entre comidas. Al despertar, mantuve los ojos cerrados durante largo tiempo, saboreando la sensación de reposo excesivo en mi cuerpo. Más allá de mis párpados cerrados, adivinaba que era de noche. Poco a poco me di cuenta de que alguien respiraba a mi lado.
Abrí los ojos y vi a Sigrid que, sentada frente a mí, me miraba en la oscuridad. Me sobresalté.
—Tenía sueño atrasado —observó.
Sí. En los tiempos en los que me llamaba Baptiste Bordave, el insomnio me perseguía.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? —pregunté.
—No. Ya sé, es de mala educación.
Habría querido decirle hasta qué punto me hacía feliz que me hubiera estado observando.
—El maleducado soy yo por quedarme dormido en su salón. Menuda invasión.
—Siéntase como en su casa.
¿Fórmula de conveniencia? ¿O confirmación de que me tomaba por el jefe de la banda de Olaf?
—Me ha gustado este libro —dije, enseñándole Miel de abejorro.
—Es fascinante. ¿Prefiere el dulce o el salado? —preguntó ella, demostrando así que lo había leído.
—Depende.
No me sentía demasiado orgulloso de mi respuesta.
—Ahora, por ejemplo, ¿qué le gustaría comer?
Tenía la boca seca, imposible analizarlo. Debió de intuir que mi lengua recorría mi paladar en busca de información, ya que me dijo:
—Tiene la boca seca. Tiene más sed que hambre.
—En efecto.
—Sobre todo nada de agua: necesita una bebida que tenga sabor. Ni un sabor impactante, como el café, ni un sabor aburrido, como el zumo de fruta. Un whisky le remataría, ya que acaba de despertarse.
—Diagnóstico inmejorable.
—Existe una solución perfecta: un brebaje que le quitará la sed y le proporcionará la alegría y el tono, que responderá a la llamada de sus palabras y le llenará de exaltación, que le hará la vida más ligera y que, al mismo tiempo, le devolverá el sentido del gusto.
—¿Y cuál es ese néctar?
—Champán muy, muy frío.
Estallé en una carcajada.
—Diga más bien que es usted la que se muere de ganas de tomarlo.
—Es cierto. Pero me gusta que mis deseos coincidan con los de mis huéspedes.
Caramba, ¿debía tomármelo como una insinuación? Se imponía la prudencia.
—¿Tiene mucho champán en reserva?
—Ni se lo imagina. ¿Quiere verlo?
Me ofreció la mano para invitarme a comprobar la inmensidad de sus existencias de champán. Aquella situación era demasiado hermosa para ser verdad. Cogí su mano, que resultó ser suave a morir.
Me condujo hasta el sótano, formado por varias habitaciones espaciosas y repletas de cajas de contenido misterioso. Flotaba en el ambiente ese olor que tanto me gusta, compuesto por una mezcla de delicados mohos, polvo antiguo, oscuridad y secreto: un olor a bodega. Se me saltaban las lágrimas.
—No es lo que nos interesa —dijo Sigrid—, pero aquí tenemos la cámara frigorífica.
Había increíbles provisiones de jamón, quesos, legumbres, cremas, salsas: comida para alimentarse durante meses.
—¿Está a punto de estallar la guerra? —pregunté.
—Sobre esto sabe más usted que yo. La bodega es por aquí, y ahora llegamos a la felicidad.
Abrió una puerta. Vi una piscina de unos treinta centímetros de profundidad, ancha, llena de agua atestada de cubitos de hielo, de la que, extendiéndose hasta el infinito, sobresalían los golletes de botellas de champán. Parecía una inundación en la era glacial que hubiera invadido la tumba de ese emperador chino que se había hecho enterrar junto a miles de estatuas guerreras con la efigie de su ejército.
—Increíble —murmuré.
—Así, en cualquier momento del día o de la noche hay champán a la temperatura ideal.
—¿Cuántas botellas hay aquí?
—No tengo ni idea. Una máquina se encarga de mantener la corriente y de regenerar el agua de los cubitos de hielo. Las botellas no deben estar demasiado juntas para que los cubitos puedan circular.
—¿Sólo Veuve Clicquot?
—Es mi preferido, pero también tenemos Dom Pérignon, el preferido de Olaf. Y, entre los de cosecha, tenemos Roederer y Krug.
—¿Y cómo hace para localizarlos?
Con expresión maliciosa, me llevó hasta un panel de mandos, cubierto de botones y de etiquetas con el repertorio de champanes y cosechas.
—Cuando pulsas el botón correspondiente al champán deseado, las botellas se iluminan. Roederer 1982, por ejemplo.
Pulsó la tecla correspondiente. Aparecieron varias botellas, aureoladas de una luz verde jade.
—Si pulsa todas las teclas a la vez…
La piscina se volvió todavía más mágica, dejando entrever una anaranjada superpoblación de Veuve Clicquot, el azulado y pálido estallido del Dom Pérignon, los violáceos islotes del Krug.
—Un sistema de ventosas mantiene cada botella en pie, a distancia unas de otras. La piscina es larga y estrecha, un pasillo la rodea para facilitar el acceso a cada caldo. ¿Cuál desea tomar?
—En honor a Olaf, me gustaría un Dom Pérignon.
No me atreví a precisar que nunca lo había probado. Un personaje tan importante como yo no podía desconocer esas cosas. Además, deseaba descubrir el champán preferido de mi predecesor.
Cogió una botella, la puso en una cubitera que, previamente, había llenado con el agua de la piscina. La densidad del hielo me maravilló.
Sigrid abrió un refrigerador lleno de copas relumbrantes de escarcha, cogió dos y volvió a subir al salón, no sin antes insistir en la importancia de la temperatura del vaso. La seguí, maravillado y dócil, abandonando a mi pesar aquella cueva de Alí Babá.
—¿Quiere abrir la botella? —propuso ella.
Llevé a cabo la tarea, amortiguando con mi mano la explosión del corcho para obtener el ruido de una bala disparada con silenciador, tomándome muy en serio el papel del personaje que ella creía que yo era.
—¿A la salud de Olaf? —propuso Sigrid.
—¿Cuál de ellos?
—Sólo conozco a dos: usted y él. Brindemos por el ausente.
Se lo debía. Tomé mi primer sorbo de Dom Pérignon: me pareció aún más vivo y sutil que la viuda, pero quizá fuera porque había pasado una jornada más agradable que la anterior. Me esforcé en disimular mi emoción, como un hombre de mundo acostumbrado a semejantes placeres.
—Es la primera vez que bebo champán justo después de la siesta —dije.
—¿Y qué tal?
—Perfecto. Tenía usted razón, es justo lo que necesitaba.
—Anoche había cenado. Esta noche está en ayunas. ¿No le parece que eso subraya el sabor del champán?
—Quizá. ¿Come usted alguna vez?
—Pocas veces.
—¿Es usted modelo?
—No. No trabajo. Llevo una vida ociosa y de fasto.
Sonrió y llenó las copas.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Olaf? —pregunté.
—Me conoció hace cinco años.
—«Me conoció», lo dice como si usted no hubiera estado allí.
—En cierto modo fue así. Mi hermano era traficante de drogas. Para saber si vendía buen material, probaba la mercancía conmigo. Yo era su probadora de heroína. No podía limitarme a probarla. Cuando Olaf me recogió, estaba inconsciente, con una sobredosis. Me desperté aquí.
—No sabía que Olaf coqueteaba con esos ambientes —me aventuré a comentar.
—Y no lo hace. Para que pudiera quedarme aquí, la condición que me puso fue que no debía tocar nunca más la droga. A Olaf le horroriza. La desintoxicación fue dura. Resistí porque deseaba quedarme aquí.
—¿Le gusta esta villa?
—¿A quién no?
No me atreví a decir que me parecía horrible.
—Es un lugar confortable —respondí.
—Para mí fue la salvación. Mi hermano no podía saber dónde estaba, y estamos tan lejos de él. Él y yo vivíamos en la zona de Bobigny, me ha perdido el rastro.
—¿Es usted francesa?
—¿No lo sabía?
Se rió.
—¿Le parece que tengo aspecto de sueca? —preguntó.
Eso era precisamente lo que había pensado, pero hice como que estaba de vuelta de todo:
—Eso no significa nada. Olaf tampoco tiene aspecto de sueco.
—Ni usted —añadió—. Olaf me enseñó a hablar bien. Como sabe, habla francés con mucha distinción. No tengo nada que ver con la que era antes de conocerle.
Yo tampoco. Definitivamente, conocer a Olaf transfiguraba a mucha gente.
—Menudo es —dije.
—Sí. Le quiero mucho. Evidentemente, no lo quiero como una mujer quiere a su marido.
¿Evidentemente? ¿Qué tenía eso de evidente?
—Le quiero más que eso —concluyó ella.
Seguía sin comprender nada.
—Pero le estoy cansando de tanto hablar de mí —dijo.
Al contrario.
—Le toca a usted contarme cómo conoció a Olaf.
Menuda papeleta.
La providencia llegó bajo la apariencia de un gato. Un gato enorme y lento que avanzó con una enfurruñada majestuosidad hasta la dueña de la casa.
—Es Biscuit —explicó ella—. Viene a reclamar su comida.
Tenía un aire imperial, molesto por tener que recordarle sus deberes a su criada.
Ella fue a la cocina y preparó una lata de paté para gatos de lujo que volcó en un plato hondo. Lo dejó en el suelo. Acabamos la botella de champán contemplando cómo Biscuit devoraba tranquilamente su pitanza.
—Yo recogí a Biscuit hace dos años, igual que Olaf me recogió a mí. Era un gatito delgado y asustado.
—Ha cambiado.
—¿Quiere decir que ha engordado?
—Sí. Y ya no parece en absoluto asustado.
Se rió.
Yo tenía hambre. Me hubiera gustado reclamar mi comida, igual que Biscuit. Los humanos estaban sujetos a la hipocresía, le pregunté si no tenía hambre. No debió de oír mi pregunta porque dijo:
—¿Sabe? Sin Olaf, a estas alturas estaría muerta. Y ni siquiera hubiera sido grave, teniendo en cuenta lo que entonces era mi vida. Pero Olaf no se limitó a salvarme, me enseñó lo que merece la pena de la vida.
Empezaba a resultarme cargante, con su San Olaf. Sentí deseos de decirle que estaba muerto y que era a mí a quien había que ir pensando en alimentar. Me contenté con un golpe bajo:
—¿Se refiere a que le enseñó a sustituir la heroína por el alcohol?
Se echó a reír.
—Si sólo me hubiera enseñado eso, ya sería formidable. Pero me enseñó mucho más.
No quise preguntarle qué le había enseñado Olaf. Declaré simple y llanamente que tenía hambre. Pareció despertarse:
—Perdone, estoy desatendiendo mis obligaciones.
Así era.
—¿Qué le apetece comer?
—No lo sé. Lo mismo que usted.
—A mí nunca me apetece comer.
—Esta noche haremos una excepción. Usted dice que no le gusta beber sola, a mí no me gusta comer solo.
Mis modales la dejaron estupefacta, pero era un hombre lo bastante importante para que me obedeciera. Abrió la nevera y, aunque rebosaba de provisiones, miró su contenido con expresión de desamparo. Parecía una chica presumida mirando fijamente su bien provisto guardarropa y dispuesta a concluir que no tenía nada que ponerse.
Decidí echarle una mano:
—Tenga, hay dos escalopes, pasta fresca, champiñones, crema. Yo cocino, ¿de acuerdo?
Pareció aliviada.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó.
—Lave los champiñones y córtelos en láminas.
Pelé el ajo, lo corté en láminas y lo rehogué con la carne bañada en mantequilla. Salteé los champiñones troceados en otra sartén. Lo puse todo en una cazuela y le añadí un botellín entero de crema espesa.
Sigrid me miraba con inquietud.
—¿Olaf no lo hace así? —le pregunté.
—No lo sé. Nunca le he visto cocinar.
¿Qué clase de matrimonio era ése? ¿Y por qué seguía llamándola Sigrid? Seguramente tenía un nombre francés. ¿Cuál? No podía imaginármelo.
—¿Tiene vino tinto para acompañar la comida?
—En la bodega debe de haber, pero no entiendo de vinos.
Divisé una botella de tinto en un rincón de la cocina.
—¿Y éste?
—Ah, sí, Olaf debió dejarla preparada.
Se acercó para leer la etiqueta.
—Clos-Vougeot 2003. ¿Está bien?
—Excelente, ábrala.
No daba crédito al modo brusco en el que me dirigía a ella.
—¿Comemos en la cocina o en el comedor?
En la cocina no había ventanales, y eso me incitó a elegir aquel espacio. La que probablemente no se llamaba Sigrid puso la mesa. Cocí la pasta fresca y la serví.
—Está deliciosa —dijo educadamente.
—Está correcta. He preparado más para que quede para mañana. Es un plato que mejora con la espera.
Esperaba consternarla con la perspectiva de comer de nuevo mañana. Utilizó aquel pretexto para apenas probar bocado. «Me ha asegurado que mañana estará más bueno.»
Las mujeres que apenas tocan el plato me ponen nervioso. Sentí la tentación de decírselo pero me eché atrás: no tenía por qué ser tan desagradable con una persona que me recibía tan amablemente y que me ofrecía un Clos-Vougeot del 2003.
—Es un gran vino, ¿sabe?
—Probablemente —respondió la no-Sigrid tomando un sorbo—. Mi paladar no es lo bastante fino para darse cuenta.
—¿No le gusta?
—No tanto como quisiera.
—Entiendo. Es usted una extremista del champán.
—Eso es.
Seguía sin atreverme a preguntarle cómo se llamaba.
Deseaba tanto saberlo que mi exceso de curiosidad habría convertido mi pregunta en algo demasiado íntimo. Además, pensaba que había numerosos aspectos sobre los cuales ardía en deseos de preguntarle, los cuales también me estaban prohibidos: ¿quién era Olaf, quién se suponía que era yo, cuáles eran nuestras actividades comunes? En comparación, el dominio onomástico me pareció carente de interés. Quizá resultara incluso grosero no preguntárselo.
—¿Cómo se llama usted?
Sonrió.
—Como usted quiera.
—¿Cómo dice?
—¿Cómo le gustaría que me llamara?
—No es cuestión de lo que me gustaría y lo que no. Dígame cuál es su verdadero nombre.
—No tengo. El de mi carnet de identidad nunca ha servido. Mi madre era amnésica y me llamaba cada vez con un nombre distinto. Mi padre y mi hermano no me llamaban de ningún modo. En la escuela, me llamaban por mi apellido, que, felizmente, ya no llevo.
—¿Por qué felizmente?
—Porque mi apellido era Baptiste, un nombre de hombre. Es extraño que te llamen Baptiste a cada momento.
Me estremecí. Se hizo un silencio.
—Por otro lado —retomé—, ese nombre le da derecho a bautizar. Podría elegir un nombre. ¿Cuando quiere hablar consigo misma, cómo se llama?
—No me llamo de ninguna manera. ¿Usted si?
—Por supuesto. Me echo unas broncas tremendas a mí mismo: «Baptiste, eres un cretino…»
Ella estalló en una carcajada.
—¡Se ha llamado Baptiste! Le estoy liando con mis historias…
Recuperé la compostura como pude:
—¿Y Olaf cómo la llama?
—Me da un nombre sueco.
—¿Y a usted le gusta?
Se encogió de hombros.
—Me he acostumbrado. Aparte de Baptiste, me gustan todos los nombres que me ponen.
—¿Incluso Gertrude?
—Me gusta Gertrude.
—Prefiero Baptiste.
—No me gusta mi familia, no puede gustarme ese nombre. Además, ¿sabe?, me gusta la idea de llevar el nombre que cada uno quiera ponerme.
—Es el equivalente del trabajo interino.
—Exacto.
—¿Cuál es el nombre que Olaf ha elegido para usted?
—No se lo diré. No quiero influir en su imaginación.
Fingí reflexionar mirándola con atención, como se contempla un catálogo de muestras ante un comerciante de pinturas. Parecía disfrutar al sentirse observada de aquel modo. La entendía: deseaba vivir ad libitum ese intenso momento que cada uno sólo vive una vez y casi siempre sin ser consciente de ello: ser investido con un nombre.
En realidad, ya lo tenía decidido. Lo que me impresionaba era que, por instinto, incluso antes de enterarme de aquella ausencia de nombre, yo ya la había bautizado. Se diría que había experimentado la necesidad de hacerlo, una necesidad que colmaba con ese nombre que tan familiar me resultaba ya.
—Sigrid.
—Sigrid —repitió maravillada—. Es bonito.
—¿Es el nombre que Olaf le había puesto?
—No.
—¿Cuál había elegido?
—No es asunto suyo.
—¿Guarda en secreto todos los nombres que le ponen?
—Cuando la relación con la persona es íntima, sí. Olaf es mi marido.
—Y, en las relaciones sin intimidad, ¿cuál es el nombre más disparatado que le han puesto?
—¿Por qué le apasiona tanto este asunto?
—No lo sé —respondí, sabiendo, sin embargo, que se debía a mi propio nombre.
Reflexionó unos instantes y acabó diciendo:
—Sigrid.
—¿Le parece que nuestra relación no es íntima?
Ella rió.
—En todo caso, me alegra que haya elegido un nombre sueco. Es muy delicado por su parte. Es como si me admitiera en su mundo.
«Mi querida Sigrid, eres tú la que me admite en tu mundo», pensé.
Cuando se retiró, me pareció muy frustrante no poder acompañarla a sus aposentos. «Esos matrimonios que duermen separados son insoportables», pensé. Pero Sigrid no sabía que, en adelante, yo era su marido, no había que forzar las cosas.
Me acosté, encantado de mi jornada. ¿Qué había hecho? Había leído una excelente novela, había dormido, había bebido Dom Pérignon y Clos-Vougeot, había comido en una deliciosa compañía. No podía soñarse una agenda mejor. Sobre todo, había aprendido a conocer mejor a mi esposa. Creía haberme casado con la sueca ideal, y me encontraba casado con una ex yonqui de Bobigny que había bautizado con el nombre de Sigrid y que me gustaba todavía más.
Sin embargo, que su patronímico fuera Baptiste me pareció una coincidencia un poco forzada. Recuperé la hipótesis del complot. ¿Casualidad? Junto al interfono, en mi piso, estaba escrito Baptiste Bordave. ¿Podría ser que el difunto Olaf hubiera elegido llamar allí por la única razón de que mi nombre le resultaba familiar? En ese caso, no tenía sentido preocuparme.
A pesar de la larga siesta, sentí que el sueño me arrastraba. No existe llamada más irresistible, y más teniendo en cuenta que no había ninguna razón para no dejarse arrastrar. Me dormí plácidamente.