Al llegar la noche, me invadió la angustia.
Aquella situación no podía ser natural. Recapitulé: la noche anterior, había asistido a una cena en la que un invitado me había indicado qué método seguir en el caso de que alguien tuviera la descabellada idea de morirse en mi casa. Aquella misma mañana, un desconocido se presentaba en mi domicilio y fallecía. Es cierto que mi inmueble disponía de un interfono, algo que en París no resulta demasiado frecuente; aunque Olaf también podría haber llamado a cualquier otro piso. Sin embargo, había llamado a mi casa, como si me hubiera elegido previamente. Antes de morir dos minutos más tarde, había tenido tiempo de mentir en dos ocasiones: respecto a la cabina telefónica y respecto a su coche.
¿Existía relación entre la velada y el acontecimiento matutino? No había seguido los consejos que me había prodigado aquel individuo. Eso no quita que, de no ser por él, habría pedido ayuda inmediatamente, sin dudarlo siquiera. Las palabras de aquel hombre mundano me habían frenado, me había hecho reflexionar y fue durante aquellos minutos de íntimo conciliábulo conmigo mismo cuando la descabellada idea de un intercambio de identidad tomó forma en mi mente.
¿Y si existiera una conspiración para que concibiera semejante proyecto? ¿La llamada telefónica del bodeguero formaba parte de la puesta en escena? No resultaba imposible: había logrado convertirme en alguien totalmente ajeno a ese Baptiste Bordave describiéndome comportamientos que ni yo mismo recordaba. Incluso había hablado del vino de Mersault. Por parte de un vendedor de vino de Borgoña, no resultaba inverosímil. Sin embargo, ¿no resultaba estremecedor que hubiera elegido el nombre del personaje de El extranjero? ¿Acaso yo no había despreciado a Baptiste Bordave? ¿Cuál era la razón para que fuera él el elegido para ese misterio?
Una vez en la cama, di vueltas y más vueltas. Me las tuve con un argumento de talla: en la base de aquella historia había un cadáver. Olaf Sildur no había simulado su propia muerte. Era necesario estar totalmente paranoico para imaginar que la vida de un hombre había sido sacrificada sólo por el placer de engañarme.
Por otra parte, ¿qué prueba tenía de que estuviera muerto? Yo no era médico. Le había tomado el pulso, escuchado el corazón: en nuestros días, probablemente existen drogas o dispositivos que permiten disimular las pulsaciones durante un tiempo razonable. Si Baptiste Bordave hubiera sido médico, no lo habrían timado tan fácilmente. Ardía en deseos de regresar al apartamento para verificarlo: me habría apostado lo que fuera a que el fiambre ya no estaba allí.
Pero ya no podía regresar a mi antiguo domicilio: se suponía que estaba muerto. ¿Por qué era irreversible? Porque tenía ganas de dejar de ser Baptiste Bordave. Peor aún: deseaba ser Olaf Sildur.
Habían enviado a alguien sin apegos, ni siquiera consigo mismo, un hombre de altura, edad y color de pelo similares a los míos. El peso y la nacionalidad diferían, pero ésas son características más fácilmente modificables que la edad y la altura. Y, sobre todo, habían enviado a un individuo cuya suerte era más envidiable que la suya: rico, con un Jaguar y una villa en Versalles.
Last but not least, casado con una criatura de ensueño. ¿Quién no desearía ser el marido de una mujer así? Me preguntaba si ella estaba al corriente del complot. ¿Acaso no se había mostrado encantadora, acogedora y discreta conmigo? Eso por no hablar de su exquisita manera de invitarme a beber un champán cuyo nombre no podía resultar más oportuno.
Esta última hipótesis me desagradó. Aunque estaba dispuesto a aceptar sin dificultad que toda aquella historia fuera un montaje, no podía tolerar que la chica estuviera en el ajo. Eso no se ajustaba a lo que sabía de ella.
«¿Lo que sabes de ella? ¿Qué sabes de ella?» Sabía de su ropa diseminada, de sus ojos, una silueta, una voz, una propensión a cenar champán y no con champán. ¿Y si estaba haciendo comedia? Tenía un físico de actriz; no, eso era ridículo, no existe un físico de actriz, ¿cómo se pueden inventar expresiones tan huecas? Además, ¿qué clase de comedia había interpretado? No me había contado nada de sí misma, a no ser, y de pasada, que era la esposa de Olaf, lo cual yo ya sospechaba.
Mi antiguo nombre me autorizó a bautizarla como Sigrid. Me gustaba. Me dormí con aquel pensamiento. En la habitación de al lado descansaba la viuda de Olaf, Sigrid Sildur, que lo ignoraba todo de su propia viudedad y de la resurrección de su marido.