Llegué a Versalles. Había elegido aquella dirección sin pensarlo siquiera. ¿Adónde podía ir sino? Bien tenía que descubrir mi casa. Si me hubieran dicho que un día viviría en Versalles, no me lo habría creído. Para un extranjero, aquel lugar parecía tener menos connotaciones. Un escandinavo podía vivir en esa ciudad sin presentar un perfil versallesco.

Al ver la villa, estallé en una carcajada burlona. Me horrorizan las villas. La villa es la idea que las almas simples se hacen del lujo. El instinto completa «Villa mi sueño». Toda villa que se precie se llama así. Una villa no tiene ventanas, tiene ventanales. Detesto su función. La ventana sirve a los habitantes de una casa para ver el exterior, mientras que el ventanal sirve a los habitantes de una villa para ser vistos desde el exterior. La prueba es que el ventanal llega hasta el suelo: y eso que los pies no tienen la facultad de mirar. Eso permite mostrar a los vecinos que uno lleva zapatos bonitos incluso cuando está en casa.

Toda villa que se precie incluye un jardín, si es que puede llamarse jardín a esas extensiones verde manzana en las que, en vano, buscaríamos un árbol digno de llamarse así; «sobre todo nada de árboles grandes, se comen la luz», dice la burguesa. Sí, porque la villa contiene, antes que cualquier otra cosa, una burguesa, ya que nadie más quiere vivir allí.

De entrada, excluí la posibilidad de que mi predecesor hubiera elegido vivir allí. Nunca había conocido a un sueco, pero no tenía motivos para suponerles semejante mal gusto. ¿Existía una señora Sildur? ¿Era sueca? En todo caso, tenía un gusto que anunciaba execrables relaciones entre nosotros.

Decidí espiar los ventanales. Sus habitantes esperaban ser observados: ningún seto impedía ver el minigolf que les servía de jardín. Querían mirones, pues tendrían mirones. Y qué divertido resulta espiar a tu propia mujer, ¡descubrirla sin que ella lo sepa!

Había aparcado el Jaguar un poco más lejos, con el fin de que se ignorara el regreso del marido. Deambulaba, como si nada.

Una sueca, ¿cómo se llamará? ¿Ingrid? ¿Selma?

Transcurrieron unas horas. Tuve tiempo suficiente para contemplar todas las hipótesis. La señora Sildur era una vieja rentista, casada por interés. Sufriría un ataque cardiaco cuando le contara el final de Olaf y yo heredaría una fortuna. La señora Sildur se llamaba Latifa, era una joven marroquí cuya belleza me hechizaría. La señora Sildur era parapléjica y se desplazaba en silla de ruedas. No había señora Sildur, pero sí un señor Sildur llamado Björn. Me parecía imposible que un hombre hubiera elegido aquella villa: quizá era porque no conocía a Björn.

Aquel inventario me fascinaba hasta el punto de proporcionarle a mi paciencia dimensiones extraordinarias. Hacia las siete de la tarde, aún no había visto a nadie pero necesitaba ir al servicio. En mi bolsillo, las llaves constituían una tentación para mi mano. Incapaz de resistir más, empujé la verja, caminé hasta la escalinata, introduje varias llaves, encontré la buena. La puerta se abrió. Entré conteniendo la respiración y me encontré un vestíbulo de mármol blanco.

De puntillas, exploré varias habitaciones y localicé el baño. El ruido de la cisterna fue menos discreto de lo previsto: ahora ya debían de estar al corriente de mi presencia. Sin embargo, nadie salió a recibirme. Parecía que estuviera solo.

La villa se correspondía con la vulgaridad que me había temido. Las empuñaduras de las puertas eran doradas. En el comedor, el suelo y la mesa eran de mármol blanco. El interior, en cambio, inspiraba cierta simpatía por su decadente sentido de la comodidad. Podías hundirte en los sofás y las butacas hasta el punto de no desear levantarte nunca más.

En el piso de arriba, varias habitaciones espaciosas. No tardé en localizar rastros femeninos: un cuarto de baño con cosméticos, quince champús diferentes. Ropa diseminada. La hipótesis de Björn se venía abajo. Faldas estrechas y cortas: aquello olía a juventud y a delgadez. No me había casado con una vieja vaca.

Nadie: me había casado con la hija del aire, ese ser que uno espera y que, como la Arlesiana, nunca llega. En el bolsillo izquierdo, llevaba los preservativos de mi predecesor: debíamos de ser un matrimonio muy liberal. No conocía aún a mi esposa y ya me estaba engañando. Y yo a ella también, al parecer.

Tenía hambre. Bajé de nuevo. Nada resulta más agradable que comer en una cocina ajena. En la nevera americana, había materia prima para alimentar a toda Suecia: salmón ahumado, crema agria, pero también alimentos corrientes. Cogí huevos, queso y me preparé una tortilla.

En un rincón, pan: lo toqué, era del día. Puse algunas rebanadas a tostar, no sin antes estremecerme ante la idea de que, en su último desayuno, mi predecesor hubiera comido alguna.

Mientras devoraba, oí cómo se abría la puerta de la entrada. Ni siquiera pensé en huir. Debía de oler a tostadas y a huevo frito, ¿para qué esconderse? Además, tenía que acostumbrarme a aquella inverosímil legitimidad: estaba en mi casa. Con ademán fatalista, hundí un trozo de pan en mi boca y fingí sentirme a mis anchas.

El olor a comida atrajo hacia la cocina a la que yo suponía mi esposa. Al verme, no pareció sorprendida. Yo lo estaba mil veces más.

—Buenas noches —me dijo con una encantadora sonrisa.

—Buenas noches —respondí con la boca llena.

—¿Olaf no está con usted?

No tuve los reflejos de decirle que era yo.

—No —dije encogiéndome de hombros.

Aquella versión le pareció normal. Salió de la cocina y subió al piso de arriba.

Terminé mi plato desconcertado. Nunca había oído hablar de la hospitalidad sueca, pero estaba impresionado: aquella joven acababa de encontrar en su cocina a un desconocido atracándose con sus provisiones y ni siquiera se había inmutado. Incluso parecía pensar que no existía nada más natural. Lo que me dejó patidifuso hasta límites superlativos fue que no hubiera exigido saber quién era yo. En su lugar, yo me habría echado a mí mismo de la casa.

La villa me había preparado para encontrarme con alguien distinto. Aquella joven, que podía tener unos veinticinco años, no presentaba ninguna de las características de la población con la que uno suele cruzarse en este tipo de viviendas: se había mostrado acogedora, no me había sondeado para comprobar mi grado de frecuentabilidad, no había desconfiado de mí. Puse aquellas virtudes en el haber de su nacionalidad y, de inmediato, me arrepentí: me estaba comportando de un modo vulgar, atribuyendo a la primera sueca características que me había apresurado en declarar típicamente suecas, como si una golondrina hiciera verano, como si la personalidad de la desconocida no interviniera para nada en el asunto. Probablemente debía de existir, en Suecia igual que en todas partes, burgueses desconfiados y cerrados. Recordé algunas películas de Bergman, con severas y encopetadas esposas.

Mi predecesor tenía buen gusto. Ella tenía el físico de la escandinava soñada, alta, esbelta, rubia y de ojos azules, unos rasgos a juego con su hermosura general. Lo mejor era que, sin saberlo ella, era mi esposa. Sonreí al terminarme el plato. Qué situación más deliciosa. No sabía cómo se llamaba.

Fui a fumar un cigarrillo al salón. La hermosa chica se unió a mí.

—Se hospeda aquí, imagino.

—No quisiera molestarla —balbuceé, sinceramente intimidado.

—No me molesta. ¿Olaf le ha enseñado su cuarto?

—No.

—Sígame, se lo enseñaré.

Con consternación, vi que cogía mi equipaje y corrí a liberarla de semejante carga. Una vez arriba, me señaló una habitación espaciosa con todas las comodidades de revista de decoración.

—Dejaré que se instale —dijo mientras bajaba de nuevo la escalera.

Me hubiera gustado rogarle que se quedara conmigo. No me atreví.

Mi habitación daba a un cuarto de baño sólo para mí. Me di una larga ducha con productos que supuse suecos. ¿Y si había una sauna en aquella casa? No, eso era finlandés. Ahora que me había convertido en el feliz marido de una escandinava, no debía cometer más errores de principiante. Un albornoz de rizo me estaba esperando. Antes de deambular con semejante atuendo, dudé, pero luego pensé que eso me proporcionaría tema de conversación y una prueba de familiaridad.

Al encontrarme con la anfitriona en la cocina, le pregunté si me autorizaba a esa relajada informalidad o prefería que pasara al traje y corbata. Pareció sorprendida.

—No, está muy bien así. ¿Le ha comentado Olaf a qué hora regresaría?

Respondí con una negativa, lo cual no pareció sorprenderla.

—He puesto champán a enfriar. ¿Le apetece?

Abrí unos ojos como platos.

—¿Qué celebramos?

—Que me apetece. ¿Y a usted?

—Sí.

Destapó un Veuve Clicquot. Me sentí un poco confuso ante la idea de hasta qué punto, sin saberlo ella, compartía con aquella dama esa condición de viuda.

—El champán me gusta horrores y odio beber sola. Me hace un favor.

—Estoy a su disposición.

El champán estaba tan gélido que hacía que los ojos se humedecieran. Así es como siempre lo he preferido.

—¿Cómo se llama usted?

—Olaf —dije sin dudarlo, ligeramente envalentonado por el achispamiento de las burbujas.

—Igual que mi marido —observó ella.

Así que estaban casados de verdad. Así que era realmente viuda. A no ser que me aceptara como marido. ¿Cómo contárselo?

Rellenó mi copa. Me di cuenta de que había perdido la oportunidad, debería haberle preguntado por su nombre cuando me había preguntado el mío. Ahora ya no resultaría tan natural.

—El champán es la mejor comida —dijo ella.

—Querrá decir la mejor bebida para acompañar una comida —retomé, muy en plan francés, como si quisiera subrayar las sutilezas del idioma.

—No. Ya ve que no ceno. El champán es bebida y comida.

—Cuidado con emborracharse.

—Es lo que busco. La embriaguez del champán es un tesoro.

Hablaba sin acento. Estaba impresionado. Paradójicamente, eso no hacía sino subrayar su origen extranjero. Su pronunciación excesivamente perfecta no se correspondía con la de una francesa de pura cepa.

—Perdone que no le hable en sueco —empezó ella.

—Tiene razón —la interrumpí—. No hay que desaprovechar ninguna ocasión de hablar en la lengua del país en el que uno vive.

Esperaba haber superado el apuro. Había presentado aquello como un argumento de autoridad: no me sentía orgulloso de ello, pero sólo buscaba la eficacia. Sorpresa, ella no discutió. Concluí que acababa de meter la pata.

—Voy a dejarla, estará cansada.

—No. Tiene que acabar la botella conmigo. No pretenderá que la termine yo sola. Hábleme de usted, Olaf.

Era la primera vez que alguien —que ella— me llamaba así. Mi azoramiento echó raíces en mis rótulas, ascendió hasta mi cabello y efectuó ese trayecto varias veces. Algunas palabras adquieren su sentido más profundo cuando las pronuncian los demás. Sobre todo los nombres. Encantado y confuso, no se me ocurrió nada que decir.

—Perdone mi indiscreción —se excusó—. No es mi costumbre. Es el champán.

Vació la botella en nuestras dos copas y propuso un brindis:

—¡Por nuestro encuentro!

—¡Por nuestro encuentro!

Se lo tomó de un solo trago. Cuando acabó su copa, me pareció que sus ojos habían duplicado su volumen.

—El champán está tan frío que las burbujas se han endurecido —dijo ella—. Parece que estemos bebiendo polvo de diamantes.