Sorprendido de haber pasado una velada tan agradable, regresé a mi casa. Uno siempre se siente estimulado cuando habla de la muerte. Dormí con un sueño de superviviente.
Hacia las nueve de la mañana, mientras tomaba una segunda taza de café, llamaron al timbre. A través del interfono, oí la voz de un desconocido:
—Mi coche se ha averiado. ¿Podría utilizar su teléfono?
Desconcertado, abrí la puerta y vi entrar a un hombre de mediana edad.
—Perdone la intrusión. No tengo móvil y la cabina telefónica más cercana no funciona. Le pagaré el coste de la llamada, por supuesto.
—No es necesario —le dije, ofreciéndole el aparato.
Cogió el teléfono y marcó un número. Mientras esperaba, se desplomó.
Estupefacto, me lancé inmediatamente a su lado. Oí cómo una voz lejana decía «¿Diga?» al teléfono y tuve el reflejo de colgar. Zarandeé al hombre.
—¡Señor! ¡Señor!
Le tumbé de espaldas. Tenía la boca entreabierta y una expresión pasmada. Le di unos cachetes en las mejillas. Ninguna reacción. Fui a por un vaso de agua y, en vano, intenté hacérselo beber. Le salpiqué el rostro con el resto del líquido. Tampoco reaccionó.
Tomé el pulso del individuo y confirmé lo que ya sabía. ¿Cómo se sabe que alguien está muerto? No soy médico, pero cada vez que me he encontrado en presencia de un muerto, he experimentado una incomodidad muy profunda, un insoportable sentimiento de falta de pudor. Siempre ese deseo de decir: «Vamos, señor, ¡menuda pinta! ¡Repóngase! ¡Si todo el mundo se abandonara como usted…!» Cuando conoces al difunto, todavía es peor: «Esto no es propio de ti.» Y no digamos ya en el caso, perturbador hasta rayar en la obscenidad, de que el desaparecido sea un ser querido.
En este caso, mi muerto no era ningún ser querido y no estaba ni mucho menos desaparecido. Había elegido aquel singular momento de su vida para aparecer en la mía.
No era el momento de filosofar. Cogí el teléfono para llamar a los servicios de emergencia; el recuerdo de la conversación de la víspera detuvo mi gesto.
«¡Qué coincidencia!», pensé.
¿Seguiría el consejo de mi interlocutor de la víspera? ¿No era uno de esos provocadores frívolos que sueltan barbaridades para escandalizar a su audiencia? Me habría gustado avisar a los servicios de emergencia. Allí estaba yo, solo con aquel cadáver desconocido, desconocido al cuadrado, ya que incluso nuestro vecino de rellano, cuyas discusiones domésticas llevábamos veinte años oyendo, se convierte en un extraño cuando cruza la laguna Estigia. En situaciones semejantes, uno desearía tener a alguien a su lado, aunque sólo fuera a modo de testigo: «¿Ha visto qué me está ocurriendo?»
La palabra testigo me hundió en un estado de perplejidad. Nadie podría testificar acerca de mi desventura. La noche anterior, el interlocutor me había hablado de fallecimientos en el transcurso de una velada junto a varias personas, pero no era eso lo que se había producido. A mi alrededor no había nadie para dar fe de mi inocencia. Era el culpable ideal.
Sin embargo, no iba a instalarme en aquel estado de ánimo. Razón de más para llamar a emergencias: tenía que liberarme de aquel miedo absurdo que la conversación de un amante de las paradojas me había inoculado. Acerqué la mano al teléfono.
¿A quién había visto realizar aquel gesto por última vez? Al muerto. Aunque no me convirtió en supersticioso, aquel pensamiento sí me hizo recordar que el individuo en cuestión había marcado un número y que alguien había descolgado. Si llamaba a alguien, eliminaría para siempre mi única posibilidad de pulsar la tecla de rellamada para saber con quién intentaba comunicarse.
Seguro que no era ningún misterio: probablemente llamaba a su mecánico. Aunque había marcado el número de memoria: ¿sabemos el número de nuestro mecánico? No resultaba imposible, aunque no era en absoluto mi caso.
Por otra parte, al examinar de nuevo mi recuerdo, me había parecido que la voz que había dicho «¿Sí?» al otro lado del hilo era la de una mujer. ¿Puede una mujer dirigir un taller mecánico? Me critiqué a mí mismo por aquella reflexión machista. Sí, una mujer mecánica, ¿por qué no?
También resultaba verosímil que hubiera llamado a su esposa para conseguir el número del taller. En ese caso, me bastaba con pulsar una tecla para comunicarle a una dama su repentina viudedad. Aquel papel me horrorizó. Rechacé semejante responsabilidad.
Inmediatamente después, la curiosidad se apoderó de mí. ¿Tenía derecho a mirar la documentación del individuo? No me pareció elegante. Se me ocurrió que la actitud de aquel hombre tampoco lo había sido: presentarse en mi casa para morir así, poniéndome en semejante situación, ¡a mí, que le había abierto la puerta de un modo espontáneo! Sin dudarlo más, saqué su cartera del bolsillo interior de la chaqueta.
Por su carnet de identidad, me enteré de que se llamaba Olaf Sildur y era de nacionalidad sueca. Moreno y regordete, no se correspondía con la idea que yo tenía de un escandinavo. Había hablado francés sin pizca de acento. Nacido en Estocolmo en 1967, el mismo año que yo. Parecía más viejo, sin duda a causa de su corpulencia. No pude leer su profesión, escrita en sueco. En la fotografía, me pareció tan estúpido como lo era en aquel momento, en su cadavérica estupefacción: una vocación.
El domicilio que figuraba estaba situado en Estocolmo. Debía de tratarse de un residente francés. Eso no iba a ayudarme; ¿a qué, exactamente? La cartera también contenía mil euros en billetes de cincuenta. ¿Adónde diablos se dirigía aquel tipo, un sábado por la mañana, con semejante cantidad en metálico? Los billetes eran nuevos.
Llegado a este punto, registré los bolsillos de su pantalón. Un llavero, que incluía las llaves de su coche. Los preservativos me dieron que pensar.
Quise ver su vehículo. Me llevé las llaves y salí. Había varios automóviles aparcados en la calle, pero por primera vez me percaté de la presencia de un Jaguar. Probé las llaves: bingo. Sentado en el asiento del conductor, abrí la guantera: la documentación del vehículo indicaba que Olaf Sildur vivía en Versalles. Ningún otro detalle atrajo mi atención. Regresé a casa, donde el muerto me recibió con discreción.
—Olaf, ¿qué voy a hacer contigo?
No respondió.
De nuevo, la voz de la conciencia me conminaba a llamar a la policía o a emergencias. Fue entonces cuando, con una certeza definitiva, supe que sería incapaz de hacerlo. En primer lugar porque había dejado de sentirme inocente. Resultaría fácil demostrar que me había sentado en su coche. ¿Cómo justificar esa curiosidad? Había registrado su cartera, y no sólo para ver su carnet de identidad. Conmigo, el diablo de la indiscreción se había encontrado con terreno abonado.
Y resultaba tanto más vergonzoso por cuanto Olaf ya no podía defenderse. Odiosos argumentos procedentes del cabrón desconocido que todos llevamos dentro resonaron en mi cabeza: «Venga, que a ese vikingo podría haberle ido peor. No lo has desnudado y todavía no le has robado el dinero.» Ese «todavía» me llenó de repugnancia.
¿Era la presencia de aquel muerto lo que suscitaba en mí pensamientos tan desagradables? No era la primera vez que veía a un difunto, pero era la primera vez que compartía, por así decirlo, la intimidad de un cadáver. Y la primera vez que era el único en tener conocimiento de la muerte de alguien.
Ésa también era la razón por la cual no me decidía a telefonear: aquel cadáver me pertenecía. El único descubrimiento que había hecho en mi vida era el fallecimiento de aquel sujeto. Nadie sabía de él lo que yo, ni siquiera él mismo: incluso suponiendo que supiera lo que le estaba ocurriendo, ahora ya no sabía nada.
¿Iba a hacer público aquel hallazgo? Cada vez me apetecía menos. Desde que había logrado dominar el miedo que me inspiraba, apreciaba más la compañía de quien había dejado de ser un desconocido para mí.
Volví a pensar en uno de los comentarios del invitado de la víspera: más allá de los veinticinco años, toda reunión era una repetición. No era justo: iba a cumplir los treinta y nueve años y Olaf Sildur no me recordaba a nadie más. Mi primera reacción había sido juzgar su actitud como inconveniente. Uno siempre se equivoca cuando se enroca en un prejuicio. Su expresión pasmada empezaba a resultarme simpática, su forma de introducirse en mi casa y luego abandonarse me resultaba conmovedora.
Interiormente, una risa burlona me advirtió de que, tarde o temprano, la cohabitación con el escandinavo perdería su encanto: no tardaría en oler, en apestar, en hincharse, y eso sólo sería el principio. La canícula de julio no ayudaba. Como en las novelas negras, se planteaba la pregunta capital: ¿Qué hacer con el cuerpo?
Mi cerebro funcionaba de modo idéntico al de un culpable. Acorralado, se volvía ingenioso. La metafísica me sugirió que, salvo en mi calidad de ser vivo, no difería tanto de Olaf. Un día le alcanzaría en el país de los cadáveres, le daría un golpecito en el hombro tratándolo de bromista: «¡Menuda broma me gastaste!» Aparte de un río mitológico, nada serio nos separaba.
El ensueño se metamorfoseó en una realidad que me pareció imponente: si le quitaba la documentación y lo dejaba allí durante cierto tiempo, el cadáver podría pasar por el mío. Era un europeo de mi edad, repito, de cabello moreno. Comprobé su carnet de identidad: un metro ochenta y uno, igual que yo. Debía de pesar quince kilos más que yo, pero si lo descubrían en estado de esqueleto, no se notaría: Olaf presentaría la esbeltez universal de los muertos después de haber sido pasto de los gusanos. Sin embargo, teniendo en cuenta el tipo de vida que llevaba, nadie repararía en mi óbito hasta pasado un largo tiempo.
Para ahuyentar aquella idea absurda, moví la cabeza. Se trata de una patología íntima: siempre que una hipótesis delirante me cruza la mente, en lugar de reír, necesito considerarla seriamente. Es como si mi cerebro no diferenciara lo posible de lo deseable. Y utilizando la palabra posible estoy siendo indulgente.
¿A qué esperaba para seguir el consejo del comensal de la víspera? Sólo el destino podía habérmelo enviado. Así pues, había que llamar a un taxi y salir pitando hacia urgencias con ese desconocido que se había sentido repentinamente indispuesto. El fallecimiento sería certificado en el hospital. Cuando, finalmente, una investigación localizara mis huellas digitales en su coche, no sería grave: diría la verdad, que resultaba extraña, poco estética, pero no condenable. Alegaría que perder los papeles no tenía nada de increíble cuando un paseante se mete en tu casa y se desploma delante de ti. Un argumento así pondría a todo el mundo de mi lado. Estaba decidido. Fue entonces cuando sonó el teléfono.
Me pareció que nunca había oído nada tan aterrador. Era como si aquel timbre certificara mi culpabilidad. Aquel ruido familiar, sinónimo de ajetreos cotidianos o de charlas agradables, ya no tenía nada que ver con esos significados: empecé a sentir pánico. ¡Que dejara de sonar aquella sirena lacerante! En el colmo de la angustia, pensé que quizá se trataba de la persona a la que Olaf había llamado, había visto el número y quería identificar a su interlocutor.
Razón de más para no descolgar. Me felicité por no tener contestador automático. Por fin, aquello cesó. Tembloroso, me tumbé en el sofá. El timbre del teléfono volvió a sonar. Agarré el auricular y lo pegué a mi sien como si fuera a suicidarme. Con una voz ahogada, murmuré la fórmula de costumbre.
—¿El señor Bordave? —oí que alguien decía.
—Soy yo.
—El señor Brunèche al aparato, su bodeguero.
¿Qué me estaba contando? Se llamaba señor a sí mismo: era un provinciano.
—¿Cómo dice?
—¿No me recuerda? El Salón de los Sabores.
No respondí. Entonces empezó a soltarme una ristra de recuerdos supuestamente comunes de los que mi memoria no había conservado huella alguna. Según afirmaba él, yo era un buen cliente. En el último Salón de los Sabores celebrado seis meses antes en la Puerta de Champerret, le había comprado una caja de Gevrey-Chambertindel 2003. Entendía que hubiera podido olvidarlo a él, pero estaba convencido de que me acordaría de aquel vino. Nada de lo que me contaba me resultaba familiar. Me olí una estafa en la tarjeta de crédito.
—¿Cómo pagué? —pregunté.
—Al contado. Usted siempre paga al contado.
Lo que faltaba: pagaba al contado por unos vinos que debían de costar un riñón. Y lo hacía con frecuencia. Declaré que no era el Bordave del que me estaba hablando.
—¿No es usted Baptiste Bordave?
—Sí.
—¿Lo ve?
—Será un homónimo.
—Fue usted quien me dio este número de teléfono.
Tenía la sensación de estar hundiéndome en unas arenas movedizas con aspecto de betún negro. Me habría gustado pedirle que me describiera, pero no me atreví. Con aquel cadáver a mis pies, me sentía demasiado sospechoso para atraer la atención con una pregunta tan extravagante.
—Perdóneme, tengo que marcharme a una reunión familiar —improvisé.
Lo entendía perfectamente y se excusó por haberme molestado. Colgó, no sin antes recordarme que, en aquel momento, tenía un meursault estupendo, que me tomara tiempo para pensármelo.
Cuando me hube quitado de encima al bodeguero, miré a Olaf, que yacía en el suelo, y comprendí que su irrupción cortaba mi vida en un antes y un después. El después llegaría a su debido tiempo. El antes me preocupó.
¿Quién era yo? Nadie podría responder a una pregunta tan amplia. Incluso formulándomela por el sesgo más modesto, no encontraba nada. Por ejemplo, me pregunté qué había previsto para aquel sábado por la mañana: ¿en qué habría invertido mi tiempo si un escandinavo no se hubiera presentado en mi comedor para morir allí mismo? Era incapaz de decirlo, ni siquiera de tener un recuerdo que me sugiriera una pista.
En general, ¿qué hacía los sábados por la mañana? Ni idea. Peor aún: no me interesaba. De hecho, no resultaba imposible que de verdad hubiera sido ese personaje que compraba los mejores borgoñas con maletas repletas de billetes de banco. ¡Eso o cualquier otra cosa!
El bodeguero se había referido a la Puerta de Champerret. Sabía que el lugar existía. No recordaba haber estado nunca allí. ¿Retiene uno ese tipo de detalles? La fatiga me golpeó de nuevo.
No era yo quien había dejado de interesarme. Baptiste Bordave no me interesaba. Olaf Sildur, en cambio, suscitaba toda mi atención.
¿Es una ventaja estar muerto?
La respuesta de Olaf habría sido apasionante pero, curiosamente, me planteé la pregunta a mí mismo: ¿es una ventaja hacerse pasar por muerto?
Probablemente. En primer lugar, pensé en esas invitaciones que uno arde en deseos de rechazar: las excusas inventadas siempre suenan a falsas, y, estando muerto, ya no tienes por qué recurrir a ninguna mentira más. En el trabajo, nadie puede reprocharte tu absentismo. Tus colegas, en lugar de decir pestes de ti, hablan con emoción y nostalgia, llegando incluso a echarte de menos.
En adelante, tienes un motivo ideal para dejar de pagar tus facturas. Tus herederos se volverán locos con el inmundo papeleo. Pero como no tenía herederos, carecía de escrúpulos al respecto.
De repente, me pareció que la sociedad debería haberse percatado del peligroso placer de aquella simulación, y preverla. El banco era, como siempre, el escenario. Si estás muerto, ya no tienes acceso a tu cuenta corriente. Tu tarjeta de crédito ya no funciona, ni reintegros ni intereses. He aquí un detalle que seguro había disuadido a más de uno de hacerse pasar por cadáver.
Decidí no resignarme. ¿Acaso no resulta humillante comprobar que en asuntos tan cruciales también el dinero mandaba?
Mi sueco llevaba mil euros en su cartera. Yo tenía más en mi cuenta corriente, pero no hasta el punto de que la comparación resultara insostenible. Por otra parte, mi coche debía de valer diez veces menos que el suyo.
Además, ¿tenía elección? Mi centro de gravedad ya había abandonado a Baptiste por Olaf. Ni siquiera recordaba lo que hacía antes. Esforzándome, podría haberlo recordado. Pero no invertiría en semejante esfuerzo: si mi anterior actividad no me venía de golpe a la memoria, era porque no merecía la pena. Debía de tratarse de cualquiera de esos oficios intercambiables que aceptamos para poder pagar el alquiler.
Prefería, con diferencia, el oficio intraducible de mi cadáver. Despertaba mi imaginación. Nunca aprendería sueco. No quería descubrir que era contable o agente de seguros.
Tumbado en el suelo, el escandinavo aún no presentaba ningún signo de rigidez. Su identidad abandonaría sin tropiezos aquel cuerpo fláccido para invadir el mío.
—Baptiste —le dije—. Tú eres Baptiste Bordave, yo soy Olaf Sildur.
Me imbuía hasta el fondo de aquella nueva legitimidad.
Olaf Sildur: me gustaba más que Baptiste Bordave. Salía ganando con el cambio. En otros aspectos, ¿también saldría ganando? Aquella incertidumbre me resultaba excitante.
En una maleta cualquiera, amontoné ropa y registré al muerto: nada permitía dudar de que fuera Baptiste Bordave. Nada salvo una investigación, por supuesto, pero no existiría razón alguna para investigar sobre aquel pobre sujeto que, seis meses más tarde, sería descubierto en estado de esqueleto y que, supondrían, habría sido víctima de un ataque al corazón. Ya me parecía estar viendo los titulares de los periódicos: «El drama de la soledad urbana. Han tenido que pasar seis meses para que alguien se interese por el señor Bordave.»
Tenía que decidirme a marcharme. Una última cuestión me retenía todavía: la tecla de rellamada de mi teléfono. Sabía que era un riesgo estúpido. También sabía que si no pulsaba aquella tecla, sentiría la tentación de regresar al apartamento, como un asesino. Entre dos males, hay que elegir el mal menor.
Era la última vez que utilizaba el teléfono de Baptiste Bordave. El último ser humano en haber marcado un número era el antiguo Olaf Sildur. Pulsé la tecla. Rellamada. Oí resonar el timbre después del tiempo necesario. Mi corazón latía hasta reventar venas y arterias. ¿Y si yo también me moría? ¿Morir del mismo modo que aquel cuya identidad usurpaba? No, de ningún modo. Aunque sólo fuera por cortesía con los investigadores, que no entenderían nada.
Un timbre. Dos timbres. Tres. Me costaba respirar. Cuatro. Cinco. Empezaba a sospechar —¿esperar?— que nadie descolgaría. Seis, siete. ¿Saltaría un contestador? Ocho. Nueve. ¿Qué prefería? ¿Que alguien, sin aliento, respondiera? Diez. Once. Empezaba a resultar inconveniente.
Colgué y respiré, aliviado y decepcionado. En el momento de abandonar definitivamente el apartamento, me di cuenta de que mi memoria había retenido la melodía de diez notas compuesta por la tecla de rellamada: las diez notas del número desconocido. Eso quizá no me permitiría reencontrar el número, pero era una pista cuya huella conservé.
Me senté al volante del Jaguar y apagué el teléfono móvil de Baptiste Bordave. Habría resultado más prudente no llevarlo conmigo. ¿Pero acaso sabemos lo que puede depararnos el porvenir? Además, ese móvil sólo serviría para seguirme la pista en caso de investigación y aún no existía razón alguna para sufrir semejante sobresalto cuando mi desaparición fuera confirmada, sin duda dentro de mucho tiempo.
Puse la llave de contacto y comprobé con satisfacción que la precedente encarnación de Olaf había llenado el depósito. Ese tipo empezaba a caerme bien. Me puse en marcha y ya me estaba maravillando la fluidez del vehículo cuando frené bruscamente: a cincuenta metros del apartamento, la cabina telefónica del barrio. Sin aparcar el coche, corrí a comprobar si funcionaba: ningún problema. Subí de nuevo al Jaguar, sumido en un estado de absoluta perplejidad. ¿Por qué me había mentido el muerto?
Mientras me dirigía hacia el oeste, reflexioné. ¿Acaso el sueco no se había percatado de la presencia de aquella cabina? Extraño, era perfectamente visible. O quizás no tenía tarjeta telefónica. Aproveché un semáforo en rojo para registrar su cartera y encontré una tarjeta todavía válida. Eso no significaba nada, podía haber olvidado que la llevaba encima.
Me esforcé por alejar de mi mente aquella estúpida preocupación. ¿Acaso no era estupendo ser un hombre nuevo? Cada vez que podía tomar algo de velocidad, me daba más cuenta de ello. Aquella mañana, yo sólo era un oscuro francés sin destino. Gracias a un milagro, me había reencarnado bruscamente en un misterioso escandinavo, rico, al parecer, y pisé el freno a fondo: aquel coche funcionaba perfectamente. ¿Qué me había contado?
En la misma medida en que la omisión de la cabina telefónica podía ser fruto de una distracción, el cuento de la avería también inducía a pensar en una descarada mentira. ¿Debía sentirme perturbado por no haberme dado cuenta antes?
No tengo ni idea de mecánica. ¿Es concebible que un vehículo se averíe y que, media hora más tarde, funcione sin ningún problema?
Había utilizado correctamente la palabra «avería». Mi mente buscó excusas y, por tanto, las encontró: puede que el sueco hubiera exagerado para legitimar así su intrusión en mi domicilio. Quizá sólo se trataba del típico maniaco que se angustia si su querida carrocería emite un ruido extraño. No se habría atrevido a decirme: «Perdóneme, mi coche hace un zumbido un poco extraño, ¿podría utilizar su teléfono?» No habría parecido lo bastante grave. La educación le obligaba a alegar una avería. Sí, seguro que era eso. ¿Acaso no bastaba que fuera posible?
Lo que estaba claro era que yo deseaba creerlo. Eran muchos —cada vez más— los detalles que no encajaban, pero yo prefería ignorarlos. Necesitaba convencerme de que la versión del muerto era auténtica, o por lo menos aceptable. De no ser así, tendría que llegar a la conclusión del complot y me negaba a sufrir semejante paranoia.
Por primera vez en mi vida, tenía la impresión de ser libre. Aquella convicción era tan intensa que los recuerdos de Baptiste Bordave habían, por así decirlo, desaparecido, como lo había demostrado mi conversación telefónica con el bodeguero. Tabla rasa: ¿qué adulto no soñaría con algo así?
Sin embargo, la libertad no puede cargar con el peso del recelo. Quien haya decidido ser libre no puede ir arrastrando esos pensamientos mezquinos, puntillosos, burocráticos, que por qué dijo eso o por qué dijo lo otro, etc. Quería comerme la vida a bocados, sentir la exaltación de la existencia. Para conocer la embriaguez de navegar mar adentro, nada mejor que adoptar la identidad de un desconocido.