—Si un invitado muere repentinamente en su casa, sobre todo no avise a la policía. Llame a un taxi y pídale que les lleve, a usted y a ese amigo que se siente indispuesto, al hospital. El fallecimiento no será certificado hasta llegar a urgencias y de ese modo podrá demostrar, con la ayuda de testigos, que el individuo en cuestión murió por el camino. Gracias a lo cual, le dejarán en paz.
—Por lo que a mí respecta, nunca se me ocurriría llamar a la policía, sino a un médico.
—Da lo mismo. Están conchabados. Si alguien a quien no está demasiado unido sufre un ataque cardiaco en su domicilio, usted será el primer sospechoso.
—¿Sospechoso de qué, si es un ataque cardiaco?
—Mientras no se demuestre que ha sido un ataque cardiaco, su apartamento será considerado el escenario de un crimen. Y no puede tocar nada. Las autoridades ocupan su domicilio y les falta poco para siluetear con tiza el emplazamiento de los cuerpos. Usted ya no está en su casa. Le hacen mil preguntas, mil veces las mismas.
—Y si eres inocente, ¿cuál es el problema?
—Usted no es inocente. Alguien ha muerto en su casa.
—En algún sitio hay que morir.
—En su casa, no en el cine, ni en el banco, ni en su cama. Ese fulano ha esperado a estar en su casa para irse al otro barrio. Las casualidades no existen. Si ha muerto en su domicilio significa que usted ha tenido algo que ver en el asunto.
—Ni hablar. Esa persona puede haber experimentado una emoción violenta totalmente ajena a mí.
—Ha tenido el mal gusto de experimentarla en el apartamento de usted. A ver cómo se lo cuenta a la policía. Incluso suponiendo que las autoridades acaben por creerle, mientras tanto el cadáver permanece en su casa, nadie lo toca. Si ha muerto en su sofá, ya no puede sentarse en él. Si ha muerto en su mesa, váyase acostumbrando a compartir sus comidas con él. Va a tener que cohabitar con un fiambre. Por eso insisto: llame a un taxi. ¿No se ha fijado que, en los periódicos, existe una fórmula establecida: «el individuo murió mientras era trasladado al hospital»? No me negará que resulta un poco sospechosa, esa propensión a morir durante el trayecto, en vehículos anónimos. Exacto, porque ya habrá deducido que nunca debe tratarse de su coche.
—¿No está llevando la paranoia un poco lejos?
—Desde Kafka, está demostrado: si no eres paranoico, eres culpable.
—En ese caso, mejor no invitar a nadie.
—Me gusta oírselo decir. Sí, mejor no invitar a nadie.
—Entonces, caballero, ¿qué estamos haciendo aquí?
—Somos invitados, no invitamos a nadie. Somos unos chicos listos. ¿Acaso nuestros anfitriones nos aprecian tanto como para correr el riesgo de que vayamos a morir en su casa?
—Usted parece gozar de buena salud.
—Eso parece. Ya sabe cómo va eso. Es más tarde de lo que creemos. Puede que nos quede muy poco tiempo por delante. No deberíamos invertirlo en frivolidades.
—En ese caso, ¿por qué está aquí?
—Por una razón que, supongo, es también la suya: porque resulta difícil decir que no. Su pregunta es menos misteriosa que la que yo le haré: ¿Por qué nos han invitado nuestros anfitriones?
—Hable por usted.
—No me refiero a sus cualidades sino a las de las personas que nos rodean. Y es tanto más extraño por cuanto todas las personas aquí presentes, inteligentes y que experimentan cierta simpatía, incluso amistad entre sí, no tienen absolutamente nada que decirse. Escúchelos. Es inevitable: más allá de los veinticinco años, cualquier reunión de seres humanos es una repetición. Alguien habla contigo y no puedes evitar pensar: «Vaya, éste es el caso 226 bis.» Menudo aburrimiento. ¡Cómo me suena todo esto! Esta noche estoy aquí únicamente porque no deseaba contrariar a nuestros invitados. Son mis amigos, aunque no me interesa su conversación.
—¿Y nunca les devuelve la cortesía?
—Nunca. No comprendo por qué siguen invitándome.
—Quizá porque usted es su mejor contraejemplo: lo que acaba de contarme acerca del fallecimiento, nunca lo había oído.