El dormitorio de los monjes se había convertido en un sitio que yo evitaba. Había algo más misterioso en él que en el resto de la parte deshabitada de la Abadía y si bien para ese tiempo muchos de los edificios de la Abadía habían sido demolidos, el dormitorio era una sección que había permanecido intacta.
Después de la revelación de la Madre Salter fui allí a menudo. Quería encontrar esa confesión. Si pudiera hacerlo y mostrársela a Bruno, tendría que enfrentarse cara a cara con la verdad. Podía ver, como lo había visto la Madre Salter, que hasta que él la aceptara yo no podría respetarlo, ni él se podría respetar a sí mismo.
¿Sería cierto eso?, me preguntaba a mí misma. ¡Qué difícil es poner a prueba las propias motivaciones! Yo quería decir: «Mira, yo tengo razón». ¿O verdaderamente deseaba ayudarlo? Una vez, que aceptara el hecho de que su nacimiento era similar al de muchos otros, ¿comenzaría a alejarse de su mito? ¿Construiría su vida sobre las bases firmes de la verdad? No lo sabía, porque no entendía a Bruno ni mis sentimientos hacia él. La historia de su milagrosa aparición sobre la tierra me aturdía. Había sido arrastrada a esta unión en un estado de exultación. Él no me había hecho feliz, excepto porque me había dado a Catharine.
Fuera cual fuera el motivo, me veía empujada por una cierta urgencia por buscar el documento que, de acuerdo con la Madre Salter, Ambrose había dejado detrás suyo.
A medida que subía por la escalera de piedra de caracol con su gruesa baranda de cuerda, pensaba en todos los monjes que habrían desfilado por ella durante los últimos doscientos años y se me ocurrió que muchos de ellos debían haber dejado algo detrás de ellos.
Creo que no me hubiera visto muy sorprendida si al llegar a lo alto de la escalera me hubiera enfrentado con algún monje muerto mucho tiempo atrás, que encontraba imposible descansar en su tumba.
Parada allí en el descanso me pregunté a mí misma cuál de esas celdas idénticas habría sido la de Ambrose. Era imposible saberlo. ¿Podría preguntarle a alguien? ¿A Clement? ¿A Eugene? Informarían inmediatamente de mi interés a Bruno. No, tenía que encontrar la celda de Ambrose y de ser posible, su confesión, por mí misma.
Entré a la primera celda. Contuve la respiración con horror cuando la puerta se cerró detrás mío. Sentí pánico como rara vez había sentido antes. Es asombroso cuánto puede relampaguear por la mente de uno en tan poco tiempo. Me vi a mí misma aprisionada en una de las celdas. Nadie pensaría en buscarme allí. Permanecería en mi fría prisión de piedra hasta que no quedara vida en mí y con el tiempo me reuniría con los fantasmas de los monjes que mudaban el dormitorio.
Pero no había necesidad de semejante pánico. La puerta no tenía cerradura. Recordé que Clement me lo había explicado. Las puertas podían ser abiertas en cualquier momento por el Abad o cualquiera de sus subordinados, de la misma manera que podían espiar a través de las mirillas.
Volví a la celda. Examiné las paredes. No podía encontrar un lugar donde se pudiera esconder una confesión. Toqué las paredes mirando todo el tiempo sobre mi hombro, tan convencida estaba de no estar sola.
La fría humedad del lugar me helaba. Miré en varias celdas, todas semejantes. Si pudiera descubrir cuál era la de Ambrose, eso ayudaría. ¡Una confesión escondida en la pared! ¿Por qué habría de confesar Ambrose cuando su enorme deseo era tapar su pecado? Quise convencerme a mí misma que no había tal confesión y la razón para ello era que quería salir de ese lugar y no volver más a él. No podía quitarme de encima la sensación que era espiada y que algo malo estaba esperándome para atraparme.
Había cuarenta celdas en ese piso. Busqué en todas ellas; eran todas iguales, cada una de ellas. ¿Cómo podría saber cuál había pertenecido a Ambrose? En cada extremo del piso había una escalera en espiral. Recordé que mientras yo subía por una escalera, alguien podía estar subiendo por la otra. Alguien podía acechar en una de las celdas y saltar sobre mí.
¿Quién? ¿Qué me sucedía? Un momento tenía miedo a los fantasmas y el otro estaba pensando en un asaltante humano.
No podía entenderme. Todo lo que sabía era que cuando entraba al dormitorio de los monjes tenía conciencia que algo me advertía que fuera sensata y me alejara de allí.
Kate me escribió que traía a Catharine de regreso a la Abadía.
Le contesté que estaría encantada de verla, como siempre, y que confiaba en que Catharine se habría comportado con el decoro necesario para sus años.
Esperaba con alegría el regreso de Catharine y la llegada de Kate. Las dos tenían el poder de alegrarme.
Todavía no había encontrado la confesión, a pesar que había ido varias veces al dormitorio. Intentaba buscar y luego esa inexplicable sensación de peligro inminente me sobrevenía. Miraba a través de la rejilla esperando encontrar a alguien y aun cuando no encontraba a nadie, el miedo persistía.
Empecé a tener terror de ir allí, y sin embargo sentía un fuerte impulso de hacerlo.
Regresé otra vez al dormitorio. Subí las escaleras de piedra.
—¿Y para Lady Remus?
—Habrá un pastel de venado y trabajaré el escudo de armas Remus en la masa. Habrá tocino y lechón. Esos son sus platos favoritos.
—Sabrás como complacerla, Clement —proseguí—, debes preparar ahora tanta comida como antes.
Asintió pensativamente con la cabeza.
—¿Echas de menos los viejos tiempos, Clement?
Estrechó los ojos, mirando hacia atrás.
—Me gusta el presente, señora.
—¿Vas alguna vez al dormitorio, Clement? —Sacudió la cabeza.
—No desde que el día en que el hereje —se santiguó—. Simón Caseman nos delató y casi nos llevó a la muerte.
—Antes de eso, ¿ibas a tu propia celda y te imaginabas que habían vuelto los viejos tiempos?
Asintió con la cabeza, sonriendo.
—Estuve viendo las celdas no hace mucho. Pensé que podríamos hacer una mantequería allí. Esas gruesas paredes lo hacen muy frío. ¿Qué piensas de ello, Clement?
—¿Qué piensa el patrón?
Siempre era así. Parecían tener miedo de expresar una opinión sin la aprobación de Bruno.
—Le hablé de eso. Pensó que era una idea excelente. ¿Vendrías a verlo en algún momento para darme tu opinión?
No había nada que a Clement le gustara tanto como que se le pidiera una opinión. Su cara se arrugó en sonrisas.
—¿Cuándo sería eso, señora?
—No hay mejor momento que el presente. ¿Podrías encontrarme allí en media hora?
Estaba encantado. Lo esperé abajo. Era diferente subir esas escaleras con él subiendo pesadamente detrás mío.
—Una de estas debe haber sido tu celda, Clement.
—Oh, sí.
Me condujo a lo largo del pasillo.
—Son tan parecidas, ¿cómo puedes estar seguro? —pregunté.
—Siempre contaba —dijo—. La número siete, esa era la mía.
—¿Y quién estaba al lado tuyo?
—El Hermano Thomas de ese lado. El Hermano Arnold allí.
—Me atrevo a decir que recuerdas los nombres de la mayoría.
—Estuvimos muchos años juntos.
—Te he oído hablar de alguno de ellos. ¿Eugene…, dónde estaba él?
—Allí. Y junto a él Valerian y luego Thomas.
—¿Dónde dijiste que estaba Ambrose?
—¿Ambrose? No lo dije. —Se persignó nuevamente—. Dije Eugene. Pero Ambrose estaba aquí, frente a mí. Solía oírlo rezar, de noche.
Conté rápidamente. Siete a partir del final, esa era la celda de Ambrose.
Bueno —pregunté—, ¿qué piensas de mi idea de la mantequería?
Pensó que era excelente. Tuve que escuchar sus puntos de vista acerca de la manera de conservar las carnes saladas, ya que él pensaba que esas celdas serían ideales para ese objeto.
—Las gruesas paredes de piedra no dejan pasar el calor —dijo—. Podría conservar aquí cerdo salado durante mucho tiempo.
Yo escuché; estuve de acuerdo y deseaba librarme de él, porque ahora que sabía cuál era la celda de Ambrose estaba ansiosa por ponerme a trabajar. Regresé esa tarde. Me llevó una hora revisar la celda. Luego descubrí que detrás del crucifijo que colgaba de la pared, una de las losas estaba suelta.
La quité. Detrás de esta había una cavidad y en ella encontré la confesión de Ambrose.
La llevé a mi dormitorio. Me encerré. Comenzaba: «Yo, Hermano Ambrose de la Abadía de San Bruno, he cometido pecado mortal y he puesto en peligro mi alma inmortal».
Era el grito de un hombre atormentado y me conmovió profundamente por los sufrimientos que obviamente había soportado. Lo había escrito todo: sus sueños y anhelos, sus imaginaciones eróticas en esa celda mientras yacía sobre su duro jergón. Escribió acerca de su gran deseo de purgar su alma de lujuria y de las horas que pasó en plegaria y penitencia. Y luego la llegada de Keziah; la tentación que había sido demasiado grande para resistir; las horas de remordimiento que siguieron. El tormento de la camisa de crin y las laceraciones de la carne. Él la había desenfrenado; él la crucificaría. Pero el pecado estaba cometido y luego supo que ese pecado iba a dar fruto.
Había pecado doblemente. Había quebrado el estado de clausura, había hablado con la bruja del bosque, había estado de acuerdo con su monstruoso plan para engañar al Abad y a todos en San Bruno. Y esto lo había hecho porque le había venido otra tentación: cuidar de su hijo, verlo educado y alzado a la grandeza. Nuevamente no había podido resistir.
Nunca expiaría su pecado; estaba condenado a la maldición eterna, de manera que se había arrojado, precipitándose al pecado y amado a este hijo con la idolatría que debía darse solamente a Dios.
Él había hecho esta confesión. Era para las generaciones futuras. Nadie debía leerla mientras su bien amado hijo viviera, porque todos debían creerlo divino.
Era culpable de lujuria y de mentira. Ardería para siempre en el infierno, pero había tenido un gran placer en la mujer que lo había tentado y en el hijo que había sido el resultado de su unión lujuriosa.
Lo doblé cuidadosamente y lo guardé con llave en una caja de sándalo que mi padre me había dado años atrás.
Pronto le diría a Bruno que yo tenía pruebas de lo que había sucedido al nacer él, no solamente por su bisabuela, que me lo había contado al morir, sino por esta confesión de su padre.
Pero debía demorar esto hasta que Kate regresara a Remus.