MUERTE DE UNA BRUJA

Había pasado un año desde que Simón Caseman sufriera la muerte de los herejes. Mi madre parecía haber envejecido diez años. Caseman Court había sido devuelta a su legítima propietaria, yo. Por ser la esposa de un buen católico que había desafiado el reinado de los herejes y en alguna medida reformado la vieja Abadía yo estaba en alta estima.

No le dije a mi madre que la casa me había sido devuelta. Su pena era demasiado grande para ocuparse de tales asuntos. Siguió viviendo allí. Era una casa triste.

Rupert iba a menudo; había ofrecido ayudar con la propiedad y lo había hecho. Lo veía frecuentemente y su bondad con mi madre me conmovía profundamente.

Amaba a Rupert. No era una pasión indómita, simplemente un dulce afecto persistente. Desde la traición a Simón Caseman yo había sentido una especie de repulsión hacia Bruno. Él lo sabía y me odiaba por ello. Honey estaba en lo cierto cuando decía de él que deseaba admiración todo el tiempo. Yo diría que deseaba adoración.

A pesar de su impresión acerca de la muerte de Simón Caseman, la devoción de Catharine hacia su padre se había incrementado.

Estaban frecuentemente juntos y creo que Bruno encontraba placer en alejarla de mí. Me dolía que mis años de amor y devoción pudieran ser minados tan fácilmente. Pero ella estaba aturdida por él, como otros lo habían estado antes y todavía lo estaban. Dios sabe que yo podía entenderlo. ¿Acaso no había estado yo tan subyugada como cualquiera? Honey contemplaba la creciente devoción de Catharine por su padre y su alejamiento de mí con una satisfacción que me alarmaba.

Los tiempos eran enfermizamente melancólicos pero nunca antes había existido tanta discordia en mi propio círculo familiar.

Volvía más y más a mi viejo hogar, donde mi madre siempre se alegraba de verme. Rupert estaba frecuentemente allí y los tres solíamos reunimos, encontrando algún consuelo en hablar de los viejos tiempos.

Fue un año terrible. Recuerdo cuando el Obispo Cranmer fue quemado en la hoguera en un amargo día de marzo, frente al Balliot College en Oxford. Decían que había tendido primero su mano derecha hacia las llamas porque con ella había firmado un documento renegando de sus creencias.

Noventa y cuatro personas fueron quemadas ese año, cuarenta y cinco de ellas mujeres, inclusive murieron cuatro niños.

Encontraba difícil seguir con mis tareas ordinarias. Cada vez que salía al aire libre olía los fuegos de Smithfield. Soñaba con Simón Caseman retorciéndose en su agonía y no podía evitar pensar que Bruno lo había enviado a ese destino.

Kate escribió desde Remus. Carey cumpliría pronto dieciséis años y quería dar un baile para celebrar su cumpleaños.

Honey, Catharine y yo viajamos a Remus con los mellizos y algunos sirvientes. Bruno rechazó la invitación y mi madre prefirió quedarse en casa, y a medida que nuestra barca nos llevaba río abajo alejándonos de Smithfield y de la Torre, sentía que mi ánimo mejoraba un poco.

Me divertía con Catharine, que no podía ocultar su excitación ante la perspectiva de un baile y al mismo tiempo se preguntaba si no debía haber permanecido con su padre. El vestido que había mandado hacer para ella era de terciopelo color oro de Italia. El cuerpo era ajustado y el frente se abría para enseñar una falda de brocado hermosamente bordada. El vestido de Honey era parecido, pero de terciopelo azul. Honey tenía casi diecisiete años, Catharine quince. Pensé con una punzada: están creciendo. Pronto habrá que buscarles marido.

Era agradable estar nuevamente con Kate. Si bien ya había pasado los treinta, no era menos atractiva que lo que había sido a los diecisiete. A menudo me preguntaba por qué no se había casado nuevamente. Por cierto que no era por devoción a Remus.

Recibía mucho en su Castillo Remus. Ahora sus invitados eran familias católicas. Kate era demasiado despierta para enredarse en política: ella oscilaba con el viento.

Tan pronto como llegamos me llevó aparte para tener una charla en privado y sus primeras palabras fueron para felicitarme por el aspecto de mis niñas.

—No será difícil encontrarles marido. Catharine tendrá una gran dote. ¿Qué hay de Honey?

—Me preocuparé de que tenga una adecuada.

—Ah, sí, la Mansión Caseman es tuya ahora —una sombra cruzó por mi cara—. Un asunto feo. ¿Cómo está tu madre?

—Ha envejecido diez años. Trabaja en su jardín. Gracias a Dios tiene eso. Oh, ¡Kate qué melancólico se ha vuelto el país!

—Era más alegre bajo Enrique, cuando éramos muchachas. Sin embargo, tengo la sensación que esto no durará. La Reina es una mujer enferma. —Bajó la voz—. Uno debe tener cuidado al hablar.

—¿Es la reina o son los ministros?

—Ah, ahí tienes. Es una fanática rodeada de fanáticos.

—Estas hogueras son horrorosas.

—Te olvidas de los que fueron ahorcados, arrastrados y descuartizados.

—Me pregunto qué será de todos nosotros.

—Esto no puede durar. Es la influencia española. La hoguera ha sido un símbolo de la vida española desde Torquemada, y Elizabeth revivió la Inquisición en España. Si los españoles se apoderan de Inglaterra sucederá lo mismo aquí.

—¡Dios no lo permita!

—Ten cuidado, Damask. ¿En quién puede uno confiar?

—¡Todo esto en nombre de la religión!

Permanecimos en silencio durante un momento y luego prosiguió:

—No durará, Damask. Se dice que la Reina no puede vivir mucho tiempo. Es la mujer más desgraciada de Inglaterra. Su marido no la ama. Le resulta desagradable, dicen.

—¿Pero es cierto? Es un hombre frío, raro y nunca entenderemos a estos españoles.

—Lo siento por ella, pero deploro este lamentable estado en que hemos caído. Parece que uno es hereje sólo por discutir una idea.

La sala de baile del castillo estaba decorada con hojas y flores y los músicos se habían instalado en la galería de los juglares, casi ocultos a la vista por pesadas cortinas a ambos lados.

A las seis tuvimos un banquete en el gran hall y yo rara vez había visto platos tan complicados. Pensé cómo le hubiera gustado a Clement revisar los contenidos de esos pasteles y probar la calidad de la masa. Las principales familias presentes tuvieron el placer de ver sus escudos sobre los pasteles; los lechones fueron traídos humeando por los sirvientes de Kate vestidos con las libreas Remus y cuando se trajo la carne todos nos pusimos de pie y rendimos homenaje al plato que había sido condecorado por el Rey Enrique.

Las tortas habían sido horneadas y cubiertas de jengibre: en una de ellas se escondía la diminuta figura de un rey. Estas se distribuyeron entre los hombres y aquel que encontrara el rey era elegido Rey de la Alegría o Señor del Disparate por la noche.

Carey encontró la figura del rey; era evidente que esperaba que una muchacha bonita, Mary Ennis, hija de Lord Calperton, ganara la figura. Fue lo suficientemente bien educado como para ocultar su desánimo cuando Catharine la ganó.

Catharine se rio con deleite y no pude evitar sonreír recordando lo solemne que había estado mientras se preguntaba si debía dejar la Abadía para unirse a nuestra frivolidad.

Ella y Carey tenían que juntarse y planear juegos y payasadas para nuestro entretenimiento y eso fue lo que hicieron. Hubo charadas y juegos de adivinanzas y estuvimos muy alegres.

Carey y Catharine debían iniciar el baile y lo hicieron con cierto decoro, si bien escuché a Catharine susurrar a su compañero:

—Soy casi tan grande como tú, y en todo caso todo el mundo sabe que las chicas maduran antes que los varones.

Me encontré bailando con Rupert.

—Es agradable estar aquí —afirmó.

—No me he sentido tan contenta desde hace mucho tiempo.

—Así tendría que ser siempre la vida —dijo—. No simplemente un oasis de placer, sino tener reuniones familiares como esta.

—Y sin embargo, Rupert —observé— aún en tales ocasiones uno debe vigilar su lengua, para no traicionar algo que pudiera acarrearnos daño. Es solamente con nuestros más próximos y fieles amigos con quienes podemos ser francos.

—Damask —preguntó—. ¿Cuán franca puedes ser conmigo?

—¿En qué sentido?

—Me pregunto tanto acerca de ti. Pienso en ti continuamente. A veces cavilo cómo podría haber sido todo. Luego pienso en ti en la Abadía…

—Sí, Rupert.

—Una vida extraña —dijo—. ¿Cómo es allí, Damask? ¿Eres feliz?

—Tengo a las chicas —repuse.

—¿Y bastan?

—Significaron mucho para mí, pero se casarán y tendrán sus vidas propias. Debiste haberte casado, Rupert. Entonces tendrías hijos.

—Que se casarían y tendrían vidas propias. Pero me hubieran gustado los niños.

—Todavía eres joven. Quién sabe, en esta misma reunión tal vez encuentres a alguien. Estás en tus treinta años… algunos dicen que es la mejor edad.

—Sentémonos —dijo—. Esta conversación me interesa tanto que prefiero no adecuarla al baile.

De manera que nos sentamos y contemplamos a mis hijas. Honey, devastadoramente hermosa, bailando con Edward Ennis y Catharine con Carey, regañándolo. De vez en cuando le pisaba un pie, y sin embargo con los ojos encendidos por la excitación, ya que adoraba bailar. Y qué bien le sentaba, mucho más que cavilar acerca de si debería entrar en un convento, ya que ahora que estábamos bajo un riguroso gobierno católico, se le podía encontrar uno.

—Sabes que no lo haré —dijo Rupert.

—¿Qué era eso? Estaba pensando en Catharine.

—Casarme y establecerme. Y tú sabes por qué.

Lo miré y al ver la expresión de sus ojos me maravillé que hubiera permanecido fiel todos esos años. No podía evitar mi alegría, lo cual estaba mal porque no era vida para él esperar a una mujer que estaba casada con otro.

—¿Y Bruno? —dijo.

—¿Qué hay con él?

—¿Es todo lo que esperabas que fuera?

—Generalmente pedimos demasiado de la gente, ¿no es así?

—¿Y pediste demasiado? —Titubee y luego dije—: A veces me pregunto acerca de nuestra vida en la Abadía. A veces parece un sueño. Es tan…, irreal.

—Si fueras feliz, pensarías que valdría la pena. No eres feliz, Damask.

—¿Qué es la felicidad? Apenas un día más o menos al azar…, un momento quizás… ¿Quién puede decir frecuentemente «Ahora soy completamente feliz?».

—No tendría que ser así. Debería estar a nuestro alcance una vida de satisfacción.

—¡Con la inseguridad que nos rodea! ¡Cuando de un día para otro no sabemos qué palabra o conducta mal dirigida puede llevamos a la muerte!

—Razón de más para aprovechar la felicidad que podamos tener.

Suspiré.

—Vi llevar a mi padre. Mi madre ha perdido dos maridos. Por un capricho del destino ahora no soy viuda. Oh, vivimos en un mundo violento. ¿Será siempre así?

—Cambiará. El cambio es inevitable.

Repentinamente toqué su brazo.

—Rupert, cuídate. No te inclines hacia un lado u otro, ya que ¿cómo sabremos de una semana para otra cual es el lado seguro?

—No soy un hombre fanático, Damask. Sigo un camino estable…, tranquilo, sin excitación, supongo.

Sugerí:

—Deberíamos bailar.

Cuando nos reunimos con los demás bailarines supe que estaba diciéndome que me amaba como lo había hecho desde un comienzo y sucediera lo que sucediera no cambiaría.

Cuando sus manos tocaron las mías en el baile, dijo:

—Recuerda siempre, pase lo que pase…, que estaré cerca tuyo.

Era un consuelo.

Lord Calperton y su familia fueron huéspedes del Castillo durante varios días y empecé a notar que el joven Edward estaba junto a Honey todo el tiempo. Esta florecía; a su belleza había que agregarle un resplandor.

Temía por ella. La familia Ennis era noble y mi Honey, de padres dudosos, no les parecería un buen casamiento, estaba segura. No deseaba que la niña sufriera y era más susceptible que Catharine, que tenía la seguridad de ser mi propia hija y la de Bruno.

De todos modos, lamenté cuando llegó el momento de volver a la Abadía, pero no pasó mucho tiempo después de nuestro regreso cuando recibí una invitación para visitar Grebblesworth, la propiedad de los Ennis en Hertfordshire, llevando conmigo a mis dos niñas.

Kate también estaba invitada. Me escribió jubilosamente:

«Madame Honey ha impresionado bastante a Master Edward. No me sorprende. Esa chica es una verdadera belleza. Es fascinante.

»Hay una especie de pasión latente detrás de sus ojos glorioso. Pero estoy sorprendida. Después de todo, Edward es el heredero Calperton. Bueno, ya veremos. Desde luego, todos sabemos que Bruno es muy rico y que su situación es muy apropiada a nuestro actual modo de vida. Verdaderamente estoy ansiosa por ver el resultado de esto».

Honey estaba encantada. Me di cuenta que por primera vez en su vida ella era el centro de atracción. Era debido a ella que habíamos recibido esta invitación. Catharine también había sido invitada, pero simplemente porque formaba parte de la familia.

Pasé las semanas siguientes con las costureras e hicimos vestidos para Honey. Se la veía deliciosa en sus trajes de montar.

Mientras le probábamos un hermoso vestido de brocado le dije:

—¿Eres feliz, Honey?

Me arrojó los brazos al cuello y tuve que protestar porque me sofocaba.

—Todo lo que he tenido y lo que tenga siempre ha venido de ti.

Me emocioné profundamente y contesté:

—Pase lo que pase, tú y yo nos amaremos.

La noche antes de nuestra partida para Grebblesworth no se hallaba en su habitación cuando fui a consultarla acerca de una cinta para su pelo.

Sentí una punzada de alarma cuando fui a la habitación de Catharine para saber si la había visto. Catharine estaba sentada estudiando un libro de oraciones en latín. Pareció muy contenta de hacerlo a un lado.

—¿Dónde está Honey? —le pregunté.

—La vi salir hace alrededor de media hora.

—¿Dijo dónde iba?

—No, pero va a menudo en esa dirección.

—¿Qué dirección?

—Al bosque, creo.

—No me gusta que salga sola. Hay salteadores.

—No se atreverían a hacer daño a nadie de la Abadía, madre. Tendrían miedo de mi padre. —Cuando lo nombró, una sonrisa rozó sus labios—. Es maravilloso tener un santo por padre.

Me volví con impaciencia. Me preguntaba a mí misma si no estaría celosa de la devoción de Catharine hacia su padre.

Dejé a Catharine y volví a la habitación de Honey. Esperé allí ansiosamente hasta que regresó.

—¡Honey! —exclamé—. ¿Dónde has estado?

—Fui a ver a mi bisabuela.

—¿La Madre Salter?

—La llamo Abuela. Es mi bisabuela, sabes.

Recordé la vez que Honey se me escapó porque pensaba que yo la quería menos que a Catharine.

—Siempre voy cuando sucede algo importante. Ella desea que lo haga.

—¿Y ha sucedido algo importante?

—¿No es importante que hayamos sido invitadas a Grebblesworth?

—Podría serlo, Honey.

—Lo es. Sé que lo es.

—Honey, mi niña querida, ¿te hace feliz…, que te hayan invitado?

—Tan feliz como nunca esperé serlo —contestó.

Lord Calperton nos recibió cálidamente. Era viudo desde hacía unos años y me resultó claro que en su gran mansión hacía falta una señora. Eran una buena familia católica y como decía Kate, «no mundanos», pero yo sentí que no me gustaban menos por eso.

Me pareció que Lord Calperton, como la mayoría de los hombres, estaba un poco enamorado de Kate; quizás fuera esta una de las razones por las que había recibido tan bondadosamente a la familia.

Los invitados no éramos muchos, lo que lo hacía más agradable. Anduvimos a caballo por los alrededores; bailamos un poco; participamos en juegos y se dieron cenas en las que conocimos a las familias del lugar. Carey buscó la compañía de la bonita Mary y eso dejaba a Honey para Edward. Catharine y Thomas, el hijo menor de la casa, jugaban juntos y formábamos un grupo muy alegre.

Kate se divertía con la amistad entre Edward y Honey, que avanzaba rápidamente.

Me susurró:

—Verdaderamente creo que Calperton está tan encantado con nosotros que pediría una dote muy pequeña por Honey.

—¿Crees realmente que la considerarían?

Kate se rio de mí.

—¡Qué excitada estás! Vaya, Damask, eres una mamá casamentera. Estoy sorprendida.

—Quiero que Honey sea feliz. Está muy prendada de Edward.

—Y él de ella.

—Oh —exclamé—. Creo que sería muy feliz. Siempre ha sentido que no tenía la misma importancia que Catharine. El cielo sabe que he hecho lo imposible por convencerla. Pero si en verdad esto se convierte en casamiento…, puedo verla como señora de esta casa.

—Desde luego, si Calperton no se casa nuevamente.

—Kate, ¿no estarás pensando…?

—He rechazado un Duque y dos Condes. ¿Piensas que sucumbiría a milord Calperton?

—Podrías amar más al hombre que a un gran título.

—Ahí habla la vieja sentimental Damask. Debo aclarar que me asombras. Una calculadora casamentera un momento, deleitándose sobre el buen casamiento que hará su hija y luego hablando sentimentalmente de amor. Déjame decirte esto, Damask. No tengo intención de aceptar a Calperton. Por lo que a mí respecta, Honey tendrá toda la escena para ella. Pero yo conozco a mi Calperton. Quiere que Edward se case. Quiere un nieto. El joven Edward está completamente enamorado de Mistress Honey y no me sorprende. Milord razonará que es más probable que tenga nietos sanos con una mujer joven que tanto lo cautiva. Te apuesto a que no antes de mucho tiempo habrá una discreta petición de mano.

Y cuando la propuesta llegó, yo misma vi a Lord Calperton. Le dije que Honey era mi hija adoptiva; que yo misma proveería su dote. Era bien educada, una dama en todo sentido. Era hija de una mujer que me había servido, pero que había sido mi amiga y su padre había trabajado para Thomas Cromwell. Quedó satisfecho.

Honey se casó en ese día de junio de 1557 en que se declaró la guerra en Francia.

El casamiento se celebró en la capilla de la Mansión Caseman. La había escogido porque, después de todo, era mi hogar y di la excusa de que haría bien a mi madre supervisar la celebración. Y así fue; el atarearse con su jardín, juntando hierbas para esto y aquello, ensayar sus nuevas ensaladas y dar órdenes en la cocina, parecieron traerla nuevamente a la vida.

Bruno asistió al casamiento, pero permaneció alejado. En cuanto a Honey, tuvo poco que decirle; siempre lo había evitado.

Se hicieron las ceremonias habituales con la tarta de bodas y vinieron a actuar los cómicos. Me alegró ver a mi madre reír ante sus payasadas. Yo estaba feliz de dar a Honey a Edward Ennis, porque me hacía dichosa el verla ubicada felizmente.

Después del casamiento todos quedamos un poco deprimidos. Mi madre, privada de las tareas que había supuesto el casamiento, se hundió una vez más en la melancolía. Lo que más me sorprendía era ver cuánto echaba de menos Catharine a Honey, mucho más de lo que yo había creído posible. Estaba melancólica, muy diferente a la muchacha que había bailado y atormentado a Carey tan alegremente como Reina del Disparate.

Kate ayudó sugiriendo que Catharine podía ir al Castillo Remus por una temporada. Me sorprendió la alegría con que se marchó.

Poco tiempo después de su partida, uno de los sirvientes me trajo un mensaje de la Madre Salter. Estos mensajes eran como órdenes y no se me ocurría desobedecerlos. Supongo que en lo profundo de mi ser era supersticiosa como la mayoría de la gente, si bien las enseñanzas de mi padre debían haberme colocado más allá de tales pensamientos primitivos. La Madre Salter era una bruja pero era la bisabuela de Bruno, hijo de una sirvienta y de un monje, que se había levantado hasta ser la cabeza de una comunidad y de Honey, que se había casado con un aristócrata. Cuando yo pensaba en eso me daba cuenta que era la Madre Salter la que había hecho la fortuna de ambos niños.

Ella se imponía en su pequeña cabaña así como Bruno lo hacía en su Abadía y la razón para esto era que todos creíamos, en mayor o menor grado, en su poder extraordinario, yo no menos que la más crédula de mis muchachas de servicio.

De manera que no perdí tiempo en visitar a la Madre Salter en el bosque.

Cuando la vi me impresionó. Siempre había sido encorvada, ahora estaba demacrada.

Exclamé:

—Pero, Madre Salter, estás enferma.

Tomó mi mano, las de ella estaban frías y parecían garras; noté las marcas marrones sobre su piel, que llamamos las flores de la muerte.

—Estoy lista para partir —dijo—. El destino de mi bisnieto está en sus propias manos. Me he preocupado del de mi bisnieta.

Pude haber sonreído, ya que, ¿no había sido yo la que había alimentado a Honey y la había educado para ser la novia apropiada para un caballero noble? Pero sabía lo que quería significar. Ella había insistido en que yo cuidara de Honey y si se le podía creer a Keziah, era la Madre Salter la que había ideado que el niño fuera colocado en el Pesebre de Navidad.

—Has hecho bien —dijo—. Quería bendecirte antes de partir.

—Gracias.

—No hace falta que me agradezcas. Si no hubieras querido a la niña te hubiera maldecido.

—La quiero como si fuera mía. Me ha dado una gran alegría.

—Diste mucho, recibiste mucho. Esa es la ley —dijo.

—No debes estar sola. ¿Quién cuida de ti aquí?

—Siempre me he cuidado yo misma.

—¿Dónde está tu gata? —pregunté. No la veo.

—La enterré hoy.

—Te sentirás sola sin ella.

—Ha llegado mi momento.

Dije:

—No voy a permitir que permanezcas aquí para morir.

—Tú, Mistress, no puedes.

—Este bosque es el bosque de la Abadía y tú eres la bisabuela de mi Honey. ¿Podría dejar que te quedes aquí sola?

—¿Qué hago entonces, Señora?

—Se me acaba de ocurrir una idea. Pienso que harás mucho bien. Te llevaré a casa de mi madre. Te cuidará. Necesita ayuda porque es una mujer triste. Tú le darás eso. Se interesa mucho por hierbas y remedios. Le podrías enseñar mucho.

—¡Una noble señora con la vieja Madre Salter en su casa!

—Oh, vamos, la vieja Madre Salter no tiene tan pobre opinión de sí misma.

—De manera que das órdenes aquí.

—Me preocupo por los enfermos de las tierras de la Abadía de mi marido.

Me miró.

—No me llevarías donde mi bisnieto.

—Te llevaría donde mi madre.

—He, he —siempre pensé que graznaba como una bruja—. El no estaría contento de verme. Honey solía venir. Se confiaba en mí. Me contaba de su amor por ti y cómo temía que tú amaras más a tu propia hija. Era natural. No te culpé por ello. Has hecho bien tu tarea y yo no lo olvido. Pero que teman aquellos que no me hacen caso.

Mi corazón se llenó de compasión por esa pobre vieja, enferma y próxima a la muerte, aferrándose todavía a los poderes que había poseído o que había hecho que la gente creyera que poseía.

Le dije que prepararía a mi madre para recibirla y fui a verla inmediatamente. Estuvo de acuerdo en recibir a la Madre Salter una vez que se acostumbró a lo incongruente de la idea; ordenó a los sirvientes que prepararan una habitación, pusieran felpudos nuevos sobre el piso y un jergón como cama. Luego ella y yo fuimos juntas, colocamos a la Madre Salter sobre una mula y la llevamos a Caseman Court.

Hice algo no convencional. Bruno estaba espantado.

—¡Llevar a esa vieja mujer a casa de tu madre! Debes estar loca. ¿Vas a reunir a todos los pobres y ubicarlos en la Mansión Caseman?

—No es una mujer corriente.

—No, tiene una mala reputación. Trata con el Demonio. Podría ser quemada en la hoguera por sus actividades.

—Muchos hombres y mujeres buenos han encontrado ese destino. Con toda seguridad podrás entender por qué debo cuidar especialmente a esa mujer.

—Por su parentesco con la bastarda que adoptaste.

Luego, al no poder tolerar que se refiriera a Honey con menosprecio, exclamé:

—Sí, porque es la bisabuela de Honey…, y la tuya.

Vi odio en su rostro. Sabía que yo nunca había creído en el milagro y esa era la raíz misma del precipicio entre nosotros. Antes le había dado a entender mi incredulidad; ahora se la expresaba directamente.

—Siempre has estado en contra mía —dijo.

—Gustosamente estaría contigo y para ti. ¿Por qué permites que el enfrentar la verdad interfiera con eso?

—Porque es falso…, falso…, y solamente tú, cuyo deber era apoyarme, has hecho todo lo que has podido por fortalecer esas creencias falsas.

—Soy culpable de herejía, entonces —dije.

Se volvió y me dejó.

Era extraño, pero yo había dejado de lamentar que todo el amor se hubiera perdido entre nosotros.

No pude haber hecho nada mejor por mi madre que llevarle a la Madre Salter. Cuando fui a visitarla nuevamente encontré la habitación de la enferma limpia y arreglada. En una mesa junto al jergón de la bruja estaban las pociones y ungüentos que mi madre había preparado. Se sentía excitada e importante y se atareaba sobre la vieja mujer como si fuera un niño, lo que parecía divertir a la Madre Salter.

Desde luego, ella estaba muriendo; lo sabía y le causaba gracia pasar sus últimos días en una gran casa.

Mi madre me contó que le había transmitido muchos conocimientos acerca de plantas, tanto benignas como malignas. No permitía que mi madre los escribiera, tal vez porque ella no sabía escribir y pensaba que había algo malo en ponerlos sobre papel. Mi madre tenía buena memoria para aquellas cosas que le interesaban y durante ese tiempo llegó a aprender mucho, lo cual estoy segura que fue amplia retribución por todo lo que hizo por la Madre Salter. Pero había más que eso. No puedo decir si la vieja tenía poderes para bendecir o maldecir, pero a partir de ese momento mi madre verdaderamente superó su pena y mientras la Madre Salter estuvo en su casa la oí cantar.

Dos o tres días antes que muriera fui a verla y estuve a solas con ella. Le pedí que me dijera la verdad acerca del nacimiento de Bruno.

—Sabes —dije— que él cree que tiene poderes especiales. No acepta la historia que contaron Keziah y el monje.

—No, no la cree. Tiene poderes especiales. Eso es claro, ¿no es así? Mira lo que ha hecho. Se ha construido un mundo alrededor suyo. ¿Podría haberlo hecho un hombre común?

—¿Entonces lo que contó Keziah fueron mentiras?

Se rio con desagradable risita de bruja.

—Hay poderes especiales en todos nosotros. Tenemos que encontrarlos, ¿no es así? Yo nací de un leñador. Era cierto que él era el séptimo hijo de su madre y mi madre decía que yo era la séptima de un séptimo hijo. Me dije a mí misma que había algo diferente en mí…, y lo había. Estudié las plantas. No había una flor ni una hoja ni un pimpollo que yo no conociera. Y los probé y acudí a una vieja mujer que era bruja y que me enseñó mucho. De manera que me convertí en una mujer sabia. Todos podemos convertimos en sabios, mujeres u hombres.

—¿Y Bruno?

—Es hijo de mi Keziah.

—¿Y es cierto que fue puesto en el pesebre por el monje?

—Es cierto, fue idea mía. Keziah estaba embarazada. ¿Qué sería del niño?, pregunté. Él o ella sería sirviente, incapaz de leer o escribir. Siempre me importó mucho saber escribir. Hay poderes en eso…, y lo que está escrito se puede leer. Leer y escribir, a pesar de toda mi sabiduría no pude hacer eso. Ni Keziah tampoco. Pero mis bisnietos pudieron. Y eso es lo que yo quise para ellos. No había que culpar al monje. Ni a Keziah. Ella hizo lo que era natural y él no se atrevió a desobedecerme. De modo que yo ideé el plan; ellos lo siguieron. Mi bisnieto fue colocado en el Pesebre de Navidad y eso pudo haber sido muy sabio si no hubiera venido Weaver. Mi bisnieto hubiera sido el Abad, sabio y hacedor de milagros, porque esos poderes están en todos nosotros, pero tenemos que saber que los tenemos antes de poder usarlos.

—Has confirmado lo que siempre creí. Bruno me odia por saberlo.

—Su arrogancia lo destruirá. Hay grandeza en él, pero también hay debilidad y si la debilidad es mayor que la grandeza entonces está condenado.

—¿Deberé simular que le creo? ¿Hago mal en dejarlo saber que sé la verdad?

—Nada de eso —dijo ella—, sé fiel a ti misma, muchacha.

—¿Debería tratar de hacerlo aceptar la verdad?

—Si hiciera eso podría salvarse. Porque su orgullo es grande. Lo conozco bien a pesar de haber puesto los ojos en él solamente una vez desde que naciera desnudo. Pero Honey hablaba de él. Me contó acerca de…, ustedes dos. Ahora te digo esto. El monje, antes que se conociera su parte, estaba abrumado por su pecado. Decía que la única manera de salvarse por su pecado era escribiendo una confesión completa. Quebraba las reglas de la Abadía, pero no eran mis leyes y yo tenía que pensar en mi bisnieto. Sentía profundamente su pecado. Y escribió la historia de su pecado y la escondió para que a su debido momento se supiera.

—¿Dónde está esta confesión?

—Está escondida en la celda de su dormitorio. Encuéntrala. Guárdala. Y enséñasela a Bruno. Será la prueba, y luego le dirás que debe ser fiel a sí mismo. Es inteligente. Tiene grandes poderes. Puede ser más grande sin esta mentira. Así lo ayudarás a destruir esa arrogancia que con el tiempo lo destruirá a él.

—Buscaré esa confesión —dije—, y si la encuentro se la mostraré a Bruno y le diré lo que has dicho.

Asintió con la cabeza.

—Le deseo bien. Es de mi propia sangre. Dile que yo dije eso. Dile que puede ser grande, pero no se puede alzar sobre la debilidad.

Nuestra conversación fue interrumpida por mi madre, que entró apresuradamente y dijo que yo estaba fatigando a su inválida.

Unos días después moría la Madre Salter. Mi madre plantó flores en su tumba y las cuidó regularmente.