Había consternación en la Abadía. James, uno de los pescadores, que había ido a la Ciudad a vender el sobrante de pescado que había sido salado, regresó con la noticia de que había visto retirar imágenes de las Iglesias y que las quemaban en las calles. Se había sumado a una multitud en el Chepe y había escuchado conversaciones calamitosas.
—Este es el fin de los papistas. Los ahorcarán en sus Iglesias no en mucho tiempo.
El nuevo Rey se inclinaba hacia las ideas Reformistas y estaba rodeado por los que compartían sus puntos de vista. Las oraciones se decían en inglés en su capilla y ya no sería infracción poseer una traducción de la Biblia.
Mi madre nos visitó con las primeras flores de primavera de su jardín.
—El Rey ha muerto, Dios se apiade de su alma —dijo—, y parecería que estamos ante el comienzo de un nuevo y glorioso reinado.
Sabía que estaba repitiendo lo que había oído y adiviné que Simón Caseman era uno de los que no estaban disgustados con el vuelco de los acontecimientos.
Sin embargo, yo estaba intranquila. Bruno tendría que ser precavido. Si la nueva religión se veía favorecida, aquellos que tuvieran autoridad mirarían con malos ojos una comunidad tal como la que Bruno estaba intentando construir y, si bien él podría tratar de dar la impresión de ser simplemente la cabeza de una gran propiedad de campo, con seguridad estaría bajo sospecha.
Debido a que el Rey era demasiado niño para reinar, su tío, el Conde de Hertford, fue hecho protector. Inmediatamente fue nombrado Conde de Somerset y se convirtió en el hombre más poderoso del país. Era ambicioso y deseaba proseguir la guerra, y a menos de seis meses después de la muerte de Enrique VIII, marchaba a Escocia. Remus estaba con él y tomó parte de la famosa batalla de Pinkie Cleugh, una costosa victoria para el Protector.
También nos trajo la guerra a casa —en el pasado todo había parecido demasiado distante para preocuparnos— ya que Remus fue muerto en «Pinkie».
Kate nos escribió acerca de su valiente querido Remus, pero no estaba en su naturaleza condolerse o fingir una pena que no sentía. Ahora era rica y libre, de manera que supuse que no se afligiría por mucho tiempo.
Nuestro castillo estaba ahora terminado. Lo llamo castillo si bien todavía llevaba el nombre de Abadía de San Bruno, porque con sus paredes de piedra gris y su estilo gótico, tenía un aspecto medieval.
Si bien el exterior era el de una fortaleza medieval, el interior poseía todo el lujo y la elegancia que imaginaba que podría encontrarse en lugares tales como Hampton Court.
Cada torre tenía cuatro pisos y en cada uno había una cámara hexagonal. Estas torres eran como pequeñas casas en sí mismas y sería posible vivir allí bastante aparte del resto de la casa. Bruno tomó una de estas como propia y pasaba allí gran cantidad de tiempo. La habitación más alta era el dormitorio y desde que se mudó a su nueva vivienda lo veía muy poco.
Había un gran hall de banquetes y Bruno quería tapices finos para este. Fue a Flandes a buscarlos y se colgaron en las paredes; al final del hall había un estrado donde se había colocado una pequeña mesa de comedor, que era para Bruno y sus invitados de honor, mientras que el resto de la casa comía en la gran mesa.
Cuando veía este sitio no podía entender por qué Bruno lo había reconstruido. Algunas veces pensaba que quería vivir como un gran señor y otras me preguntaba si estaba intentando establecer una orden monástica.
Dimos una gran recepción cuando fuimos a vivir al castillo y muchos de nuestros vecinos fueron invitados; Simón Caseman vino con mi madre; Kate también vino.
El gran hall estaba decorado con hojas y flores de nuestros jardines y fue una ocasión grandiosa por cierto.
Estuve parada junto a Bruno recibiendo a nuestros invitados y rara vez lo vi tan excitado como en esa oportunidad.
Me senté en el estrado a su derecha, Kate a su izquierda. Simón Caseman y mi madre estaban allí. Bruno me había dicho que invitara a algunos de los hombres ricos que mi padre había conocido y yo lo había hecho. Todos habían venido, ansiosos por ver si los rumores que habían oído acerca de la reconstrucción de la Abadía eran ciertos.
Hubo un festín, ya que Clement se lució. Nunca vi tal aparatosidad de pasteles y tartas y grandes piernas de cordero y vaca. Habían lechones y cabezas de jabalí y pescados de todas clases. Mi madre estaba intrigada, probando esto y aquello y tratando de adivinar lo que había dado ciertos sabores.
Después hubo baile. Bruno y yo lo abrimos y luego me vi acompañada por Simón Caseman.
—No tenía idea —dijo—, que te habías casado con un hombre tan rico. Vaya, yo soy un indigente en comparación.
—Si te da rencor es mejor que no hagas comparaciones.
Bruno bailó con Kate y me pregunté de qué hablarían.
Algo extraño sucedió durante el baile, porque repentinamente una figura envuelta en negro apareció en medio nuestro, una vieja mujer envuelta en una capa, con la cabeza oculta por una capucha.
Los invitados se echaron atrás y la contemplaron, seguros, como lo estaba yo, que era portadora de algo malo.
Bruno se dirigió hacia ella.
—No he recibido invitación al baile —dijo con una risa ronca.
—No te conozco —repuso Bruno.
—Deberías hacerlo, hijo mío —fue la respuesta.
Entonces reconocí a la Madre Salter, de manera que fui hacia ella y dije:
—Bienvenida. ¿Puedo ofrecerte un refrigerio? —Pude ver sus colmillos amarillos cuando sonrió.
Y pensé: Tiene todo el derecho de estar aquí; es la bisabuela de Bruno y Honey.
—Vine con dos propósitos, bendecir o maldecir esta casa.
—No podrías maldecirla —le dije.
Rio de nuevo.
Luego alzó las manos y murmuró algo.
—Bendición o maldición —dijo—. Ya descubrirás cuál es.
—Pedí entonces vino, porque me vi colmada de una terrible premonición de desastre y en ese momento recordé que después que Honey se había perdido en el bosque yo había perdido mi hijo.
Bebió el vino y luego caminó alrededor del hall. Los invitados retrocedían cuando ella pasaba. Cuando llegó a la puerta dijo una vez más:
—Bendición o maldición. Eso lo descubrirán. —Y con eso se marchó.
Hubo un silencio y luego todos comenzaron a hablar a un tiempo.
Era una especie de entretenimiento, decían. Era un cómico disfrazado de bruja.
Pero algunos habían reconocido a la Madre Salter, la bruja del bosque.
Unos meses después de nuestro gran baile Honey se resfrió. No era gran cosa, pero siempre me intranquilizaba cuando cualquiera de las niñas no estaba bien.
Esa noche fría de enero empezó a toser. Me levanté de la cama y fui a la habitación de las niñas. Catharine dormía tranquila en su cuna. Honey, que ya era lo suficientemente grande para tener una cama me dio esa mirada de intenso amor cuando aparecí.
Le di su bebida, le acomodé las almohadas y puse un brazo alrededor de ella, que se recostó soñolienta y feliz.
Pienso que estaba casi contenta de tener tos para poder contar con mi atención especial.
—Cat está profundamente dormida —susurró encantada—. No dejes que se despierte. Esto es lindo.
Se acurrucó contra mí. La miré; las pestañas espesas hacían un encantador semicírculo contra la palidez de su piel. Su abundante pelo negro le caía sobre los hombros. Iba a ser nuestra belleza. Catharine era vivaz, despreocupada, alegre; Honey era intensa y apasionada.
Catharine era encantadora, más amorosa, menos exigente, pero Honey era la belleza. Hasta ahora me perturbaba por su continua vigilancia por si yo demostraba querer más a Catharine que a ella. Yo era el centro de su mundo.
Retiré suavemente el brazo y me deslicé a mi propia habitación cuando vi que Honey se había dormido.
Era una noche de luna y pensando todavía en las niñas, fui hasta la ventana y miré afuera. La vista de los edificios de la Abadía nunca dejaban de fascinarme y no podía acostumbrarme a vivir en semejante lugar. Pensé en lo extraño de mi vida y la de mi marido, y cuando traté de analizar mis sentimientos por él no pude hacerlo. Había empezado a sospechar que no deseaba hacerlo porque tenía miedo de lo que pudiera encontrar. En tantas formas era un extraño para mí. Nuestra proximidad siempre había sido física. Todavía éramos amantes. ¿Era porque los dos éramos jóvenes y sentíamos la necesidad de ese contacto? A menudo me sentía completamente excluida de sus pensamientos y me pregunté si él sentiría así también, o si ni siquiera consideraba el asunto. Lo había desilusionado porque no le había dado un hijo varón. Todavía esperábamos tenerlo.
Luego empecé a pensar en Rupert y en la ternura que demostraba por mí cada vez que nos encontrábamos y admití que era eso algo que echaba de menos en Bruno. ¿Había sido tierno alguna vez? Desvié mis pensamientos porque temía hacer algún descubrimiento.
Y entonces vi una figura surgir a la luz de la luna, Bruno, viniendo nuevamente de los túneles. Lo vi avanzar hacia la torre. Lo vi entrar. Observé y luego vi la luz de la linterna en su ventana.
Era la segunda vez que lo veía salir de los túneles por la noche. Me pregunté por qué. Podía ser solamente porque no deseaba que nadie supiera que él estaba allí.
Volví a mi cama. Me pregunté si vendría.
No lo hizo. Y a la mañana me dijo que debía realizar otro viaje al Continente. Esta vez deseaba comprar más tapices para las paredes de algunas de nuestra habitaciones.
Más adelante se me ocurrió que en la otra oportunidad en que lo había visto por la noche inmediatamente después había partido para el extranjero.
Me pregunté si esto tendría algún significado. Era típico de nuestra relación que yo sintiera que no era posible preguntárselo.
Mi madre vino a visitarme a la Abadía, con su canasta llena de lociones y ungüentos.
—Mi querida hija —exclamó—, cuida a las niñas. Uno de nuestros hombres vino de la ciudad con el cuento de que vio morir un hombre en Chepe. Vio otro en una de las barcas, en las escaleras de Westminster. Tenemos la peste entre nosotros.
Me alarmé por las niñas. Les di los remedios de mi madre y les prohibí que salieran de la casa, pero ¿cómo podía estar segura de que alguien no hubiera traído la temible plaga a la Abadía? Honey, sintiendo mis temores, se mostraba aterrada, se colgaba de mí como si temiera que yo le fuera a ser arrancada. Catharine se mostraba desdeñosa y trató de escaparse cuanto podía. La reprendí y se mostró penitente, pero yo sabía que se olvidaría de la advertencia al minuto siguiente.
Kate vino en nuestra ayuda.
He oído que hay peste en Londres. Estás demasiado cerca para que me quede tranquila. Debes traer a las niñas a Remus. Aquí estarán a salvo del mal.
Yo me sentí encantada y me preparé para partir a Remus Castle.
La viudez le sentaba a Kate. Era rica y si bien hasta el momento nadie había pedido su mano, la muerte de su marido era demasiado reciente, uno o dos se estaban tomando su tiempo, si bien no esperarían mucho, ya que el rápido casamiento del Rey con Jane Seymour antes que Ana Bolena estuviera fría en su tumba había sentado un precedente.
Lord Remus nunca había sido un esposo exigente y siempre había estado dispuesto a malcriar a su mujer, pero ahora Kate era la dueña y señora de la casa y estaba decidida a disfrutar de su nuevo estado.
Tenía vestidos de terciopelo y seda y nunca había visto tales frunces y pliegues de mangas anteriormente.
—No sabes nada de las modas de la Corte —me dijo despreciativamente.
Carey era ahora Lord Remus; era un caballerito muy importante. Alguien le había dicho que tenía que cuidar de su madre, con mucha ironía, ya que ninguna mujer podía cuidarse mejor que Kate misma, pero Carey lo tomó en serio. Sabía montar bien y estaba aprendiendo a tirar en el patio de la arquería; tenía un halcón que estaba aprendiendo a utilizar.
Catharine peleaba con él incesantemente; pero él y Honey eran buenos amigos.
Kate ya estaba haciendo planes para el futuro. Desde la muerte del Rey Enrique la Corte no existía, decía. ¡Cómo podía tener una Corte un chico de once años! Por supuesto el verdadero Rey era el Protector Somerset y su hermano, el Lord High Admiral Thomas Seymour, tal vez estuviera un poco envidioso de él.
—Tom Seymour tiene esperanzas en Lady Elizabeth —me contó Kate—. Puedes ver a dónde conducirá eso.
—Nunca podrá ser Reina de Inglaterra —dije—. Antes que ella está María y ¿no están consideradas las dos como ilegítimas?
—Pobre Eduardo, es un niño enfermizo. Es dudoso que engendre hijos.
—Me atrevo a decir que lo casarán lo antes posible.
—Se dedica a su prima, Jane Grey. Creo que estaría encantado de desposarla.
—Lo cual sería un casamiento satisfactorio, ya que ella tiene ciertas pretensiones al trono.
—¿Has pensado que podría ser un casamiento protestante, Damask, y lo que significaría para él así? Preferiría ver a alguien alegre en el trono. Jane es una remilgada, he oído decir. Parecida a ti, me imagino. Tan buena con su latín y griego. Bastante erudita.
Los días pasaban amablemente en Remus, y ahora se había convertido en un oasis para mí. No había problemas y yo me di cuenta lo aliviada que me sentía de abandonar la Abadía por un tiempo.
Disfrutaba rememorando el pasado y recordaba más incidentes de nuestra niñez que lo que yo hubiera creído. Yo recordaba también, pero era más introspectiva que ella. De manera que era sorprendente descubrir que esos pequeños incidentes que habían parecido ser demasiado insignificantes habían permanecido de alguna manera guardados en su memoria.
Admitió francamente que siempre había tratado de conseguir lo que quería de la vida.
—Y debes concederme, Damask, que tengo bastante. La vida ha sido más bondadosa conmigo que contigo. Sin embargo tú has sido una mujer más buena que yo. Amabas a tu padre y sufriste profundamente cuando lo perdiste. Pensabas que yo no sabía cuan profundamente lo amabas, pero lo que supe, Damask, y mientras me entristecí por ti pensé que era tonto querer tanto a una persona y que perderlo fuera semejante tragedia. Nunca amaría a nadie así…, excepto a mí misma, desde luego.
—Hay una gran alegría en amar, también, Kate —dije—. Recuerdo tantas horas felices junto a mi padre. No hubiera perdido eso por nada del mundo.
—Cuanto mayor es la felicidad que tienes, mayor es la pena. La gente como tú paga por la felicidad que logran.
—¿Y tú no?
—Soy demasiado inteligente para eso —replicó Kate—. Me basto a mí misma. No dependo de nadie.
—¿Nunca has amado?
—A mi modo. Te tengo cariño a ti. Tengo cariño a Carey y al pequeño Colas. Ustedes son mi familia y me hace feliz tenerlos a mi alrededor. Pero esa devoción total y absoluta, no es para mí.
Hablamos de Bruno y de lo que había hecho en la Abadía y en lo que se proponía hacer.
—Bruno es un fanático —dijo—. Es la clase de hombre que termina en una pica.
—No digas eso, Kate —le reconvine rápidamente.
—¿Por qué? Sabes que es verdad. Es el hombre más extraño que he conocido. Algunas veces me ha hecho creer que verdaderamente fue enviado con algún propósito del cielo. ¿Sentías eso, Damask?
—No estoy segura. Pude haberlo sentido.
—¿Pero ya no?
Permanecí en silencio.
—Ah —acusó—. Veo que no. Pero él lo cree, Damask. Debes creerlo.
—¿Por qué debe? Si fuera probado…
—Debe. No se atreve a hacer otra cosa. Conozco bien a tu marido, Damask.
—Ya me lo has dicho antes.
—Lo comprendo cómo no puedes hacerlo tú. Somos parecidos de alguna manera. Tú eres demasiado normal, Damask. Te conozco bien.
—Siempre creíste que sabías todo.
—No todo, pero bastante. ¡Cómo debe haber sufrido cuando Keziah y el monje traicionaron su secreto! Lo compadecí entonces porque lo comprendía tan bien.
—Nunca hablamos de eso —dije.
—No. No te atrevas. No hables de eso. Ves lo que está tratando de hacer, Damask. De probarse a sí mismo.
—Me preocupa a veces.
—No lo dudo.
—En cierta forma todo se ha convertido en fantástico…, como un sueño. Antes de casarme con Bruno había una razón para todo. Ahora, a veces siento que ando a tientas.
—Tengo la sensación, Damask, que andarás a tientas durante largo tiempo y tal vez sea mejor así. La oscuridad es una protección. ¿Quién sabe qué podrías ver a la cegadora luz de la verdad?
—Siempre preferiría la verdad.
—Tal vez no, si la conocieras.
Mi madre escribió que los mellizos estaban bien y que la peste estaba cediendo; pero con todo permanecí allí.
Kate invitaba huéspedes a Remus y aquellos eran días animados en los que mirábamos desde la torre cuando entraban por la reja levadiza y hacia el patio.
La conversación era interesante en la mesa y supimos que la Reina Viuda, Catalina Parr, había desposado a Thomas Seymour, a quien amaba hacía tanto tiempo.
Kate estaba divertida.
—Desde luego él deseaba a la Princesa Elizabeth pero era demasiado peligrosa, de manera que prefirió a la Reina Catalina. ¡Una viuda del Rey en lugar de una Princesa que cree que puede tener derecho al trono!
Kate se reía acerca de los escándalos de Dover House, donde vivían la Reina y Seymour. La joven Elizabeth estaba a cargo del cuidado de la Reina y habían rumores de una relación nada inocente entre la Princesa y Seymour.
El día en que la Reina Viuda murió al dar a luz regresé a la Abadía.
Siguieron luego años tranquilos. Hubo cambios, pero fueron tan graduales que apenas los noté. La Abadía y la granja estaban muy activas, ya que habían aumentado los trabajadores.
Extendíamos nuestra mansión. Bruno no parecía estar nunca satisfecho con ella. Muchas de nuestras habitaciones estaban adornadas con tapicerías. Una y otra vez Bruno hacía viajes al extranjero, y a menudo volvía con tesoros.
Honey tenía once años y no había perdido nada de su belleza. Catharine, dos años menor, era más vivaz e independiente. Las dos eran despiertas e inteligentes y yo estaba orgullosa de ellas. Valerian había tomado ahora el control de sus estudios y les daba lecciones todos los días en el scriptorium. Para mí era una desilusión no haber tenido otro hijo. Mi madre, que se imaginaba ser muy conocedora de estos asuntos, decía que tal vez lo deseaba demasiado apasionadamente. Siempre estaba preparándome pociones, pero no sucedía nada. A veces tenía la idea de que la Madre Salter me había echado una maldición porque temía que no quisiera suficientemente a Honey.
Visitaba a menudo a Kate y ella venía alguna que otra vez a la Abadía. No se había casado, si bien se había comprometido dos veces, pero se había arrepentido antes que la ceremonia se llevara a cabo. Me dijo que amaba su libertad y como era muy rica no necesitaba casarse.
Los niños ansiaban estar juntos. Catharine y Carey reñían bastante. Honey estaba distante; siempre parecía mucho mayor que Carey. El pequeño Colas era ignorado por los demás y solamente se le permitía jugar si llevaba las partes menos importantes en los juegos, el destino usual de los más chicos.
Algunas veces venían los mellizos, pero mi madre prefería que yo llevara los niños a Caseman Court. En varias oportunidades me habló de la religión reformista. Le gustaría que yo la abrazara. Le pregunté por qué.
—Oh, está todo en los libros —dijo.
Le sonreí. Una fe era tan buena como otra para ella. Estaba dispuesta a seguir a su marido de todas maneras.
Parecía que hubiéramos iniciado una era diferente. El joven Rey era muy diferente de su padre. Los tiempos habían cambiado. Ya no era peligroso mostrar interés por la fe reformista. El propio Rey estaba interesado en ella, y también lo estaban aquellos que lo rodeaban.
Era un rey enfermizo, es verdad, pero lo casarían joven y según Kate ya había escogido a la pequeña Lady Jane Grey, una elección muy bien recibida por aquellos que querían ver florecer la fe reformista.
Los rumores que nos llegaban durante esos años no parecían de tanta trascendencia como cuando el anciano Rey vivía.
El Gran Lord Almirante, Thomas Seymour, había perdido la cabeza y un tiempo después su hermano Somerset lo había seguido al cadalso.
¡Política!, pensé. Era tan peligrosa y tortuosa y el hombre que estaba en la cúspide un día era aquel cuya cabeza rodaba a la canasta el siguiente.
No sabía que los años tranquilos estaban llegando a su fin.
La Abadía florecía. Las viejas casas de huéspedes estaban ocupadas por trabajadores.
Había descubierto que no menos de veinte de nuestros trabajadores habían estado ligados a la Abadía antes de su disolución, algunos monjes, algunos seglares. Parecía inevitable que se reunieran y recordaran las costumbres de los viejos tiempos.
La iglesia estaba intacta. Se usaba de noche. Frecuentemente veía desde mi ventana, después que la casa se había recogido, hombres que se dirigían hacia allí. Creo que celebraban Misa como lo habían hecho en los días del Abad.
Rupert nos visitaba de vez en cuando y cuando venía, Bruno experimentaba el placer de conducirlo a través de nuestra propiedad. No había envidia en Rupert; admiraba todo y parecía genuinamente alegre de ver tanta prosperidad.
Un día apareció durante uno de los viajes de Bruno al Continente y en cuanto lo vi supe que algo había ocurrido. Pensé: Ha venido a decirme que está por casarse. Me sorprendió el sentimiento de depresión que eso me provocó.
No era que yo tuviera hacia él una actitud de perro del hortelano, pero había llegado a considerarlo como a alguien muy importante en mi vida y súbitamente me di cuenta el consuelo que me significaba la devoción que me había demostrado durante tanto tiempo.
Llevé a Rupert a mi sala de invierno y envié a buscar vino y las tortas que servíamos con este. Clement siempre tenía una horneada recién sacada.
—Veo que tienes noticias —observé.
Me miró intensamente.
—Damask, —dijo— ¿qué sabes de lo que está sucediendo?
—¿Quieres decir aquí en la Abadía?
—Aquí y en el país.
—¿Aquí? Bueno, vivo aquí. Sé que están siempre ocupados produciendo y parece que vamos prosperando. ¿En el país? Bueno, Kate me mantiene informada, sabes, y oigo muchos rumores. Los viajeros nos traen noticias constantemente. Lo último que oí fue que el pobre Rey estaba muy enfermo con viruela y sarampión y que si bien se había recuperado había quedado consumido.
—Será un milagro si sobrevive este año.
—Entonces habrá una nueva Reina. ¿Será una Reina, verdad? La Reina María, supongo.
—Siempre hay peligro cuando un monarca muere sin dejar herederos directos.
—¿Es eso lo que te preocupa, Rupert?
—Tú me preocupas —contestó.
Desvié mis ojos. No deseaba una declaración de su devoción, que bien sabía que existía. Hubiera sido embarazoso para ambos. Creo que entonces advertí que amaba a Rupert. Oh, no era ninguna pasión abrasadora. No era como lo que había sentido y todavía podía sentir por Bruno.
Mis pensamientos volaban y quería saber qué era lo que había traído a Rupert.
—Corren rumores acerca de este lugar —dijo Rupert—. No estás al tanto de ellos. El último en conocer los rumores es aquel a quién más le conciernen. Todavía son rumores, pero mucha gente está observando la Abadía de San Bruno. Hay un misterio que rodea el lugar.
—Es próspero porque hemos trabajado duro.
—Quiero que estés prevenida, Damask. Si hubiera algún peligro, no te detengas ante nada. Toma las niñas y acudid a mí. Si hubiera necesidad, podría ocultarte.
—¿Las niñas están en peligro?
—Cuando una casa está en peligro todos sus componentes pueden muy bien estarlo.
—¿Cuál es este peligro que ha surgido repentinamente?
—No es repentino, Damask. Ha estado aquí desde hace mucho. Desde que Bruno regresó y tomó la Abadía se dice que este lugar está siendo reformado… Se sabe que muchos de los monjes han vuelto. Habla con Bruno. No debieran haber asambleas…, ni servicios privados…, ni prácticas monásticas. Es inevitable que la gente diga que el monasterio ha sido reformado desafiando a la ley.
Pregunté:
—El Rey está enfermo, ¿no es así? He oído que cuando Lady María sea Reina puede ser que restaure los monasterios.
—No sería posible, pero por cierto que no vería mal a los que practicaron la vida monástica. Recuerda sin embargo, Damask, que no es Reina y en algunos ambientes se dice que nunca lo será.
—Es la heredera del trono.
—¿Lo es? ¿No se había declarado que el matrimonio de su madre con el Rey no había sido válido? En ese caso es una bastarda.
—El Rey no está muerto y no deberíamos estar hablando de su muerte. ¿No podría ser interpretado como traición?
—No le deseamos mal alguno. Le deseamos una larga vida. Pero si debemos hablar peligrosamente, lo haremos, ya que podrías muy bien hallarte en peligro. Lord Northumberland acaba de casar a su hijo con Lady Jane Grey. ¿Para qué? Eduardo apoya la fe reformista; así como también Lady Jane. Si se convirtiera en Reina con Lord Guilford Dudley como su consorte, la religión reformista prevalecería y aquellos sospechosos de ser papistas serían considerados enemigos del estado.
—Rupert, es muy bondadoso de tu parte preocuparte tanto por nosotros.
—No, no es bondadoso, pero no puedo hacer nada por impedirlo.
—Pero ¿cómo podría suceder esto? ¿Quién aceptaría a Lady Jane como Reina? ¿Quién cree ahora que el matrimonio del último Rey con Catalina de Aragón no fue matrimonio?
—No olvides al poderoso padre de Guilford Dudley. Northumberland podría usar la fuerza de las armas para apoyar los reclamos de su nuera.
—Pero no tendría éxito, ya que María tiene el verdadero derecho.
—¿Cuánto podrá contar el verdadero derecho contra la fuerza de las armas? ¿Quién crees que es hoy el hombre más poderoso de nuestro país? No es el Rey. No es más que un niño en las manos de Northumberland, y si este consigue poner en el trono a Jane Grey, el peligro en que ahora te encuentras no disminuiría, te lo aseguro. Pero yo pienso en este momento. Hay enemigos de la Abadía de San Bruno muy cerca tuyo, Damask.
—Creo que estás pensando en el marido de mi madre.
—Es un hombre ambicioso. Proviniendo de orígenes humildes, se ha convertido en el dueño de la casa de tu padre. Te ha hecho un gran daño, y la gente que hace daño alberga a menudo un gran resentimiento hacia aquellos a quienes ha perjudicado.
—¿Piensas que desearía vengarse de mí por el daño que me hizo? ¿Crees entonces que fue el hombre que traicionó a mi padre?
—Lo he pensado, últimamente. Se ha enriquecido mucho. Solamente habría podido estar en la presente situación si se hubiera casado contigo y tú dejaste claro que eso estaba fuera de discusión.
—Sabes mucho, Rupert.
—Me he ocupado estrechamente de todo aquello que te concierne.
—¿Qué debo hacer ahora?
—Previene a tu marido. Ruégale que impida que estos hombres se reúnan. Sería mejor si los despidiera.
—¿A dónde los enviaría?
—Podría separarlos. Tal vez yo pueda tomar uno o dos. Kate podría tener más en Remus…, cualquier cosa antes que pueda parecer una comunidad de monjes.
—Le hablaré a su regreso, Rupert.
Estaba muy ansioso, pero esto lo tranquilizó un poco.
Mandé a buscar a las niñas. Estaba tan orgullosa de ellas. Honey tenía trece años y era una verdadera belleza; había superado esos tremendos celos hacia Catharine. Esta era, desde luego, mi preciosa querida, mi propia hija y la quería como no había querido a nadie, aparte de mi padre. Mis sentimientos por Bruno eran diferentes. Ahora sabía que era una fascinación. Podría haber crecido hasta ser un gran amor devastador, pero ya hacía algún tiempo que había advertido que no sería así.
Rupert era un favorito entre las chicas. Les gustaba visitar su granja; él fue quien las enseñó a montar y sentían que tenían más libertad allí que en la Abadía. La indiferencia de Bruno hacia Catharine y el resentimiento hacia Honey no pasaban desapercibidos a las niñas. Lo aceptaban como suelen hacerlo los niños y no trataban de cambiarlo. Pero frecuentemente pensaba que Rupert les daba el amor que debiera haberles dado su padre. Era una mezcla de tío preferido y padre.
Charlaron, preguntándole acerca de los animales de su granja; algunos de los cuales ellas habían bautizado.
Lo abrazaron tiernamente cuando partió y sus ojos me previnieron: No olvides nuestra conversación. El peligro está aquí.
Bruno regresó de buen humor. Después de sus visitas al Continente estaba siempre jubiloso.
—¿Hiciste buenos negocios? —le pregunté.
Me aseguró que así había sido.
—¿Qué has traído a casa esta vez? ¿Algo diferente? Mi madre desea saber qué flores y hortalizas nuevas se han producido en otros países.
Dijo que había traído una tapicería fina que colgaría en el hall. A solas en nuestra cámara, esa noche le conté de la visita de Rupert y del aviso que me había dado.
—¡Rupert! —exclamó Bruno mordazmente—. ¿Qué está insinuando?
—Está realmente preocupado. Estamos en peligro. Yo lo siento así.
Me miró impaciente.
—¿No te he dicho que debes confiar en mí para todas las cosas? Dudas de mi habilidad para conducir mis asuntos. —Fue hasta la ventana y miró hacia afuera. Se volvió hacia mí—. Todo esto —dijo—, es mío. Lo he reconstruido. Se levanta como el ave fénix de las cenizas. ¡Yo hice esto y tú dudas de mi habilidad para manejar mis propios asuntos!
—No dudo de ella ni por un momento, pero sucede a menudo que algunos están más al tanto del peligro que otros. Y hay peligro en el aire.
—¡Peligro!
—Muchos de los viejos monjes y seglares están aquí. Llevan una vida muy semejante a la que llevaban en el monasterio.
—¿Y bien?
—Ha sido advertido.
Rio.
—Siempre has buscado menoscabarme. Siempre te ha molestado el hecho de que yo no sea como otros hombres. Entiende que no soy como otros hombres. Por Dios, ¿crees que cualquier otro hubiera podido venir a este lugar, tomarlo y levantarlo si no existiera algún poder superior en él?
Observé:
—Por cierto que es muy misterioso.
—¡Misterioso! ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Cómo adquiriste la Abadía, Bruno?
—Te lo he dicho.
—Pero…
—Pero tú no me crees. Siempre has dudado de todo lo que he dicho. Nunca debí haberte escogido.
Verdaderamente me asustaba. Pensé: ¡Hay locura en él! Y siempre tuve miedo a la locura.
Exclamé:
—De manera que cometiste un error. Te equivocaste. Me escogiste y nunca debiste haberlo hecho.
Se volvió repentinamente hacia mí. Yo estaba sentada en la cama y me oprimió el brazo. Su apretón fue doloroso pero yo no grité; encontré la luz fanática de sus ojos.
Repetí:
—Fue un error, ¿no es así?
—No debió haberlo sido. En ese momento no fue un error. Entonces confiabas en mí.
—Sí, te creía entonces. Y creía que construiríamos una maravillosa vida juntos. Pero me engañaste desde el comienzo, ¿no es así? Me dijiste que eras pobre y humilde.
—Humilde…, ¡cuándo fui humilde!
—Tienes razón. Nunca fuiste humilde. Y la prueba a que me sometiste. Fuiste arrogante, ¿no es verdad? No me cortejaste como cualquier otro hombre lo hubiera hecho. Tenías que simular pobreza por temor a que me casara contigo por tus propiedades.
Soltó mi brazo con un gesto impaciente.
—Estás histérica. Rupert ha estado asustándote y a pesar de que no tiene fe en mí estás dispuesta a creerle a él.
—Le creo, porque lo que dice tiene sentido. El partido reformista está en el poder. El Rey es protestante. Northumberland es protestante y ellos gobiernan el país. ¿No hemos visto acaso las tragedias que pueden sobrevenir a quienes no cumplen con las doctrinas dispuestas por nuestros gobernantes?
—¿Y tú crees que yo sería gobernado por esa gente inferior?
—Ten cuidado con lo que dices, Bruno. ¿Quién sabe si puede ser oído y delatado? Me resulta claro que no te dejarías gobernar por nadie más que por tu presuntuoso orgullo…, tu deseo de probar que no eres como los demás hombres.
—¿Y lo soy? ¿Has olvidado mi llegada?
Pensé en Keziah en esa noche memorable, y en su terror por haber traicionado aquello que nunca debió ser traicionado; pensé en el Hermano Ambrose caminando a través del pasto con Bruno y en Rolf Weaver yendo hasta ellos, insultándolos. Bruno había visto eso. Había visto a su padre matar al hombre que lo había insultado. Sí, lo había visto y había cerrado sus ojos porque no creía que Keziah y Ambrose decían la verdad. No lo aceptaba, porque si lo hacía la imagen que se había creado de sí mismo sería destruida. En esto reside la locura, pensé.
—No olvido nada —dije.
—Sería mejor que recordaras.
Permaneció junto a la cama, alto y erguido, con esa palidez marmórea de su cara, en contraste a sus sorprendentes ojos violeta, tan parecidos a los de Honey. Pensé: ¡Es tan hermoso como Dios! Y sentí esa abrumadora ternura que me envolvía y no pude decirle: Bruno, estás viviendo una mentira porque tienes miedo de enfrentar la verdad.
Comenzó a hablar.
—Yo…, sólo yo retorné a la Abadía, ¿no es verdad? Estaba perdida y la recuperé. ¿Cómo se hizo?
—Bruno, por favor dime honestamente. ¿Cómo se hizo?
—Fue un milagro. Fue el segundo milagro de San Bruno.
Me volví amargamente. No se podía razonar con él.
Le sonreí indulgentemente. ¡Cómo tratar de explicárselo! Pero sólo el hecho de que ella estuviera al tanto de esos asuntos demostraba lo firmemente plantados que debían estar en mi viejo hogar.
Era una noche de junio, había luna llena y yo estaba sentada a mi ventana cuando vi unas figuras oscuras dirigirse hacia la iglesia. Sabía lo que eso significaba. Iban a Misa. Bruno estaría entre ellos.
Tuve un pequeño escalofrío. Si eso se sabía se hallarían en peligro y sin embargo continuaban actuando de ese modo. Tal vez creyeran que Bruno, con sus poderes sobrenaturales, podría salvarlos de cualquier desastre que pudiera amenazarlos.
Las figuras habían desaparecido dentro de la iglesia cuando repentinamente vi otra figura. Esta vez no era ninguno de los monjes. Observé al hombre que avanzaba sigilosamente hacia la iglesia y reconocí a Simón Caseman.
Impulsivamente me puse una capa sobre mi camisa de dormir y corrí escaleras abajo.
Corrí a través del pasto hasta el atrio de la iglesia. Entré. Una figura se adelantó. No me había equivocado. Era Simón Caseman.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dije perentoriamente.
—Puedes preguntarlo. —Sus ojos estaban encendidos de excitación. Nunca había visto con tanta claridad la máscara del zorro.
—¡Esto es un atropello!
—Por una buena causa.
—No tienes derecho a estar aquí.
—Sí, todos los derechos.
—¿En nombre de quién?
—En nombre del Rey.
—Hablas bizarramente.
—Digo la verdad. ¿Qué está pasando aquí? Esto se ha convertido nuevamente en un monasterio. Fue disuelto, pero aquí está de nuevo.
—¿No sabes, Simón Caseman, que muchas tierras de abadías han sido conferidas?
—Lo sé muy bien. Tal vez haya alguna razón para semejantes concesiones.
—Una muy buena razón, la cual concierne solamente al donante y a quien lo recibe.
—En eso estoy de acuerdo, pero cuando se emplea el sitio para quebrar la ley del Rey…
—Aquí no se ha quebrado la ley del Rey.
—Sí, cuando aquello que ha sido abolido ha sido reconstruido secretamente.
—Hay muchos trabajadores aquí, Simón Caseman.
—También hay monjes.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —Una voz fría, brusca y autoritaria habló perentoriamente. Bruno había salido al atrio. De la iglesia llegaba el sonido de cánticos.
—Sucede —repuso Simón Caseman— que he sido testigo de algo que podría enviarte a la horca. Puedes estar tranquilo de que cumpliré con mi deber.
—Tu deber es regresar a tu casa y vivir tranquilamente allí, si bien no te mereces eso por haber tomado lo que nunca te hubiera conferido sino por injusticia.
—No hables de justicia, te lo ruego. ¿Qué está pasando en este lugar? ¿Por qué lo has reconstruido cómo lo has hecho? ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que puedes engañarme bajo mis propios ojos con tus cuentos de milagros? ¡Milagros en verdad! Está claro de dónde provino tu riqueza.
Vi que Bruno había palidecido. Estaba intranquilo.
—Sí —gritó Simón Caseman—. Lo sé muy bien. ¿De dónde viene el dinero para construir una espléndida Abadía, para reunir a monjes y seglares? ¿De dónde por cierto? De los enemigos de Inglaterra. De España y de Roma, de allí viene el dinero.
—¡Mientes! —gritó Bruno.
—Entonces si es mentira, ¿de dónde? Responde a eso, Bruno Kingsman, San Bruno…, ¡contesta eso! ¿De dónde vino el dinero para reconstruir la Abadía, eh? ¿Vas a decirme que proviene de los beneficios de la granja? No te creería. Se han usado enormes riquezas en este lugar y te pregunto de dónde salieron. Es lo que quiero saber.
El canto había cesado en la iglesia. Vi rondar las figuras de los hombres no lejos del atrio.
—¡Miénteme si quieres! —exclamó Simón Caseman, con la cara desfigurada por la pasión—. No me engañarás. Yo sé. Siempre lo supe. El dinero viene de España y Roma. Sale de los enemigos de nuestro país. Viene de aquellos que volverían a poner al Papa como Cabeza Suprema de la Iglesia, en contra de las leyes de este país.
—Mientes —exclamó Bruno.
—Entonces, ¿de dónde? Dinos esto, Bruno, San Bruno…, tejedor de milagros, ¡dinos! ¿Vino de lo Alto? ¿Cayó dentro de tus arcas desde el Cielo?
—Sí —respondió Bruno sobriamente.
Simón Caseman rompió a reír.
—Podrías llamarlo del Cielo, ya que viene de España. Yo y muchos otros lo llamaríamos traición.
Hubo un silencio en el atrio ante la mención de la temida palabra.
Luego Bruno dijo:
—Vete de aquí. No nos hacen falta los de tu calaña.
—Desde luego que no. No me hallarías quebrando la ley del país. Esto quiere ser el comienzo de la restauración de los monasterios. Sé que están en marcha tales planes. Vienen de Roma y España…, donde se encuentran tus amos. No pienses que permitiré que prosiga esta traición.
Bruno entró en la Iglesia nuevamente. Yo retrocedí a las sombras y Simón Caseman pasó junto a mí. Jamás había visto una mirada tan determinada en su cara. Pensé: mañana nos delatará. Quizá mañana a la noche Bruno esté en la Torre.
Luego mis pensamientos volvieron a las niñas y me pregunté qué sería de ellas.
Corrí hasta Simón Caseman.
Escuchó mis pasos y se volvió lentamente.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Qué vas a hacer?
—Mi deber.
—No será la primera vez que eres un delator —simuló no comprenderme.
—Puede que no sea la última. Soy un hombre que cumple con su deber.
—Particularmente cuando hay tanto que ganar.
—¿Ganar? ¿Qué ganaría yo?
—Venganza.
—Eres muy dramática, mi querida Damask.
Sus ojos me recorrieron y recordé que tenía solamente mi camisa de dormir bajo la capa.
Me sentí muy asustada y eso me hizo imprudente, supongo.
—¿Es la venganza tan satisfactoria como la espléndida casa que no tenías esperanzas de lograr mientras vivía mi padre?
—¿Qué tiene que ver eso con esto?
—Una situación similar. Antes cumpliste con tu provechoso deber, ¿no es verdad?
Permaneció en silencio, desconcertado.
—Sé —dije—, que delataste a mi padre. ¡Canalla desagradecido! Asesino.
—¿Esa es la manera de hablar a alguien que tiene tu vida en sus manos?
—No creería que esa vida valdría la pena de vivirse si no fuera fiel a mí misma.
—Eres indomable, Damask. Siempre lo fuiste. ¡Qué tontita imprudente! Podrías haber tenido tanto. Pero lo elegiste a él… ¿Es un hombre o un ídolo? Pronto lo veremos. Ahorcado se verá bien.
—¿Has decidido delatarlo como lo hiciste con mi padre?
—¿Tu padre?
—No trates de engañarme más, Simón Caseman. Mi padre te trajo a su casa. No tenías nada propio. Todo lo que tenías era envidia, codicia y una lamentable falta de principios. Tenías egoísmo, maldad, ingratitud…
—En realidad era un sujeto bastante pecador.
—Por una vez has dicho la verdad. Eres el asesino de mi padre, Simón Caseman. Querías sus propiedades.
—Quería a su hija, lo admito. Y la verdad es que aún cuando despotrica o insulta, todavía la deseo.
—¡Cómo te atreves!
—Cómo tú te atreves, mi imprudente belleza. Aquí está el hombre que podría haberte llevado a la Torre…, y tú te atreves a abusar de él.
—Abusaría de ti hasta con mi último suspiro. ¿Has amado alguna vez a un padre?
—Nunca conocí el mío, de manera que me fue imposible.
—Yo amé a mi padre. Lo amé entrañablemente. Lo vi en su prisión en la Torre. Tú cortaste esa cabeza, Simón Caseman. ¿Crees que te perdonaré alguna vez por eso?
—Tu padre fue un tonto. Nunca debió haber albergado al clérigo. Sabía que estaba faltando a la ley. Dar albergue a un cura, levantar una abadía que ha sido deshecha…, estos actos son contra las leyes del Rey y se castigan con la muerte. Harías bien en recordarlo.
—No contento con ser el asesino de mi padre, nos asesinarías a todos. ¿Deseas esta Abadía, no es así? ¿Es este el precio que pides?
—No seas tan tonta, Damask. Yo no te haría daño. ¿No eres acaso mi propia hijastra?
—Para mi más profunda vergüenza, lo soy.
—Y alguien por quién, a pesar de toda su intolerancia y malevolencia hacia mí, siempre he sentido un gran afecto.
—¿Has sentido eso alguna vez por alguien?
—Por ti, lo sabes.
—¿Estás sugiriendo que deseabas casarte conmigo por otras razones que porque era la heredera de mi padre?
—No eres la heredera de tu padre ahora, Damask. Estás en grave peligro. Mañana llegarán los hombres del Rey. No estabas allí cuando se llevaron a tu padre. Esta vez vendrán por tu marido, a menos…
—¿A menos que qué?
—Podrías hacer mucho por ti, Damask.
—Entonces ve y ahórcate.
Se rio.
—Eso es pedir un poco demasiado, porque si muriera, cómo podría disfrutar de tu compañía. No, Damask, tendrás que ser más complaciente conmigo…, si quieres seguir viviendo en la comodidad de tu oro español.
—Lamento no entenderte.
Dio un paso hacia mí.
—Creo que me entiendes demasiado bien. Si vinieras a mí de manera amistosa podría ser persuadido de mudar de opinión acerca de lo que ha ocurrido esta noche.
—Pediré consejo a mi madre —dije cáusticamente.
—Oh Damask, no seas poco sensata. Piensa que si no lo hubieras sido, tu padre podría vivir hoy.
Me volví y empecé a dirigirme hacia la casa.
Me llamó:
—Te daré veinticuatro horas. Piénsalo. Podrías haber salvado a tu padre. Ahora es el momento de salvar a tu familia.
Bruno salía de la iglesia seguido por varios monjes.
Simón Caseman corrió y yo me apresuré a entrar a la casa temblando.
Bruno no vino a nuestra cámara esa noche. Pasé la mayor parte de ella esperando su regreso. Quería saber si verdaderamente había recibido dinero de España o de Roma. Me parecía que era la única explicación. Me preguntaba cómo no se me había ocurrido antes.
Las palabras de Simón Caseman me daban vueltas en la cabeza. Yo era responsable por la muerte de mi padre. Si me hubiera casado con Simón Caseman no lo hubiera delatado, porque habría obtenido la casa a través mío. Pero yo no quería casarme, de manera que mi padre tenía que morir. Y ahora me había hecho otra proposición. Si yo iba a él, y sabía lo que quería significar con eso, podría comprar su silencio.
Las perspectivas que nos esperaban me dieron escalofríos.
Al menos, estábamos a salvo por veinticuatro horas.
¿Por qué Bruno no venía y me consolaba? Qué característico de él era esto. No me dejaba compartir nada porque sabía que yo no creía en él.
Por la mañana fui a la torre donde tenía sus aposentos privados. Trabajaba plácidamente en sus libros.
—Bruno —exclamé—. Había pensado que tendrías algo que decirme.
Se sorprendió.
—No puedes haber olvidado la escena de anoche.
—Tu padrastro no merece un momento de meditación.
Repuse agudamente:
—Fue responsable de la muerte de mi padre. Ahora amenaza con la tuya y la de muchos que dependen de ti.
—¿Y crees que lo logrará?
—Lo logró con mi padre.
—Tu padre actuó estúpidamente.
—No tan estúpidamente como tú. Quiebras descaradamente la ley. Al menos él lo hizo en secreto.
Sonrió y levantó la cabeza y se lo veía tan hermoso que pude haber llorado por todo lo que no estaba bien entre nosotros.
—Te digo que no hay qué temer.
—¡No hay qué temer! Ese hombre es nuestro enemigo y ha presenciado lo de anoche, y además ha amenazado con delatarte.
—No hará nada.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque lo sé.
—Ha amenazado con desenmascararte.
—Confías en todo el mundo menos en mí. Das a entender que no me crees capaz de defender todo lo que he construido.
—¿Con el oro español? —pregunté.
—Ves, le crees.
—Pero ahora resulta tan obvio. ¿Dónde puedes haber encontrado todo ese dinero? —Sus ojos brillaron con un fuego interno.
—Preguntó si el Cielo me había abierto sus arcas. Y la respuesta es Sí. Fue un milagro. Fue con ese objeto que llegué al pesebre en esa mañana de Navidad. Hombres y mujeres han levantado calumnias respecto a mí. Pero juro que el dinero con que estoy reconstruyendo esta Abadía no proviene de España. Vino del cielo. Y si dices que solamente pudo ser un milagro, te contesto: Que sea. Te digo que ese hombre no puedo hacerme daño. Pero tú no me crees.
—Si me juras que no estás pagado por los españoles…
—No te ruego que me creas. Simplemente te digo que no nos traicionará. Puede ser que a su debido tiempo tengas un poco de fe en mí.
Con esas palabras me dejó.
Veinticuatro horas de gracia. Conocía a Simón Caseman lo suficiente como para saber que llevaría a cabo su amenaza. Era un hombre avaro y vengativo. Disfrutaba atormentándome evidenciando cómo nos tenía en su poder a mí y a mi familia. Era más, no me codiciaba solamente a mí sino a la Abadía, y yo sabía que lograrla era su objetivo.
Era imposible hablar con Bruno. No dudaba que no solamente Simón Caseman había visto lo que estaba sucediendo en la Abadía, sino que tendría testigos.
Se me ocurrió que podría tomar las niñas y partir hacia casa de Kate. ¿Eso las salvaría? ¿Implicaría a Kate? La tensión era tan insoportable que me dejó insensible. Traté de comportarme normalmente y fui hasta la panadería como lo hacía a menudo por las mañanas, a consultar a Clement acerca de la comida del día. Había estado presente en la iglesia la noche anterior.
Me sorprendí, porque no parecía demasiado perturbado.
—Clement —dije—, ¿qué crees que será de todos nosotros?
—Estaremos a salvo —respondió.
—¿Piensas que fueron amenazas en vano?
Clement alzó los ojos al cielorraso.
—Bruno nos librará de todo mal.
—¿Cómo podrá hacerlo?
—Sus medios son milagrosos.
La complacencia del hombre me asombró. Parecía no percatarse que podía ser arrastrado al lugar de ejecución, colgado, cortado vivo y bárbaramente torturado. ¿No había oído hablar de los monjes de la Cartuja?
—Oíste lo que ese hombre dijo anoche, Clement. Estabas allí.
—Estaba allí. Pero Bruno nos habló después. Afirmó que no había por qué temer.
—¿Qué puede hacer para salvarnos?
—Eso depende de él y de Dios.
Creen que es divino, pensé. Oh, ¡qué duro despertar tendrán! La repentina visión del bueno y simple Clement, que había llevado a mis niñas sobre sus espaldas, siendo torturado era más de lo que yo podía soportar.
—Clement —dije— podrías escaparte. Todavía hay tiempo.
Me miró con asombro.
—Esta es mi vida —respondió. Luego me sonrió casi con lástima—. No tienes fe. Pero no temas. Todo estará bien.
Ese día transcurrió como de costumbre. Nadie más que yo parecía darse cuenta de la amenaza que pendía sobre nosotros.
Mi madre nos visitó por la tarde. Me preguntaba si Simón Caseman habría confiado en ella y si habría venido a prevenirme. No podía haberle contado de sus insinuaciones hacia mí.
Había traído la usual canasta de cosas ricas, su vino más nuevo, una nueva torta que había hecho, su mazapán especial.
Me besó y me dijo que no me veía bien. Sus ojos ansiosos me escudriñaron y sabía que estaba preguntándose, como lo hacía cada vez que nos encontrábamos, si estaría encinta.
Rápidamente me di cuenta que no sabía nada del descubrimiento de su marido porque era demasiado franca para ser capaz de ocultarlo, pero sí me habló de las ventajas de la religión reformista.
—Y es verdad, Damask —dijo—, que nuestro Rey es de la fe reformista. Pobre muchacho, está enfermo. Dicen que nunca se recuperó de aquella viruela. He oído decir que no vivirá mucho tiempo, pobre muchacho.
—Madre —le pregunté—, ¿se te ha ocurrido que si el Rey muriera, cosa que espero que no ocurra, Lady Mary podría ser Reina y si así fuera, podría haber un vuelco hacia Roma?
—¡Imposible! —exclamó mi madre, palideciendo ante la idea.
—Sin embargo no es imposible, madre. ¿No deberíamos ser precavidos al proclamar nuestros puntos de vista hasta estar seguiros?
—Si conoces la verdadera fe, Damask, ¿cómo puedes negarla?
—¿Pero qué es la verdadera fe? ¿Por qué no podemos aceptar las sencillas leyes de Cristo? ¿Por qué ha de ser tan importante que profesemos de esta o aquella forma?
—No estoy segura, Damask, pero pienso que podrías estar hablando traición.
—Traición un día, madre, es la lealtad del siguiente. —Repentinamente tuve miedo por ella, porque era tan simple. No amaba una fe sino un marido, hubiera tomado cualquier cosa que él le ofreciera. Sin embargo, podría morir por esas creencias como otros habían muerto antes que ella.
La abracé súbitamente.
—Mi querida niña, estás afectuosa hoy.
—¿Cómo podía saber si podría hacerlo mañana?
—Vaya, ¡estamos sombrías! ¿Qué te ocurre, Damask? ¿No estás cayendo enferma? Te daré una pequeña bebida que contiene tomillo. Eso te dará dulces sueños y mañana te despertarás amando a todo el mundo.
¿Mañana?, pensé. ¿Qué nos deparará el mañana? El día me pareció largo. No podía abocarme a nada. Fui al scriptorium, como lo hacía algunas veces, y escuché a las niñas en sus lecciones. ¿Qué será de ellas?, me pregunté a mí misma y deseé, como mi padre había deseado para mí, que estuvieran seguramente casadas y viviendo en alguna parte muy distante.
Durante la cena nos sentamos a la mesa familiar sobre el estrado y el resto de la casa en la gran mesa en el hall. Sin embargo, cuando se oía algún sonido del exterior, yo me daba cuenta de las miradas furtivas en dirección a la puerta y sabía que algunos sufrían una profunda aprensión y temblaban en sus asientos, pero no se advertía franca alarma y se arrojaban miradas confiadas en dirección a Bruno.
Justo cuando estábamos por dejar la mesa llegó un mensajero.
Nunca olvidaré la espantosa consternación que cundió por el hall. Me puse de pie. Había tomado la mano de Catharine, que estaba sentada junto a mí. Su mirada sorprendida se dirigió a mí. Pensé: Oh Dios, ha llegado. ¿Qué será de nosotros? Bruno también se había puesto de pie, pero no demostraba ninguna alteración. Tranquilamente abandonó su lugar y se dirigió a recibir al mensajero.
—Bienvenido —dijo.
—Traigo malas noticias —informó el mensajero—. El Rey ha muerto.
Pude sentir la tensión que se rompía, fue como si todo el mundo hubiera dejado escapar un lamento. El Rey había muerto. ¿Quién podía decir qué sucedería? Lady Mary era la que seguía en la línea al trono. La Abadía estaba salvada.
Vi la sonrisa complacida de Bruno. Vi las miradas de asombro en las caras de aquellos que habían estado con él la noche anterior en la iglesia.
Les había prometido un milagro, ya que solamente un milagro podía haber salvado la Abadía de la traición de Simón Caseman. Y este era su milagro. La muerte del Rey; el fin del gobierno protestante. La Princesa católica esperando para ascender al trono.
Por un momento sus ojos buscaron los míos. Vi allí el triunfo; el enorme orgullo que nadie había poseído con tal fuerza como él.
E inmediatamente pensé: Lo sabía. Sabía que el Rey estaba muerto. Sabía que para que la acusación de Simón Caseman prosperara tendría que haberla hecho meses atrás. Arregló para que el mensajero trajera la noticia en un momento que produjera el mayor efecto. Estaba empezando a conocer bien al hombre con quién me había casado.
Nadie pensaba lo que sucedería a continuación.
Cuando oí que Eduardo había muerto dos días antes de que su muerte hubiera sido dada a conocer, estuve segura que Bruno lo había sabido.
Estaba formándome un concepto tan cínico de mi marido que empecé a preguntarme si no lo odiaba.
Pero estuvo menos complacido cuando llegaron las noticias de que el Duque de Northumberland había persuadido al Rey que hiciera a un lado a sus dos hermanas, María y Elizabeth, en razón a su ilegitimidad, y que declarara a Jane Grey como la verdadera heredera al trono. María tenía demasiado apoyo para aceptar esto e inmediatamente se comenzó a formar una facción católica alrededor suyo y el país se vio dividido. Las familias estaban divididas. El único hecho que me alegraba era que teníamos un respiro. Las cuestiones del país eran tanto más importantes que las de una abadía.
Mi madre llegó a la Abadía temblando y aprensiva. Simón había ido a Northumberland a ofrecer sus servicios en apoyo de Jane Grey que madre llamaba la verdadera Reina.
Yo sabía por qué había ido. Era imperativo que Jane Grey se convirtiera en Reina de Inglaterra, para que la fe Reformista pudiera ser preservada. Había llegado demasiado lejos de su lado para retirarse.
—La Reina Jane es una mujer virtuosa —dijo mi madre—. Ha vivido una vida piadosa.
—Creo que lo mismo puede decirse de aquella que muchos llaman Reina María.
—No es Reina. El casamiento de su padre fue invalidado —exclamó mi madre—. ¿Su madre no fue acaso la primer mujer de Arturo, el hermano del Rey Enrique?
—Hay muchos que la apoyan —afirmé.
—Serán los papistas —dijo mi madre amargamente.
Al día siguiente vino a decirme que habían cortado las orejas al chico de un viñatero en el Chepe porque había declarado que la Reina Jane no era la verdadera Reina.
—Ves —dijo mi madre con firmeza—, lo que sucede a aquellos que niegan la verdad.
Había muchos rumores. Oíamos que Jane se mostraba reticente a tomar la corona. No era más que una niña, tenía dieciséis años, no mucho mayor que Honey, y había sido forzada a esto por hombres ambiciosos. Sentí pena por la pobre Jane.
En la ciudad la gente murmuraba, temerosa de dar abiertamente una opinión, pero yo sentía que la mayoría de la gente estaba en contra de la Reina Jane, en parte porque detestaban a Northumberland, su suegro, y no estaban dispuestos a aceptar su dominación, pero principalmente porque sabían que María era la verdadera heredera al trono.
María había huido a Norfolk y había encontrado a miles que se congregaban por su causa. Cruzó la frontera hacia Suffolk y plantó su estandarte en el Castillo de Framlingham.
Esperábamos noticias cada día. Cuando Ridley, el Obispo de Londres, predicó en favor de la Reina Jane, mi madre estuvo encantada.
—Todo saldrá bien —dijo—. ¡Es una niña tan dulce y buena!
Pero unos días después, los Condes de Pembroke y Arundel proclamaban a María Reina de Inglaterra en Paul’s Cross y nos dimos cuenta que el reinado de nueve días había llegado a su fin. La pobre pequeña Jane no podía sostenerse contra la fuerza del derecho. María era la verdadera heredera de Inglaterra; la patética Jane fue descartada.
Fui a ver a mi madre, porque imaginé que estaría muy angustiada.
—¿Qué está ocurriendo? —exclamó perturbada—. ¿En qué está pensando la gente? La Reina tiene el beneplácito del Obispo de Londres. ¿Quién puede negar eso?
—Muchos —dije y me sentí llena de ansiedad por ella—. Tendrás que ser muy cuidadosa. No hables libremente a los sirvientes.
Tomé los libros que Simón le había indicado que leyera y los escondí.
—No debes guardarlos aquí. Debes vivir muy calladamente por un tiempo. No debe ser recordado que apoyabas a la Reina Jane.
Simón Caseman había regresado sin ostentación a su casa, tratando de disimular que había estado fuera por asuntos de negocios y que había ido a Londres a apoyar a la Reina Jane.
Estaba tan dispuesto como cualquiera a gritar: «Viva la Reina». Al menos era sensato en eso. Esperaba que siguiera siéndolo.
Resultó evidente que los años comparativamente tranquilos del reinado de Eduardo habían terminado.
Antes que terminara el mes, Lady Jane y su marido, Lord Guilford Dudley, fueron confinados a la Torre de Londres.
Kate vino de Remus a la Abadía, trayendo a Carey y a Colas con ella. Estaba animada como siempre frente a los grandes acontecimientos. Quería que cabalgáramos con ella hasta Wanstead para ver entrar en la capital a la nueva Reina.
Me alegraba alejarme la Abadía y todos montamos para ir, yo y Kate con dos hombres de nuestra casa para protegernos, y Carey, Honey, Catharine y Colas.
Kate estaba excitada porque la Princesa Elizabeth iba a encontrarse con su hermana en Wanstead para acompañarla a Londres. En realidad todos estaban alegres y animados. Pero ni siquiera en ese momento podía olvidar a mi madre en Caseman Court y me pregunté cómo se sentiría y si se hallaría en la misma clase de peligro con que su marido había amenazado a mi casa tan poco tiempo atrás.
No podía evitar advertir las miradas de admiración dirigidas a mis chicas Desde luego Kate dominaba cualquier escena con su encanto incomparable al que ahora se sumaban el plomo y una cierta mirada de experiencia. Pero Honey era una belleza aún mayor que Kate. Desde luego era una niña todavía, pero a punto de florecer como mujer y con su traje de montar rojizo y su garboso sombrero con plumas, pensé que era una de las criaturas más adorables que había visto. En cuanto a Catharine con un sombrero parecido pero de terciopelo verde oscuro, resplandecía de amor a la vida, en contraste con el silencio un poco melancólico de Honey, de manera que lo que le faltaba en verdadera belleza lo suplía con vital personalidad. Y Carey, qué muchacho apuesto, parecido a Kate y no muy diferente a mis chicas. En cuanto a Colas, de ocho años, el bebé del grupo, estaba decidido a disfrutar de aula momento. Podían muy bien haber sido todos hermanos y hermanas. Catharine y Carey reñían continuamente y tuvimos que reprenderlos una o dos veces, diciendo a Carey que recordara que no debía hablar de ese modo a una dama, y a Catharine que lo provocara menos.
Y en Wanstead vimos la reunión de la Reina con su hermana Elizabeth. Fue un momento histórico, pensé: las hijas de Catalina de Aragón y Ana Bolena reunidas en Wanstead.
Juraría que habían más ojos puestos en la princesa Elizabeth que en la Reina. Esa joven pelirroja de veinte años me recordaba en cierto modo a mi hija Catharine. No era una belleza, pero poseía tal vitalidad y encanto que contrastaba mucho con los modales silenciosos de la nueva Reina.
María llevaba un traje de terciopelo color violeta, lo cual no favorecía su aspecto envejecido, ya que tenía treinta y siete años. Pero los vivas eran leales y cuando las hermanas se besaron fueron aún más fuertes.
Las hermanas dejaron Wanstead y se dirigieron hacia la Ciudad. Nos unimos al gentío y nuestros sirvientes nos rodearon para asegurar que nos abrieran sitio. Hice que las chicas cabalgaran una a cada lado mío y así entramos por el portal de Aldgate a la ciudad y a Londres. Nuestros jóvenes charlaban excitadamente todo el tiempo.
Seguimos todo el camino hasta la Torre; sobre el río las embarcaciones con sus cubiertas alegremente engalanadas parecían dar cabriolas de deleite y se oía una música dulce por todas partes y los cañones tronaban las salvas.
Catharine dijo repentinamente:
—¡Qué pena que Paul y Peter no hayan venido con nosotros! ¡Cómo les hubiera gustado la procesión!
Yo me estremecí y me pregunté cómo estaría tomando mi madre las noticias de la aclamación de la nueva Reina, mientras que aquella que había reinado tan brevemente esperaba su destino con terror. Kate permaneció con nosotros por algún tiempo en la Abadía.
Todos temían hablar libremente. Se veía lo rápidamente que uno podía caer en desgracia y era inevitable que después de semejante choque entre las dos Reinas y dos religiones debía correr sangre. Eduardo fue enterrado en Westminster y la Reina hizo decir un servicio solemne en su capilla privada con todos los ritos y ceremonias de la Iglesia de Roma.
Unos pocos días después el Duque de Northumberland perdió la cabeza.
Kate permaneció para la coronación, que fue en octubre y vimos a la Reina llevada en su litera, cubierta de tela de plata y tirada por seis caballos blancos.
Miré a Kate y me pregunté si recordaba aquella otra Reina que habíamos visto años atrás cuando Tom Skillen había sido sobornado por Kate para que nos llevara hasta Greenwich. ¡Qué diferente aquella, radiante Ana de esta mujer envejecida, cansada! Fue una ceremonia de gran pompa, pero yo me preguntaba y estoy segura que muchos lo hacían, qué nos depararía el futuro.
Desde luego que yo sabía que un nuevo reinado significaría cambios; para nosotros en la Abadía era como si hubiéramos escapado por poco al desastre. Me alegraba que Simón Caseman permaneciera sereno. Era sensato y andaba por su propiedad sin aclamar ni condenar a la nueva Reina. En Bruno era aparente una mayor complacencia. Deduje por Clement que se creía que había logrado otro milagro, que había salvado la Abadía. Era el tercero. El primero había sido cuando había aparecido en la cuna, luego había regresado a la Abadía y había sido posible que muchos retornaran y ahora, cuando un enemigo había amenazado destruir lo que él había levantado, por un milagro el Rey había muerto a tiempo y una nueva Reina Católica se hallaba en el trono.
Bruno había hecho esto, Bruno el hacedor de milagros.
El primer cambio fue un decreto que abolía la liturgia reformista.
A comienzos de año oímos que se iba a llevar a cabo un matrimonio entre María y Felipe de España, el más fanático de los Católicos.
Supe que este hecho daba grandes esperanzas a aquellos que deseaban ver restablecida la Iglesia Reformista. María era popular pero el pueblo de Inglaterra no quería ser dominado por España. El Parlamento alzó su voz para pedir a la Reina que no desposara a un extranjero, pero esto pareció ser inútil.
Rara vez iba a la Mansión Caseman. Temía encontrarme con Simón Caseman, pero mi madre y los mellizos me visitaban continuamente.
Peter y Paul, tan parecidos que no se los podía diferenciar, eran menores que Carey y los niños formaban como una familia. Mi madre me había pedido que los mellizos compartieran los mentores de mis hijas y esto había sido arreglado y cuando Kate estaba con nosotros, Carey se les reunía en el scriptorium. Yo lamentaba que ninguna de mis chicas brillara en sus estudios. Eran despiertas sin ser inteligentes. Carey se destacaba más en los pasatiempos al aire libre que en sus lecciones; Peter era el más inteligente de los niños; Paul era el deportista y podía rivalizar con Carey en los deportes al aire libre. Siempre me parecía que los mellizos se repartían los atributos de una persona muy cabal.
La ingenuidad de mi madre a menudo me daba una visión de lo que podía estar ocurriendo en Caseman Court, y eso me alarmaba.
Cuando se habló del matrimonio de la Reina mi madre no pudo ocultar cierto contento y enseguida pude ver que tenía esperanzas de que la Reina fuera derrocada. Yo sabía que hablaba por los sentimientos de su marido, ya que ella consideraba su deber compartir sus opiniones.
—Casamiento con España —dijo, mientras estábamos sentadas juntas en mi jardín—. Vaya, ¡seríamos súbditos de ese país! ¿Quieren eso los ingleses?
—No dudo —respondí—, que si la Reina desposara a Felipe de España, habría toda clase de condiciones para prevenir que España se apoderara del país.
—Cuando una mujer se casa está influida por el marido.
Sonreí.
—Madre —dije—, todas las mujeres no son esposas tan obedientes como tú.
Continuó:
—Tendríamos la Inquisición aquí. ¿Puedes imaginar que significaría eso? Nadie estaría a salvo. Cualquiera de nosotros podría ser llevado ante un tribunal.
—Sería terrible. Odio la persecución en cualquier forma.
Mi madre dejó caer la camisa que estaba bordando.
Oprimió mi brazo.
—Entonces, mi querida Damask, debemos evitar que llegue a nuestras playas.
—Estoy segura de que el pueblo nunca la toleraría aquí.
—Si este casamiento español se lleva a cabo, ¿quién puede decir lo que pasará? Si fuéramos dominados por España, llegarían aquí con sus tornillos bajo las uñas y sus instrumentos de tortura.
—Ya están aquí, Madre y lo estaban antes de que la Reina pensara en casarse con un extranjero. Me estremezco a veces cuando paso por la Torre y pienso en las mazmorras y en las cámaras de tortura en las que muchos hijos y esposos bien amados han sufrido. También las mujeres… ¿Has olvidado a Arme Askew?
—Fue una mártir.
—Una mártir, verdaderamente.
—Una santa —dijo mi madre con fervor.
—Y lo hubiera sido también si hubiera sido de cualquier otra fe.
Mi madre calló y luego se inclinó hacia mí.
—Este reinado no puede durar —afirmó—. Tengo razones para saberlo. Me preocupas, Damask…, tú y tus niños.
—Madre, yo me preocupo por ti y los mellizos.
—Sí —dijo—. Es extraño que la religión sea la causa. No comprendo por qué no ven todos el camino verdadero.
—¿El tuyo madre? ¿O el de tu marido tal vez?
—Yo he visto la verdad —dijo—, y creo que vives peligrosamente. Me gustaría verte con nosotros, Damask. A tu padrastro también. Siempre habla bondadosamente de ti.
Sonreí con cinismo.
—Es bueno de veras de su parte, madre.
—Oh, es un hombre bueno. Un hombre de principios.
«¡Oh Dios!», pensé, «¿no sabes que asesinó a mi padre?».
—El piensa que tú resientes que haya tomado el sitio de tu padre.
—Nadie podría tomar su sitio —exclamé fervientemente.
—Quiero decir, mi querida, porque nos casamos. Algunas hijas son así…, los hijos también. Pero debes recordar que me ha hecho muy feliz.
Quería gritarle la verdad. Asesinó a mi padre; me pidió que me casara con él; ha tratado de hacerme una proposición infame, me ha pedido mi virtud como precio por mi seguridad. Y este es el hombre de quien tú, madre, tienes tan alta estima.
Pero por supuesto, no dije nada. Era tan inocente. Tenía que seguir en su bendita ignorancia.
—Tendrías que tratar de ser un poco más razonable, Damask. Me preocupo por ti —continuó—. Desearía que Bruno hubiera comprado una agradable mansión de campo. Una Abadía es sospechosa…, particularmente cuando…
—Oh, madre, cuidémonos todos. Y recordemos que los enemigos de Roma son los que están hoy en peligro, si bien mañana puede ser diferente.
—Mañana —dijo mi madre, alegrándose—. Eso llegará.
No era de extrañar que me perturbara.
En la panadería, Clement estaba amasando; tenía las mangas arremangadas hasta los codos y parecía acariciar la mezcla mientras trabajaba.
Catharine estaba sentada en un banco alto contemplándolo, y su cara adorable brillando de interés. Desde que yo podía recordar, siempre tenía algún entusiasmo. Se desvanecían rápidamente, pero mientras duraban eran intensos; Honey era más constante.
—Sigue, Clement —ordenó y lo oí decir mientras entraba—: El Abad nos había llamado y estábamos de pie alrededor del pesebre y en él había un niño vivo.
Se volvió cuando yo entré.
—Aquí viene la señora —dijo Clement— para darme las órdenes del día.
—Madre —explicó Catharine—. Clement ha estado contándome la historia. ¡Fue maravillosa! Es como algo de la Biblia. Moisés en los juncos. Siempre adoré esa historia y ahora saber esto…
Miré su cara animada y no supe qué decirle. Estaba tan conmovida por la idea que su padre fuera una especie de Mesías, que aun cuando yo estaba convencida que era falso y quería que mi hija aceptara la verdad, la verdad era algo que yo no podía contar a mi hija. Catharine siempre tenía que saber todo una vez que su interés despertaba. Sabía más de la gente que vivía alrededor nuestro que todos los demás componentes de la casa. Vi que estaba en un dilema. Ella tendría que aceptar a su padre como ese ser superior o conocer la sórdida historia de su nacimiento. Por el momento pensé que era mejor que aceptara la leyenda, pero deseé que no hubiera sido así.
Discutí la comida que había que preparar y dije:
—Vamos, Catharine, pronto será la hora de tus lecciones y quiero que me juntes algunas flores y las arregles.
—Oh, madre, odio arreglar flores. Sabes que no sé hacerlo.
—Razón de más para que aprendas. Es una de las condiciones necesarias para un ama casa.
—Creo que no seré un ama de casa. Permaneceré aquí toda mi vida y me haré monja y tendré un convento propio. Supongo que sería una abadesa.
—Mi querida niña, no hace mucho tiempo los monasterios y los conventos fueron disueltos por órdenes del Rey.
—Ah, pero eso fue hace mucho tiempo, madre. Ahora tenemos una nueva Reina, una buena y virtuosa Reina. Indudablemente desearía ver retornar estas instituciones.
—Eres una niña, Cat —dije, no sin un asomo de alarma—. ¡Por amor de Dios, no te enredes todavía con estos asuntos!
—Querida madre, ¡qué vehemente eres! Siempre sospeché que eras algo irreligiosa. —Me besó de manera cariñosa—. No es que no te quiera por ello. Todo esto me asustaba… Tenía miedo de acercarme a algunos de los viejos edificios. ¿Recuerdas como solía colgarme de tu mano o de tus faldas? Solía pensar, nada me hará daño, mientras mi madre esté aquí y ella siempre cuidará de mí.
—Mi querida, y siempre lo haré.
—Lo sabía, madre queridísima. Eres tan…, como debe ser una madre. Él es diferente, desde luego. Es maravilloso. Clement ha estado contándome cómo era la Abadía cuando él llegó. No sabían cómo cuidar a un bebé y si bien no era un bebé común, vino con la forma de un bebé, y por lo tanto era a medias mortal.
—Clement habla demasiado.
—Todo es tan interesante. Hay tanto que quiero saber.
—Limita tus intereses a tus lecciones por un tiempo —dije.
Se rio con esa risa sonora, contagiosa que yo amaba tanto.
—Querida madre. Queridísima madre. Eres tan práctica…, siempre… Tan diferente de… No es de extrañar que tía Kate se ría de ti.
—¿De modo que soy el objeto de sus diversiones?
Me besó la punta de la nariz.
—Es algo bueno, y todos te amamos por ello. Vaya madre, ¿qué haríamos sin ti?
—Ahora —dije complacida—, tendrás justo el tiempo de recoger tus flores y arreglarlas antes de ir al scriptorium. Y no llegues tarde. Ya he tenido quejas de tu impuntualidad.
Corrió y la miré con ese amor que era tan intenso que me hacía sentir dolor.
Después de eso, frecuentemente la encontré con Clement, que le contaba historias de la niñez de su padre. Descubrió cosas que yo nunca había sabido. Cada día se interesaba más y más. Bruno lo había notado y se había vuelto afectuoso hacia ella. Finalmente se interesaba por su hija.
Un día entré a la sala de estudios y oí reñir a Catharine y a Honey.
—Te embaucan fácilmente, Cat. Siempre crees lo que quieres creer. Así no se puede saber lo que es verdad. Yo no lo creo. Él no me gusta. Nunca me gustó. Creo que es cruel con…, nuestra madre.
Catharine le espetó:
—Es porque no es tu padre. Estás celosa.
—¡Celosa! Te digo que me alegro. Preferiría cualquier hombre antes que él como padre.
Hice una pausa ante la puerta y no entré. En cambio me escabullí silenciosamente.
Pensé mucho en esa conversación. Desde luego que era inevitable, ahora que estaban creciendo, que se formaran sus propias opiniones. Cuando habían sido pequeñas las había mantenido lejos de él, a sabiendas que en su vida no había lugar para niños pequeños. Me preguntaba cómo hubiera sido si Catharine hubiera sido varón.
Pensaba en ellas. Catharine tenía casi doce años, Honey catorce, casi una mujer. Había un cierto toque de la voluptuosidad de Keziah en ella y su belleza no había disminuido para nada. Solamente esos sorprendentes ojos violeta con sus pestañas negras hubieran bastado para hacer de ella una belleza.
Pero no era tan fácil de conocer como Catharine, que era toda efervescencia, con los sentimientos a flor de piel, con lágrimas y enojos que llegaban tan rápidamente como desaparecían. ¡Qué diferente era Honey! Yo sabía que tenía que ser cuidadosa con ella y siempre lo había sido, demostrándole que la amaba tanto como a Catharine. Estaba convencida que ella sentía por mí una devoción profunda y apasionada. Me gratificaba y al mismo tiempo me alarmaba un poco, porque uno nunca podía estar del todo segura con Honey. ¡Su nombre la desmentía! Era salvaje y apasionada.
Ahora que estaban creciendo y desarrollando personalidades muy diferentes y, cuanto más adoración demostraba Catharine por Bruno, más disgusto parecía sentir por él Honey. Bruno notaba el creciente aprecio e interés de su hija hacia él, y también advertía la repulsión de Honey.
Decidí que hablaría con Honey y le pedí que fuera conmigo una mañana al jardín y juntáramos flores.
—Honey —dije—, Catharine te habla a menudo de su padre.
—No habla de otra cosa en estos días. A veces pienso que Catharine no es muy inteligente.
—Mi querida Honey —repuse, con lo que Catharine llamaba mi voz virtuosa—, ¿es poco inteligente una hija que admire a su padre?
—Sí —replicó Honey—, si él no es admirable.
—Mi querida niña, no debes hablar así. Es…, ingrato e incorrecto.
—¿Debo estarle agradecida?
—Has vivido bajo su techo.
—Prefiero pensar que ha sido bajo el tuyo.
—Él lo suministró.
—Nunca me quiso aquí. Fue solamente porque tú insististe que yo pude quedarme. Sé eso. Voy a ver a mi abuela en el bosque.
—¿Te habla de esas cosas?
—Es una sabia mujer, madre y a veces me habla enigmáticamente, como lo hace la gente sabia. Me ha contado verdades. Dice que está bien que yo sepa ciertas cosas. A menudo pienso qué diferente podría haber sido mi vida si no hubiera sido por ti.
—Mi querida Honey, has sido una alegría y un consuelo para mí.
—Siempre procuraré serlo —me contestó fervientemente.
—Mi bendita niña, recuerda que eres mi propia hija.
—Pero de adopción. Cuéntame acerca de mi madre.
—Era alegre y hermosa a su modo…, si bien tú lo eres más.
—¿Entonces me parezco a ella?
—No, no en tus modales.
—No se casó con mi padre. Vino a disolver la Abadía. ¿Cómo era él?
—Lo vi poco —dije evasivamente.
—Y mi madre se enamoró de él y nací yo.
Asentí con la cabeza. Había sido así en cierto modo, y yo no podía contar a Honey la horrible verdad.
—Yo soy su hermana. Mi bisabuela me lo contó. Dijo: Ustedes dos son mis bisnietos. Y cuando lo supe no podía creerlo. Ella dice que es por eso que me odia. Preferiría no tener que verme.
—No lo cree, porque no quiere aceptar el hecho de que tu madre sea la de él.
—Se cree divino —rio—, ¿a la gente divina le importa tanto que la gente lo adore?
—El cree que tiene una gran misión en la vida. Les ha dado hogares a mucha gente.
—Nunca ha dado algo sin contar con lo que recibirá a cambio. Eso no es dar.
Era demasiado perspicaz, mi Honey.
—Tendrías que tratar de comprenderlo.
—Comprenderlo no aumenta mi respeto por él. Quizá lo comprenda demasiado bien, lo que es de esperarse, ya que provenimos de la misma madre.
—Honey, me gustaría que olvidaras eso. Yo pienso en mí misma como tu madre. ¿No podrías tratar de hacer lo mismo? —Se volvió hacia mí y vi arder la devoción en sus ojos.
—Mi querida niña —dije—, no puedes saber lo mucho que significas para mí.
—Si yo pudiera pedir un deseo —afirmó—, sería que yo fuera tu verdadera hija y Catharine la de mi propia madre.
—Nada de eso, yo querría que las dos fueran hijas mías.
—Yo preferiría ser la única.
Sí, Honey me producía alarma. Su odio sería tan feroz como su amor.
La paz no podía durar mucho tiempo. Mi madre vino para decirme que Simón Caseman había partido «por negocios». Estaba ansiosa, y me preguntó qué podían significar esos negocios.
Pronto lo descubriría. Sir Thomas Wyatt dirigía una rebelión contra la Reina María.
Mi madre se apresuró a venir a la Abadía con las noticias de que la Reina estaba en el Palacio de Whitehall y que los hombres de Sir Thomas marchaban sobre la ciudad. La Reina estaba desesperada.
—Sabe que es el final del reinado. —La voz de mi madre sonaba triunfante.
Le pregunté:
—¿Dónde está tu marido? —Y sonrió secretamente.
—Me preocupas, Damask —dijo casi inmediatamente—. Quiero que traigas a las niñas y vengas a Caseman Court. Cuando triunfe Sir Thomas Wyatt no te quiero aquí.
—¿Y si Sir Thomas no triunfa?
—Ya verás.
—Madre —insistí— ¿dónde está tu marido?
—Tenía negocios que hacer —me contestó.
—¿Negocios? ¿Con Sir Thomas Wyatt?
No respondió y yo no insistí, porque tenía miedo. Dije:
—Sir Thomas sentará en el trono a la Reina Jane o a la Princesa Elizabeth. ¿Y tú crees que la gente se quedaría tranquila y permitiría que arrojaran a un lado a la legítima Reina?
—Quiero que vengas conmigo a la Mansión Caseman —fue su respuesta.
Pero mi madre se vio desilusionada, ya que las fuerzas rebeldes marcharon sobre Londres y hubo lucha en las calles. Oí decir que la Reina se había mostrado intrépida y que había consolado a sus llorosas damas. Más adelante supe lo cerca del éxito que había estado Wyatt y que lo hubiera logrado si no hubiese sido porque al verse arrinconado en Fleet Street, rodeado y separado de sus fuerzas combatientes, se había entregado creyendo que la batalla estaba perdida.
Por cierto, mi madre estaba muy perturbada y sabiendo que Simón no estaba en Caseman Court, fui a verla.
—¿Qué salió mal? —exclamaba—. ¿Por qué gana siempre esa mujer papista?
—Tal vez —respondí—, porque es la verdadera Reina.
Poco tiempo después Jane, la Reina de los nueve días, fue ejecutada junto con su marido.
La Princesa Elizabeth estaba implicada en la rebelión y se decía que el objeto de esta había sido colocarla en el trono, y no a Jane.
Bruno comentó:
—Es una mujer astuta que codicia el trono. Es una pena que no le hayan cortado la cabeza a ella en vez de a Jane.
—Pobre Elizabeth —reparé—, es tan joven.
—Tiene veinte años, los suficientes para ser ambiciosa. La Reina no debiera dejarla con vida.
Pero la Reina le permitió vivir, ya que Sir Thomas Wyatt declaró antes de ser decapitado que la Princesa Elizabeth era inocente de cualquier conspiración contra su hermana.
Simón Caseman había regresado. Me preguntaba qué parte había tomado en la rebelión Wyatt.
Era maravilloso como podía comprometerse y liberarse antes que el compromiso se convirtiera en algo embarazoso. Estaba convencida que lo que él quería era ver el fin del reinado de María, para tener un gobernante protestante en el lugar de la Reina.
La elección obvia era Elizabeth.
Bruno creía que Elizabeth tomaba la religión como la política, por conveniencia. Había cobrado importancia. La gente reparaba más y más en ella. Muchos partidarios de María hubieran deseado tener su cabeza; pero la Reina no era vengativa.
De manera que, a pesar de que la Reina María se había instalado firmemente en el trono y que la rodeaban hombres fuertes con el objeto y la intención de conservarla allí, existía intranquilidad. Y los casamientos y esperanzas de numerosos hombres se volcaban hacia la hija de Ana Bolena.
Mi madre vino a la Abadía con su acostumbrada canasta de cosas buenas. Había traído a los mellizos, ya que estos aprovechaban toda oportunidad de venir a la Abadía y le ayudaban con su canasta.
Las chicas vinieron a ver qué había traído y a escuchar sus noticias.
—Vaya —exclamó, sentándose—, qué cosas ocurren en la ciudad.
—Cuéntanos, abuela —ordenó Catharine.
—Bueno, mi querida, hay una casa embrujada en Aldergate Street, si bien puede ser que no lo esté. Puede ser que habite allí un ángel de Dios ¿Quién puede decirlo?
—Prosigue —exclamó Catharine—. Oh, abuela, nos vuelves locas. Nos tienes en suspenso con tus cuentos.
—Te lo dirá a su tiempo —indiqué—. No la hostigues.
—A su tiempo —exclamó Catharine—. ¿Cuándo será eso? Ahora es el momento.
—¿Y quién es la que está haciendo perder tiempo? —preguntó Honey.
—Es una voz que sale de los ladrillos —dijo Peter—. Yo la oí. ¿No la oíste tú, Paul?
—¿Qué clase de voz? —insistió Catharine.
—Bueno, si me hubieran dejado explicar desde el comienzo —dijo mi madre— ya lo sabrían.
—Lo cual es perfectamente cierto —agregué.
—Bueno, cuéntanos —exclamó Catharine.
—Hay una voz que proviene de los ladrillos de esa casa. Y cuando la gente grita «Dios salve a la Reina María», no dice nada.
—¿Cómo puede haber una voz si no dice nada? —exigió Catharine perentoriamente.
—Qué niña impaciente —dijo mi madre frunciendo el ceño—. No esperas a oír. Cuando la multitud grita: «Dios salve a Lady Elizabeth», la voz dice, «Así sea».
—Tiene que ser alguien —dije.
—No hay nadie. La casa está vacía. Y cuando la gente grita: ¿«Qué es la Misa»?, la voz responde «Idolatría».
Catharine se había puesto roja.
—Es algún malvado que está tratando de embaucar a la gente.
—Es una voz —insistió mi madre—. Una voz sin cuerpo. ¿No es algo maravilloso?
—Lo sería si hablara juiciosamente —dijo Catharine.
—¡Juiciosamente! ¿Quién pude cuestionar la palabra divina?
—Yo —expresó Catharine—. Es divina sólo para los protestantes. Para la gente de verdadera fe es…, ¡herejía!
—Cállate Cat —ordené—, faltas el respeto a tu abuela.
—¿Es faltar el respeto decir la verdad?
—Verdad para unos y tal vez no para otros.
—¿Cómo puede ser? La verdad debe prevalecer siempre.
Dije con cansancio:
—No voy a permitir estos conflictos en la casa. ¿No es bastante malo que existan en el país?
Catharine insistió:
—Debo decir lo que siento.
—Tienes que aprender a sujetar tu lengua y mostrar el debido respeto.
—¡Respeto! —gritó Catharine—. Mi padre diría…
Intervine:
—¡Basta de esto!
Catharine se precipitó fuera de la habitación, murmurando:
—Es una bonita salida simular estar de acuerdo con perversas mentiras…, solamente para contentar a la gente.
—Vaya —dijo mi madre—, allí va una pequeña papista feroz.
Advertí que Honey sonreía, como siempre lo hacía cuando Catharine y yo teníamos una diferencia.
Con semejantes fricciones en la familia, me pregunté cómo se esperar que hubiera armonía en el mundo.
Catharine estuvo feliz cuando una investigación reveló que una joven, llamada Elizabeth Croft había sido ocultada en un agujero en la pared para responder a las preguntas que le hacían, e incitar al pueblo contra la Reina y su prometido español.
—Ahí tienes tu voz —exclamó Catharine, y se apresuró a ir a Caseman Court a contarle a mi madre.
—Estaba tan avergonzada, que no pude evitar reírme —me comentó cuando volvió.
—Tendrías que haber sido más compasiva —le dije.
—¡Compasión con semejante fanática!
—Y tú, mi querida, ¿no sufrirás del mismo mal?
—Pero yo estoy a favor de la verdadera religión.
—Como dije, eres una fanática, Catharine. No quiero que te veas envuelta en estos asuntos.
—Hablo de ellos con mi padre…, ahora —sus ojos brillaban—. Es maravilloso haberlo descubierto después de todos estos años.
—No te prestaba atención.
—Desde luego, cuando era niña y estúpida. Ahora es diferente.
—Te ruego que seas cuidadosa.
Corrió hasta mí y me abrazó.
—Queridísima madre, debes saber que ya soy adulta…, casi.
—Pero no del todo —le recordé.
Peter vino a contarnos que Elizabeth Croft estaba en el cepo por haber tomado parte en el engaño.
—Pobre niña —dije—. Espero que no pague con su cabeza por esto.
Ese mes de julio el Príncipe Felipe de España desembarcó en Inglaterra y la Reina viajó hasta Winchester, donde iban a casarse.
Vimos su entrada a la capital. Cruzaron el Puente de Londres a caballo y me impresionó la palidez de la Reina y la forma patética en que adoraba a su pálido novio de labios finos. Era casi diez años mayor que él, y sentí pena por ella.
El matrimonio no era nada popular, pero la gente vitoreó cuando vio el tesoro que Felipe había traído consigo. Se precisaron noventa y nueve cofres para llevar las arcas repletas de oro y de lingotes de plata. El tesoro acompañó a la pareja real en su viaje hasta la Torre, y al menos eso contó con la aprobación del pueblo.
Después vimos cambios en el país.
Se estaban trayendo al país las leyes de España. Oímos hablar mucho de la verdadera iglesia, que era la Santa Iglesia Romana y se empleaba continuamente la palabra hereje.
Y los fuegos de Smithfield comenzaron a arder.
Frecuentemente podíamos ver desde los jardines la capa de humo y cuando el viento soplaba del este lo podíamos oler; nos estremecíamos y nos parecía oír los alaridos de los moribundos.
La Reina había recibido un nuevo nombre. Era María la Sanguinaria.
Una fría mañana de febrero del año 1555 se llevaron a Simón Caseman. Peter y Paul vinieron corriendo hasta la Abadía.
—Vinieron…, buscaron por todas partes…
—Se llevaron libros con ellos…
—Ataron su barca a nuestro embarcadero…
Exigí:
—Peter. Paul, cuéntenme desde el principio. ¿Qué es esto?
Creo que adiviné muy pronto. Después de todo, no era extraño. Y yo sabía desde hacía tiempo que Simón Caseman estaba flirteando con la nueva fe.
De pronto Paul comenzó a llorar.
—Se han llevado a nuestro padre —dijo.
—¿Dónde está tu madre?
—Está sentada allí…, mirando. No habla. Ven rápido, Damask. Por favor, ven con nosotros.
Corrí hacia la casa. Entré al hall donde la mesa estaba puesta para la comida y pensé: a este hall vinieron a buscar a mi padre… Simón Caseman los trajo para que se lo llevaran…, y ahora han venido por Simón Caseman.
Mi madre estaba sentada a la mesa. Miraba como si estuviera aturdida. Me arrodillé a su lado y tomé su mano fría entre las mías.
—Madre —dije— estoy aquí.
Habló entonces.
—¿Es Damask? Mi niña Damask.
—Sí, madre. Estoy aquí.
—Vinieron y se lo llevaron.
—Sí, lo sé.
—¿Por qué tenían que llevárselo? ¿Por qué…?
—Tal vez regrese —la consolé sabiendo bien que no regresaría.
¿Acaso no habían dicho los mellizos que se habían llevado libros? Estaba condenado como hereje.
—Madre —rogué— debes recostarte. Te daré una de tus pociones. Si durmieras un poco…, quizá cuando despiertes…
—¿Volverá?
—Quizás. Tal vez lo han llevado para interrogarlo. —Se tomó de mi brazo.
—Eso es. Lo han llevado para interrogarlo acerca de algún asunto. Regresará. Es un buen hombre, Damask.
Los mellizos me contemplaban como si yo tuviera algún poder para tranquilizarla. ¡Como hubiera deseado tenerlo! Por primera vez en mi vida me hubiera sentido muy feliz de ver entrar a Simón Caseman.
—¿Qué daño ha hecho? —preguntaba ella.
Me permitió que la ayudara a meterse en cama, le di la bebida tranquilizante y pensé: Dos veces en su vida le han arrebatado mi marido, y dos veces en nombre de la religión.
Cuando se durmió volví a la Abadía. Encontré a Bruno al entrar al hall.
Dije:
—Vengo de casa de mi madre. Está deshecha de pena.
—De manera que se lo llevaron —comentó y en sus labios se esbozó una sonrisa.
—¡Lo sabes! —exclamé.
Asintió con la cabeza, sonriendo misteriosamente.
Exclamé:
—Tú…, lo preparaste. Tú lo delataste.
—Es un hereje —replicó.
—Es el marido de mi madre.
—¿Has olvidado que una noche casi hizo lo mismo?
—Entonces es venganza —dije.
—Es justicia.
—¡Oh Dios! —exclamé—. Irá a Smithfield.
—El premio a los herejes.
Escondí la cara entre las manos, porque no podía soportar seguir mirando la cara de Bruno.
—¡Tanta pena por el asesino de tu padre!
Me volví y corrí hasta mi habitación.
Las niñas vinieron.
—Madre, ¿es cierto, entonces? —exclamó Catharine, con la cara traspasada de emoción—. Se lo han llevado. ¿Qué le harán? ¿Qué están haciendo ahora?
—Morirá —dijo Honey—. Morirá en la hoguera.
La cara de Catharine se arrugó.
—No pueden hacer eso, ¿verdad? ¡No pueden…, a él! Es tu padrastro.
—Eso no los detendrá —observé tristemente.
Catharine exclamó:
—¿Y lo quemarán hasta matarlo, simplemente porque cree que Dios debe ser adorado de una cierta forma? Sé que es hereje y que los herejes son malvados, pero quemarlo…
—Hasta morir —añadió Honey sombríamente.
Eran demasiado jóvenes para saber de esos horrores.
Dije:
—Puede ser que no ocurra. Voy a traer aquí a los mellizos. Tienen que ser bondadosas con ellos. Recuerden que es su padre…
Asintieron con la cabeza.
Luego volví a mi viejo hogar a cuidar a mi madre. Me senté con ella e intenté hablar de otras cosas: de su jardín, de su despensa. Pero todo el tiempo sus oídos estaban alertas al sonido de una barca, a la voz que yo sabía que no volvería a oír.
No servía de nada. Debíamos hablar de él porque era en él en quién ella estaba pensando. Me dijo lo bueno que siempre había sido; lo felices que habían sido esos años con él.
—Era el marido perfecto —me contó y yo pensé en aquel buen hombre, mi padre y me pregunté a mí misma si lo había llorado así.
—Era tan inteligente —decía—. Quería saber lo que la gente escribía…, lo que pensaba.
Ah, pobre Simón Caseman, debió haber sabido que uno no debe demostrar interés.
—Debían haber conservado a Jane en el trono. Esto no hubiera ocurrido.
No, madre, pensé, no a ti. Pero a otros. Quizá a Bruno. Luego recordé que era Bruno el que había causado esto. Había hecho a Simón Caseman lo que Simón había tratado de hacerle a él.
El día llegó. Mi madre quería ir a Hampton Court a ver a la Reina para implorarle que perdonara a su marido.
Era hereje, se había probado que era un hereje y, había oído decir, que no renegaría de sus opiniones. Un hombre extraño, con tanta maldad en él y sin embargo mi madre lo creía el perfecto marido y permaneció fiel a sus creencias ante la muerte.
Ese día tranquilicé a mi madre con su jugo de amapolas y durmió.
Salí al jardín y miré hacia la ciudad. Una capa de humo bajaba hacia el río. Los fuegos de Smithfield estaban ardiendo.
Luego entré y me senté junto a la cama de mi madre para consolarla cuando despertara.