EL TRANSCURSO DE UNA ERA

Mi bebé crecía rápidamente. Era la alegría de mi vida. Sus manitas y piececitos me maravillaban, sus ojos eran azules y asombrados; cuando sonrió por primera vez el corazón se me llenó de un amor rebosante y nada de lo que había sucedido anteriormente me importaba, ya que me había traído a mi niña.

El mundo exterior comenzó a deslizarse dentro del pequeño paraíso que compartía con mi bebé. Llegó una carta de Kate:

«Iré a verte. Tengo que echar una ojeada a mi…, ¿qué es mío? Una especie de prima, supongo».

Sonreí. ¡Qué típico de Kate pensar en qué clase de conexión tenía la niña con ella!

«Según tú es la niña más maravillosa que jamás haya existido, pero el testimonio de una madre rara vez es veraz. De manera que debo ir a ver ese modelo de perfección por mí misma Remus se va a Escocia por asuntos del Rey. Así que mientras no está ¿por qué no ir a visitar la Abadía de San Bruno?».

Como siempre, me deleitó la idea de ver a Kate, pero me intranquilicé un poco porque ella era inquisitiva y estaba particularmente interesada en la relación entre Bruno y yo, la cual no se había estrechado desde el nacimiento de Catharine. Además, yo estaba perfectamente contenta con mi hija.

A su debido tiempo llegó Kate, llena de vitalidad y tan hermosa como siempre.

—¡Qué suerte que no estamos muy distantes! —declaró—. ¿Qué hubiera sido si me hubiera casado con un Lord escocés? No nos hubiera sido tan fácil encontrarnos. —Me inspeccionó—. ¡Damask! ¡La madre! Te sienta, Damask. Estás más rellenita. Muy matrona. No, no es eso. Pero diferente. ¿Y dónde está ese dechado que lleva mi nombre?

—La llamo mi pequeña Cat —dije tiernamente.

Admiró a la niña.

—Sí, una pequeña belleza. Bien. Cat, ¿qué piensas de la Prima Kate?

Cat le sonrió y Kate se inclinó sobre ella y la besó.

—Ahí está, amorcito —dijo—, vamos a ser buenas amigas.

Pude ver que no estaba tan interesada en la niña como en el estado de las cosas entre Bruno y yo. Hablaba abiertamente de Remus. Se mostraba condescendiente y tolerante, pero le estaba verdaderamente agradecida por la vida de lujo que le debía.

Carey vino con ella, un encantador niño de casi dos años, curioso, travieso y parecido a Kate.

Se interesó por la pequeña Cat y solía pararse junto a la cuna para contemplarla. Parecía que a ella también le gustaba. Y desde luego, estaba Honey, a quien yo había tenido buen cuidado de no desatender desde la llegada de mi hija. Quería que crecieran como hermanas pero supongo que era inevitable que estuviera un poco celosa, ya que no podía ocultar lo absorta que estaba con mi propia hija.

Lavaba y alimentaba yo misma a Catharine, pero siempre me aseguraba de tener a Honey cerca para que me ayudara.

—Es pequeñita, Honey —solía decirle—. No una niña grande como tú. Tiene mucho que aprender.

Eso la alegraba un poco.

—Es tu hermanita —decía y pensaba que si la historia de Keziah era cierta, Honey era en realidad la tía de mi bebé.

Pero ahora Kate estaba con nosotros y la vida cambió, naturalmente. Sentía curiosidad por todo lo que estaba sucediendo en la Abadía. La contemplaba con una especie de envidia, que me decía que se imaginaba allí en mi lugar.

Cuando Bruno se nos reunió, advertí sus sentimientos hacia él. Los sentimientos de él hacia ella estaban más encubiertos, pero sabía que no le era indiferente.

Ella estaba enterada de todo lo que estaba sucediendo en la Corte y le gustaba demostrar su superioridad en ese aspecto.

El Rey buscaba nueva esposa.

—Pobre hombre, ¡tiene tan mala suerte con sus esposas! Y ahora no hay ninguna mujer demasiado ansiosa de ese gran honor.

—Compadezco a la pobre mujer que escoja, dije.

—Será una mujer que ya haya estado casada, puedes estar segura de ello. Este nuevo estado aterraría a una muchacha soltera. Sabrás que ha sido declarada alta traición a cualquiera que se case con el Rey sin ser virgen. Los padres tienen miedo de enviar a sus hijas a la Corte.

—Quizás no se case porque ya no es joven.

—Tiene casi cincuenta años y está demasiado gordo. Pero le quedan grandes atractivos.

—¿El poder es más importante que la belleza y la juventud? —pregunté.

—El poder es la esencia misma del encanto masculino, te aseguro. Jamás amaría al pastor más hermoso del mundo pero podría sentir fácilmente afecto por un Rey envejecido.

—¡Qué cínica te has vuelto!

—No me he vuelto. Vamos, sabes que siempre lo fui.

—Bueno, te ruego que no eches el ojo al Rey, porque por raro que te parezca sentiría una punzada de dolor o dos si te cortaran la cabeza.

—Siempre ha estado firmemente plantada y tengo la intención de que allí permanezca. Mi querida prima, ¡qué placer me da estar contigo! No olvides que estoy casada con Remus y a menos que este encuentre un sangriento final en Escocia, lo cual no es difícil porque las batallas han sido crueles, no me encuentro en posición de tomar otro marido.

—Oh, Kate, ¡no hables así!

—Eres siempre la misma sentimental Damask. No, no temas por mí. Me sabré cuidar si me convierto en viuda.

—No tenía idea que Lord Remus se encontraba en Escocia para luchar.

De esa manera hablábamos de asuntos de la Corte, recordábamos el pasado y revivíamos incidentes de nuestra niñez como se hace con aquellos que la han compartido.

Almorzábamos a las once de la mañana y comíamos a las seis. Las comidas se servían en el gran hall y todos se sentaban a la mesa. Eso daba muy poca oportunidad para tener conversaciones íntimas. Me sentaba a un lado de Bruno, Kate del otro y a menudo encontraba un brillo travieso en los ojos de ella que no podía entender del todo. No podía descubrir los sentimientos del uno hacia el otro. Kate era alegre y burlona; él tenía una inclinación a quedarse callado, pero sabía que la observaba.

Kate escuchaba atentamente y ocasionalmente chanceaba con Bruno o conmigo.

Los niños no se nos reunían, ya que ninguno tenía edad suficiente.

Algunas veces, cuando yo estaba en la nursery, Kate solía vagar por los predios de la Abadía.

Una vez regresó y dijo:

—Damask ¿qué está sucediendo aquí? Esto se está convirtiendo en un monasterio y Bruno es como un Rey en sus dominios. Dudo que haya otra comunidad tan rica en Inglaterra en estos tiempos. ¿Qué sabes de Bruno?

—No te entiendo, Kate.

—Tendrías que conocerlo. Es tu marido.

—Desde luego que lo conozco —sabía que mentía hasta cuando estaba diciendo esas palabras.

—¿Cómo es…, como marido?

—Es un hombre ocupado. Hay mucho que hacer.

—¿Es afectuoso, bondadoso, Damask? ¿Te ama apasionadamente?

—Haces demasiadas preguntas.

—Quiero saber, Damask. ¿Quería un hijo varón, no es así? ¿Qué dijo cuando descubrió que tenía una hija? —se rio casi triunfalmente y la odié en ese momento, porque sentí que se alegraba de que yo hubiera tenido una hija y no el hijo que Bruno anhelaba.

—Quería un hijo. Es cierto, quería un hijo. ¿Qué hombre no lo desea? Se desilusionó un poco.

—¿Solamente un poco? Los padres están generalmente contentos con lo que llega. No así los Reyes…, y aquellos que son Reyes. ¡Pobre Ana Bolena! Perdió la cabeza por no haberle dado un hijo al Rey.

—Perdió la cabeza porque el Rey prefirió otra mujer.

—Si ella hubiera tenido un hijo, él nunca se hubiera librado de ella. La taimada pequeña Jane y sus ambiciosos tíos hubieran tenido que contentarse con que ella fuera la amante en vez de la esposa. Con todo es una lección ¿no es así? Es peligroso jugar con príncipes.

Más adelante habló de cuando habíamos descubierto a Bruno y nos reuníamos todos en los terrenos de la Abadía.

—Todo lo que nos sucede tiene sus efectos —dijo Kate—. Lo que somos hoy se debe a lo que nos sucedió entonces. Los tres comenzamos a tejer una trama. Seguiremos haciéndolo por el resto de nuestras vidas.

—Quieres decir ¿Bruno, tú y yo?

—Sabes muy bien que quiero decir eso. Siempre estaremos conectados unos con otros. Seremos como los frutos de un árbol…, primero los capullos, luego el fruto y cuando llegue nuestro tiempo caeremos uno a uno. Pero siempre estaremos en la misma rama, Damask. Recuerda eso.

Lo recordé después que se hubo ido y me pregunté que se dirían Bruno y ella cuando se encontraban y yo no estaba presente, qué sucedía entre ellos.

Pero no me parecía de gran importancia. Estaba absorta en mi hija.

En diciembre el Rey marchó hacia Escocia y derrotó a los escoceses en Solway Moss. No hablábamos mucho de la guerra. Escocia parecía muy distante. Pero, debido a sus servicios a la Corona, el Rey otorgó a Lord Remus una propiedad en la Frontera, y él permaneció allí durante algunos meses, de manera que Kate vino a visitarnos una vez más.

Sabía que nos había dejado muy reticentemente. La Abadía la fascinaba todavía como lo había hecho cuando éramos niños. A veces vagaba sola y creo que iba a menudo al lugar donde solíamos reunimos. No era sentimental, insistía, era simplemente un lugar agradable y era bastante divertido recordar los viejos tiempos.

Una o dos veces la vi con Bruno. Me preguntaba si le contaría sus planes y si ella lo habría prevenido sobre la inconveniencia de revivir antiguos tiempos en la Abadía.

Decía que yo me había convertido en ama de casa, en la madre remilgada, que mis pensamientos se desviaban hacia la nursery cuando ella deseaba discutir algo serio conmigo.

Kate tenía muchos chismes de la Corte, como de costumbre, ya que el Rey había encontrado nueva esposa.

—¡Pobre dama! —exclamaba Kate—, dicen que está un poco reticente. Adora a Thomas Seymour. ¡Qué hombre! Tío del joven Príncipe Eduardo e irresistible. Pero el Rey ha puesto sus ojos en ella, de manera que Master Thomas deberá echarse atrás, a pesar de toda su piratería y Lady Catalina Parr, ¡otra Kate!, a su pesar no tendrá otra alternativa.

Y así fue, ya que en pocas semanas el Rey desposó a Catalina Parr.

En agosto descubrí que estaba nuevamente encinta. Bruno estaba encantado. Yo le había fallado en mi primer intento pero había demostrado que era fértil y ahora le daría el varón.

La idea de tener otro hijo me deleitaba y ese estado de euforia me inundó nuevamente. Apenas advertía otra cosa. Una vez más hablaba de niños con mi madre; saqué toda la ropita que Catharine había usado cuando bebé. No pensaba en otra cosa que mi hijo. Se acercaba Navidad nuevamente. Ya había dicho a las niñas que a su debido tiempo tendrían un hermanito o hermanita para reunirse con ellas en la nursery. Pensé que Honey parecía un poco hosca.

Me dijo:

—No quiero. No quiero a Cat aquí. No quiero más que a Honey…, como era antes.

Los celos eran algo que yo siempre había temido y había tratado de evitar. Traté de quitárselos, de mostrarle que no había diferencias.

Me preguntó a quién quería más; si a ella, a Catharine o al nuevo bebé que vendría.

Repuse que los amaba a todos por igual.

—¡No es así! —exclamó—. ¡No es así!

Me perturbó mucho. Desde luego, era cierto. Le tenía más cariño a Cat. ¿Pero cómo podía evitar amar más tiernamente a mi propia hija? Al día siguiente de esa conversación, Honey desapareció. Me sentía llena de remordimiento, acusándome a mí misma. Tenía que encontrarla rápidamente. Esto no era fácil. Busqué por la casa; luego llamé a Clement. Ella había sido siempre su favorita y pensé que podría conocer algún escondite secreto que ella tuviera.

Estaba preocupado. Sus primeros pensamientos fueron para los estanques de peces. Se quitó el gran delantal blanco y con las manos todavía enharinadas, corrió tan rápido como pudo hasta los estanques.

Afortunadamente dos de los pescadores estaban allí. Dijeron que habían estado toda la mañana y que con seguridad hubieran visto a la niña si hubiera ido hacia allí.

Nos sentimos muy aliviados. Para entonces ya Eugene se nos había reunido, también estaban las niñeras y Clement pensó que sería mejor si nos repartíamos y hacíamos dos o tres grupos de búsqueda. De manera que hicimos eso. Yo fui con una de las jóvenes niñeras, una chica de catorce años llamada Luce.

Pensé de pronto en los túneles. Nunca los había explorado. Muchos de ellos estaban bloqueados y Bruno había expresado el deseo de que nadie intentara penetrar en ellos, ya que temía que fueran peligrosos. Cuando era niño había habido un derrumbe de tierra en uno de ellos y un monje había sido enterrado vivo.

Pensé en eso y corrí hacia los túneles e imaginaba a la pequeña Honey herida porque creía que había sido desplazada por mi propia pequeña.

Yo le había dicho que no debía acercarse a los túneles ni a los estanques de peces, pero sabía que cuando los niños desean atraer la atención sobre sí mismos o se sienten desgraciados por alguna insignificancia la primera cosa que hacían era desobedecer.

Para llegar al túnel era necesario descender por una escalera de piedra y empecé a hacerlo. La joven doncella permaneció arriba muy asustada para bajar, pero yo estaba demasiado angustiada por Honey para tener miedo.

Gritaba su nombre a medida que avanzaba. Como venía de la luz brillante del sol, no pude ver nada durante un momento. Y luego, repentinamente, salió de la oscuridad una figura. Sentí un escalofrío que me recorría la espina dorsal. Avancé un escalón…, el escalón no estaba y caí dos o tres escalones hasta dar en el suelo húmedo.

La figura se inclinó sobre mí. Di un alarido. Una voz dijo:

—¡Damask! —Era Bruno el que estaba encima mío y podía sentir su enojo.

—¿Qué haces aquí?

—Me…, me caí.

—Ya sé eso. ¡Viniste aquí a oscuras! ¿Con qué objeto?

—Honey se ha perdido —dije. Me ayudó a ponerme de pie. Estaba temblando.

Dijo:

—¿Estás bien? —Había ansiedad en su voz y pensé con resentimiento: No es por mí. Es por el niño que llevo.

Repuse temblorosa:

—Sí, estoy bien. ¿Has visto a Honey? Se ha perdido.

Estaba impaciente.

—Te he pedido que no entres en estos túneles.

—Nunca lo hice anteriormente. Fue por la niña.

—No está aquí. La hubiera visto.

Me tomó del brazo y subimos juntos las escaleras. Una vez arriba me estudió con intensidad. Luego dijo:

—Nunca vuelvas a bajar allí. Es peligroso.

Pregunté:

—¿Y tú, Bruno?

—Yo conozco esos túneles. Los conocí de niño. Sé cómo tener cuidado.

Estaba demasiado preocupada por Honey para cuestionar eso en ese momento pero lo recordaría más adelante.

Nos dejó abruptamente y la niñera y yo volvimos a entrar en la casa. Honey no había sido hallada todavía. Estaba poniéndome frenética cuando un chico vino con un mensaje. Honey estaba en la cabaña de la Madre Salter. ¿Podía ir a buscarla lo antes posible? No perdí tiempo y fui inmediatamente hacia la cabaña en el bosque.

El fuego ardía como antes y sobre este estaba la olla tiznada. De un lado del fuego estaba sentada la Madre Salter; no parecía haber cambiado desde que la había visto por primera vez y en el asiento al otro lado del fuego estaba Honey. Tenía la cara tiznada y su vestido estaba sucio Di un grito de alegría y corrí hasta ella. La hubiera a brazado pero ella me apartó. Yo advertía los ojos escrutadores de la Madre Salter.

—¡Honey! —exclamé—. ¿Dónde has estado? Estuve tan asustada.

—¿Creíste que me habías perdido?

—Oh, Honey. Tenía miedo que algo terrible te hubiera sucedido.

—No te importaría. Tienes a Catty y al nuevo que viene.

—Oh, Honey, no creas que eso quiere decir que pueda soportar separarme de ti.

Todavía estaba medio hosca.

—Tú puedes soportarlo —dijo—. Te gusta más Catty.

—Honey, las quiero a las dos.

—La niña no piensa eso —era la Madre Salter hablando con su voz baja como un graznido.

—Está equivocada. He estado frenética de ansiedad.

—Llévala entonces. Harías bien en amarla.

—Vamos, Honey —dije—, quieres venir a casa, ¿no es verdad? ¿No quieres quedarte aquí?

Miró a su alrededor y pude ver que estaba fascinada con lo que veía.

—A Wrekin le gusto.

—A Spot y Pudding también les gustas —observé nombrando a dos de nuestros perros.

Asintió con gusto. Había tomado su mano y no se resistía. Seguía contemplando la habitación y como todavía no había aprendido a disimular sus sentimientos pude ver que la estaba comparando con la confortable nursery de la Abadía. Quería volver a casa, pero no quería que yo tuviera una victoria demasiado fácil. Conocía a Honey. Era una criatura posesiva, celosa. Durante algún tiempo me había tenido para ella y le resentía profundamente tener que compartirme.

—Es igual con todos los niños mayores —dije a la Madre Salter.

—Cuida de esta niña —dijo—. Ten el mayor cuidado.

—Siempre lo he hecho.

—Será mejor que lo hagas.

—No es necesario amenazarme. Amo a Honey. Fueron celos. ¿Cómo llegó hasta aquí?

—Yo velo por esta niña. Se escapó y se perdió en el bosque. Lo supe y envié un chico por ella. Él me la trajo.

Sus ojos estaban velados; la boca sonreía pero los ojos estaban fríos.

—Sabría si le faltara algo —continuó.

—Entonces sabes lo bien cuidada que está.

—Llévate a la niña. Está cansada. Sabrá venir si se encuentra en apuros.

—Nunca estará en apuros mientras yo esté para cuidarla.

Cuando dejamos la cabaña oprimí fuertemente la mano de Honey.

—Nunca, nunca vuelvas a escaparte —dije.

—No lo haré si me quieres más a mí…, más que a Cat…, más que al nuevo.

—No puedo quererte más, Honey. No hay tanto amor en el mundo. Te puedo querer igual.

—No quiero al nuevo. Le dije a la Abuelita Salter que no quiero al nuevo.

—Pero así serán tres. Tres es mejor que dos.

—No —dijo firmemente—. Uno es mejor que todo.

La llevé a casa y le lavé la suciedad de la cara, le di leche y una gran rebanada de un pan redondo recién horneado por Clement que tenía una gran H. Esto le encantó y se sintió feliz nuevamente.

Pero cuando estuvo en la cama me sentí atravesada por unos dolores atenazadores y esa noche perdí mi hijo.

Mi madre, al oír lo que había ocurrido, había venido enseguida trayendo a la partera con ella.

—Hubiera sido un varoncito —dijo la partera.

No le creía del todo; era una de esas tenebrosas mujeres que les gusta la tragedia. Sabía que deseábamos un varón.

Era una gran suerte, insinuó, que yo hubiera sobrevivido y eso se debía a su gran habilidad. Estuve confinada en mi cama por una semana y durante ese tiempo tuve tiempo de pensar. No podía olvidar la cara de Bruno cuando supo lo que había pasado. ¿El precioso niño perdido? Con seguridad que el mismo Rey no habría parecido tan terrorífico cuando estuvo junto a la cama de su triste Reina. En ese momento hasta me pareció ver odio en su cara.

Pensé mucho acerca de Bruno. Recordaba haberlo visto por la noche desde mi ventana. Venía de los túneles. ¿Y por qué había estado en los túneles ese día que yo había ido en busca de Honey? Si había peligro de desmoronamientos de tierra, los había en cualquier momento y no era más seguro para él que para cualquier otro.

En abril del año siguiente supe que estaba de nuevo encinta. El cambio en Bruno cuando lo supo fue asombroso. Deseaba apasionadamente tener hijos y sin embargo, cuando llegaban era indiferente a ellos…, al menos lo era con Catharine. Desde luego, siempre demostraba resentimiento frente a Honey. ¿Cómo sería si mi hijo era un varón? ¿Trataría de quitármelo? Algunas veces me volvía extrañamente aprensiva.

¿Qué sabía de este extraño hombre que era mi marido? ¿Qué había sabido nunca? Sentía que lo comprendía y por esa razón podía sentir ternura hacia él, pero estaba empezando a ver lo felices que podríamos haber sido. Esta reconstrucción de nuestro pequeño mundo era un proyecto fascinante. Dábamos trabajo a numerosa gente y la vecindad volvía a prosperar: la gente estaba empezando a mirar ahora a la Abadía casi como en los viejos tiempos. Qué vidas útiles y felices hubiéramos podido llevar si Bruno no hubiera estado poseído por una necesidad de probarse a sí mismo que era sobrehumano. Lo vi menos durante mi embarazo. Trabajaba frenéticamente. Nos habíamos mudado de la Residencia del Abad a la fraternidad de los monjes mientras se reconstruía la Residencia. Bruno había diseñado la casa con el estilo de un castillo.

Había algo fantasmal en las dependencias de los monjes. No había una habitación suficientemente grande como para que la compartiéramos así que ocupábamos cámaras separadas. Honey y Catharine tenían una celda para ellas; podrían haber tenido una cada una, había suficientes celdas, el cielo lo sabía, pero yo temía que pudieran asustarse. Yo misma creía imaginarme que oía pasos furtivos por la noche y a menudo en la escalera de caracol creía ver una figura fantasmal. Desde luego, era imaginación, pero yo solía permanecer despierta y pensar en los monjes que habían vivido en ese lugar durante doscientos años.

A veces solía levantarme por la noche y miraba a través de la rejilla en la puerta de las niñas, sólo para asegurarme que estaban bien. Me alegraría cuando nos mudáramos de regreso a nuestra casa terminada. Pero cuando estaba encinta lo que sucedía fuera de mi pequeño mundo tenía menor importancia. Era la clase de mujer que es primero madre; hasta mis sentimientos por Bruno eran maternales. Tal vez si no hubiera sido así hubiera estado más atenta a lo que estaba ocurriendo a mi alrededor.

Algo cambió en la Mansión Caseman.

No visitaba a menudo la casa porque no deseaba ver a Simón Caseman, pero mi madre estaba lejos de ser sutil y dejaba escapar trozos de información. Me había contado que algunos de los ornamentos que solían estar en la capilla habían sido vendidos, y una vez dejó escapar que había un ejemplar de la traducción de Tindall de la Biblia en un sitio secreto de la capilla.

Si Simón Caseman estaba abrazando la doctrina de la Iglesia Reformista, estaba en gran peligro, así como yo temía que podía estarlo Bruno trayendo monjes a la Abadía.

Fue un verano raro; se podía oír el sonido de los trabajadores en sus tareas durante los largos días. Veía a Bruno menos y menos, y a menudo pensaba que mientras los hombres estaban levantando las paredes de nuestro grandioso castillo, él estaba construyendo rápidamente una pared entre nosotros que se estaba volviendo tan alta que amenazaba dejarlo a él fuera de mí.

Ocasionalmente oía noticias del exterior. El Rey había sido declarado por el Parlamento Rey de Inglaterra, Francia e Irlanda, Defensor de la Fe y Cabeza Suprema de las Iglesias de Inglaterra e Irlanda.

El Arzobispo Cranmer, que se inclinaba hacia la religión Reformista, señaló al Rey que si la gente podía rezar en inglés entendería lo que rezaba y sus plegarias serían más fervientes. El Rey vio la ventaja de esto y permitió al Arzobispo que compusiera unas pocas plegarias en inglés y se rezaran en las iglesias.

Si yo no hubiera estado tan absorta en las niñas podría haber advertido el creciente conflicto de un país, como se lo podía sentir tan definidamente en las dos casas.

Luego oímos que el Delfín de Francia había dirigido un ejército contra el Rey y recapturado Boulogne.

—Podría haber sido una historia diferente —oí decir a Clement—, si Master Cranmer no hubiera intentado traer esas nociones Reformistas. Dios está claramente disgustado.

En los viejos tiempos mi padre hubiera discutido los cambios conmigo. Hubiera considerado las virtudes de la vieja y nueva Iglesia. Indudablemente hubiéramos desafiado la ley y tenido una copia de la Biblia de Tindall en la casa. Sabía que había una en Caseman Court. Esperaba que no fuera descubierta por nadie. Sabía lo que podía significar para mi madre y los mellizos. Por Simón Caseman no podía sentir preocupación alguna.

A medida que mi momento se acercaba empecé a sentirme muy enferma.

Noviembre era un mes oscuro y melancólico y yo no tenía deseos de pasar Navidad en los aposentos de los monjes. Contemplaba la transformación de la Residencia del Abad y me parecía que cada día se asemejaba más y más al Castillo Remus, sólo que era más grandiosa en todo sentido.

Un día, dos meses antes de tiempo, nació el niño, un varón muerto.

No supe esto hasta una semana más tarde. Yo misma había estado cerca de la muerte.

Bruno escribió a Kate pidiéndole que viniera a cuidarme. Lord Remus estaba ahora en Calais con las fuerzas que protegían la ciudad para el Rey. Kate vino sin demora.

Se impresionó al verme.

—Vaya, has cambiado, Damask —dijo—. Estas más delgada y tienes la cara más afilada. Has crecido. Te ves como si hubieras pasado por experiencias que han cambiado a la Damask que conocía.

—He perdido dos hijos.

—Muchas mujeres pierden hijos —dijo ella.

—Quizás las cambie a todas.

—Si son como tú. Eres la eterna madre. Damask ¿te has dado cuenta lo diferentes que somos y cómo cada uno de nosotros tiene características distintas?

—¿Quieres decir toda la gente?

—Quiero decir nosotros…, nosotros cuatro…, los de la rama que una vez te hablara. Éramos cuatro…, tú, yo, Rupert y Bruno…, todos juntos de niños.

—Bruno no era uno de nosotros.

—Oh, sí lo era. No estaba bajo nuestro techo pero era parte de nuestro cuarteto. Tú eras la eterna madre; yo la buscona; Rupert la buena influencia estable.

Hizo una pausa.

—¿Y Bruno?

—Bruno es el misterio. ¿Qué sabes de Bruno? Me gustaría descubrirlo.

—Parece que lo conociera menos y menos.

—Así sucede con los misterios. Cuanto más penetra uno en el laberinto, más se pierde. Debiste haberte casado con Rupert. ¿No te lo dije siempre?

—¿Cómo sabías lo que yo debía hacer?

—Porque en algunas cosas soy más sabia que tú, Damask. Carezco de tus conocimientos de griego y de latín pero sé otras cosas que son más importantes. Has estado muy enferma. Cuando lo supe me desesperé. ¡Ahí tienes! ¿Qué piensas de eso?

—Querida Kate.

—No, no soy tu querida Kate. Soy una mujer con intenciones, como bien lo sabes. Nada me cambia. Ahora te alegraré…, no con pociones ni bebidas ni hierbas. Dejo eso para tu madre. Te animaré con mi charla incesante. Dime, ¿te ama Bruno?

—No ama como otra gente lo hace.

—Bruno ama apasionadamente…, a sí mismo. Tiene un gran orgullo espiritual. De manera que construirá un gran castillo; tendrá un hijo para que lo siga. Será el señor de este mundo encerrado. Restaurará la Abadía.

—Podría ser traición.

—Los reyes no viven para siempre. Pero nuestra conversación se torna peligrosa y hablando de Reyes, antes que Remos saliera para Calais fue muy graciosamente recibido por la Reina.

—Cuéntame de ella.

—Una dama bondadosa y tranquila, con una especie de belleza diferente de las damas inglesas que antes habían atraído los caprichos del Rey. Es una excelente enfermera. He oído que nadie venda su pierna mejor que ella. Pero tontea con la religión Reformista.

—Kate, ¿cuánta gente está murmurando eso, piénsalo?

—Más y más cada día. Y te diré que la sexta esposa del Rey ha estado recientemente en peligro de perder su cabeza por ello.

—Pero yo creía que era tan buena enfermera para él.

—Indudablemente eso la salvó. El Obispo Gardiner ha estado trabajando en contra de ella. ¿Has oído hablar de Anne Askew?

Por supuesto que había oído hablar de Anne Askew, que se había declarado públicamente a favor de las ideas Reformistas y había sido enviada por ello a la Torre. Había sido cruelmente torturada en el potro y arrojada finalmente a las llamas.

—Es sabido —siguió Kate—, que mientras Anne Askew estuvo en prisión la Reina le envió comida y ropa de abrigo.

—Un acto de misericordia.

—Que podría ser malinterpretado por aquellos que sostienen la antigua fe como un acto de traición. Se dice que la esposa del Rey ha estado a punto de perder la cabeza.

Tuve un escalofrío.

—Qué cerca están las reinas de la muerte —dije.

—Que cerca estamos todos de la muerte —repuso Kate.

Poco tiempo después Kate nos dejó y me sorprendí cuando un mensajero me trajo una carta suya en la que me decía que esperaba un hijo:

«Remus está fuera de sí de regocijo. En cuanto a mí, estoy menos regocijada. Deploro los largos meses de impotencia tanto como el doloroso y humillante clímax. Cómo desearía que hubiera otro modo de tener hijos. Cuánto más digno sería si uno pudiera comprarlos como compra un castillo o una residencia y elegir el que uno desee. ¿No sería eso más civilizado que este proceso animal?».

Confieso que sentí un pinchazo de envidia. Pensé con ardiente resentimiento en mi niño que había tenido que morir, en lo mucho que lo deseaba. Y Kate iba a tener otro hijo, si bien no estaba hecha para ser madre.

Durante los meses siguientes me dediqué a mis niñas. Trataba de no lamentarme por mi hijo perdido. Contemplaba el gradual crecimiento de nuestro castillo y me asombraba que Bruno tuviera riquezas tales como para ser capaz de crear semejante lugar.

Cuando le pregunté acerca de ello demostró gran disgusto. Había cambiado con respecto a mí. El desencanto por la pérdida del niño era intenso y no hacía ningún secreto de ello. No podía evitar pensar en la pobre Ana Bolena cuando no había podido dar a luz un niño. Luego recordé a Kate que se había referido a Bruno como un Rey. ¿Dónde estaba el muchacho joven y apasionado que me había cortejado? Algunas veces me preguntaba si esa no había sido una representación que había llevado a cabo él con algún propósito. ¡Propósito! Eso era. Había habido algún propósito detrás de todo lo que había sucedido desde su regreso.

Mi madre me visitaba frecuentemente, ya que yo no iba a la Mansión Caseman.

—Tu padrastro se maravilla ante la magnificencia de este nuevo lugar que están construyendo. Dice que tu marido debe ser un hombre de una riqueza ilimitada.

—No es así —dije rápidamente—. Sabes que la Abadía le fue conferida. Tenemos los elementos que necesitamos. Estamos usando los ladrillos de los aposentos de los seglares, así no es tan costoso.

—Tu padrastro dice que hay un movimiento en el país para traer de vuelta los monasterios y que los monjes se están reuniendo y viviendo juntos como lo hacían antes. Tu padrastro dice que ese es un modo muy peligroso de vida.

—Mucho más peligroso madre, es ocuparse de las nuevas ideas.

—¿Por qué no podrá ser sensata la gente y vivir para sus familias? —dijo con irritación. Estuve de acuerdo con ella.

Traía los mellizos y los niños jugaban todos juntos mientras los observábamos tiernamente y nos reíamos de sus travesuras. Vi lo que Kate quería decir. Mi madre y yo éramos iguales después de todo, las eternas madres, como diría Kate.

A su debido tiempo nació el hijo de Kate. Escribió: «Es un niño sano y ávido. Remus está más orgulloso que un pavo real». Cuando le conté a Bruno vi que el mármol de su piel se sonrojaba.

—Un varón —comentó—. Ciertas mujeres tienen hijos varones.

Era un reproche y exclamé:

—¿Fue culpa mía que mi hijo naciera muerto? ¿Crees que me alegró?

—Estás histérica —me dijo fríamente.

Me sentí envidiosa de Kate y mi corazón ardía de resentimiento porque mi hijo había muerto, mientras que Kate, que nunca había estado dispuesta a ser madre, tenía el suyo.

Deseaba ir al bautismo.

«Trae las niñas», había escrito. «Carey no hace otra cosa que mortificarme para que vengan Honey y Catharine. Ha pensado toda clase de formas para molestarlas». Bruno no hizo nada para impedirme ir al Castillo Remus, de modo que a su debido tiempo salí hacia allí con las dos niñas. El niño de Kate se llamó Nicholas.

—Por el santo —dijo.

Después de un tiempo Kate abrevió su nombre llamándolo «Colas».

Antes que regresara a la Abadía nos llegó la noticia de que el Rey había muerto.

Estaba en camino de regreso a la Abadía cuando vi pasar el cortejo fúnebre de Westminster a Windsor. El coche fúnebre con sus ochenta cirios, cada uno de sesenta centímetros de largo y los estandartes de los santos hechos en oro sobre damasco y el dosel de seda orlado de seda negra y oro, eran muy impresionantes. Era el fin de una era. Me pregunté qué auguraría el futuro.

Teníamos un nuevo Rey, Eduardo, que sólo tenía diez años, demasiado joven para gobernar, pero tenía un par de tíos poderosos y ambiciosos.

Llegué a la Abadía. Parecía levantarse amenazadoramente y sentí poca confianza en el futuro.