ESPOSA Y MADRE

Qué extraño, qué magnífico despertarse a la mañana siguiente en el dormitorio que había sido del Abad. Estaba acostada mirando el cielorraso abovedado y traté de pensar claramente en todo lo que me había sucedido en las últimas semanas. Por cierto que no habría podido imaginarme nada parecido.

Bruno estaba despierto y le dije:

—Si consideras todo lo que me ha sucedido, ¿no ves lo maravillosa que puede ser la vida?

Rápidamente había aprendido qué era lo que le gustaba oír. Nunca podría olvidar que había guardado en secreto el hecho de que era un hombre rico por lo ansioso que estaba de ser querido por sí mismo, y sentía ternura hacia él por esto. Lo entendía bien. Había creído ser diferente del resto del mundo, algo muy especial y como el crudo despertar lo había humillado más de lo que había podido resistir, necesitaba reafirmarse continuamente. Yo se lo daría y a su debido tiempo podría enfrentar la realidad de que yo no lo amaba menos por su nacimiento. Le aseguraría que era mucho más notable, que un hombre sin ventajas espirituales, lograra lo que él había hecho que si lo hubiese realizado uno que tuviera poderes especiales.

Pero eso vendría después.

Hablamos de esa cosa maravillosa y él me prometió más y más maravillas. Estaba ansioso por ir a la Abadía conmigo, explicarme qué sería lo que reconstruiría y que yo aportara ideas. Decía que construiríamos juntos nuestro hogar.

Esa mañana descubrí que había tomado varios sirvientes y aparte de unos pocos eran todos parecidos. Si bien no tenían parecido físico con Clement y Eugene, me los recordaban.

Dije a Bruno:

—Me recuerdan a Clement y Eugene.

—Es porque fueron monjes en un tiempo. Cuando fueron echados se vieron perdidos y aturdidos. Ahora que han oído que la Abadía ha sido ocupada y por quién, han regresado. Desean trabajar aquí.

Me intranquilicé.

—Deben recordar que esto ya no es un monasterio.

—Saben muy bien que el Rey ha disuelto los monasterios.

—¿Es sensato…?

Se rio de mí.

—Debes dejarme esas cosas a mí. Tendremos una rica propiedad y las propiedades ricas necesitan muchos trabajadores. Estos hombres conocen la Abadía. Me han implorado que les dé trabajo aquí en la tierra que ellos conocen y han conocido toda su vida. No podía decirles que no. Además, trabajarán bien para mí.

—Entiendo eso. Pero…

—Te aseguro, Damask, este lugar es ahora muy diferente de como era bajo el Abad.

—Pienso —contesté— que tendremos que considerar cuidadosamente nuestras acciones. Todos deberían hacerlo. ¿Cómo sabemos qué nuevas leyes entrarán en vigor?

Se volvió hacia mí entonces y su cara estaba radiante.

—Aquí estarás en tu propio pequeño mundo, Damask. Deja tus temores para mí, Damask.

Se lo veía tan alto y apuesto, tan semejante a un Dios, tan calmo, que sentí que podía olvidar tranquilamente cualquier pequeña aprensión que pudiera sentir. Y esa impresión perduraba en mí cuando me llevó al viejo scriptorium y encontré allí a otro extraño.

Aquí sí que había una apariencia monjil. La piel de este hombre era como un viejo pergamino, los ojos estaban rodeados de arrugas, vivos pero tranquilos, los pómulos eran altos con la piel tirante sobre ellos, la boca fina sugería al estoico escolástico. Antes que Bruno me lo presentara como a Valerian, yo ya sabía que era otro de los monjes de la Abadía.

—Hay todavía algunos de los viejos manuscritos que no fueron destruidos por los vándalos —dijo Bruno—. Valerian los escondió. Ahora está aquí para rescatarlos, clasificarlos y formar nuestra biblioteca.

Sí, hasta en esa primera mañana estuve perturbada. Pero lo olvidé mientras explorábamos la Abadía.

—La torre de la iglesia debe permanecer —dijo Bruno.

¿Y cómo podríamos demoler la iglesia? Fuimos a verla. Había sido construida, como tantas otras, en forma de crucifijo y era impresionante por cierto, ya que la altura desde el piso hasta el punto más alto del techo abovedado era de unos ciento cincuenta metros.

—¿Cómo se podría demoler deliberadamente un lugar así? —pregunté.

Bruno me sonrió.

—Nos entendemos el uno al otro —dijo—. Dejaremos la iglesia.

Luego salimos y estudiamos los numerosos edificios que serían derrumbados para hacer nuestra mansión.

—Será una gran tarea —dijo Bruno—, grande e inspiradora.

—Y la construiremos juntos como pájaros haciendo su nido.

—¡Un nido! —exclamó Bruno, riéndose de mí—. ¡Toda esta gloria comparada con barro y paja!

—Un nido es el hogar para un pájaro, y este lo será para nosotros —expresé con indignación.

Y rio y me besó, y yo pensé jubilosamente, somos igual que cualquier pareja de recién casados, enamorados el uno del otro y del futuro.

Me llevó al dormitorio de los monjes y a la fraternidad. En la fraternidad había una larga mesa de refectorio y bancos, y en cada extremo de la habitación una escalera de caracol de piedra que conducía a numerosas habitaciones como celdas, a través de cuyas puertas con rejillas uno podía mirar hacia dentro y cada una parecía ser idéntica a las demás. Había jergones sobre el piso y crucifijos en las paredes, ya que los que habían ido a robar el lugar no los habían considerado de valor como para llevarlos.

—Nuestra mansión no será para nada moderna. Debemos conservar la arquitectura de este antiguo estilo normando —dijo Bruno.

—Deberá ser así, ya que emplearemos las viejas piedras y algunos de los lugares son demasiado interesantes para cambiarlos.

Estuvo de acuerdo. No deseaba cambiar el scriptorium, y la destilería y la panadería no podían ser mejoradas. Por el momento teníamos poca servidumbre, pero necesitaríamos más. Tenía la intención de sacar beneficios de la granja y del molino.

—En los viejos tiempos —me contó—, estas casas de huéspedes estaban llenas a menudo. No desearía despedir a los viajeros fatigados y tal vez con el tiempo San Bruno se convierta nuevamente en el Santuario que fuera una vez.

—Y tú serás el Abad. ¿Y yo? Los Abades no pueden tener esposas, ¿sabes?

—Yo haré lo que me plazca.

Fuimos hasta los estanques de peces. Había tres, el primero vertía al segundo, el segundo al tercero.

—Solía haber tantos peces como para alimentar a toda la población de la Abadía, y para vender —dijo Bruno—. Espero que será igual ahora.

—Veo que tendrás tu Abadía.

—Tendré la clase de comunidad que deseo y nadie me lo impedirá.

—Pero en estos días uno debe mostrarse precavido.

—¡Cómo insistes con el cuidado! —estaba levemente exasperado—. Estás a salvo conmigo.

—Ya lo sé, Bruno. ¡Como si estuviera asustada!

Pero me sentí intranquila. Le conté acerca de la noche en que Rupert y yo habíamos enterrado la cabeza de mi padre.

—Hubiera deseado traértela yo.

—Fue un riesgo —dije—. Agradezco que Rupert no fuera descubierto.

—Está enamorado de ti —afirmó Bruno.

—Sí.

—¿Pero estabas dispuesta a hacer frente a las penurias conmigo, sin saber que venías a esto?

—No hubiera habido diferencia, Bruno —dije—. Ninguna diferencia.

Eran días extraños. Había tanto que hacer, tanto que hablar, tanto que explorar.

Durante aquellos días no abandonábamos nuestro pequeño mundo. Yo era feliz mientras Bruno estuviera conmigo. Estaba ansiosa por manejar mi propia casa. ¿Debería tener una despensa comparable a la de mi madre, un jardín como el de ella? Prefería estar con Bruno, escuchando sus planes. A menudo hablábamos de los niños que tendríamos y yo me percataba que Bruno deseaba intensamente tener un hijo.

Estábamos tan juntos en esos tiempos durante el día y muy juntos por cierto por la noche; solamente cuando yo veía ese brillo fanático en sus ojos lo sentía alejarse de mí.

Éramos felices, descubriéndonos el uno al otro. Teníamos pasión, el éxtasis que compartíamos por las noches bajo el techo abovedado del Abad y teníamos un gran plan, íbamos a formar un hogar.

Una semana después de mi casamiento, cuando estaba adaptándome a mi nuevo hogar y ya no me despertaba con una sensación de asombro, llegó un mensajero de la Mansión Caseman para decir que mi madre estaba dando a luz y me mandaba llamar. Rápidamente me envolví en una capa y caminé hasta mi viejo hogar. ¿Hubiera enviado por mí, me preguntaba a mí misma, si todo hubiera ido bien? Los sirvientes me miraron con curiosidad cuando entré al hall. Podía imaginar los chismes acerca de lo que estaba ocurriendo en la Abadía. Tenemos que ser cuidadosos, pensé aprensivamente.

Pregunté:

—¿Cómo está mi madre?

—Es un parto difícil señorita —expresó una de las doncellas, con una reverencia.

Corrí escaleras arriba; al llegar a la galería, Simón Caseman salía de una habitación.

—De manera que has venido —dijo.

—Desde luego que vine. ¿Qué está pasando?

—Ha dado a luz un niño, pero eso no es todo.

—Quieres decir…, ¿qué no va cómo es debido?

—Pienso que hay otro niño. El primero es sano. Vivirá.

—Estaba pensando en mi madre.

—Es una prueba para ella… Ha tenido tantas preocupaciones últimamente —me miró con reproche—. Se ha preocupado por tu extraño casamiento.

—No había necesidad. Pero comprendo sus temores. Cuando me anunció su casamiento, me intranquilicé por ella.

La partera dijo algo y acudimos a la habitación donde estaba mi madre acostada.

—Dos niños. Y por mi vida, que no puedo distinguir el uno del otro.

—¡Dos! —exclamó Simón y pude sentir su regocijo.

—¿Y la madre? —pregunté.

—Ha sido una dura prueba para ella. Pero se sobrepondrá. Exhausta como estaba, abrió un ojo y susurró: ¡«Un niño»! Y pobre alma, eso era lo que ella quería. Le dije, «No un niño, mi querida señora, eso no era suficiente para usted. Tiene dos, y para ser mellizos nunca los vi tan grandes». No era de asombrarse que dieran tanto trabajo para salir.

—¿Puedo ver a mi madre? —pregunté.

—Bendita sea, señorita, eso es lo que quiere. Ha preguntado por usted una y otra vez.

Entré a la habitación. Mi madre estaba acostada, con el pelo en desorden. En su cara se veía una sonrisa de mujer triunfante.

—Madre —dije arrodillándome junto a la cama—, has dado a luz dos saludables mellizos.

Asintió con la cabeza y sonrió.

—Debes descansar ahora.

Me sonrió. Luego su expresión cambió.

—Damask, ¿eres feliz?

—Sí, madre.

Una sombra pasó por su cara.

—Fue todo tan extraño. Nunca vi algo semejante. Tu padre estaba consternado.

—Mi padre está en el cielo, madre —dije—. Y creo que se alegra por mi casamiento.

—Tu padrastro está intranquilo. Teme que todo no sea como debe ser.

—Dile que tema por sus propios asuntos, madre. —Luego, al ver que el conflicto entre nosotros dos la hería, proseguí rápidamente—: Debes estar contenta ahora que tienes dos niños que cuidar. Indudablemente, no tendrás tanto tiempo para pasar en tu jardín.

Sonrió. Conversación normal, agradable, eso era lo que ella quería. Si alguna cosa iba a preocuparla prefería hacerla a un lado.

Cuando salí de su habitación, Simón Caseman me estaba esperando.

—Quiero hablar contigo antes que te marches, Damask.

Lo seguí hasta la habitación que había sido el estudio de mi padre. Muchas veces nos habíamos sentado allí mirando el parque hacia el río. Habíamos discutido acerca de muchos temas. Sentí crecer en mí la nostalgia por los viejos tiempos y un anhelo de poder hablarle nuevamente. Hubiera discutido mis recelos con él; hasta podría haberle hablado de Bruno.

—Quiero saber qué está sucediendo en la Abadía —dijo Simón Caseman—. He oído extraños rumores.

—¿Qué rumores son esos? —esperé que mi voz no delatara la alarma que sentía.

—Que algunos de los monjes han regresado.

Respondí cautelosamente:

—Clement y Eugene, que trabajaron para mi padre, están en nuestra casa.

—¡Monjes! —exclamó estrechando los ojos—. Y otros también. Todos monjes.

—Las tierras son extensas. Está la granja, que desde luego, hay que hacer que produzca. Si hay uno o dos monjes allí es porque muchos de ellos están buscando trabajo.

—Confío —expresó— que no te estarás poniendo fuera de la ley.

—No te entiendo.

—San Bruno fue disuelta. Sería insensato fundarla nuevamente aun cuando fuera bajo el nombre de Kingsman.

—Muchas de las abadías se han convertido en casas señoriales desde que el Rey y sus ministros las confirieron. ¿Supongo que no tienes objeción que hacer a eso?

—Siempre que aquellos a quienes les hayan sido conferidas no quiebren la ley.

En ese momento estaba segura que él había traicionado a mi padre y lo odié.

Descaradamente lo atormenté.

—Los dueños de abadías como las nuestras deben usar intensivamente todo lo que estas tienen para ofrecer. No tenía idea de lo grande que era y todo lo que contenía. Tenemos nuestra granja, nuestro molino y estanques con cientos de peces. Hay mucha riqueza en la Abadía. Debemos aseguramos de que se use toda.

Podía ver las luces de la envidia en sus ojos. Sus labios se apretaron.

—Ten cuidado, Damask. Me temo que están sucediendo muchas cosas extrañas allí. Puedes estar precipitándote al peligro.

—¡Temes! Nada de eso, tú lo esperas.

—Ahora soy yo el que no te entiendo.

—Querías agregar la Abadía a tus posesiones. Tú me lo dijiste. Llegaste demasiado tarde. Es nuestra.

—Me entendiste mal. ¿No he sido siempre bueno contigo? ¿No te permití que este fuera tu hogar?

—Este era mi hogar ya.

—Estás decidida a mortificarme. Siempre lo estuviste. Desiste, Damask. Sería mejor. Si hubieras sido mi amiga…

—No entiendo lo que significa ese término.

—Te ofrecí casamiento.

—Y te consolaste rápidamente con mi madre.

—Lo hice para conservar un techo sobre sus cabezas.

—Eres tan considerado.

—No me provoquen demasiado, tú y ese marido tuyo. Si es cierto que están reuniendo monjes allí, deberán cuidarse. Sé que Clement y Eugene no son los únicos que tienen allí.

—Recuerda que esos dos vinieron de esta casa. Tú nos acusas de albergar monjes, ¿qué hay de ti? ¿No trabajaron para ti? Ten cuidado de no ser culpable de aquello que nos acusas. Mi marido tiene buenos amigos en la Corte. Hasta ha sido honrado por el Rey.

Con eso, me incliné y me marché. Supe que me estaba contemplando con esa mirada mezclada de enojo y deseo que conocía tan bien. Nunca me perdonaría por rechazarlo y casarme con Bruno, como tampoco perdonaría a Bruno por ganarse la Abadía que tanto había codiciado.

Sus palabras seguían sonando en mis oídos: «Cuidado».

Sin consultar a Bruno empleé dos doncellas. Eran hermanas de dos sirvientas de la Mansión Caseman que habían pensado en trabajar con mi madre, pero cuando les pregunté si vendrían a la Abadía aceptaron rápidamente.

Expliqué a Bruno que así pareceríamos una casa más normal, lo cual lo divirtió.

Pocas semanas después de su llegada, una de ellas, Mary, vino a verme con los ojos redondos de temor. Había ido a ver a la Madre Salter en el bosque, de manera que adiviné que había ido en busca de una poción de amor y la Madre Salter me había enviado un mensaje. Deseaba verme sin demora.

Esa mañana fui a la cabaña de la vieja mujer. El fuego ardía como lo había visto anteriormente; la olla ennegrecida hervía. El gato negro saltó sobre el asiento junto a ella y me observó con sus ojos amarillos.

—Siéntate —indicó la Madre Salter y me senté en el hueco de la chimenea frente a ella. Revolvió lo que había en la olla y dijo—: Ha llegado el tiempo, niña, de cumplir tu promesa. Ahora tienes una gran casa. Nada menos que una Abadía. Estás preparada para tener a la niña.

Se puso de pie y levantó una cortina. Durmiendo acostada sobre un jergón había una niña. Calculé que tendría dos años, ya que era la hija de Keziah y Rolf Weaver, a quien yo había prometido cuidar.

Había sucedido tanto desde que hiciera esa promesa que la había olvidado. Ahora me vino cierta desazón. Cuando yo había prometido tomar a la niña mi padre vivía: él había aceptado que viniera a nuestra casa.

La Madre Salter notó mi intranquilidad.

—No puedes echarte atrás en tu juramento a una mujer moribunda —dijo.

—Las circunstancias cambiaron desde que hice mi juramento.

—Pero tu juramento permanece.

La niña abrió los ojos. Era hermosa. Sus ojos eran azul profundo, del color de las violetas, las pestañas espesas y negras como su pelo.

—Tómala en brazos —me ordenó la Madre Salter. La niña me sonrió y me tendió los brazos. Cuando la alcé me rodeó el cuello con los brazos como la Madre Salter le ordenó.

—Madreselva, niña —expresó la bruja—, he aquí a tu madre.

La niña me miró curiosamente. Nunca había visto una criatura tan hermosa.

—Bueno —insistió la Madre Salter— recuerda tus votos. ¡Ay de aquellos que quiebran sus promesas a los muertos!

Tomé a la niña y la saqué de la cabaña de la bruja y la llevé a la Abadía.

—¿Quién es esta niña? —me preguntó Bruno.

—La he traído a vivir aquí —repuse—, será nuestra.

—Por Dios —exclamó—, haces cosas extrañas, Damask. ¿Por qué traes una niña a nuestra casa? Dentro de poco tendremos nosotros mismos un hijo, confío.

—Juré cuidarla. Entonces fue fácil. Mi padre vivía. Le conté de mi juramento y dijo que debía mantenerlo.

—¿Pero por qué hiciste semejante juramento?

—Fue hecho a una mujer moribunda.

Encogió los hombros.

—Los sirvientes se harán cargo de ella.

—He prometido criarla como propia.

—¿A quién debiste hacerle semejante promesa?

—Bruno —informé—, fue a Keziah en su lecho de muerte.

—¡Keziah! —Su cara se ensombreció de ira—. Keziah. —Dijo el nombre como si hubiera algo obsceno en ello—. ¡La hija de esa criatura! ¡Aquí!

Oh, Bruno, pensé, ¿no eres tú el hijo de esa criatura? Pero era por esa razón, por supuesto, que él estaba tan enojado.

—Escúchame —dije—. Keziah se estaba muriendo y me pidió que cuidara de esta niña. Yo se lo prometí. No faltaré a mi palabra.

—¿Y si yo no permito que la niña esté aquí?

—No serías tan cruel.

—No me conoces todavía, Damask.

Lo contemplé. Ahora se veía diferente. La pasión del enojo le distorsionaba la cara. Era como si un chico travieso hubiera arrojado una máscara sobre esa irresistible perfección de rasgos que tanto me habían encantado. Bruno se veía casi malvado en su odio a la inocente niña de Keziah.

Como era habitual cuando me alarmaba mi lengua era más aguda.

—Parece que tengo algo que aprender que no me será agradable —exclamé.

—Llevarás a la niña de vuelta a dónde pertenece —ordenó.

—Su lugar está aquí.

—¡Aquí! ¡En mi Abadía!

—Su lugar está junto a mí. Si este es mi hogar, es suyo.

—Llévala sin demora donde la encontraste.

—¿Dónde su bisabuela, a la cabaña de la Madre Salter en el bosque?

Oh, Dios, pensé, también puede ser su bisabuela.

Deseé poder apartar los pensamientos que tenía. Debido a que esa hermosa niña inocente era su medio hermana no podía tolerar tenerla en su casa. ¿Adónde estaba esa cualidad endiosada que tanto había admirado? Se veía reemplazada por una vil pasión humana. ¡Orgullo! También sentí el miedo. Conocí a Bruno en ese momento como nunca antes lo había conocido y sentí que estaba asustado. Yo había creído que lo amaría en su debilidad tanto como en su fortaleza; pero mis sentimientos hacia él habían cambiado. Mi adoración había desaparecido; si bien en su lugar había una profunda ternura maternal.

Quería tomarlo en mis brazos y decirle: «Seamos felices. Olvidemos que debes estar por encima de todos los demás hombres. ¡Nos tenemos el uno al otro; casi milagrosamente tenemos esta maravillosa Abadía!». (Sin embargo, cuando pensaba en eso me intranquilizaba, ya que me daba cuenta de que no creía del todo en su burda explicación de cómo había logrado poseerla). «Tenemos el futuro. Hagamos de nuestra Abadía un santuario para nosotros y para aquellos que se encuentren necesitados. Criemos a nuestros hijos en una vida buena y permitamos que esta sea nuestra primera hija».

—Había pensado que harías cualquier cosa para agradarme —dijo.

—Sabes que mi gran deseo es complacerte.

—Y sin embargo haces esto… Hace tan poco tiempo que nos hemos casado y contrarías mis deseos.

—Porque hice un juramento…, un juramento sagrado a una moribunda. Tienes que darte cuenta que no puedo quebrar mi palabra.

—Lleva la niña de vuelta a quien sea que la haya criado hasta ahora.

—O sea a su bisabuela, la Sra. Salter. Me ha amenazado con maldiciones si no tomo a la niña. Pero la cuidaré, no por temor, sino porque di mi palabra y tengo la intención de mantenerla.

Permaneció en silencio durante unos momentos. Luego dijo:

—Veo que hiciste una promesa precipitada. Fue insensato. Fue tonto. Mantén a la niña lejos de mí. No deseo verla.

Se marchó y yo lo miré con tristeza. Me sentía desgraciada. Desee ser como mi madre, plácida y aquiescente. Pero no podía detener mis pensamientos. No podía evitar saber que él temía ofender a la bruja del bosque.

Nada sería igual nuevamente. Bruno advertía que había permitido que se le descorriera la máscara por un momento y había dejado ver algo del hombre que había debajo de ella. La niña había logrado eso. Lo había obligado a mostrarse vengativo y peor todavía, asustado, y era inevitable que nuestra relación cambiara a partir de ese momento. Estábamos juntos con menos frecuencia. La niña me llevaba mucho tiempo. Era inteligente, rápida y traviesa. Su increíble belleza me asombraba. Sentía el antagonismo de Bruno, si bien apenas se veían el uno al otro desde su llegada. Estoy segura que en su mentalidad lo contemplaba como una especia de ogro.

Me seguía a gatas, de manera que no me resultaba fácil no estar con ella; yo sentía que estaba siempre un poco intranquila si no estaba presente porque sus ojos se encendían con un placer de alivio cuando me veía, lo cual era muy enternecedor.

Naturalmente la llegada de un niño había cambiado la casa. Antes había sido muy poco común, pero ahora se estaba normalizando. Bruno me consultaba acerca de la edificación que había comenzado y se comportaba como si nunca hubiera habido un desacuerdo entre los dos, pero yo advertía a medida que pasaba el tiempo que él tendría que ver bastante a Honey y que no servía de nada ocultársela.

Pareció darse cuenta de esto y aceptar la inevitabilidad de la presencia de la niña. Eso me alegraba, si bien el antagonismo entre ambos era evidente. En Bruno se demostraba con una fingida indiferencia, pero la niña era demasiado pequeña para ocultar sus sentimientos; se alejaba corriendo de él y cuando él estaba cerca permanecía junto a mí.

De manera que siguió siendo una situación incómoda, pero cada día yo amaba más a la niña. También amaba a Bruno, pero en forma diferente. Sentía que había una extraña clase de pena que se deslizaba entre mis emociones.

Mi madre anunció que se llevaría a cabo el bautismo de los mellizos y Kate escribió diciendo que acudiría, dejando a Carey con sus niñeras y a Remus a sus negocios. Permanecería en la Mansión Caseman, desde luego, pero su primera visita sería a la Abadía, para visitar a la recién casada.

A los pocos días llegó y cumpliendo su palabra vino enseguida a la Abadía. Se la veía tan elegante como siempre con su fino vestido de terciopelo y también hermosa, sonrojada por el viento de octubre que había hecho escapar pequeños mechones de pelo debajo de su tocado.

Entró al hall del Palacio Abacia y miró a su alrededor. Yo me encontraba en el descanso del primer tramo de las escaleras y la vi un par de segundos antes que ella me advirtiera.

—¡Kate! —exclamé—. ¡Estás más linda que nunca!

Hizo una mueca.

—Casi he muerto de aburrimiento. Hasta la Corte se ha vuelto mortalmente aburrida. Tengo tanto que contarte, Damask. Pero antes, hay tanto que quiero saber.

Miró al gran hall con su hermoso techo de madera, sus arcos moldeados y sus medallones y ménsulas labrados.

—De manera que esta era la Residencia del Abad. Muy bella. Juraría que se compara favorablemente con el Castillo Remus. ¿Pero qué quiere decir todo, Damask? Todavía no puedo creerlo. —Tomó mi mano y miró el anillo de mi dedo—. Tú, Damask, tú.

—¿Por qué pareces estar tan sorprendida?

—Que él se casara simplemente. Desde luego, tenía que ser con una de las dos. Y yo ya estaba casada con Remus, de manera que solamente quedabas tú. Pero esta mansión…, ¿cómo la adquirió? Él era tan pobre. ¿Cómo cayó en sus manos la Abadía?

—Fue un milagro —dije.

Sus ojos estaban muy abiertos; me miró inquisitivamente.

—¿Otro milagro? —preguntó—. ¡Imposible! Ya fuimos engañados con el primero, ¿no es así? Sabes, Damask, no creo en los milagros.

—Siempre fuiste irreverente.

Miró las tallas en las arcadas.

—Pero es hermoso. ¡Y ahora este es tu hogar! ¿Por qué no me escribiste para contarme lo que estaba sucediendo? ¿Por qué te lo callaste? Tendrías que habérmelo hecho saber.

—No hubo tiempo.

—Bueno, ahora quiero saberlo todo. Esta, tu casa, Damask. Nuestra vieja Abadía, tu hogar. ¿Sabes lo que están diciendo, Damask, que la Abadía se está convirtiendo en lo que fue antes?

—Sé que hay rumores.

—No importan los rumores. Juntémonos a charlar. Hay tanto que contar.

La conduje a través de la gran escalera con su balaustrada bellamente tallada hasta el solar donde había estado bordando.

—¿Deseas un refrigerio, Kate? —le pregunté.

—La despensa de tu madre me dio todo lo que necesitaba. Qué orgullosa está de sus mellizos. ¿Dónde está tu marido?

—Está muy ocupado durante el día. Hay tanto que hacer aquí. No conocíamos la Abadía en los viejos tiempos, Kate. Me asombré cuando advertí su tamaño. Va a haber mucho trabajo si deseamos hacerla prosperar como en los días de…

Me contemplaba fijamente.

—Pero no prosperará como una abadía, ¿no es así?

—Por cierto que no es una abadía en el sentido que lo era San Bruno. Pero está la granja y el molino, y la tierra que tiene que ser preparada para las cosechas de los próximos años. —Hablaba porque tenía miedo de las preguntas que me haría si me detenía. Dije—: Habrá que cortar el heno y enfardarlo; el trigo; los animales…

—Te ruego que no des cuenta de las obligaciones de los trabajos, porque no he venido a oír eso.

—Pero tienes que entender que hay mucho trabajo que hacer…, necesitaremos muchos hombres si queremos que este lugar prospere.

—¿Y Bruno? ¿Dónde está?

—Pienso que está en algún lugar de la Abadía. Tal vez esté hablando acerca de las tierras de la granja, o del molino, o tal vez esté en el scriptorium con Valerian.

—¿Qué dijo cuando supo que venía yo?

—Muy poco.

—No me enloquezcas, Damask. ¿Qué efecto tuvo sobre él?

—¡Que engreimiento! ¿Crees que es un acontecimiento tan importante el que al fin te dignas visitarnos?

—Pensé que merecería algún comentario.

—No se delata fácilmente a sí mismo.

Admitió esto.

Pregunté cómo estaba Carey. ¿Había crecido?

—Crecer es una función normal en los niños. Carey es normal en todo sentido.

—Añoro verlo.

—Lo verás. Lo traeré a la Abadía. —Me miraba inquisitivamente—. ¡Qué preguntas banales nos hacemos! Y tienes aquí esta niña, ¡la hija de Keziah! ¿Es sensato eso?

—Estaba obligada por mi juramento.

—Y Damask siempre mantendría su palabra. ¿Y Bruno? ¿Cómo se siente? Su matrimonio no tiene más que unas pocas semanas, y ya una niña.

—Acepta el hecho de que tenga que mantener mi palabra. Y yo amo a la niña.

—No lo dudo. ¡La eterna madre! Esa eres tú, Damask. ¿Y eres feliz?

—Soy feliz.

—Siempre adoraste a Bruno…, descaradamente. Pero también eras siempre tan honesta. Nunca podías ocultar tus sentimientos, ¿verdad?

Evité sus ojos.

—Pienso que tú no le eras indiferente.

—Pero tú te llevaste el premio. Inteligente Damask.

—No fui inteligente. Sucedió simplemente.

—¿Quieres decirme que él volvió y te pidió que te casaras con él?

—Eso es lo que quiero decir.

—Y él dijo: Te pondré esta rica Abadía a tus pies. Te daré riquezas y alhajas…

Me reí.

—Siempre estás obsesionada con las riquezas, Kate. Recuerdo que cuando éramos niñas siempre decías que te casarías con un Duque. Me sorprende que te hayas conformado con un simple Barón.

—En la batalla de la vida uno toma la oportunidad cuando llega si es razonablemente buena. Remus parecía un objeto muy digno de mi atención.

—¿Está tan chocho como siempre?

—Está chocho —dijo Kate—. Y desde luego, me está eternamente agradecido por el niño. Pero es de ti de quién quiero hablar…, tú, Damask. Ha ocurrido tanto aquí, más de lo que ha estado sucediendo en mi pequeño círculo. Tu madre que tiene mellizos y tu extraño casamiento. Eso es lo que me interesa.

—Pienso que sabes lo que pasó. Bruno regresó y me pidió que me casara con él. Se había estado hablando mucho del nuevo dueño de la Abadía, luego él me reveló quién era y por qué milagro había adquirido la Abadía.

—Es una historia fantástica y nunca creo enteramente las historias fantásticas.

—Kate, ¿estás sugiriendo que te estoy mintiendo?

—No tú, Damask. Pero debes admitir que es muy extraño. De manera que te pidió que te casaras con él y solamente después te hizo saber que la Abadía sería tu hogar. ¡Qué novio tan misterioso! Me atrevo a jurar que prometiste compartir una vida de pobreza con él.

—Había pensado que sería así.

Asintió levemente con la cabeza.

—Bruno es un hombre orgulloso.

—Tiene mucho de qué enorgullecerse.

—La soberbia, ¿no es un pecado, uno de los siete capitales? Siempre me lo habían hecho creer.

—Oh, vamos, eres tú la que se está poniendo en censora, Kate. Bruno tiene una dignidad natural.

—No fue eso exactamente lo que quise significar. —Su cara se ensombreció momentáneamente y luego se encogió de hombros—. Enséñame la Abadía, Damask —dijo—. Me gustaría verla. Primero, esta casa. Este solar es hermoso. Te imaginaré aquí cuando vuelva a mi viejo castillo sombrío.

—¿De manera que el castillo se ha vuelto sombrío? Pensé que estabas muy orgullosa de tan espléndido lugar.

—Es simplemente un castillo habitado por la familia Remus desde los días del primer Eduardo. No podría compararse con una abadía, ¿verdad?

—Hubiera pensado que sí y con sus ventajas.

—¿Dónde está Bruno? La buena educación exige que tendría que estar aquí para darme la bienvenida.

—Te olvidas que tu visita fue inesperada.

—Sabía que vendría a la Mansión Caseman, ¿no es así?

—¿Y esperabas que te estuviera esperando aquí por si venías?

Sacudió la cabeza.

—Nunca esperaría eso de Bruno. Vamos, enséñame tu bella residencia.

La conduje a través del solar hacia mi propio saloncito.

—Es encantador —exclamó. Observó el cielorraso con sus tirantes de madera tallada y las decoraciones de yeso y las del friso.

La llevé de habitación en habitación. Expresaba admiración por todo lo que veía, pero me pareció que estaba picada de envidia. La galería le encantó. Estaba vacía por el momento, ya que los tapices y ornamentos preciosos habían sido arrancados de las paredes por Rolf Weaver y sus hombres, pero no habían dañado los asientos en los alféizares de las ventanas ni la hermosa ventana mirador que daba al claustro y a la fraternidad de los monjes.

Al final de la galería había una pequeña capilla y a cada lado de la puerta paneles decorados con una efigie de San Bruno.

—Vivían bien, estos monjes —dijo Kate con una sonrisa—. Y qué suerte tienes de haber sido tú la que Bruno ha traído a este lugar maravilloso.

Estaba envidiosa. Deseaba la Abadía y la comprendía tan bien. Siempre había buscado tomar lo que deseaba.

Casi desee no haberle mostrado todo lo que ahí había. En lo hondo de mi corazón sabía que ella sentía algo especial por Bruno.

¿Qué sentía ahora? Sabía que comparaba la Abadía con el Castillo Remus: ¿comparaba mi marido con el de ella? En el scriptorium, cuando se enfrentaron, Kate parecía una flor. Los ojos le brillaban y sus mejillas relucían como las rosas damasco de mi madre, de manera que me sentí como una campesina junto a una belleza de la Corte.

—Hemos estado admirando tu Abadía —le dijo ella.

También él había cambiado. Vi el brillo en sus ojos. El orgullo por su Abadía y más que eso, una inmensa satisfacción por que Kate viera lo que él poseía.

—¿Y qué piensas de ella?

—Magnífica. ¡Te has convertido en un terrateniente! ¡Y qué tierras! ¡Quién lo hubiera creído posible! Es un milagro.

—Un milagro —repitió él—. ¿Estás bien, Kate?

—Estoy bien, Bruno.

Apenas si me había mirado. Por cierto que había cambiado desde la llegada de Honey.

Kate, como siempre lo había hecho, dominaba la escena. La recordé vívidamente dando saltos mortales sobre el pasto de la Abadía para distraer la atención de Bruno de mí hacia ella. Era así ahora. Estaba tratando de atraparlo con su reluciente belleza; era como si estuviera diciéndole: Compárame con tu simple pequeña Damask.

—Así que has venido a visitarme…

—He venido para el bautismo de los bebés Caseman, y a ver a Damask y a ti… —alargó la última palabra.

—¿Y has encontrado muchos cambios?

—¡Grandes cambios en la Abadía! No se habla de otra cosa en todas partes.

—De manera que viniste por ti misma. ¿Y cómo la encuentras?

—Todavía más maravillosa de lo que había pensado.

Lo miraba intensamente. La conocía bien. No tenía escrúpulos.

¿Cuánto lo afectaba a él? ¿Qué recordaba?

—Mi hijo no está conmigo —dijo—. Pero algún día lo traeré para que lo conozcas.

—Me gustará verlo —observó él.

Me introduje en la conversación:

—Escogeremos una vez que Bruno tenga tiempo disponible.

—Mañana volveré —dijo Kate—. Mi estancia aquí no será larga y tenemos tanto de qué hablar. Quiero saber tus planes para este lugar maravilloso. Damask ha estado mostrándomelo. No tenía idea que había tanto…

Él la contemplaba con intensidad. Me pregunté qué estaría pensando.

Al día siguiente fueron bautizados los mellizos en la capilla de la Mansión Caseman. Nunca había visto tan feliz a mi madre. Simón Caseman también era un padre orgulloso.

Los niños fueron llamados Pedro y Pablo, y Pablo berreó sonoramente durante la ceremonia, cosa que encantó a mi madre por su demostración de hombría, mientras que la docilidad de Pedro le indicaba el buen niño que sería.

Al día siguiente Kate visitó nuevamente la Abadía. Fuimos al solario y consentí en su ocupación preferida de contar chismes.

Parecía que Remus había recobrado el vigor desde su casamiento y el nacimiento de su hijo. Ella parecía lamentarlo, cosa que me resultó chocante. Se rio de mí.

—Las viudas ricas —dijo—, son tan atractivas.

—¿Tu próxima ambición es convertirte en viuda?

—Calla. Vaya, si Remus muriera durante el sueño por una sobredosis de jugo de amapola yo sería sospechosa de habérselo administrado.

—No hables de esas cosas ni en broma.

—Siempre la misma Damask. Temerosa. Siempre mirando por encima del hombro al delator.

—Alguna vez un delator destrozó mi vida.

Puso su mano sobre la mía.

—Mi pobre, pobre Damask. ¡Qué bien lo sé! Tu fiel corazón estuvo roto durante un tiempo. ¡Cuánto me alegro que se haya curado! Ahora eres tan afortunada…, lamento haber recordado esos tiempos tristes. Y no quise sugerir que me libraría de Remus. Es un buen marido y a veces es mejor tener un hombre de edad que uno joven. Está tan agradecido, pobre Remus y estoy segura que si yo pensara aventurarme un poco, no lo tomaría a mal.

—Espero que no…, te aventures…, como lo llamas.

—Tengo la intención de dejarte en la duda acerca de eso. Y no veo por qué, si Remus estuviera dispuesto a hacer la vista gorda, tú tendrías que censurarme. Pero hablando de esposas liberales, debo contarte acerca del último escándalo de la Corte. Se trata de la Reina. ¿Estás escuchando?

—Soy toda oídos.

—Me temo que nuestra querida Reina podrá verse en problemas. La están cercando hombres crueles y ella, pobre alma, no está en situación de oponérseles.

—Pero con seguridad que este matrimonio es feliz.

—Lo era. Qué divertido es ver a su Majestad el Rey en el papel de marido despechado. Es una criatura tan encantadora. Por cierto que no es hermosa. A pesar de ser prima de Ana Bolena, no es nada elegante.

—Cuéntame que ha sucedido. No he oído nada.

—Lo oirás pronto, porque creo que sus enemigos desean probarlo en contra de la Reina.

—La pobre niña —murmuré—. Porque no es más que eso.

—Es un poco mayor que tú y un poco más joven que yo, es demasiado joven para dejar esta vida.

—Ha llegado a eso.

—Si todo lo que se rumorea de ella se le prueba en su contra, puede ser muy bien que vaya camino a Tower Hill, como fue su fascinante prima hace unos seis años.

—¿Está en peligro Catalina?

—Realmente es una pequeña tonta, Damask. Oh, ¡con qué diferente hubiera manejado yo mis propios asuntos si hubiera estado en su lugar!

—La Reina Ana no pudo haber manejado sus asuntos con gran habilidad, ya que la llevaron a Tower Hill y a la espada del verdugo.

—Eso es bien cierto —admitió Kate—. Pero esto es diferente. Ana no pudo tener un hijo y el Rey estaba obsesionado con la necesidad de un hijo.

Pensé en Bruno. Creía que él estaba obsesionado por el deseo de un hijo. Al menos, pensé irónicamente, él no podrá cortarme la cabeza si yo no se lo doy…

—También estaba enamorado de Jane Seymour —prosiguió Kate—. Por eso Ana perdió la cabeza. No es igual con la Reina Catalina Howard. Dicen que era muy liberal en su moral; ha tenido varios amantes y permitió que esto se supiera entre la inescrupulosa gente de la casa de su abuela. Me han contado que varios de ellos han adquirido lugares en la Corte conseguidos con amenazas encubiertas y ella se vio obligada a dárselos.

—¿Y todo esto ha llegado a oídos del Rey? Era de la opinión que la amaba tiernamente, y seguramente le perdonará lo que hizo antes de casarse con él.

—Vives en un remanso, Damask. No sabes lo que pasa. ¿No te das cuenta que este país está dividido por un gran conflicto religioso? ¿Has oído alguna vez cerca de un hombre llamado Martín Lutero?

—Desde luego que sí —dije ardientemente—. Pienso que mi padre y yo hemos discurrido más de teología en una semana que tú en toda tu vida. Y Bruno y yo también hablamos de estas cosas.

—Conozco tus pláticas. Argumentarías los pros y los contras. No quiero decir eso. Esto es política. En este país están creciendo rápidamente dos grandes partidos, aquellos que apoyan la Iglesia Católica y aquellos que desearían reformarla. ¿Sabías que Ana Bolena estaba comenzando a interesarse mucho en las ideas reformistas? Eso le acarreó muchos enemigos del lado católico. Ten por seguro que eso influyó en su caída. Ahora nuestra pequeña Reina Catalina no se interesa por la religión. Simplemente quiere ser feliz y estar alegre y conservar así a su real marido. Pero proviene de la familia Norfolk, el Duque, su tío, es dirigente del partido Católico. Aquellos que pertenecen al partido Reformista están decididos a hacerla caer. Ella no se metería en política. No sabría de qué se trata. De manera…, que la hundirán por su pasado; revelarán que se ha acostado con varios hombres. Veremos temibles sucesos en la Corte. Puedes estar segura de ello, Damask.

—Debemos orar por ella.

Después de esa conversación no podía quitarme a la pobre pequeña Reina de la cabeza. Me imaginaba su agonía al recordar la suerte de su prima Ana Bolena y ella carecía del razonamiento y los poderes mentales de aquella Reina. ¡Pobre pequeña Catalina Howard, sin educación, que había tenido la suficiente desgracia de ser tan atractiva como para provocar el capricho del Rey! Luego dejé de pensar en ella porque el milagroso acontecimiento había sucedido. Antes que Kate nos dejara para regresar a su Castillo Remus, sabía que estaba embarazada.

Cuando le conté, Bruno rebosaba de júbilo. La diferencia que había surgido entre nosotros sobre la llegada de Honey desapareció. Esto era lo que él había añorado. Un niño, un hijo propio.

Este orgullo paternal era por cierto una cualidad humana y me deleitó. Y con qué placer hablábamos de nuestro niño.

En ese tiempo pude traer a Honey a nuestro pequeño círculo. Rara vez le hablaba y su indiferencia era dolorosa, pero al menos le permitía estar en nuestra compañía.

Nuestra casa había crecido considerablemente; durante las semanas posteriores a la partida de Kate habían llegado varios hombres a ofrecer sus servicios a la Abadía. Yo había tomado nuevas sirvientas. Tenía un ama de llaves, ahora, la Sra. Crimp quien, me alegraba decirlo, había tomado gran interés en Honey.

Tenía la sospecha de que algunos de los hombres que se presentaban a trabajar estaban familiarizados con la Abadía y que habían trabajado allí anteriormente. Algunos podrían haber sido seglares. Esto era peligroso, pero estar en presencia de Bruno, era compartir en algo su confianza en sí mismo. En realidad, yo estaba obsesionada por la idea de mi hijo y anhelaba su llegada.

Sentía por Honey un profundo amor protector, pero sabía que nada podría compararse con la emoción que mi propio hijo despertaría en mí.

Me encerré en un pequeño mundo propio. Escuchaba vagamente las noticias de la Corte.

Recibíamos viajeros en la Abadía, ya que una de las casas de huéspedes había sido abierta como lo estuviera en los viejos tiempos. Contaban acerca de la gran angustia del Rey cuando había oído los escándalos acerca de su esposa.

También oímos que cuando la pobre Reina fue informada que había sido acusada, sus temores la habían puesto frenética y sabiendo que el Rey estaba en oración en la pequeña capilla al final de la larga galería en Hampton Court, había corrido gritando histéricamente mientras sus ayudantes, que habían recibido órdenes de mantenerla a raya, la capturaron y la obligaron a regresar a sus habitaciones.

Pero para mí no había nada de mayor importancia que la gestación de mi bebé. Cerraba mis ojos a la realidad de que la atmósfera de la Abadía cambiaba día a día, y que desde que había quedado embarazada era tratada con el atemorizado respeto que había notado que se acordaba a Bruno.

Cuando mi madre se enteró de mi estado se mostró jubilosa. Vino a la Abadía trayendo hierbas y algunas de sus preparaciones. Solía visitarla y hablábamos como lo hacen las mujeres. Estábamos tan próximas como jamás lo habíamos estado.

Admiraba sus mellizos, Peter y Paul, dos niños bien conformados, ávidos. Ella los mimaba y apenas podía tolerar tenerlos fuera de su vista. Incluso tendía a abandonar su jardín. Discutía continuamente acerca de sus caracteres, su inteligencia y su belleza. Rehusaba fajarlos porque cuando lo hacía ellos protestaban enérgicamente y le gustaba verlos patear con sus pequeñas piernas.

Comencé a disfrutar de nuestras charlas. Tenía tantos consejos para darme y yo sabía que eran buenos. Ella pensaba que la partera que la había atendido era la mejor del vecindario e iba a insistir para que me atendiera cuando llegara mi momento.

Hacía ropita para mi bebé cuando yo sabía que preferiría bordar para sus adorados mellizos.

Solía visitarla frecuentemente, ya que nos habíamos convertido, no ya tanto en madre e hija, sino en dos mujeres que discutíamos un tema muy apreciado en nuestros corazones. Me confió que tenía la esperanza de tener más niños, pero si no los tuviera se consideraba suficientemente bendecida de tener sus dos niños y que ambos fueran sanos.

Un día, sin embargo, sentí un toque de alarma.

Me encontraba en su cuarto de costura y descubrí, debajo de las telas con las que ella estaba trabajando, un libro. Era tan poco típico de mi madre leer algo y más aún ese libro. Lo abrí y lo hojeé y al hacerlo sentí que el corazón me latía muy rápidamente. Allí se señalaban claramente los argumentos y dogmas de la nueva religión. Cerré precipitadamente el libro cuando mi madre se aproximó, pero no pude olvidarlo.

Finalmente le dije:

—Madre, ¿qué es ese libro que estás leyendo?

—Oh —dijo con una mueca—, es muy aburrido, pero estoy luchando con él para complacer a tu padrastro.

—¿Desea que lo leas?

—Insiste.

—Madre, pienso que no deberías dejar un libro así donde cualquiera puede tomarlo.

—¿Por qué no habría de hacerlo? No es más que un libro.

—Es lo que contiene. Es un alegato sobre la religión Reformista.

—Oh, ¿lo es? —dijo.

—Sé más cuidadosa, para complacerme.

Me palmeó la mano.

—Eres igual a tu padre —comentó—. Hacer ruido por nada. Mira esto. ¡A Master Paul ya le queda chico! ¡La rapidez con que crece ese niño me asombra!

Yo pensaba: ¡De manera que Simón Caseman está interesándose por la religión Reformista! Se me ocurrió entonces que, tanto Simón Caseman por albergar tales libros en su casa como Bruno por instalar monjes en su Abadía recientemente adquirida, podrían ser considerados traidores.

Poco tiempo atrás hubiera vuelto a casa a discutir el asunto con Bruno. Podría haber llegado tan lejos como para prevenir a Simón Caseman, pero esas cosas parecían de importancia secundaria, ya que acababa de sentir moverse a mi hijo y olvidé todo lo demás.

Era como mi madre, encerrada en un pequeño mundo en el que el milagro de la creación me absorbía.

Quizás todas las mujeres encinta sean así.

La Navidad estaba casi encima y yo había decorado la pequeña habitación de Honey con muérdago y hiedra y le había contado el relato de Navidad.

En esos días anteriores a Navidad había oído muchas habladurías acerca de los asuntos del Rey. Hasta mi madre lo mencionaba. Había mucha simpatía hacia la Reina, de quien se decía que se hallaba en un estado de histeria desde su acusación. Muchos creían que esa era una implicación de su culpa.

—Y si hubiera tomado un amante, pobre alma —comenté a mi madre, mientras estábamos sentadas cosiendo—, ¿está tan mal eso?

—¡Fuera de los lazos del matrimonio! —exclamó espantada mi madre.

—Ella se creía casada con Derham.

—Entonces merece la muerte por casarse con el Rey.

—La vida es cruel para una mujer —dije.

Mi madre frunció los labios virtuosamente.

—No si es una esposa respetuosa.

—Pobre pequeña Catalina Howard. Es demasiado joven para morir. —Pero mi madre no estaba verdaderamente conmovida por el destino de la muchacha. Se me ocurrió que en un mundo donde la muerte llegaba con tanta frecuencia el valor de la vida no era verdaderamente importante.

Justo antes de Navidad fueron ejecutados Francis Derham y Thomas Culpepper. Culpepper fue decapitado pero Derham, que no era de origen noble, sufrió el bárbaro ahorcamiento, destrozo y descuartizamiento: la muerte del traidor.

Pensé en ellos todo el día, pobres hombres jóvenes, cuyo crimen había sido amar a la Reina.

En ese tiempo creíamos que esas muertes bastarían y que el Rey amaba tanto a Catalina Howard que estábamos seguros que la perdonaría. Ay, no sería así. La Reina tenía demasiados enemigos. Por ser una Howard era católica y muchos de los ministros del Rey no deseaban ver una influencia católica sobre el Rey.

En un crudo día de febrero la quinta esposa del Rey caminó hacia Tower Hill, donde apenas seis años atrás su prima Ana Bolena había encontrado igual destino.

Hubo silencio sobre la tierra en ese día terrible. Cinco Reinas, dos divorciadas, una muerta al dar a luz (y quién podía decir cuál hubiera sido su destino si hubiera vivido) y dos decapitadas. La gente comenzaba a preguntarse qué monstruo era ese que estaba sentado en su trono y cuando lo veían como lo hacían ocasionalmente en las ceremonias públicas, en lugar del apuesto joven dorado que treinta años atrás había estado románticamente enamorado de su esposa española, veían una corpulenta figura abotagada, de cara enrojecida, boca apretada, ojos miopes entrecerrados en una fea expresión, una úlcera supurante en la pierna, bajaban los ojos pero no se atrevían a hacer otra cosa que gritar «Viva el Rey».

Recordaban que fuera lo que fuera, era su gobernante todopoderoso.

Mi bebé debía nacer en junio. Cuánto más engordaba más impaciente me volvía. Uno de los hombres que había venido a la Abadía y de quien yo sospechaba que había sido ayudante del Hermano Ambrose en los viejos tiempos, me había hecho un pequeño jardín al fondo de la Residencia del Abad. Mi madre me había aconsejado y me había enviado plantas, y yo lo apreciaba bastante. Solía sentarme allí con mi costura para mirar jugar a Honey. Tenía ahora poco más de dos años, era una niña vivaracha; le había dicho que pronto tendría un compañero y solía preguntarme todos los días cuánto faltaba para que llegara.

Mi madre tenía consejos para darme cada vez que nos encontrábamos. Se había convertido en una asidua visitante a la Abadía. Me pregunté si advertiría que algunos de los trabajadores habían sido monjes y mencionaría esto a Simón.

Mi madre, desde luego, no advirtió nada raro; solía hacer comentarios solamente acerca de la manera que llevaba mi embarazo y me insistía en que en el momento en que sintiera los primeros síntomas debía enviar un mensajero a la Mansión Caseman. Ella mandaría a buscar a la partera inmediatamente y vendría ella misma.

Era abril, dos meses antes del nacimiento de mi hijo, cuando advertí un cambio en Bruno. Estaba a menudo distraído. A veces no contestaba cuando le hablaba.

Le dije:

—Bruno, toda esta construcción debe ser muy costosa. ¿Por casualidad estás preocupado por los gastos? Me miró sorprendido.

—¿Qué te hizo pensar así?

—Pareces preocupado.

Frunció el ceño.

—Tal vez esté ansioso por ti.

—¿Por mí? Estoy bien.

—Tener un hijo es una prueba.

—No debes temer. Todo saldrá bien.

—Me alegraré cuando nazca nuestro hijo.

—Me asusta cuando dices «nuestro hijo» de esa manera, ¿y si tuviéramos una hija?

—Mi primer hijo debe ser un varón —dijo, y lo que yo pensaba de su cara de Profeta debió ser muy aparente—. Así será —continuó con firmeza.

Me convenció entonces, como podía hacerlo a veces, de que tenía poderes especiales.

Sonreí complacida. Varón o mujer, amaría a cualquiera de mis hijos. Pero si Bruno deseaba tan intensamente que fuera un varón, entonces yo también esperaba que así fuera.

—Me alegro que no haya necesidad de preocuparse por el dinero. Debes ser extremadamente rico. Sé que este lugar no puede estar produciendo todavía.

—Te ruego, Damask, deja esos asuntos para mí.

—No quiero que te preocupes. Tal vez debiéramos posponer algo de las construcciones hasta que la granja y el molino empiecen a dar algún beneficio.

Rio y en sus ojos había un brillo fanático.

—No dudes que yo puedo lograr todo lo que me propongo.

Se acercó y me besó en la frente.

—En cuanto a ti, Damask, todo lo que te pido es que me des un hijo.

—No veo el momento —le aseguré.

Pocas noches después me desperté súbitamente y encontré que Bruno no estaba a mi lado.

Era bien pasada la medianoche y me pregunté si habría ido hasta el scriptorium. A menudo estaba allí con Valerian y se me ocurrió que podría estar revisando las cuentas. En lo profundo de mi mente perduraba la idea de que estaba preocupado por dinero.

Me levanté de la cama y entré calladamente a la habitación de Honey; dormía en paz. Luego fui al dormitorio que compartía con Bruno y, yendo a la ventana, miré hacia afuera. No había luz en el scriptorium, de manera que Bruno no estaba allí.

Me senté en el asiento del alféizar, mirando los edificios, los claustros, las paredes grises, todo lo que podía ver de la Abadía. Me pregunté si alguna vez el anciano Abad se habría sentado en ese mismo asiento del alféizar, sin poder dormir quizá, mirando sus dominios. Miré a través a la alta torre de la iglesia de la Abadía y debajo de ella podía ver el primer estanque de peces; la luz de la luna tocaba sus aguas con una luz plateada.

El niño se movió en mí y yo coloqué la mano sobre él para tranquilizarlo con felicidad.

—Pronto ya, mi pequeñín —murmuré y nunca se esperó con más regocijo un niño.

Soñaba con mi hijo y me rehusaba pensar que fuera a ser varón; si bien yo sabía que Bruno y otros en la Abadía lo creían así. No había nadie en el lugar que no esperara con temor y reverencia el nacimiento de mi hijo. Podía entender muy bien cómo se sentía la Reina Ana Bolena cuando estuvo embarazada. Habría sido tan importante para ella tener un varón. Me preguntaba qué habría sentido cuando nació Lady Elizabeth. ¡Y luego cuando había dado a luz un hijo nonato! Mis pensamientos se vieron repentinamente interrumpidos porque vi claramente a la luz de la luna una figura que se deslizaba a través del césped. Al principio pensé que era un fantasma, porque la figura vestía los hábitos de un monje de San Bruno y sobre la cabeza tenía una capucha que le tapaba la cara. Este era el fantasma que yo había visto cuando visitaba la tumba de mi padre.

Me puse de pie, con las manos en el vientre como para calmar al niño. La figura provenía de la dirección de los túneles y se dirigía hacia el scriptorium.

Se volvió de pronto y miró hacia el dormitorio de los monjes y al hacerlo, la capucha cayó y vi que era Bruno.

Rápidamente se puso la capucha y entró en el scriptorium; luego vi allí la luz de una linterna.

Volví a la cama. Estaba intrigada. Podía comprender que fuera al scriptorium de noche si se le había ocurrido algún detalle, pero ¿de dónde venía y por qué debía usar el hábito de un monje? Estaba segura de que el fantasma que se había dicho que rondaba la Abadía era Bruno.

Regresé a la cama y me quedé cavilando. Debo haberme dormido, porque cuando desperté era casi hora de levantarse y Bruno estaba junto a mí.

Tomé la repentina decisión de no decirle nada del asunto y esa decisión en sí era una indicación del cambio en la relación entre nosotros.

Menos de una semana después Bruno entró a mi sala de estar, donde estaba leyéndole a Honey, y dijo que tenía algo que decirme.

—Damask, tengo que marcharme por poco tiempo.

—¿Marcharte? —exclamé—. Pero ¿adónde?

—Es necesario que viaje al Continente.

—¿Con qué objeto?

Una leve irritación se reflejó en sus rasgos.

—Un asunto de negocios.

—¿Negocios de la Abadía?

Dijo pacientemente:

—Te darás cuenta que el desarrollo de estas tierras de la Abadía marcha de prisa.

—Advierto —repuse—, que cada día se asemeja más a la vieja comunidad.

—¿Qué puedes saber tú de la vieja comunidad, Damask? Nunca estuviste allí. Veías todo desde afuera.

—Hay varios de los monjes aquí —dije— y te consideran su Abad.

—Me consideran como su patrón, que lo soy. He dado trabajo a esos hombres, como podría darlo a cualquier trabajador.

—La diferencia está en que habían trabajado aquí anteriormente. Habían labrado la tierra y horneado el pan y pescado los peces…, y vivido una vida de soledad. ¿Qué diferencia hay entre lo que están haciendo ahora y lo que hacían entonces?

—Una gran diferencia —dijo Bruno con un toque de impaciencia—. Entonces esto era una orden monástica, algo sobre lo cual eres enteramente ignorante. Ahora es una casa señorial. Sucede que tiene rasgos monásticos porque alguna vez fue una abadía. Te ruego que no interfieras en lo que no te concierne.

—Siempre debo decir lo que pienso y siempre lo haré —me estaba excitando y temía que fuera malo para el niño, de manera que proseguí mansamente—: Me estabas diciendo que te ibas al extranjero.

—Sí, no estoy seguro cuánto tiempo estaré afuera. Podrá ser varias semanas, tal vez más.

—¿A dónde vas Bruno?

—A Francia…, a los Países Bajos quizás. No tienes nada que temer. Te cuidarán aquí.

—No temo por mí misma —dije—. No es el caso. ¿Por qué vas?

—Hay asuntos de negocios que debo atender.

—¿Negocios de la Abadía?

Estaba evidentemente impaciente por mi insistencia.

—Mi querida Damask, esta es una empresa costosa. Si hemos de continuar debemos hacer que dé beneficios. Hay ciertas raíces comestibles que se emplean comúnmente en el Continente, muy sabrosas y buenas para comer. Voy a aprender acerca de ellas. Hay zanahorias y nabos que no han sido cultivados en este país. Quiero aprender a producirlos y tal vez traer algunos conmigo. En Holanda se cultiva mucho el lúpulo para hacer cerveza. Para averiguar tales cosas es necesario que vaya y vea por mí mismo.

Parecía razonable, pero pensé en sus rondas nocturnas y me pregunté por qué habría pensado que convenía vestir hábitos de monje. Debía haber estado representando ser un fantasma. Podía querer significar que si era visto no solamente no deseaba ser reconocido sino que además quería que cualquiera que lo viera se atemorizara.

Era misterioso. Si Honey no hubiera estado allí no hubiera podido reprimir mi curiosidad y habría pedido una explicación. Pero ese no era el momento.

Más tarde lo pensé nuevamente. Cuanto más conocía a Bruno, más me daba cuenta de que no lo conocía. Había momentos en que era un extraño para mí. Me demostraba claramente que le molestaba mi curiosidad y la relación entre nosotros dos estaba cambiando rápidamente.

A los pocos días había partido.

Un día, durante la ausencia de Bruno, Rupert llegó a la Abadía. Llamé a un mozo para que tomara su caballo y luego lo conduje al solano y mandé pedir vino. Honey entró y Rupert la tomó en brazos y la balanceó en ellos. Inmediatamente se estableció una amistad entre ellos.

—¿Está todo bien? —me preguntó ansiosamente.

Le contesté que todo estaba bien. Saboreó el vino de Eugene y dijo que era bueno.

Le conté que Eugene había venido con nosotros cuando se había marchado de la Mansión Caseman.

—Vaya, es como si la Abadía hubiera renacido —comentó.

—Es muy diferente —lo contradije con rapidez—. Esto es simplemente una casa señorial, pero como tenemos tantos edificios y la tierra debemos hacer uso de ellos necesariamente. Tenemos la intención de hacer producir la granja. Es necesario que el lugar dé beneficios.

Rupert dijo que le agradaría recorrer nuestras tierras de labranza antes de marcharse y me ofrecí a acompañarlo.

Le pregunté cómo estaba él y me respondió que se encontraba contento con su tierra. Tenía una casa pequeña pero agradable y su benévolo cuñado le había conferido el lugar, probablemente debido a la insistencia de Kate.

—Desde luego no es tan grandiosa como Remus Castle ni como la Abadía de San Bruno, pero me basta.

Me miró melancólicamente y le sugerí:

—Rupert, deberías tomar esposa.

—No tengo la intención de hacerlo —contestó.

—¿Tienes buena servidumbre?

—Por cierto que sí. Me atienden bien.

—Entonces la necesidad tal vez no sea tan urgente. Pero te gustaría tener hijos. Serías un buen padre…, y también un buen marido. No lo dudo.

—Pienso —me respondió mirándome fijamente—, que permaneceré soltero por el resto de mis días.

No pude mirarlo a los ojos. Sabía que me estaba diciendo que desde el momento que yo lo había hecho a un lado nadie más podría reemplazarme.

Después que hubo comido pastel, monté a caballo y fuimos hasta las tierras de la granja. Las recorrió cuidadosamente. Dijo que las tierras de la Abadía eran invariablemente buenas. Tendríamos una próspera granja dentro de algunos años.

Cuando era evidente que no podíamos ser oídos arrimó su caballo al mío y me dijo en voz baja:

—He estado un poco preocupado, Damask.

—¿Por qué? —pregunté.

—Por algo que dijo Simón Caseman.

—Siempre he desconfiado de ese hombre. ¿Qué dijo?

—Se refirió a tu marido como el Abad y afirmó que había poca diferencia entre la Abadía de hoy y la de hace diez años.

—¿Qué quiso decir con eso?

—Entiendo que varios de los monjes han vuelto.

—Trabajan en la granja, en el molino y en el resto del lugar.

—Podría ser peligroso, Damask.

—No estamos haciendo nada contra la ley.

—Estoy seguro que no, pero corren estos rumores a causa de los monjes que han regresado y están trabajando como antes.

—Pero no estamos haciendo nada malo —insistí.

—No solamente tienes que mantenerte dentro de la ley del Rey, sino parecer hacerlo. No me gusta que Simón Caseman esté hablando.

—Habla porque él mismo deseaba la Abadía.

—Damask, si necesitaras algo, sabes que puedes contar conmigo.

—Gracias, Rupert. Siempre has sido bueno conmigo.

Después que se marchó seguí pensando en él. Si hubiera podido amarlo, la vida hubiera sido menos complicada. Pero uno no puede amar a quien sería sensato hacerlo, ya que el amor y la sensatez no van de la mano.

No me arrepentía, me aseguré a mí misma. Pero me agradaba recordar que Rupert era mi amigo leal.

Finalmente llegó el mes de junio. Bruno había vuelto hacía poco del Continente. Había contado de su viaje y yo me sentía muy poco curiosa porque la llegada del bebé era inminente.

Mi madre venía casi todos los días. Cuando quedaba satisfecha acerca de mi estado, volvía su atención al pequeño jardín que James había hecho para mí.

Ella y yo nos sentábamos allí y hablábamos de bebés. Me estaba contando que había ido a ver a la partera, quien le aseguró que todo lo que se refería a mí parecía estar yendo bien y que se esperaba un parto normal. Había arreglado para que al comenzar mis primeros dolores se la enviaría a buscar.

Sentí un repentino oleaje de afecto hacia ella.

—Nunca supe que me querías tanto —dije.

Enrojeció bastante:

—¡Tonterías! ¿No eres mi propia hija?

Unos días después mis dolores efectivamente comenzaron, pero para ese tiempo, gracias a la preocupación de mi madre, la partera ya estaba instalada en la Abadía.

Mi labor no fue prolongada y para mí, la alegría de saber que mi bebé estaría pronto en mis brazos superaba toda incomodidad.

Finalmente terminó y cuando escuché el llanto de mi hijo el corazón me saltó de alegría.

Vi a mi madre —autoritaria por una vez—, a la partera y a Bruno.

—Mi bebé… —empecé a decir.

Mi madre resplandecía.

—Un hermoso bebé sano.

Tendí los brazos.

—Después, Damask. En muy poco tiempo verás a tu preciosa niñita.

¡Una niña! Sentí lágrimas en los ojos. Creí en ese momento que yo deseaba una niña.

Reparé entonces en Bruno. No había dicho palabra. Querría ver a su hija.

Pero allí estaba la niña; la habían puesto en mis brazos y pensé:

—Este es el momento más feliz de mi vida.

Yo sabía que Bruno había estado convencido de que nuestro hijo iba a ser un varón, pero no había pensado que estaría tan amargamente desencantado.

Apenas miraba a la niña. Yo, en cambio, no podía soportar no tenerla al alcance de la vista. En esas primeras noches solía despertarme de un sueño confuso en el que ella ya no estaba más conmigo. Saltaba llamando a la niñera:

—Mi bebé ¿Dónde está mi bebé?

Tenían que asegurarme que dormía tranquila en su cuna.

La ceremonia de bautismo fue sencilla, no la solemne ocasión que se le hubiera otorgado a un varón. Bruno no parecía interesado. Todavía demostraba su desilusión por el sexo de la niña.

Pensé: Yo cubriré su indiferencia, mi querida niña. Te amaré tanto que no echarás nada de menos.

La llamamos Catharine, una versión del nombre de Kate y el de dos Reinas. Yo la llamaba mi pequeña Cat. Era una niña fea, decía la partera y me susurraba el consuelo que siempre aquellas que nacían feas eran las verdaderas bellezas.

Estaba segura que estaba en lo cierto, porque mi pequeña Cat crecía más bonita día a día.