Era junio y el tiempo se había vuelto cálido. Nunca había visto tantas abejas en el trébol y la pimpernela formaba un borde escarlata alrededor de nuestros trigales. Abajo junto al río, las ortigas florecían profusamente. Mi madre pronto juntaría algunas para hacer alguna poción. Creo que era feliz. Me asombraba que se hubiera recuperado tan pronto de la muerte de mi padre. Podría ser debido a que se agitaba en ella una nueva vida; pero yo me había alejado más de ella, si bien nunca había estado verdaderamente cerca.
Pensé que pronto cortarían el heno y esta sería la última actividad que supervisaría Rupert. Después de la cosecha nos dejaría y yo tenía que decidir si me marchaba con él.
Casi había decidido marcharme con Rupert, ya que estaba claro que no podía permanecer bajo el techo de Simón Caseman. Kate me había escrito urgiéndome a que fuera al Castillo Remus y pensé que quizás debiera ir con ella para discutir allí mi futuro. Me urgiría para que me casara con Rupert. Sabía que ella pensaba que con el tiempo yo vería lo razonable que era eso. Alguna vez había tenido planes de un casamiento grandioso para mí. Esto no era probable ahora que no tenía dote. No porque me importara.
Era el crepúsculo, el final de un hermoso día de verano. La noche estaba en calma y tranquila, ya que la ligera brisa del día había desaparecido.
Mientras estaba sentada en mi ventana vino una de las sirvientas. Me miró y dijo:
—Tengo un mensaje para usted, Señorita Damask. Es de un caballero que quiere decirle unas palabras.
—¿Qué caballero?
—Bueno, señorita, no quiso decirlo. Dijo que le dijera que si iba usted hasta la puerta cubierta de hiedra, él estaría allí y usted sabría quién había enviado el mensaje.
Apenas pude ocultar mi excitación. ¿Quién sino Bruno podía enviar semejante mensaje? ¿Quién más conocía la puerta cubierta de hiedra? Dije:
—Gracias, Jennet. —Con la mayor calma que pude y no bien ella dejó mi habitación, me cambié de vestido y arreglé mi pelo de manera más tentadora. Tomé una capa y me envolví en ella y me dirigí inmediatamente a la puerta en la pared de la Abadía.
Bruno estaba allí. Sus ojos brillaban con una especie de triunfo, seguramente porque yo había ido. Tomó mis manos y las besó. Parecía diferente.
—¡De manera que has vuelto! —exclamé.
—¿Y te alegra?
—No hace falta que te diga lo que ya sabes.
—Sabía que te haría feliz al verme, Damask. Damask, estás diferente. ¿Eres más feliz ahora?
—Sí —repuse, porque era cierto. En ese momento era más feliz porque él había regresado—. ¿Qué sucedió? ¿Dónde fuiste? ¿Por qué nos dejaste tan misteriosamente?
—Era necesario —dijo.
—Dejarnos…, sin una palabra de explicación.
—Sí —repuso—. Y después que me marché perdiste a tu padre.
—Fue terrible, Bruno.
—Lo sé. Pero he vuelto ahora. Haré que dejes de sufrir. Ahora que he regresado puedes ser feliz.
Me tomó firmemente la mano en la suya; con la otra abrió la puerta y entramos a los terrenos de la Abadía.
Me eché atrás.
—Ha sido conferida ahora, Bruno.
—Lo sé.
—Estamos violando la propiedad.
—Tú lo hiciste antes muchas veces.
—Es cierto.
—Y estás conmigo ahora. Los monjes siempre creyeron que yo me iba a convertir en su Abad.
—Nos han ocurrido cosas terribles a los dos.
—Tal vez fuera necesario. Para todos nosotros tiene que haber un tiempo de prueba.
—Hay tanto que quiero preguntarte. ¿Dónde has estado? ¿Has vuelto para quedarte? ¿Dónde vives? No es igual ahora para nosotros. Nuestra casa pertenece a Simón Caseman.
Se volvió hacia mí y, sonriendo con dulzura, me tocó la cara.
—Sé todo esto, Damask. Lo sé todo.
—¿Sabes quién ha tomado la Abadía?
—Sí —dijo—. Sé eso también.
—Juraría que es algún rico noble. Parecerá tan raro. Pero tal vez sea mejor así que verla caer en mayores ruinas.
—Es mejor así —observó Bruno.
—¿A dónde me llevas?
—A la Abadía.
—Se dice que está encantada. La gente ha visto una figura fantasmal…, a un monje. Yo misma lo he visto.
—¿Tú, Damask?
—Sí. Cuando vine a la tumba de mi padre. —Le conté cómo Rupert me había traído la cabeza de mi padre y cómo la habíamos enterrado.
—¿No estás comprometida con Rupert? —preguntó rápidamente.
—No, pero tal vez lo esté pronto.
—Tú no amas a Rupert.
—Sí, amo a Rupert…
—¿Cómo a un marido?
—No, pero creo que nos necesitamos mutuamente.
—¿No tendrás miedo de entrar en la Abadía conmigo? —Dudé y prosiguió—: Recuerda que tú y Kate entraron una vez.
—Estaba muy asustada entonces.
—Porque sabías que estabas haciendo mal. Nunca debiste haber mirado la sagrada capilla. Nunca debiste haber visto a la Virgen Recamada. Pero ahora, ha desaparecido y la sagrada capilla está vacía.
—Tendría miedo de entrar ahora, Bruno.
Me oprimió el brazo.
—¿No creerás que te puede suceder algo malo estando conmigo?
No respondí porque cada vez nos aproximábamos más a esas paredes grises. Súbitamente se volvió y vi su cara adusta a la luz de la luna.
—Damask —dijo—, ¿crees que no soy como los demás hombres?
—Pero… —podía oír la voz de Keziah entonces, esa confesión suya. «Me amenazó y yo le conté lo que nunca debía haber dicho… Estaba embarazada del monje»…
—Quiero que sepas la verdad —prosiguió—. Es importante para mí que lo sepas. Se dijeron mentiras. La gente miente bajo el tormento. La mujer Keziah mintió; el monje mintió. El mundo está lleno de mentiras, pero uno no debe culpar demasiado a los mentirosos que lo hacen bajo presión. Nunca han aprendido a dominar sus cuerpos. La tortura física hará un mentiroso de muchos grandes hombres que declaran decir solamente la verdad. Te digo esto: yo sé que no soy como los otros hombres. Vine al mundo…, no como te hicieron creer. Lo sé, Damask. Y si vas a estar conmigo…, debes saberlo también. Tienes que creerlo. Tienes que creer en mí.
A la luz de la luna se lo veía raro y hermoso, como un dios, diferente de todos los demás que yo había conocido y lo amaba, de manera que dije tan mansamente como mi madre podría haberle dicho a Simón Caseman:
—Te creo, Bruno.
—¿Entonces no tienes miedo de entrar a la Abadía conmigo?
—Contigo no.
Abrió la puerta por la que había visto pasar la figura fantasmal y nos hallamos en el silencio de la Abadía.
Después del aire tibio de afuera la frialdad me sobrecogió; se levantaba a través de las suelas de mis zapatos desde el piso de piedra y tuve un escalofrío.
—No hay nada que temer mientras estés conmigo —me aseguró Bruno.
Pero yo no podía olvidar a Keziah regresando de esa terrible noche en la posada con Rolf Weaver, y si bien quería creer como Bruno deseaba que lo hiciera, en lo profundo de mi corazón no podía aceptar el hecho de que Keziah hubiera inventado semejante historia.
Pero estaba con Bruno, feliz como no lo había estado desde la muerte de mi padre y sentía que me había hecho ir esa noche porque tenía que decirme algo de gran importancia.
Encontró una linterna y dijo que me conduciría a la Residencia del Abad Era una extraña exploración misteriosa y mientras duró, esperaba que nos enfrentáramos con el monje fantasmal. Bruno me enseñó un hall finamente abovedado y las muchas habitaciones que tenía el Abad en su residencia. Resultaba evidente que los trabajadores habían estado allí y esa casa se hallaba en el proceso de ser convertida en una residencia de cierta magnificencia. Dejamos el alojamiento del Abad y Bruno me mostró el refectorio, un simple edificio de piedra con sólidos contrafuertes donde los monjes se habían sentado durante doscientos años bajo el techo de vigas de roble.
Pensé que muy pronto el hombre a quien había sido conferida la Abadía estaría viviendo allí y que Bruno estaba dando una última mirada mientras podía hacerlo. Me condujo a través de los claustros; me llevó a las celdas de los monjes; me mostró la panadería donde alguna vez había estado sentado con el Hermano Clement. Le recordé lo que había oído acerca de sus robos de tortas del horno.
—Les gusta contar esos cuentos sobre mí —dijo Bruno.
Esa noche me mostró más de lo que yo había visto jamás. Me pregunté por qué pero lo adiviné después. Vi la sala de los monjes y el dormitorio; vi la enfermería, la cocina de los Hermanos, los claustros, la fraternidad de los monjes. Y todo a la luz de la linterna y la luna.
—Ves —me dijo Bruno—, este es un mundo propio, pero ahora es un mundo destrozado. ¿Por qué no habría de renacer?
—Aquel a quien le ha sido conferida, ¿qué hará con tanto? —pregunté—. Tendrá una espléndida casa señorial con la Residencia del Abad, pero hay tanto más.
—Hay más, mucho más. Y debajo hay un laberinto de túneles y sótanos. Pero son peligrosos y no debes visitarlos.
Luego me llevó a la iglesia. Si bien le habían robado sus valiosos ornamentos y los ladrones habían saqueado los hilos de oro y plata de las vestimentas, se había hecho poco daño a la iglesia en sí. Miré hacia arriba al alto techo abovedado apoyado sobre los macizos canteros de piedra. Los vitrales de las ventanas estaban intactos. Representaban la historia de la crucifixión. La velada luz de la luna arrojaba una luz misteriosa sobre la escena, al reflejar los brillantes rojos y azules.
Bruno hizo a un lado una cortina que colgaba a la derecha del altar y la abrió. Estábamos en una pequeña capilla y supe instintivamente que era la Capilla de Nuestra Señora, en la que el Hermano Thomas había colocado dieciocho años atrás la cuna que había hecho y a la mañana siguiente de Navidad el Abad había descubierto un niño vivo en ella. Sosteniendo mi mano fuertemente en la suya, Bruno me atrajo hacia la capilla.
—Fue aquí donde me encontraron —dijo—, y te he traído porque quiero decirte algo y quiero decirlo aquí. Te he escogido para compartir mi vida.
—Bruno —exclamé—, ¿estás pidiéndome que me case contigo?
—Así es.
—¡Entonces me amas! ¿De veras me amas?
—Como tú me amas —contestó.
—Oh Bruno…, no lo sabía. Nunca pensé que me amaras tanto como para eso.
—¿Qué pasaría si te ofreciera una vida de pobreza?
—¿Crees que eso me importaría?
—Pero te has criado en la opulencia. Es cierto que ahora has perdido tu herencia, pero te podrías casar convenientemente. Rupert te podrá ofrecer un buen hogar.
—¿Piensas que quiero casarme con un buen hogar?
—Deberías pensarlo bien. ¿Podrías llevar la vida de un ermitaño en una cueva, en una choza? ¿Podrías sufrir el frío del invierno? ¿Podrías vagar por el campo algunas veces sin más techo que el cielo?
—Iría a cualquier parte con el hombre que amara.
—Y me amas, Damask. Siempre me amaste.
—Sí —convine, ya que era cierto. Siempre lo había amado, de una extraña manera compulsiva que se debía al hecho de verlo siempre diferente a los demás hombres.
—Vendrías entonces conmigo…, ¿sin que te importaran los sinsabores que tuvieras que soportar? Me abrazó entonces. Sus labios calientes de pasión se apoyaron sobre los míos.
—¿Me amarías, obedecerías y tendrías mis hijos?
—Con alegría —exclamé.
—¿No supiste siempre que yo era el indicado para ti?
—Siempre, pero creía que no me querías.
—Pensabas que era Kate —dijo—. Tonta Damask.
—Sí, pensé que era Kate. Es tan brillante, tan hermosa…, y yo…
—Tú eres mi elegida —afirmó.
—Me siento como si hubiera entrado en un sueño.
—¿Es un sueño feliz, Damask?
—Feliz —respondí—, como nunca pensé que volvería a serlo.
—Entonces haremos nuestros votos de compromiso aquí…, en esta capilla donde años atrás me encontraron. Es lo que corresponde. Es lo que deseo. Damask, piénsalo. Una vida de privaciones. ¿Puedes enfrentarla…, por amor?
—Con alegría —repuse anhelante—. Y me alegra que no tengas nada para ofrecerme. Quiero demostrarte cuánto te amo.
Me tocó dulcemente la cara una vez más.
—Me gustas, Damask —dijo—. Oh, cómo me agradas. Aquí en este altar haremos nuestros votos. Damask, jura amarme y yo juraré velar por ti.
—Juro.
Salimos de la capilla al aire de la noche. Cruzamos el tramo de pasto donde solíamos sentarnos cuando éramos chicos.
—Esta es nuestra noche de casamiento —dijo.
—Pero no ha habido ceremonia de matrimonio.
—Cuando hiciste tus votos de prometerte a mí en la capilla fuimos uno.
—Bruno —expresé—, siempre fuiste diferente a todos los demás. Por eso siempre te he amado, pero si hemos de casarnos debo decírselo a mi madre. Habrá una ceremonia…
—Eso será después. Ahora me perteneces. Confías en mí. Crees en mí. Tiene que ser así, porque si no, no serías mi elegida ni yo el tuyo. Dices que me amas lo suficiente como para dejarlo todo, sin embargo no sabes lo que son las penurias. Estás segura, Damask. Todavía no es demasiado tarde.
—Estoy segura. Cocinaré para ti, trabajaré para ti.
—Y creerás en mí —agregó.
—Creeré todo lo que quieras —prometí—. Seré más feliz contigo en una cabaña que en un castillo.
—Debe ser así. Debes confiar en mí, creer en mí, trabajar conmigo y para mí.
—Así lo haré, con todo mi corazón.
—Esta es nuestra noche de bodas —dijo nuevamente.
Comprendí lo que quería decir y me eché atrás. Era virgen. Había sido criada creyendo que ese era un estado que no había que entregar hasta el matrimonio, pero esto era matrimonio, había dicho él y yo no debía esperar que la vida con Bruno fuera como sería con otros hombres.
—¿Piensas que trato de seducirte y abandonarte? —preguntó con tristeza—. De manera que dudas de mí después de todo.
—No.
—Sí lo haces. Titubeas. Pensé que eras valiente. Te creí cuando decías que confiabas en mí. Tal vez debieras volver a la casa… Tal vez debiéramos despedimos.
Me besó con una pasión que no había soñado.
Dije:
—Bruno, estás diferente esta noche. ¿Qué ha sucedido?
—Esta noche soy tu amante.
—Yo soy una ignorante del amor…, de esta clase de amor. Haré cualquier cosa que me pidas, pero…
—El amor tiene muchas facetas. Es como el brillante en la corona de la Virgen. ¿Lo recuerdas, Damask? Brillaba como una luz pálida y como una luz feroz, era rojo, azul, amarillo…, todos los colores del espectro…, pero era el mismo brillante.
Mientras hablaba sus manos recorrían mi cuerpo y nunca estuve más consciente de la extraña naturaleza de la fascinación que ejercía. Tenía conciencia de su poder sobre mí pero yo no estaba segura si mis sentimientos hacia él era el amor que otros habían experimentado. No era lo que yo sentía por Rupert o por mi padre. Ni su amor por mí era como el de Rupert. Sentí en Bruno una necesidad de doblegarme y en mí un urgente deseo de ser sometida.
En ese momento creí que había una cierta cualidad divina en él y que debía obedecerlo sin que importaran las consecuencias.
Mi voluntad se disolvió y estaba deseosa y anhelante por hacer a un lado todo lo que se me había enseñado, echar mi respeto por esa castidad que solamente había de entregar al esposo. Pero Bruno era mi marido.
Yo me había convencido a mí misma. Bruno lo sabía. Oí su risa callada de triunfo.
—Oh, Damask —lo oí decir—. Eres la única para mí. Me amas, ¿no es así…, absoluta, completamente…, de manera de dejar todo por mí?
Me escuché responder:
—Sí, Bruno. Así es.
Y esa fue mi noche de bodas; allí, sobre nuestra cama de helechos fuimos uno solo.
Supe que nada podía ser igual nuevamente y aún en esos momentos de pasión no podía quitarme la idea de que yo estaba tomando parte de cierta ceremonia de sacrificio.
Era temprano en la mañana cuando me deslicé dentro de la casa, aturdida y despeinada. Habíamos vuelto caminando juntos a la casa, rodeándonos con nuestros brazos y Bruno permaneció saludándome con la mano hasta que desaparecí adentro.
Estaba en tal estado de júbilo y maravilla después de mi experiencia que no podía pensar en nada más. La vida se había convertido en una gloriosa aventura. Había llegado a un cúmulo de felicidad y por el momento no quería ni mirar atrás ni mirar hacia adelante; quería permanecer suspendida como si estuviera en la cima de mi montaña, para saborear todo lo que había sucedido, para recordar nuestras palabras susurradas, nuestra mutua necesidad, para revivir los momentos de unión perfecta.
Bruno me parecía un dios. La sensación de poder que siempre había sido aparente estaba magnificada.
Pensé, no hay nadie como él en todo el mundo. Y me ama. Soy suya y él es mío para siempre.
Había cruzado el hall y cuando iba a subir las escaleras advertí un movimiento. Apareció una figura. Estaba mirando a Simón Caseman. En la penumbra su cara se veía blanquecina; la máscara del zorro era patente, los ojos estrechos.
—De manera que te escurres por las noches como las demás rameras —dijo en voz baja pero venenosamente. Su mano se lanzó hacia adelante y pensé que iba a golpearme, pero quitó una hoja de mi manga—. Podrías haber elegido una cama más confortable —agregó. Traté de pasar pero me cerró el camino.
—Soy tu tutor, tu padrastro. Quiero una explicación por esta conducta de buscona.
—¿Y si no tengo la intención de dártela?
—¿Piensas que voy a permitir esto? Crees que puedes engañarme. Te equivocas. Sé lo que ha sucedido. Nada fue jamás más claro para mí.
—Son mis propios asuntos.
—¿Y esperas que yo alimente y vista a tus bastardos cuando lleguen?
Repentinamente me enfadé tanto que levanté una mano para golpearlo. Tomó mi brazo antes que pudiera hacerlo y atrajo su cara junto a la mía.
—¡Ramera! —gritó—. Tú…
—¿Quieres despertar a toda la casa?
—Sería bueno hacerlo para que supieran la clase que eres. ¡Puta! ¡Prostituta! ¡Presa de cualquier hombre!
—Probé que no era tal cosa para ti.
—Por Dios —dijo—, te enseñaré…
Pude ver la lujuria en sus ojos y me asustó.
—Si no me sueltas —amenacé—, despertaré a toda la casa. Sería muy bueno que mi madre supiera con la clase de hombre que se ha casado.
—¿Un hombre que está cumpliendo su deber junto a su hija? —preguntó, pero pude ver que lo había alarmado. Conocía mi lengua aguda y la temía.
Retrocedió unos pasos.
—Soy tu padrastro —dijo—. Tengo una responsabilidad hacia ti. Es mi deber tomarte a mi cargo.
—¿Cómo tomaste a tu cargo las posesiones de mi padre?
—¡Ramera desagradecida! ¿Dónde estarías si yo no te hubiera permitido permanecer aquí? Si yo no hubiera venido aquí…
Las palabras se me escaparon:
—Tal vez mi padre estuviera libre ahora.
Quedó estupefacto y pensé: Creo que es cierto. Creo que él lo traicionó.
El odio por él me inundó. Estuvo a punto de hablar pero cambió de idea. Era como si simulara no haber comprendido el significado de mis palabras.
Hubo un silencio durante el cual nos miramos el uno al otro. Sabía que la sospecha que sentía por él se notaba en mi cara; en la suya se veía cierto odio mezclado con lascivia.
Dijo:
—He tratado de ser un padre para ti.
—¡Cuándo te viste rechazado como marido!
—Te tenía afecto, Damask.
—Tenías afecto a mi herencia…, esa que ahora es tuya y que debería ser mía.
—Vino a mí cuando tu padre…, la perdió. Qué fortuna para ti que haya venido a mí y no a algún extraño. Piensa lo que te hubiera ocurrido a ti y a tu madre si yo no hubiera estado aquí para cuidar de ustedes.
—Estoy pensando en lo que hubiera sucedido si mi padre no te hubiera llevado nunca a su bufete. Estoy pensando en lo que hubiera sucedido si él nunca te hubiera dado un hogar aquí.
—Hubieras perdido un buen amigo.
—Somos nosotros quienes decidimos el valor de nuestros amigos.
—Eres una chica perversa, desagradecida. —Se estaba recuperando del impacto de mi velada acusación—. Buen Dios —exclamó—. Me siento como un padre hacia ti. He tratado de mimarte. Te he tenido en un alto concepto y encuentro que no eres más que una mujerzuela accesible que entrega su virtud a cambio de un revolcón en el pasto, cuando la gente decente está en sus camas.
Con una furia súbita lo abofeteé sobre la oreja y esta vez llegó demasiado tarde para impedírmelo. No lo odiaba tanto por sus crudas palabras y por las taimadas insinuaciones que mancillaban mi jubilosa experiencia, sino porque me sentía más segura que nunca de que él era el hombre que había delatado a mi padre. Si hubiera estado totalmente convencida habría deseado matarlo.
La fuerza de mi golpe lo hizo tambalearse contra la baranda. Cayó dos o tres escalones. Lo oí quejarse mientras yo me apresuraba hacia arriba y me dirigía a mi habitación.
Me senté en una silla y contemplé la salida del sol. Reviví la noche, mi unión con el hombre que amaba; mi encuentro con el hombre que odiaba. ¡Sagrado y profano!, pensé.
Permanecí sentada allí soñando y se me ocurrió que tenían una cualidad en común. Un amor al poder.
Dormité un poco y soñé con ellos y en mis sueños estaba acostada con Bruno sobre el pasto; se inclinaba sobre mí y repentinamente su cara cambiaba por la de Simón Caseman. Amor y lujuria, tan próximos en cierto modo y sin embargo tan distantes.
Amanecía. Un día fresco. Estaba muy excitada, preguntándome qué traería aparejado.
Mi madre vino en la mañana.
—Tu padre se ha torcido un tobillo —dijo—. Cayó por las escaleras anoche.
—¿Cómo sucedió? —pregunté.
—Se resbaló. Permanecerá en su cámara hoy. En realidad he insistido para que descanse.
Se la veía importante. Por una vez insistía pero yo suponía que él había preferido permanecer en su habitación porque no deseaba verme.
—Debo ver que se le pongan fomentos —dijo—. No hay nada como eso para aliviar una torcedura. Calientes y fríos alternadamente. ¡Vaya! Agradezco a Dios tener preparada mi loción de manzanilla. Eso le aliviará el dolor y creo que le daré un poco de jugo de amapolas. El sueño siempre es bueno.
—El hombre apenas si se ha torcido un tobillo, madre. Hablas como si sufriera la peste.
—No digas tales cosas —me respondió, mirando por encima de su hombro.
Y me maravilló que este hombre le hubiera traído una felicidad que mi santo padre no había podido darle.
Quería estar a solas para soñar mi futuro. ¿Qué pasaría a continuación, me pregunté? ¿Lo veré nuevamente esta noche? ¿Enviará un mensajero por mí? El día parecía largo y fastidioso. Cada vez que escuchaba pasos en la escalera esperaba que fuera una de las doncellas que venía a decirme que Bruno me esperaba.
Esa tarde mi madre vino a mi habitación. Me sentí enferma de desencanto. Había pensado que los pasos en las escaleras eran los de una doncella que me traía un mensaje de Bruno.
Mi madre parecía excitada.
—Está la gente nueva en la Abadía. Vaya, tu padrastro va a disgustarse. Siempre esperó que no resultara nada de eso. Espero que sean buenos vecinos. Es agradable tener buenos vecinos. Me pregunto si a la dueña de casa le interesan los jardines. Hay tanta tierra allí. Pienso que podría tener mucho éxito.
—Un rival, madre, quizás —dije—. ¿Te gustaría si produjera mejores rosas que tú?
—Siempre estoy dispuesta a aprender mejoras. Me pregunto qué harán allí. Todos esos edificios inútiles. Supongo que tirarán algunos y harán algunas reconstrucciones. Eso era lo que planeaba hacer tu padrastro.
—Y ahora tendrá que abandonar sus planes y lo tendremos cuidando su pena tanto como su tobillo torcido.
—Siempre eres tan ingrata con él, Damask. No sé qué ha ocurrido últimamente.
Siguió hablando de la Abadía. Quedó muy desencantada con mi falta de interés.
Esperé oír de él. Hubiera querido hacerle tantas preguntas. Un miedo terrible se había apoderado de mí. ¿Qué pasaría si no volvía a verlo? Había tenido la impresión de que nuestros votos y hasta nuestro acto de amor habían sido una especie de ritual, con lo que él estaba tratando de probarme el hecho de que no era un ser humano común. Inclusive cuando hablaba de amor era de una manera misteriosa. Se me ocurría entonces que él necesitaba creerse a sí mismo que era diferente. Sabía que era orgulloso y el hecho de que Keziah lo hubiera declarado hijo suyo lo había humillado tan profundamente que rehusaba aceptarlo.
Estaba tratando de darle alcances humanos a sus acciones. ¿Pero era, después de todo, sobrehumano? Me sentía alternadamente feliz y aprensiva. Permanecí en mi habitación. No deseaba ver a Rupert ni a mi padrastro. En cuanto a mi madre, su cháchara me irritaba. Solamente podía anhelar que Bruno viniera a mí.
Habían pasado tres días desde la noche en que Bruno y yo hiciéramos nuestros juramentos. Simón Caseman había permanecido en su habitación desde entonces reponiéndose de su tobillo, que yo sospechaba que no lo incapacitaba tanto como él quería hacer creer.
Estaba en mi habitación cuando una de las doncellas vino y me dijo que había una visita en la sala de invierno. Mi madre estaba allí y había enviado por mí para que me les reuniera.
Cuando llegué a la sala de invierno mi madre vino hasta la puerta. Su cara reflejaba perplejidad.
—El nuevo propietario de la Abadía está aquí —tartamudeó.
Entré. Bruno se levantó de su silla para saludarme.
Los acontecimientos habían tenido un vuelco tan extraño que sentía que podía creer cualquier cosa, por fantástica que fuera. Bruno, el niño de la Abadía, lanzado a la deriva en la pobreza, que apenas unas pocas noches antes me había pedido compartir con él una vida de penurias, ¡era el propietario de la Abadía! Al principio pensé que era una especie de broma. ¿Cómo podía ser posible? Mientras estuve enfrentándolo en la sala de invierno dije algo así. Me sonrió entonces.
—¿Es verdad que dudas de mí, Damask? —me preguntó, reprochándome.
Y supe que quería decir dudar de su habilidad para alzarse por sobre todos los hombres, dudar de sus poderes especiales.
Afortunadamente las costumbres innatas en mi madre y su insistencia acerca de las maneras correctas de recibir huéspedes superó todo lo demás. Pediría que trajeran su vino de bayas de saúco.
Y mientras lo bebíamos, Bruno nos contó de su buena suerte…, de cómo había prosperado en Londres; cómo había ido a Francia al servicio del Rey y debido a que había realizado esos servicios con una habilidad especial había estado en situación de adquirir la Abadía.
Hubiera resultado increíble de cualquier otro, pero su presencia, su seguridad y ese aire que era distinto del de cualquier otra persona ayudó a nuestra credulidad.
Pude ver que mi madre no dudaba para nada.
—Y toda esa tierra…, todos esos edificios que componen la Abadía —dijo ella.
—Tengo planes —contestó él sonriendo.
—¿Y los jardines?
—Sí, habrá jardines.
—¿Vivirás solo allí?
—Tengo la intención de casarme. Es una de las razones por las que he venido hoy a visitarlas.
Me sonreía y el corazón se me elevó. Toda la angustia pasada desapareció de mí.
—He venido a pedirle la mano de Damask en matrimonio.
—Pero esto es tan…, inesperado. Debo consultar con mi esposo.
—No hay necesidad —dije—. Bruno y yo ya hemos decidido casarnos.
—Tú…, tú sabías… —tartamudeó mi madre.
—Sabía que pediría mi mano y yo ya me había decidido a aceptarlo.
Tendí mi mano; él la tomó. Parecía simbólico. Luego vi la mirada de orgullo en sus ojos; sostenía alta la cabeza. Era tan evidente que le deleitaba ver el efecto que esto producía en nosotras. ¿Y por qué no me había dicho esa noche que era él el nuevo dueño de la Abadía? Estaba claro que era porque había querido asegurarse que yo me casaría por él mismo. Era su orgullo, su orgullo humano. Y me alegraba.
Ahora estaba tan orgulloso que momentáneamente me recordó a los pavos reales pavoneándose en el parque. Con seguridad que no había nada de divinidad en esa actitud, pensé tiernamente.
Era una actitud humana y me alegró por esa razón. Quería que fuera humano. No quería un santo o un hombre de milagro. Era eso lo que yo le enseñaría. Quería un marido a quien yo pudiera amar y cuidar, que no fuera todopoderoso, que me necesitara.
Había tanto que conocer, tantas explicaciones que escuchar, pero por el momento, en la sala de invierno, estaba feliz como nunca había pensado volver a serlo.
Era el único tema de conversación. Bruno, el niño que había sido descubierto en el Pesebre de Navidad, era el nuevo propietario de la Abadía.
Por supuesto, decían los sabelotodos, era otro milagro.
Bruno estaba alegre. Ese era otro aspecto de su naturaleza. Nunca había sido así en los viejos tiempos.
Hacía planes. Iba a levantar una espléndida mansión de las piedras de la Abadía. Como el ave fénix de la antigüedad una nueva Abadía se levantaría para reemplazar la vieja.
Durante esos meses viví una existencia fantástica. Bruno deseaba que el casamiento tuviera lugar inmediatamente.
Mi madre estaba espantada. Había que preparar un casamiento. ¿Y mi dote? ¿Y las formalidades a que debía someterse la gente bien criada?
—No quiero dote —dijo Bruno—. Solamente quiero a Damask.
El efecto en Simón Caseman fue el que yo había esperado. Al principio se enfadó. Había perdido la Abadía sobre la que había puesto su corazón; se la había ganado Bruno, el huérfano desheredado, el bastardo hijo de una sirvienta y un monje; al principio, le era imposible creerlo.
—Es una burla —declaró—. Descubriremos que está engañándonos. ¿Cómo es posible?
—La gente dice —dijo mi madre tímidamente—, que todo es posible con él.
—¡Es un truco! —insistió Simón.
Pero cuando tuvo que aceptar el hecho de que era cierto, su respuesta fue un silencio ominoso. Al enterarse de que iba a casarme con Bruno no dijo nada, pero yo sabía que estaba lejos de no estar conmovido. Si no hubiera vivido en un estado de embeleso total me hubiera precavido, ya que estaba segura de que era un hombre peligroso.
Rupert estaba desconcertado.
—Parece tan increíble, Damask —dijo.
Repetí lo que Bruno nos había contado acerca de su buena fortuna en Londres y de su relación con el Rey.
—Es imposible —comentó Rupert—. Tal cosa no es posible en tan poco tiempo. Ni siquiera Thomas Wolsey, cuya ascensión fue fenomenal, tuvo semejante éxito.
—Bruno no es como las personas comunes.
—No me gusta, Damask. Huele a brujería.
—¡Oh no, Rupert! Simplemente tenemos que aceptar que Bruno es diferente al resto de nosotros.
—Damask, ¿eres verdaderamente feliz?
—Como nunca creí posible serlo después de la muerte de mi padre.
Rupert no contestó. Sabía que era muy infeliz. Su sueño de que él y yo nos casáramos algún día se destrozaba, pero era más que eso. Su carácter era tal que a pesar de ver arruinados sus propios planes, todavía podía sentir temor por el camino que yo había escogido.
Tan pronto como terminara la cosecha se marcharía a la propiedad Remus. Supuse que lo vería muy poco.
Siempre me ha sorprendido que cuando algo se convierte en un hecho, por más misteriosamente que suceda, por más fantástico que sea, la gente se acostumbra a ello en poco tiempo.
Así pasó con el regreso de Bruno y su adquisición de la Abadía.
Bruno había tomado el nombre de Kingsman. No se me había ocurrido antes que no tenía apellido. Supongo que debería haber usado el de Keziah, pero rehusaba hacerlo. Me contó por qué se llamaba Kingsman. Cuando había regresado de Francia al servicio del Rey, Su Majestad había estado tan encantado con él que le había dado audiencia y le había preguntado su nombre. Bruno le había dicho que no sabía quiénes eran sus padres y que no había tenido necesidad de un nombre hasta ese momento. Había decidido llamarse a sí mismo hombre del Rey. Esto deleitó al Rey, que dio su cálida aprobación y aumentó la buena disposición de Su Majestad a su favor, facilitándole la adquisición de la Abadía.
—Hay tanto que quiero saber —dije.
—Lo sabrás a su tiempo —repuso Bruno.
Estaba ansioso por mostrarme la Abadía.
—Tu nuevo hogar —la llamaba y juntos recorrimos la vasta propiedad.
—Hay ladrillos en abundancia aquí —dijo Bruno—, como para levantar una mansión espléndida.
—¿No será muy costoso?
—Hay una cosa que debes aprender Damask. Nunca me apliques los mismos cánones que a los otros hombres.
—Hablas como si tuvieras una riqueza interminable.
Oprimió mi mano.
—Mucho te será revelado.
—Hablas ahora como un profeta.
Sonrió y la mirada de orgullo se hizo presente.
Dejaríamos la torre de la iglesia, dijo, que era especialmente hermosa y normanda; también dejaríamos la Capilla de Nuestra Señora, porque una casa de ese tamaño necesitaría su capilla, pero los dormitorios de los seglares, la enfermería y las cocinas serían demolidas. El dormitorio de los monjes y el refectorio serían con el tiempo las dependencias de servicio. Tenía planes grandiosos.
—Te casarás con un hombre rico después de todo, Damask —dijo—. ¿Creíste que ibas a casarte con uno pobre, no?
—¿Por qué me dijiste eso? ¿Por qué pensaste que era necesario probarme?
—Quería estar seguro que deseabas venir…, solamente por mí mismo.
—Y tú, que tanto sabes, ¡no sabías que lo haría!
—En verdad, nunca dudé de ti. Sabía…, porque yo sé esas cosas. Pero quería oírtelas decir. Quería que te conocieras a ti misma.
—Nadie me conoce mejor, Bruno.
—Tal vez yo.
Ahora sonreía enigmáticamente, el místico.
Insistí en que me diera detalles sobre cómo había hecho fortuna.
Titubeó, pero me contó finalmente y su relato era, como había indicado Rupert, increíble.
Cuando se supo que Rolf Weaver estaba en la Abadía y que su propósito era hacer un inventario de los tesoros, había habido tiempo de ocultar algunas alhajas en escondites dentro de los túneles y sótanos. El Abad murió, y debido al escándalo provocado por Ambrose y Keziah se supo que no habría compensaciones para nadie. Todos los monjes serían librados a su suerte. Por lo tanto, el Hermano Valerian había dado a cada monje unas pocas alhajas que les servirían tal vez con qué comenzar para no morir de inanición y no tener que sufrir la ignominia de mendigar. Si hubiesen sido descubiertos, aquellos que poseían alhajas hubieran recibido la muerte como recompensa, pero la desesperada situación los impulsó a correr el riesgo.
Como yo sabía, Bruno había venido a nuestra casa durante un tiempo, ocultando las alhajas sobre su persona y luego nos había dejado para dirigirse a Londres. Tenía razones para creer que el Hermano Valerian le había dado joyas de especial valor; también sabía que varios monjes habían sido descubiertos vendiendo alhajas de los monasterios y abadías y habían sido condenados a muerte por esto, de manera que tardó en venderlas y fue a nuestra casa para tener dónde vivir durante ese período de espera. Luego había vendido la más pequeña de las joyas y esto le produjo suficiente dinero como para marcharse al extranjero. Había decidido ir a Francia, Italia y los Países Bajos y vender allí el resto de las alhajas.
Cuando había estado en Londres había conocido a uno de los ministros más importantes del Rey quien, sabiendo quién era él y estando convencido de que la confesión de Keziah y Ambrose les había sido arrancada por la tortura, le brindó su amistad. Al saber que partía para el extranjero sugirió que podría llevar un mensaje a un ministro al servicio del Emperador Carlos.
Bruno había realizado esta misión con tal éxito que el Rey fue informado de ello y le agradeció personalmente el servicio prestado. Ahora que estaba envejeciendo y que sufría tanto por el absceso de su pierna, el Rey se interesaba más por los estudios y la erudición que Bruno le había atraído. Inclusive habían disfrutado de una charla muy agradable sobre teología, y como Bruno estaba muy versado sobre el propio libro del Rey, que años atrás le había valido el título de Defensor de la Fe, este había encontrado la conversación muy agradable.
Bruno vendió ventajosamente otras joyas y como vivía como un hombre de cierta posición económica, no resultó sorpresivo cuando hizo saber que estaba interesado en adquirir una propiedad, y que las tierras de la Abadía le convendrían.
San Bruno no tenía todavía propietario y estaba al alcance de quién pudiera pagar lo que fuera necesario.
—Es así —terminó—, que estoy aquí y la mansión que se levantará de las cenizas de la vieja Abadía será mi hogar, el tuyo y el de nuestros hijos.
Era un cuento extraño y, si hubiera provenido de cualquier otro que no fuera Bruno, hubiera sido difícil de creer.
Había animación en los preparativos para el casamiento. Mi madre estaba preparada para olvidar en su deseo de hacer todo lo necesario.
Le encantaba que fuera a vivir cerca de ella; también le agradaba que me casara con un hombre que parecía ser rico. Había estado secretamente preocupada por mi dote.
Era preciso hacer la tarta de bodas y planificar mi vestido; estaba afiebrada con la excitación, tanto es así que ni siquiera notó las miradas adustas de su marido.
Clement estaba decidido a hacerlo todo a la perfección. El y Eugene ya habían hablado con Bruno. Deseaban ir a la Abadía tan pronto como pasara el casamiento. Precisaría nuevos jefes de panadería y de destilería. ¿Y quiénes conocían la Abadía mejores que ellos? Kate y Lord Remus vinieron a la Mansión Caseman para el casamiento.
El primer día, Kate subió a mi habitación, cerró la puerta detrás nuestro y se estiró en mi cama mientras yo me sentaba en el asiento del alféizar como en los viejos tiempos.
—¡Tú, Damask! —exclamó—. ¡Casarte tú con Bruno! No puedo creerlo.
—¿Por qué tanta incredulidad? Has venido a un casamiento y sin embargo te sorprende que haya un novio.
—¡Qué novio! —dijo—: ¡Y pensar en ello! Es rico. ¿Es tan rico como Remus? ¡Comprar la Abadía! ¿Cómo es posible?
—Sabes que Bruno no es cómo los demás hombres. Cuando quiere algo lo toma.
—No siempre —me contradijo.
—Tienes que admitir que tiene la Abadía. Siempre la deseó. En los viejos tiempos creía que sería el Abad. Ahora es dueño de ella.
—¿Pero cómo pudo haberla comprado? Se la deben haber conferido por sus buenos servicios. ¿Qué servicio pudo prestar Bruno al Rey?
—Fue a Francia en una misión.
—¿Qué sabe Bruno de misiones en Francia?
—Tú no lo conoces.
—¡Yo no conozco a Bruno! Sé más de Bruno que lo que jamás sabrás tú.
—Supongo que conocerías más a mi marido que yo.
—A veces eres una simplona, Damask.
—Y tú eres tan sabia.
Era como en los viejos tiempos. Pero había algo diferente en Kate. No le gustaba mi casamiento.
La llevé a ver la Abadía y caminamos por el sitio donde solíamos jugar. Bruno se reunió con nosotros.
—Ahora —dijo Kate— somos gente adulta. Cuánto ha sucedido desde que jugábamos de niños.
—Te has convertido en Lady Remus —expresó Bruno.
—Y en madre —respondió ella—. Y tú te has convertido en el propietario de esta gran Abadía.
—Eso te sorprende, ¿no es así?
—Mucho.
—Damask se mostró menos sorprendida.
Pero él continuó:
—A Damask no le interesan las posesiones mundanas como a ti, Kate. ¿Qué piensas ahora del muchacho sin un centavo que se albergó en tu hogar?
—Pienso —dijo Kate—, que fue astuto. Tenía alhajas, parece, con las que formó su fortuna. No debió haber guardado ese secreto.
Se contemplaban mutuamente con intensidad y yo observé:
—Todo eso pertenece al pasado.
Bruno se volvió hacia mí.
—Y nuestro futuro, Damask…, el tuyo y el mío…, está aquí, en este lugar. Juntos levantaremos la casa más espléndida que jamás haya habido y hasta el Castillo Remus parecerá insignificante a su lado.
—No me gustan esas comparaciones —dije—. Mostremos a Kate lo que pensamos construir sobre la Residencia del Abad.
Estaba encantado y una vez más noté ese orgullo ardiente, mientras enseñaba a Kate sus dominios.
Nos casamos casi inmediatamente. Fue una ceremonia algo menos grandiosa que la de Kate. Pero tuve mi vestido de novia, que había sido hecho por las costureras de mi madre con la supervisión de ella; mi tarta de bodas fue, creo, más fina porque Clement había hecho que así fuera. Y Eugene había trabajado duro para que el vino de esponsales se pudiera comparar con el que se bebía en los casamientos reales.
Hubo baile y entretenimiento en el hall y más tarde fuimos conducidos a la Abadía con un grupo de los invitados y nos dejaron solos en nuestro nuevo hogar.