Llegó una imperativa carta de Kate, traída por uno de los sirvientes de Lord Remus.
Estábamos por cenar, eran las seis de la tarde a principios del verano, y las puertas estaban abiertas. Cuando nos sentamos a la mesa, uno de los sirvientes entró para decir que había un hombre en la puerta que deseaba ver a mi padre.
Se puso de pie enseguida y salió. Volvió con un hombre cuyas ropas lo delataban como sacerdote. Mi padre parecía complacido.
El hombre era Amos Carmen y parecía que mi padre y él se habían conocido con anterioridad. No tomó asiento en la mesa de los visitantes sino que se le puso un cubierto junto a mi padre y los dos conversaron.
Cuando Amos comenzó a hablar acerca de los cambios ocurridos en la Iglesia vi que mi padre comenzaba a intranquilizarse.
En esos días era muy fácil traicionarse. Implicar por medio de la palabra o hecho que uno no consideraba al Rey como Cabeza Suprema de la Iglesia podía significar la muerte. Cuando mi padre cambió el tema de la conversación creo que el recién llegado se percató de la situación, ya que inmediatamente se abocó al nuevo tema y discutimos los empleos de las hierbas utilizadas en los pasteles que nos eran servidos.
Fue un cambio ver animada a mi madre. Era generalmente cuando teníamos horticultores en nuestra mesa, que ella brillaba.
—Es asombroso —decía—, el poco uso que se hace de las flores y hierbas que crecen en nuestros prados y setos. Están allí para que cualquiera las tome y son tan sabrosas. Las primaveras y caléndulas son un excelente condimento para las tartas y pasteles.
—Veo, señora —repuso Amos con una sonrisa—, que usted es más que consumada en el arte de la cocina.
Mi madre sonrió. Era mucho más susceptible a los halagos por sus flores y por su casa que por su apariencia, y era todavía bastante apuesta.
Discutimos acerca de las hierbas que podían aliviar el dolor o deleitar el paladar y fue mientras hablábamos de esto que llegaron las cartas de Kate.
¡Qué espléndidos se veían sus sirvientes con sus libreas brillantes! Los nuestros parecían humildes comparativamente. Una de las cartas estaba dirigida a mis padres, la otra era para mí.
No nos pareció educado leerlas en la mesa, lo que fue una prueba para mí ya que ardía de impaciencia por conocer las noticias de Kate. El mensajero fue llevado a la cocina para darle un refrigerio, si bien, dijo mi padre bromeando, uno se preguntaba si un caballero tan atildado no debía ser invitado a sentarse a la cabecera de la mesa.
La conversación continuó respecto de nuevas plantas y hortalizas que mi madre creía que podían ser introducidas pronto en el país.
Pero lo que yo quería era retirarme para leer la carta de Kate:
«He escrito a tus padres para decirles que no deben hacer nada para evitar que vengas conmigo. Necesito tu compañía. Nunca ha habido estado tan incómodo, humillante y tedioso, si no estuviera animada por ataques de desgracia, como el de estar embarazada. Juro que no volverá a suceder. Quiero que vengas a quedarte conmigo. Remus está de acuerdo. En realidad, está ansioso. Está tan encantado con la idea del niño y tan orgulloso de sí mismo (¡a su edad!) que gustosamente soporta cualquier rabieta que yo pueda tener y te aseguro que las tengo continuamente. Había estado pensando qué podía hacer para aliviar el aburrimiento y la infelicidad y repentinamente pensé que la respuesta era Damask. Tienes que venir inmediatamente. Permanecerás hasta que nazca el niño. Faltan solamente algunas semanas. No pongas excusas. Si no vienes no te lo perdonaré nunca».
Mi madre vino a mi habitación. Tenía en sus manos la carta de Kate.
—Ah —dijo—, sabes el contenido de esta, me imagino.
—Pobre Kate —comenté—. Creo que no es la más indicada para tener hijos.
—Mi queridísima niña, para eso están todas las mujeres.
—Todas las mujeres, excepto Kate —dije—. Bueno, ¿iré?
—Eres tú la que debe decirlo.
—Entonces tengo tu permiso.
Asintió con la cabeza. Me miraba de una manera intrigada, tierna. Después me pregunté si habría tenido una premonición.
—Odio dejarte —le dije.
—Los pájaros tienen que dejar el nido alguna vez.
—No será por mucho tiempo —aseguré.
Al día siguiente Amos Carmen partió y yo estuve ocupada haciendo mis preparativos. Era la primera vez que salía de mi hogar. Hice una mueca a mi ropa. Supuse que parecería muy simple en la gran mansión de Kate.
Debíamos ir en barca alrededor de veinte kilómetros río arriba y allí nos encontrarían miembros de la casa Remus. Yo llevaría conmigo dos doncellas y Tom Skillen se haría cargo de la barca. Luego nuestro equipaje sería puesto sobre mulas de carga y caballos que nos estarían esperando para llevarnos al Castillo Remus.
Estaba tan excitada y ansiosa por ver nuevamente a Kate. Era cierto que sin ella y sin Keziah, como había sido anteriormente, la vida era un poco monótona. Luego estaba Bruno, que en mi corazón ya sabía que echaba de menos más que a nadie. A menudo me preguntaba por qué. A mí me había parecido tan distante y frecuentemente pensaba que sólo rara vez él recordaba mi existencia. Pero yo, no menos que Kate, había sentido ese fuerte sentimiento por él. En Kate era un imperativo deseo de compañía, en mí una especie de respeto reverencial. Kate lo exigía, mientras que yo me alegraba cuando él venía a mí. Yo estaba ansiosa por las migajas que caían de la mesa del hombre rico, mientras Kate estaba sentada en ella, cenando.
El día antes de mi partida, Amos Carmen regresó a la casa. Lo encontré junto con mi padre. Estaban parados junto al parapeto de piedra cerca del río, enfrascados en una conversación.
—Ah —dijo mi padre—. Aquí está Damask. Ven aquí, hija.
Miré de uno a otro; inmediatamente supe que tenían algo en mente y exclamé ansiosamente:
—¿Qué hay?
Mi padre aseguró:
—Puedes confiar tu vida a esta niña.
—Padre —exclamé—, ¿por qué dices eso?
—Niña mía —dijo él—, vivimos tiempos peligrosos. Esta noche nuestro huésped seguirá su camino. Cuando te encuentres en la casa de Lord Remus, tal vez no debieras mencionar que nos ha visitado.
—No, padre —dije.
Los dos sonreían plácidamente y yo estaba tan excitada con la perspectiva de mi visita a Kate que olvidé lo que podían implicar sus palabras.
Partí al día siguiente. Mis padres con Rupert y Simón Caseman bajaron hasta el embarcadero a despedirme. Mi madre me pidió que tomara nota de cómo trataban los jardineros de Remus al pulgón y qué hierbas cultivaban, y que averiguara si había alguna receta que ella no conociera. Mi padre me abrazó y me pidió que regresara pronto a casa y que recordara que en casa de Kate yo no estaba en mi hogar y que contuviera bien mi lengua. Rupert me pidió que volviera pronto a casa y Simón me miró con una extraña luz en sus ojos, como si estuviera medio exasperado, a medias divertido conmigo. Pero al mismo tiempo me daba a entender su gran deseo de hacerme su esposa.
Los saludé con la mano desde la barca y envié una silenciosa oración para que todo estuviera bien hasta mi regreso.
Muerte. Destrucción. Asesinato. Por todas partes.
Recé fervientemente porque nunca llegara a esa casa junto al río que había sido mi hogar. Pero como decía frecuentemente mi padre: vivíamos en tiempos violentos y el desastre que le ocurría a cualquiera nos concernía a todos. La muerte podía apuntar su dedo hacia cualquiera de nosotros.
Pero basta de temores. Pensaría en Kate y en su matrimonio y en el mío propio, que suponía que no podía verse dilatado mucho más.
Tenía que elegir, Rupert o Simón. Sabía que nunca podría ser Simón. Bueno como era, abogado inteligente, decía mi padre, un acierto para sus negocios y para la casa, me repelía en cierta manera. Sería Rupert, el bondadoso Rupert, a quien tenía cariño. Pero su suavidad me hacía ser indiferente con él. Supongo que soñaba con un hombre fuerte, como todas las chicas.
Luego estuve pensando en Bruno. ¡Qué poco sabía uno de Bruno! Nunca era posible estar cerca de él.
Era por esto por lo que no podía contemplar con ningún entusiasmo el matrimonio con Rupert, porque en lo profundo de mi ser yo sentía esa extraña, exaltada emoción por Bruno.
Dijimos adiós a Tom Skillen y partimos en nuestro pequeño grupo. Después de dos horas de cabalgata llegamos al Castillo Remus.
Era de un período muy anterior a nuestra residencia, que había sido construida por mi abuelo. Sus sólidas paredes de granito gris confirmaban la evidencia de que estaban erguidas hacía doscientos años y que así permanecerían durante otros quinientos más indudablemente. Los destellos del sol sobre las paredes hacían brillar ciertos trozos de piedra como si fueran rosas. Levanté la vista para contemplar las almenas del torreón mientras cruzamos el puente levadizo sobre el foso. Atravesamos la entrada con su reja y nos encontramos en un patio donde rumoreaba una fuente y escuchamos la voz de Kate mientras repiqueteábamos sobre los adoquines.
—¡Damask! —Levanté la vista y la vi en una ventana.
—De manera que finalmente estás aquí —exclamó—. Has de venir directamente. Ruego conduzcan arriba sin demora a Mistress Farland —ordenó.
Un caballerizo tomó mi caballo y un sirviente salió a conducirme dentro del castillo. Dije que iría primero a mi habitación para poder lavarme la suciedad del viaje y fui llevada a través del gran hall, subiendo por una escalera de piedra, a mi habitación que miraba al patio. Supuse que no estaba lejos de la de Kate. Pedí que se me trajera agua y la doncella salió corriendo a cumplir mi pedido.
Pronto iba a descubrir qué imperativa dueña de casa era Kate.
Vino a mi habitación.
—Les dije que te condujeran donde yo estaba sin demora —exclamó—. Ya me oirán por esto.
—Fueron órdenes mías para quitarme un poco de la tierra de los caminos.
—Oh, Damask, no has cambiado para nada. ¡Qué bueno es tenerte aquí! ¿Qué opinas del Castillo Remus?
—Es magnífico —dije.
Hizo una mueca.
—Es justo lo que siempre quisiste, ¿no es así? Un castillo, un sitio en la Corte y tú para revolotear de este a aquel.
—¿Y cuántos revoloteos crees que puedo hacer? ¡Mírame!
La miré y reí. La elegante Kate, con el cuerpo deformado y la boca descontenta; algo que no podía ser alterado por nada que hiciera su vestido de satín orlado de marta.
—¡Y pronto serás madre! —exclamé.
—No, es demasiado pronto para mí —refunfuñó Kate—. Tiemblo ante el acontecimiento, pero no veo el momento de que pase. Pero estás aquí y eso es bueno. Aquí está tu agua, de manera que quítate el polvo enseguida. Y ¿es esa tu ropa de viaje? Mi pobre Damask, debemos hacer algo con ella.
—Juro que su señoría se ve espléndida.
—No hace falta jurar —dijo Kate—. Sé muy bien como me veo. He estado tan enferma, Damask, tan descompuesta. Antes saltaría desde esta ventana que volver a pasar por lo mismo. Y todavía falta lo peor.
—Las mujeres tienen bebés todos los días, Kate.
—Yo no. Ni tampoco habrá otro día.
—Y ¿cómo está milord?
—Está en la Corte. ¿No lo hace eso todavía más duro de soportar? Además dicen que el Rey está de mal humor y que cuesta muy poco atraerse un mal gesto. En estos días las cabezas se balancean muy inseguramente sobre los hombros.
—Entonces ¿no deberías alegrarte de que la tuya esté firme?
—Siempre la misma Damask, todavía contando tus bendiciones. Es bueno tenerte.
Y por cierto que ella era la misma Kate de siempre. Preguntó qué estaba sucediendo en mi hogar y se entristeció un poco cuando hablamos de Keziah.
—¿Y es la hija de ese hombre? —dijo—. Me pregunto cómo crecerá. Concebida de esa forma…, nacida de tales padres. —Y puso las manos sobre su cuerpo y sonrió.
Kate estaba impaciente por mi compañía. Había tanto de que hablar, me dijo. Si yo hubiera rehusado venir no hubiera vuelto a dirigirme la palabra. Cuando expresé mi deseo de deshacer mi equipaje me respondió que no había necesidad de eso: una sirvienta lo haría. Pero yo quería hacerlo personalmente, de manera que deshice las maletas y le enseñé un vestido que había sido hecho con la seda producida por los gusanos de seda de mi madre. A Kate le resultó indiferente, prefirió en cambio una pequeña pulsera amuleto que le había traído y que mis padres me habían puesto en la muñeca cuando nací.
—Cuando el bebé no pueda usarla más, debes devolvérmela.
—¿Para que se la pongas a tu propio hijo? Bueno, Damask…, ¿cuándo será eso? Me sonrojé levemente a pesar de mi determinación de no delatar mis sentimientos.
—No tengo idea —dije cortantemente.
—Será mejor que aceptes a Rupert. Será un buen marido, bondadoso, justo el hombre para ti. Te cuidará y jamás pondrá los ojos en otra mujer. Es joven, no como mi Remus. Y si bien es pobre en bienes terrenales tú tienes suficiente para ambos.
—Gracias por arreglar tan fácilmente mi futuro.
—¡Pobre Damask! Oh, seamos sinceras. Tú querías a Bruno. ¿Estás loca, Damask? Nunca hubiera sido el hombre para ti.
—Ni tampoco para ti, por lo visto.
—A veces desearía haberme ido con él.
—¿Ido? —pregunté—. ¿Ido adónde?
—Oh, nada —repuso. Luego me abrazó y dijo—: Me siento viva ahora que has venido. Este lugar me sofoca. Era diferente cuando estaba en la Corte. Hay un movimiento allí, Damask, que no podrías entender.
—Sé que en tu estima soy una pobre muchacha campesina, si bien puedo permitirme señalarte el hecho de que mi hogar está más cerca de Londres que el tuyo, pero por cierto que puedo imaginarme lo excitante que debe ser preguntarse a cada momento, mientras dices algo, realizas una acción, si te enviará a la Torre, para vivir allí, oh, tan excitante, en espera de la orden de libertad o decapitación.
Kate rio en voz alta.
—Sí, es bueno tenerte aquí. Dios te bendiga, Damask, por venir.
—Gracias. Supongo que tus bendiciones son preferibles a las maldiciones que debía esperar si hubiera rehusado venir.
Sentí que mi ánimo mejoraba. Supongo que de uno u otro modo, nos pertenecíamos mutuamente y, si bien yo desaprobaba casi todo lo que hacía Kate y ella me despreciaba, cuando estaba con ella me sentía viva. Me parecía parte de mí misma, supongo que porque habíamos crecido juntas.
Esa noche cenamos solas en su habitación. Tenía allí una pequeña mesa donde solía comer.
—Me atrevo a jurar que tú y tu marido almuerzan y cenan aquí solos cuando él está en la residencia —dije.
Rio nuevamente, con los ojos brillando burlones.
—No conoces a Remus. ¿De qué piensas que hablaríamos? Además se está volviendo sordo. Si yo tuviera que soportarlo sola le tiraría el plato. No, cuando está aquí comemos ceremoniosamente. Usamos el hall que habrás visto al entrar, o tal vez no lo viste. Todas las reliquias Remus de guerras pasadas, alabardas, espadas, armaduras, nos contemplan mientras comemos; yo, a un extremo de la mesa y por la Gracia de Dios, él al otro. La conversación es animada o aburrida, depende de los visitantes. Frecuentemente tenemos gente de la Corte aquí, entonces puede ser muy divertido; pero a menudo son los hacendados del campo que hablan interminablemente de arar sus tierras y salar sus cerdos, hasta que yo siento que podría gritarles.
—Estoy segura que Lord Remus encuentra en ti una esposa muy adaptable.
—Bueno, al menos le estoy dando un hijo.
—¿Y él considera que el precio que tiene que pagar vale la pena? Eres —la miré inquisitivamente— bastante agradable de mirar hasta en tu estado actual de descontento. Es indudable que le has rejuvenecido al probar que todavía no es demasiado viejo para engendrar hijos.
Observó rápidamente:
—Dije darle un hijo. No dije que él lo engendrara.
—Oh, Kate —exclamé—, ¿qué quieres decir?
—¡Vamos! Hablo demasiado. Pero tú no cuentas. Solamente que me gusta decirte la verdad, Damask.
—De manera…, que has engañado a Remus. No es su hijo. ¡Cómo puedes pretender entonces que lo es!
—No has aprendido mucho acerca de los hombres, Damask. Es fácil convencerlos que tienen el poder de hacer lo que quieren hacer. Remus está tan inflado de orgullo con la idea de ser padre que está dispuesto a olvidar que pueda haberle significado ser cornudo.
—Kate, eres tan desvergonzada como siempre lo fuiste.
—Más aún —se burló—. Seguramente no puedes esperar que mejore con la experiencia.
—No te creo.
—Me alegro mucho —dijo Kate con una mueca—. Mi indiscreción está olvidada.
—Y aquí estás casi por pasar la más grande experiencia por la que puede atravesar una mujer y mientes lloriqueando acerca de ello.
—Durante dos meses enteros he vivido en soledad, salvo por algunas visitas. He tenido que soportar la solicitud de Remus. He tenido que comportarme como la mujer que anhela su hijo.
—Y en tu corazón es así.
—No creo que yo haya nacido para ser madre, Damask. No. Quiero bailar en la Corte. Quiero cazar con la partida real. Quiero volver al Castillo o al Palacio. Estuvimos en Windsor hace poco y allí bailábamos, conversábamos y contemplábamos a los cómicos o el teatro, o había un baile. Esa es la vida. Entonces puedo olvidar.
—¿Qué quieres olvidar, Kate?
—Oh —exclamó—. Una vez más estoy hablando demasiado.
Los jardines en Remus eran muy hermosos. Mi madre se hubiera deleitado con ellos. Traté de grabarme los detalles para poder contárselos cuando volviera a casa. Había un lugar que era mi preferido. Un jardín con un estanque en el medio rodeado de una avenida entrelazada; como era verano esos árboles en la avenida estaban espesos de hojas. Kate y yo solíamos sentarnos junto al estanque y charlar.
Me alegraba que hubiera cambiado desde que llegué. Las líneas de descontento habían desaparecido de su boca y reía continuamente, a menudo de mí, es cierto, pero de esa manera tolerante y afectuosa que me era familiar.
Fue en el jardín del estanque que me habló de Bruno.
—Me pregunto dónde fue —dijo—. ¿Crees que desapareció en una nube y volvió al Cielo? ¿O piensas que se fue a Londres a hacer su fortuna?
—Por cierto que desapareció —murmuré—. Se lo encontró en el pesebre en esa mañana de Navidad y Keziah pareció haber perdido el juicio cuando encontró a Rolf Weaver. Su confesión pudo haber sido falsa.
—¿Qué objeto pudo tener su venida?
—San Bruno se enriqueció después de su llegada y fue debido a él.
—¿Pero qué sucedió cuando vinieron los hombres de Cromwell? ¿Dónde estaban sus milagros entonces?
—Tal vez estaba escrito que consiguieran lo que querían.
—Entonces, ¿cuál era el objeto de enviar un Niño Santo sólo para hacer prosperar a San Bruno durante unos pocos años, para que fueran mayores las riquezas que se desviaran a las arcas del Rey? ¿Y qué hay de las confesiones de Keziah y del monje? Keziah nunca podría haber inventado semejante cuento. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Puede haber sido algún demonio que la obligara.
—Has estado viendo a la bruja del bosque.
—Lo hice debido a madreselva.
—Eres una tonta, Damask. Me dices que has prometido tomar a tu cargo esta niña. Y tu padre lo admite. Son un par extrañamente fuera de este mundo. La hija de esa bestia y una voluntariosa muchacha de servicio. ¡Y será como tu hermana! ¿Qué piensas que saldrá de eso?
—Yo amaba a Keziah —dije—. Fue como una madre para mí. Y la niña podría ser la hermana de Bruno. ¿Has pensado en eso?
—Si los cuentos de Keziah son ciertos, serían medio hermanos, ¿no es así?
—Ese sería el parentesco.
—Qué típico tuyo, Damask. Acomodas los sucesos con la realidad como te place. En un momento quieres que Bruno sea santo para que desaparezca en una nube en el Cielo y al minuto siguiente quieres encontrar una razón para tomar esa niña, de manera que es medio hermana de Bruno. Sabes, no eres lógica. Tu pensamiento está embrollado. Cuánto más fácil sería que tuvieras simples motivos como los míos.
—¿Para conseguir lo que quieres de la vida y hacer que otros paguen por ello?
—Es un buen arreglo desde el punto de vista del que recibe.
—Nunca podría ser un buen arreglo, ni siquiera si funcionara.
—Va a funcionar para mí —dijo blandamente.
Fuera cual fuera el tema que empezáramos, Bruno siempre aparecía en nuestra conversación. Kate se ablandaba un poco cuando hablaba de él.
—¿Piensas que alguna vez sabremos la verdad acerca de Bruno, Kate? —pregunté.
—¿Quién sabe alguna vez toda la verdad acerca de alguien? —fue su respuesta.
Despaché un mensajero a mi padre para decirle que había llegado bien. Dije que volvería a casa tan pronto como naciera el bebé. Sabía que Kate no deseaba que me fuera. Tenía la idea que quería retenerme allí para compañía suya. Una vez me dijo que me necesitaba.
—Y desde el momento en que Rupert no te atrae demasiado, podría arreglarte un gran casamiento —me prometió.
—Mi padre desearía que regresara.
—Estoy segura de que anhela verte casada.
Pero con el bebé por nacer en cualquier momento las dos esperábamos los síntomas, de manera que nuestras conversaciones a menudo versaban acerca del nacimiento inminente. Revisé el ajuar que había sido preparado para el niño y Kate y yo discutíamos los nombres de varones y niñas que pensábamos que sentarían al niño.
A Kate le gustaba hablar de la Corte y de los asuntos del Rey y sus recientes aventuras en Windsor la hacían sentir muy conocedora, particularmente comparada con una prima hogareña.
El tema principal era el casamiento del Rey, ya que todos sabíamos que él estaba muy descontento con su novia.
—Es un asunto muy lamentable —dijo Kate mientras estábamos sentadas en el jardín del estanque. Yo cosía una ropita que estaba haciendo para el bebé. Kate estaba sentada ociosamente, con las manos en la falda, contemplándome.
—Por supuesto que Anne de Cleves es una esposa muy poco apropiada. El Rey nunca hubiera pensado desposarla si no fuera por el estado de cosas en el continente.
Me interesó oír más. Había oído rumores, pero me gustaba escuchar la versión más picante de Kate que aquellas que se habían mencionado vagamente en nuestra mesa.
—El Rey siempre odió al Emperador Carlos y al Rey de Francia —explicó Kate—. Y la idea de que se unieran era bastante alarmante. Dicen que él creía que estaban intrigando contra él. Así que deseaba aliados en el continente. Cromwell creía que el Duque de Cleves sería ese aliado, de modo que ¿por qué no llegar a una alianza firme a través del casamiento con la hermana del Duque?
—¿Y la dama lo deseaba? —dije—. ¿No sabía lo que les había sucedido a la Reina Catalina y a la Reina Ana?
—¡Por supuesto que todo el mundo lo sabe! Por Europa se rumoreaba en todos lados. Los Asuntos Secretos del Rey fueron indudablemente el escándalo más conocido en el mundo. Las damas no están demasiado anhelantes. Estuvo María de Guisa y era viuda. Muy graciosa, decían aquellos que la conocieron. Al Rey le gustaba, pero ella lo rechazó por el Rey de Escocia. Eso es algo que no les perdonará fácilmente a los escoceses. Y ahora está enojado con Master Cromwell, porque la Lady de Cleves no es lo que él esperaba. Remus vio el detalle que el hombre de Cromwell le envió de la señora. Comparaba la belleza de ella con la de las demás señoras como si fuera el sol dorado con respecto a la luna plateada. Se decía que ella las superaba a todas. Y Holbein, el artista, hizo su retrato, pero se olvidó de poner las marcas de viruela. Tiene la cara toda marcada. Dicen que cuando la vio el Rey se horrorizó y le desagradó y estuvo naturalmente furioso con aquellos que se la habían traído.
»Sabes que después de haberla visto por primera vez el Rey estaba tan encolerizado que exclamó: “¿En quién se puede confiar? Les prometo que no veo en ella lo que se me ha mostrado en los retratos o por descripciones. No la amo”.
—¿Podía esperar amarla en tan poco tiempo?
—Quiso significar que no la deseaba. Y hace tanto tiempo que ha estado sin esposa que esto era amenazador. Para decir verdad, creo que ya había puesto la mirada sobre Catalina Howard y si fuera así, indudablemente haría que Ana de Cleves fuera todavía más repulsiva de lo que se podía haber pensado de otro modo. Remus me contó que el Rey mandó llamar a Cromwell y le exigió que le dijera cómo podía ser liberado de la «gran yegua flamenca». Pobre Cromwell, está como loco. Pero, ¿deberíamos decir: «Pobre Cromwell»? Secretamente pienso que no. Tal vez sonriamos un poco porque ahora es él mismo el que se encuentra en el peligro que él ha colocado a otros tantos. Cuando pensamos en aquellos días en que sus hombres vinieron a San Bruno…
—No hacía otra cosa que seguir las órdenes del Rey.
—Oh, un poco más que eso. Era el enemigo de los monjes. Si no hubiera sido por ese hombre, tal vez Bruno estaría viviendo en la Abadía y tú y yo nos deslizaríamos a través de la puerta secreta para hablar con él. Pero todo eso se ha ido. Es como si nunca hubiera existido. Y ahora es el turno de Cromwell de enfrentar las iras de su soberano.
—Compadezco a cualquiera que tenga que enfrentarse a eso.
—¿Has olvidado? Recuerdas el monje que colgaba de la horca…, ¡qué inerte estaba su cuerpo! Mirarlo me hacía estremecer. Y el Hermano Ambrose…
—Por favor Kate, no hables de eso. Prefiero olvidar.
—Ahí está la diferencia entre nosotras dos. Yo prefiero recordar ahora y decir: «Ahí tienes Cromwell, es tu turno ahora».
—¿Pero ha llegado a eso? Se le ha conferido un gran título, ¿no es así?
—Oh sí, Milord de Essex y Lord Chambelán de Inglaterra. Remus me contó que el Rey le ha conferido treinta residencias. Bueno, supongo que merecía recibir algunas, si uno considera la cantidad que ha logrado para el Rey. Pero eso fue en abril. Ahora estamos en junio. Los cielos del verano se están oscureciendo para Master Cromwell y todo debido a este matrimonio.
—Cómo estás de enterada.
—Estas son cosas que se discuten en la Corte y algunas veces aquí cuando viene gente de la Corte.
—¿Y lo encuentras aburrido?
—No tales conversaciones. No a tal gente. Son los terratenientes del campo los que me aburren. Es más, desearía estar en la Corte y no solamente tener que escuchar lo que sucede allí cuando la buena fortuna nos envía un visitante.
—¿Y qué hay de Cromwell, Kate? ¿Qué te dicen de este hombre?
—Que el matrimonio Cleves ha sido una equivocación desde el principio hasta el fin. El Rey ama solamente a las mujeres hermosas y le consiguieron una Yegua Flamenca. El casamiento era necesario, dijo Master Cromwell y el Rey desposó a Ana de Cleves contra su voluntad, pero hizo saber que no podía acceder a consumar el matrimonio. —Kate comenzó a reír—. ¡Imagínate! Entró a la cámara nupcial pero no tenía intención de seguir adelante.
—Lo siento por ella —dije.
—Dicen que estaba aterrada. Tenía miedo de que él, deseando liberarse de ella, falseara algún cargo en su contra. Y ahora han caído el Emperador Carlos y el Rey Francisco y si bien esto debería ser una cuestión para regocijarse, cuando el Rey lo supo se puso furioso porque parecía que se había casado sin ninguna razón. Ahora no le importaba tener o no el apoyo de los Estados Alemanes, porque sus dos grandes enemigos eran todavía mayores enemigos entre sí y mientras ese estado de cosas persistiera, él no tenía nada que temer. Ha exigido que Cromwell lo libere. Cromwell no sabe hacia qué lado volverse. El hombre astuto está atrapado en su propia red.
—Me pregunto cómo puede querer alguien ir a la Corte. ¡Mira la paz de este jardín! Cuánto más agradable es ver los lirios del estanque y las abejas en la lavanda que ocuparse de los asuntos del Rey.
—Las recompensas son grandes —dijo Kate.
—¿Y para lograrlas uno debe arriesgar la propia cabeza?
—Damask, no tienes ambición. No sabes cómo vivir.
—Eso es precisamente lo que desearía hacer. Eres tú la que piensa que hay algún mérito en jugar con la muerte.
—Preferiría vivir atrevidamente una semana que aburridamente durante veinte años. Estoy segura de que mi forma de vida es mucho más deseable que la tuya.
—Cuando seamos viejas recordaremos este día y tal vez entendamos quién tenía razón.
Permanecimos en silencio un momento. Luego ella dijo que pensaba que el alumbramiento sería antes de lo que había creído.
—Debemos enviar a buscar a tu marido —dije.
Pero sacudió la cabeza.
—No haremos tal cosa. No lo quiero aquí, molestándonos.
Yo estaba un poco alarmada. Había un fervor en ella. Yo seguía pensando en Keziah, yaciendo en la cabaña de la Madre Salter con una ramita de romero sobre la sábana.
Lord Remus vino al Castillo. Kate estaba desanimada de que hubiera regresado tan pronto, pero él me dijo que por cierto debía estar presente cuando naciera su hijo. No había duda, de que adoraba a Kate. Me sorprendió, porque ella no era siempre amable con él; pero él reaccionaba a sus rabietas como si ella fuera su hija favorita, como si todo lo que ella hiciera debiera ser aceptado porque lo hacía tan encantadoramente.
Pero al menos lo que tenía que contar interesó a Kate.
Kate había insistido que no estaba de humor para recibir y comimos en su habitación. La diferencia era que Lord Remus estaba a menudo con nosotras. Kate hubiera preferido que él no estuviera, pero cuando él hablaba de los asuntos de la Corte, ella se animaba e interesaba.
Debido a su posición en el séquito del Rey, Lord Remus hablaba con conocimiento de las cosas y, si bien imagino que ordinariamente un hombre discreto, Kate conseguía sonsacarle cualquier cosa. Quería saber la verdad acerca de Cromwell y la obtuvo.
—El hombre está frenético de ansiedad —le dijo Lord Remus—. Ha sido arrestado en Westminster. Lo oí de milord Southampton que estuvo presente; fue tomado completamente desprevenido. Había ido al Concejo y al entrar a la habitación el Capitán de la Guardia dio un paso al frente diciendo: «Thomas Cromwell, Conde de Essex, te arresto en nombre del Rey por el cargo de Alta Traición». Southampton dice que nunca vio un hombre tan asombrado y luego tan asustado.
—¡Cuántas veces —exclamó Kate—, Master Cromwell ha hecho arrestar a hombres que eran más inocentes que él!
—Ten cuidado, Kate.
—¡Qué tontería! —replicó ella—. ¿Crees que Damask me delataría? ¿Y de qué podría delatarme?
—Es necesario ser precavida, mi querida. No sabemos quién puede estar escuchándonos o cómo se pueden distorsionar las palabras. En estos días no podemos confiar en nuestros propios sirvientes.
—Cuéntanos más —ordenó Kate.
—El individuo estaba próximo a la histeria. Tiró su gorro al piso. Llamó a los miembros del Concejo para que lo apoyaran. Decía que ellos sabían que él no era ningún traidor. Pero todos estaban unidos en contra de él. Siempre habían odiado al individuo. Fue directamente a la Torre y antes que terminara el día los hombres del Rey estaban saqueando sus casas. He oído decir que ha acumulado muchos tesoros durante sus días de poder y que las arcas del Rey se enriquecerán mucho con ello.
—Master Cromwell probará lo que le encantaba hacer a otros. Puedo verlos en la Abadía. ¡Esos caballos de carga abarrotados! Todas las riquezas y tesoros de San Bruno.
Lord Remus rogó una vez más a su esposa ser cuidadosa y esta vez ella calló. Sabía que pensaba en Bruno y en la angustia que había sufrido.
Dije a Lord Remus:
—¿Cómo es posible que este hombre que ha trabajado para el Rey se convierta tan súbitamente en traidor? ¿Acaso sus fortunas no están unidas a las del Rey? ¿Es entonces un traidor porque dos Príncipes de Europa se han enemistado cuando antes eran amigos?
Lord Remus me miró amablemente. Había algo muy bondadoso en él y nos habíamos hecho buenos amigos. Pienso que le agradaba la deferencia que yo siempre demostraba por él, la que sentía que le debía por su edad y posición y, en todo caso, porque me daba pena la forma en que Kate se comportaba con él.
—Vaya, Damask —respondió—, el camino a los favores del Rey es a través de la buena fortuna y un hombre no puede esperar que la buena fortuna lo acompañe todos los días de su vida. Hay quienes dicen que Thomas Cromwell tuvo una vida encantada…, hasta ahora.
»Te dirán que Cromwell se elevó de un origen humilde hasta la grandeza. Nuevamente allí, se asemeja a su maestro, Wolsey. Se dice que su padre fue herrero y batanero y tejedor de telas, pero he oído decir que era un hombre de algunos medios que tenía una posada y una taberna. Cromwell es un hombre de una gran habilidad. Astuto, tortuoso, pero con pocas gracias de las que le hubieran facilitado su progreso en la Corte. Sin embargo era apropiado para hacer el trabajo que el Rey le encomendaba. Pero no fue nunca apreciado. El Rey nunca le tomó afecto como tuvo hacia el Cardenal. Si bien usaba a Cromwell, lo despreciaba. Parece que ahora el hombre tiene poca oportunidad.
—Me pregunto cómo puede desear servir al Rey cualquier hombre.
Los ojos de Remus se agrandaron de miedo.
—Es el deber y el placer de todos nosotros servir a Su Majestad —dijo en voz alta—. Y está mal demostrar lástima por aquellos…, que le son traidores.
Pregunté de qué se había acusado a Cromwell. ¿Era por traer al Rey una esposa que este encontraba repulsiva? Si hubiera traído una belleza, ¿se encontraría ahora viviendo en paz en una de sus muchas mansiones?
—Se lo acusa de pactar secretamente con los alemanes. Ha fracasado en su política exterior, ya que la alianza que hizo con el Duque de Cleves ha demostrado ser un estorbo para el Rey, que ahora desea dar por terminado el tratado con el Emperador Carlos. La política de Cromwell no ha traído ningún bien al país y además le ha dado una esposa de la que este quiere librarse.
—Podría haber sido tan fácilmente de otro modo.
Lord Remus se inclinó hacia mí y dijo:
—Hay poca compasión hacia este hombre. Sus acciones no le han ganado el amor. Habrá muchos que no derramarán una lágrima cuando ruede su cabeza, como sucederá seguramente.
Pensé entonces en el dicho de mi padre, que la tragedia de uno era la tragedia de todos nosotros y me intranquilicé mucho.
Todos nos sentimos aliviados cuando los dolores de Kate comenzaron y su parto no duró mucho. Había que confiar en Kate para ser afortunada.
Remus y yo estábamos sentados en la antecámara de su dormitorio sintiendo una profunda simpatía el uno por el otro. Él estaba muy ansioso y yo trataba de confortarlo. Me contó todo lo que Kate significaba para él, cómo su vida había cambiado desde el matrimonio, y lo aterrado que había estado él de que los ojos del Rey se fijaran demasiado en ella. Lo agradecido que estaba a la sobrina de Norfolk, Catalina Howard, que no era tan hermosa como Kate (¿quién lo era?) pero que tenía una mirada buscona perdida que había seducido al Rey, que apenas veía a nadie más. Estaba seguro que una vez que el Rey se liberara de su desagradable matrimonio, desearía hacer de Catalina Howard su quinta Reina.
Yo me estremecí y dije en voz baja:
—Ya puede compadecer a la pobre muchacha. Es tan joven, tan desprevenida. Espero que si alguna vez le llega una corona, el Destino no sea tan malévolo con ella como lo fue con sus antecesoras.
Y desde luego que quería decir el Rey al decir Destino.
Traté de hacerlo hablar acerca del asunto para mantener su mente alejada de Kate, si bien hasta en esa oportunidad él estaba demasiado prevenido como para hablar de más.
Entonces, antes que nos atreviéramos a esperarlo, escuchamos el llanto de un niño y corrimos dentro de la habitación y allí estaba, un niño saludable.
Kate yacía de espaldas sobre la cama, exhausta y pálida, hermosa de un nuevo modo, etérea y triunfante.
La partera reía entre dientes.
—Un espléndido niño, milord. ¡Y qué par de pulmones!
Vi subir el color por la cara de Remus. Dudo que hubiera experimentado alguna vez un momento de tanto orgullo.
—¿Y su señoría? —dijo.
—Rara vez he tenido la suerte de un parto tan fácil, milord.
Fue hasta la cama y permaneció allí mirándola, con una expresión de adoración.
Kate estaba demasiado cansada para hablar, pero atrapó mi mirada y dijo mi nombre.
—Felicitaciones, Kate —dije—. Tienes un hermoso niño.
Vi sus labios curvarle en una sonrisa. Era una sonrisa de triunfo.
El niño fue llamado Carey, que era un nombre de familia de los Remus. Kate simulaba una indiferencia hacia él que no creía que sintiera realmente. Rehusó amamantarlo y vino un ama de leche, una muchacha regordeta de mejillas sonrosadas que tenía suficiente leche como para alimentar a su propio niño una vez que Carey estaba saciado. Su nombre era Betsy y yo decía a Kate que era una vergüenza que una chica del campo que había venido como ama de leche del niño mostrara más afecto por este que su propia madre.
—Es demasiado pequeño para mí todavía —se excusaba Kate—. Cuando crezca un poco me interesaré por él.
—¡Qué instintos maternales! —me burlaba.
—Los instintos maternales son para ti —replicaba Kate—, que indudablemente no tienes más alma que para alimentar y limpiar infantes.
Yo amaba al bebé. Lo cuidaba cuanto podía y a pesar de lo pequeño que era estoy segura que me reconocía. Cuando lloraba yo lo mecía en su cuna y nunca dejaba de calmarlo. Lord Remus solía sonreírme.
—Deberías ser madre, Damask —decía.
Sabía que tenía razón. Estar con el pequeño Carey me había hecho anhelar un hijo propio. Pensé que desearía llevarme al niño a casa conmigo cuando le dije a Kate que ya era hora que regresara.
Alzó una tormenta de protestas. ¿Por qué hablaba continuamente de volver a casa? ¿No estaba contenta de estar con ella? ¿Qué deseaba? No tenía más que pedirlo y ella haría que se me complaciera.
Dije que quería estar con mi padre. Me echaba de menos. Kate debía recordar que yo había venido solamente para estar con ella hasta que tuviera el niño.
—El bebé te echará de menos —dijo Kate astutamente—. ¿Cómo lo haremos callar cuando no estés aquí para mecer la cuna?
—Preferiría tener a su madre.
—No, no lo haría. Te prefiere a ti, lo que demuestra lo inteligente que es. Le eres mucho más útil que yo.
—Eres una mujer extraña, Kate —dije.
—¿Me preferirías vulgar?
—No. Pero me gustaría que fueras más natural con el niño.
—Está bien cuidado.
—Necesita caricias y hacerle conocer el amor.
—El niño será dueño de todas estas tierras. Es un bebé de mucha suerte. Pronto superará la necesidad de caricias y de la cháchara infantil cuando vea estas grandes posesiones.
—Entonces será como su madre.
—Lo cual —observó Kate—, no es algo tan malo.
De esa manera chanceábamos y disfrutábamos de la mutua compañía. Yo sabía que ella buscaba cualquier pretexto para hacerme quedar allí y yo estaba encantada que así fuera. En cuanto a mí, a menudo pensaba en mi padre. Supuse que me extrañaría mucho, pero no había ningún pedido urgente para que yo regresara.
Me sentí un poco amoscada por esto, lo cual fue tonto de mi parte; debí haber sabido que había alguna razón.
El pequeño Carey tenía un mes. Mi madre me escribió que había oído que se había introducido al país una fruta llamada cereza y que había sido plantada en Kent. ¿Podía averiguar si eso era así? Y también había oído que el jardinero del Rey había introducido albaricoques en su jardín y que crecían bien. Quería saber si era cierto. Tal vez algunas de las personas que visitaban el Castillo Remus y que vinieran de la Corte podrían contarme algo de esos proyectos.
La gente que venía de la Corte no hablaba de albaricoques. En todos ellos había un aire furtivo; bajaban la voz cuando hablaban, pero no podían negarse al placer de discutir los asuntos del Rey.
El Rey estaba decidido a liberarse de Ana de Cleves. Cromwell, que había concertado el matrimonio, lo desharía.
Nunca olvidaré ese mes de julio. El perfume de las rosas llenaba el jardín del estanque y las hojas eran tupidas en la avenida entrelazada. Solía sacar al bebé a sentarlo en su canasto de mimbre y lo ponía a mis pies mientras yo le cosía alguna ropa. Kate se me reunía. Estaba planeando su próxima visita a la Corte.
—Dicen que Catalina Howard ya es la esposa del Rey. ¿Me pregunto cuánto durará?
—Pobre chica —murmuré.
—Al menos será Reina, aunque sea por poco tiempo. He oído decir que en la casa de la Duquesa de Norfolk era una damita alegre en un tiempo.
—El Rey no desearía una persona sombría.
—Un poco liberal con sus sonrisas y otros favores.
—Siempre es mejor sonreír que estar apesadumbrada, algo que tú podrías tener en mente.
Rio.
—¡Mi mentora! —murmuró—. Siempre pareces saber lo que es mejor para mí. ¿Por qué habrías de creerte tanto más sabia que yo?
—Porque serlo menos me costaría mucho.
—Oh, ¡de manera que ahora somos inteligentes! Sigue, Damask. Me quedaré sentada con las manos dobladas y escucharé tus sermones.
Permanecimos en silencio un momento. En el jardín no había otro sonido que el de las abejas zumbando en la lavanda.
Luego dijo:
—Cómo se sentirá uno al morir…, dejando todo esto, me pregunto.
La miré sorprendida y prosiguió:
—Cómo se habrá sentido la Reina Ana en su prisión en la Torre, sabiendo que su fin estaba próximo, Hace cuatro años que murió, Damask, en el mes de mayo, el mes más hermoso cuando toda la naturaleza renace…, y ella murió. Y ahora ese hombre, que no era amigo de ella, también va a morir. Era valiente. Dicen que caminó muy calmadamente hacia su muerte, que estaba arreglada como siempre. Se burlaba de su destino. Así sería yo. Y piensa en el Rey, Damask. Escuchó el cañón de la muerte sonando desde la Torre. Me dicen que observó: «Lo hecho, hecho está», «Desaten los sabuesos y partamos». Y se dirigió a Wolf Hall donde Jane Seymour esperaba. Pero ella no disfrutó mucho tiempo de su corona.
—Pobre alma —dije.
—Sin embargo ella murió en su cama y no en un cadalso sangriento.
—Tal vez haya sido mejor que muriera de esa manera, antes que vivir para enfrentar una muerte peor.
—La muerte es la muerte —dijo Kate—. Dondequiera que se la encuentre. Pero no todos mueren como murió Ana. Me la puedo imaginar levantando altiva la cabeza al caminar y apoyándola con calma para recibir el golpe de la espada del verdugo. Qué diferente es Cromwell. Dicen que clama por su vida. Ha jurado todo lo que el Rey le pide que jure. Declara que el Rey se confió a él en la noche de bodas…, porque es lo que el Rey desea. Imploró clemencia.
—¿Y le será concedida?
—¿Alguna vez el Rey es misericordioso?
—Me lo pregunto —dije.
La llegada de un visitante nos interrumpió en el jardín. Venía de la Corte y Kate salió a darle la bienvenida. Ese día cenamos en el gran hall y Kate estaba animada y yo pensé que el haber tenido un hijo no había empañado para nada su belleza. Lord Remus no podía apartar los ojos de ella y a mí me maravilló su poder para ganarse semejante devoción sin hacer demasiado esfuerzo para ello.
La conversación versó sobre la Corte, como Kate deseaba.
Los temas eran la caída de Cromwell y el enamoramiento del Rey por Catalina Howard.
No podía unirme a la risa y la alegría de esa noche cuando vinieron los cómicos al hall y se bailó para entretener a los visitantes. Seguía pensando en la ferviente excitación de Ana de Cleves, la misericordia otorgada a Thomas Cromwell, un hacha para cortarle la cabeza en vez de una cuerda para ajustar su cuello, y en la joven que marchaba jovialmente al peligro al ser la quinta esposa del Rey.
Kate vino a mi habitación esa noche.
—Cavilas demasiado, Damask —me dijo. Porque entendía la corriente de mis pensamientos, si bien yo no había dicho nada—. ¿No te parece que por el mismo hecho de que vivimos en un mundo donde la muerte puede llegarle a cualquiera en cualquier momento, deberíamos disfrutar de aquellos momentos de vida que tenemos?
Pensé que tal vez tuviera razón. Y unos días después Rupert vino al Castillo Remus. Nuestro visitante de la Corte había partido y estábamos tranquilos nuevamente.
Entré a la nursery con la intención de llevar al pequeño Carey al jardín de rosas y sentarme allí a disfrutar de la paz del lugar, mientras trabajaba en mi costura, para encontrar a Betsy bañada en lágrimas. Carey, que había sido bien alimentado, dormía y cuando le pregunté qué ocurría de malo, me dijo que el patrón de su hermana, había sido apresado el día anterior y llevado a Smithfield para sufrir la temida sentencia de ser ahorcado, desollado o descuartizado. La bárbara costumbre de colgar a un hombre y desollarlo vivo para sacarle los intestinos era tan horrible de escuchar que el sólo oírla me hacía sentir mal; traté de consolar a Betsy y le pregunté de qué había sido acusado el empleador de su hermana.
—No estaba muy seguro —me dijo—. Pero indudablemente fue por hablar en contra del Rey y de la nueva ley.
El no estar muy seguro significaba que no había habido juicio alguno. ¿Qué le había sucedido a nuestro país desde que el Rey había roto con la Iglesia y la humilde gente común tenía que cuidar sus palabras? No podía pensar en cómo consolar a Betsy, así que tomé al bebé y salí al jardín de rosas. Kate vino y se sentó junto a mí mientras yo cosía. Ella también estaba amargada porque había oído de la tragedia.
—Fue colgado, desollado y descuartizado con otros tres como traidores —me dijo—, mientras que otros tres fueron quemados por herejes. Qué extraño estado de cosas. Aquellos que fueron colgados, desollados y descuartizados eran traidores porque hablaron a favor del Papa; aquellos que fueron quemados como herejes estaban estudiando la nueva religión y hablaron en contra de este. De manera que aquellos que estén por Roma y aquellos que estén contra Roma mueren juntos a la misma hora y en el mismo lugar.
—Hay una explicación simple —dije—. El Rey ha dejado en claro que no va a haber más de un cambio. La religión es la misma, la fe católica, pero en lugar del Papa como Cabeza Suprema de la Iglesia, hay un inglés, el Rey. Que un hombre declare que el Papa es la Cabeza de la Iglesia lo convierte en traidor. Pero estudiar y practicar las nuevas doctrinas sacadas por Martín Lutero es herejía. Los traidores plebeyos son colgados, desollados y descuartizados; los herejes son quemados en una pira. Así es como están las cosas en este país en estos días.
—Todos los hombres y mujeres deberían ser en extremo cuidadosos de no comentar nada de estas cosas.
—Mi padre me contó que Martín Lutero ha dicho: «Lo que el Rey de Inglaterra desee debe ser un artículo de fe para los ingleses. ¡Desobedecerlo significa la muerte!».
—Cómo sabemos —dijo Kate sombríamente—, si en este momento no estamos hablando de traición.
—Esperemos que solamente puedan oírnos los pájaros y los insectos.
—Era más fácil cuando estaba la vieja ley. Ahora es tan difícil saber si uno está o no hablando de traición.
—De manera que uno debe ser cuidadoso frente a quién se diga una sola palabra que pueda ser considerada traición. Me atrevo a jurar que el patrón de la hermana de Betsy no deseó ningún mal al Rey. Podría ser muy bien que se nos acusara de traición por hablar de este hombre. Tal vez Betsy, por derramar una lágrima por él, sea una traidora. Es un pensamiento que da miedo.
—Hablemos de otras cosas. Te enseñaré la pulsera de zafiros que Remus me ha traído. Ese hombre está tan orgulloso de tener un hijo. Dice que tiene miedo de que lo sepan, porque el Rey puede ser muy envidioso de los hombres que tienen hijos sanos.
—¡Podría ser traición tener un hijo! Creo que el joven Príncipe Eduardo es algo débil.
—Qué extraño que mi pequeño Carey sea un animalito tan ávido, mientras que Eduardo con todo el cuidado y mimos reales sea un debilucho.
—¿Es traición discutir acerca del heredero del trono?
—Traición es acechar, por los rincones siempre lista para sobresaltarme. Si hablamos de una cinta, ¿podría ser traición? Si mis cintas son de un color más bonito que las de la Reina Catalina Howard y lo digo, ¿podría ser traición?
Fue a la mañana siguiente que vino Rupert. Tan pronto como entró al patio acompañado por su sirviente supe que traía malas noticias. Corrí hasta él y lo abracé. Dijo:
—Damask, oh mi querida Damask…
—¿Es mi padre? —pregunté—. ¿Es padre?
Asintió y vi que estaba tratando de controlar sus facciones, de manera de poder ocultar su pena.
—Rápido —exclamé—. Cuéntame rápido. ¿Qué es?
—Tu padre fue llevado ayer a la Torre.
Lo contemplé con horror. No podía creerlo.
—No es cierto —exclamé—. No puede ser cierto. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
Y aún mientras hablaba volvió a mi mente la conversación que habíamos tenido los últimos días. Qué fácil era ser traidor al Rey. ¿Qué podría haber hecho él para ser llevado a la Torre, él, que nunca había hecho daño a nadie antes en su vida?
—Debo hablarte —dijo Rupert—. ¿Dónde está Kate? ¿Dónde está Lord Remus?
Lord Remus estaba cazando. Kate, al oír el sonido de la llegada, se nos reunió en el patio.
—Rupert —exclamó—. Bienvenido, hermano. —Luego, al ver su cara—: ¿Malas noticias? —preguntó, mirándonos del uno al otro.
—Mi padre ha sido llevado a la Torre —dije.
El color abandonó su cara; sus ojos parecían de piedra. Rara vez había visto a Kate tan emocionada. Se volvió hacia mí, con los labios temblando y me tendió una mano. La tomé y me la oprimió firmemente. Me estaba recordando que comprendía mi sufrimiento y que ella era mi hermana.
—Entremos por favor —rogó Kate—. No nos quedemos aquí afuera.
Deslizó su brazo por el mío y entramos al gran hall.
Kate observó:
—No podemos hablar aquí. —Y nos condujo a una antecámara. Allí indicó a Rupert que se sentara y a mí también. Al sentarse rogó—: Cuéntanos todo, por favor.
—Fue ayer mientras estábamos cenando. Vinieron los hombres del Rey y arrestaron a tío en nombre del Rey.
—¿Bajo qué cargo? —exclamé.
—Traición —dijo Rupert.
—No puede ser cierto.
Rupert me miró con tristeza.
—También se llevaron a Amos Carmen. Encontraron su escondite. Fueron directamente hasta él como si alguien lo hubiera delatado.
—¿En nuestra casa? —pregunté.
Rupert asintió con la cabeza.
—Después que tú partiste, Amos regresó. Lo perseguían. Había declarado que el Papa era la verdadera cabeza de la Iglesia y había rehusado firmar el Acta de Supremacía, que le fuera requerido como clérigo. Iba a escapar a España porque no había esperanzas para él mientras el Rey viviera y tu padre lo estaba ayudando.
Me cubrí la cara con las manos. ¡Cómo pudo haber sido tan tonto! Había ido directamente hacia el peligro. Era lo que yo siempre había temido. Eso que nos había amenazado nos había atrapado finalmente.
Fue Kate quién habló:
—¿Qué podemos hacer para salvarlo?
Rupert sacudió la cabeza.
—Tiene que haber algo —exclamé—. ¿Qué le harán? ¿Eso…, que han hecho a otros?
—Para él será el hacha —dijo Rupert como tratando de consolarme—. Es noble de nacimiento.
¡El hacha! Esa cabeza tan bien amada cercenada por el verdugo. ¡Esa buena vida terminada de un golpe! ¿Cómo podían suceder tales cosas? ¿Esa gente nunca había sabido lo que era amar a un padre? Kate observó suavemente:
—Esto es un golpe terrible para Damask. Tenemos que cuidarla, Rupert.
—Para eso estoy aquí.
—Debo ir donde está él —dije.
—No se te permitirá verlo —me recordó Rupert—. Es su deseo que permanezcas aquí con Kate.
—Permanecer aquí…, ¡cuando él está allí! No haré tal cosa. Vuelvo a casa enseguida. Encontraré algún modo de verlo. Haré algo. No voy a permanecer así y permitir que lo asesinen.
—Damask…, esto es un gran golpe. Te lo he hecho saber demasiado bruscamente. Aquí estás a salvo. No estás en tu casa. El no deseaba que regresaras a casa mientras Amos estaba allí. No permitiría que ninguno de nosotros nos viéramos envueltos. Declara una y otra vez que él solamente él fue responsable de esconder a Amos. No estaba en la casa, pero ¿recuerdas la pequeña cabaña entre los nagales? Tío lo ocultó allí y le llevaba la comida él mismo. Nadie subía al desván. En la parte de abajo solamente se guardaban herramientas de jardín, recuerdas. Parecía que estaba seguro allí. Sería una locura volver ahora. No sabemos qué sucederá a continuación.
—De manera que fueron mientras estaban cenando.
Rupert asintió con la cabeza.
—Y él…, ¿cómo fue?
—Con calma, como tú esperarías. Declaró: «Nadie sabe de esto aquí excepto yo». Y luego fueron a buscar a Amos. Los dos fueron conducidos a la Torre.
—Y qué podemos hacer, Rupert.
Rupert sacudió la cabeza sin expresión. ¿Qué se podía hacer? ¿Qué podía hacer cualquiera? Lo que el Rey deseaba era un Artículo de Fe. Amos había roto la ley del Rey y mi padre lo había ayudado a hacer esto.
Kate, de manera maravillosamente dulce en ella, dijo:
—Voy a llevarte a tu habitación Damask. Vas a acostarte. Te traeré una poción que te tranquilizará. Dormirás y después te sentirás mejor para sufrir este golpe.
—¿Crees que voy a dormir mientras él está en la Torre? ¿Crees que quiero pociones? Regreso enseguida. Voy a ver qué puedo hacer…
Rupert insistió:
—No sirve de nada, Damask.
—Puedes permanecer aquí si tienes miedo —expresé, lo que fue poco bondadoso y también injusto—. Yo no me esconderé detrás de Lord Remus. Vuelvo a casa. Voy a descubrir qué se puede hacer.
—No se puede hacer nada, Damask.
—Nada. ¿Cómo lo sabes? ¿Qué has intentado hacer? Regreso enseguida.
Rupert dijo:
—Si tu regresas, iré contigo.
—Deberías quedarte aquí, Rupert.
—Deseo estar donde tú estés.
—No voy a permitir que arriesgues nada por mí. Pero yo no me quedaré aquí. Regresaré enseguida. Tiene que haber algo que pueda hacer.
Rupert sacudió la cabeza, pero Kate se puso sorprendentemente de mi lado.
—Si ella desea regresar, debe hacerlo —indicó.
—Pero es peligroso —protestó Rupert—. ¿Quién sabe qué sucederá ahora?
—¿Qué hay de mi madre? —pregunté—. Está aturdida por el golpe.
La podía imaginar, aturdida fuera de un mundo en el que había vivido encerrada lejos de los acontecimientos y la peor tragedia que podía contemplar era que se le secaran sus rosas.
—¿Y qué se está haciendo? —pregunté.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Rupert—. Fue llevado ayer. Está en la Torre. Le han permitido llevar un sirviente consigo. Fue Tom Skillen. Regresó en busca de una manta y algo de comida. Le permitieron llevársela. De manera que no está tan maltratado como otros.
Dije con firmeza:
—¿Cuándo podemos partir?
—Podríamos partir mañana —sugirió Rupert—. Hoy es demasiado tarde.
Kate asintió.
—Eso es sensato. Se irán mañana. Rupert debe descansar. Ha tenido un largo viaje.
Permanecí callada, mirando delante de mí, imaginando todo. Su tranquila resignación cuando vinieron a aprehenderlo; la barca lo habría llevado a través de la Puerta de los Traidores. Y él habría agradecido a Dios que Damask no hubiera estado en casa, que no hubiera estado en casa para nada mientras él albergaba a Amos. Estaría diciendo: «Damask está a salvo». Cómo si yo quisiera estar a salvo mientras él está en peligro. ¿Por qué me había ido yo? ¿Por qué no había estado allí? Hubiera hecho algo, me aseguraba a mí misma. Nunca hubiera permitido que se lo llevaran. Pensé en él en su lóbrega prisión en la Torre. Tantos habían cambiado sus confortables camas por un jergón sobre el piso de piedra, para esperar la muerte.
Pero no podía llegarse a eso. No debía. Tendría que haber algún modo.
Kate me condujo a mi habitación.
Había que vivir la noche antes de partir. No podía esperar el momento de empezar el viaje a casa. Remus había vuelto de la cacería, exaltado y de muy buen ánimo. El cambio sufrido en él cuando supo la noticia fue asombroso. Su piel se tornó de un color amarillo pálido y la mandíbula le temblaba involuntariamente. Yo miraba al miedo. A ningún hombre le gustaba estar relacionado con un traidor en esos días.
Se recobró rápidamente, ya que la relación con mi padre era lejana; todo lo que él había hecho era casarse con una prima de su esposa. Con seguridad que eso no podía considerarse traición. Después de todo, en ese tiempo no había existido la cuestión de la traición del Abogado Farland. Había sido un hombre rico, un abogado respetable que había dado muy buenos servicios a muchos de los mejores amigos del Rey. Remus decidió que estaba a salvo y pasó el miedo. Pero pude ver que le alegraba que yo hubiera decidido dejar su casa.
Al amanecer estaba levantada, lista para partir. Me conmovió la solicitud de Kate. Nunca anteriormente me había demostrado tan claramente su afecto; estaba profundamente conmovida y me susurró:
—Rupert cuidará de ti. Haz lo que él diga. —Luego me arrojó los brazos al cuello y me abrazó apretadamente durante un segundo.
Permaneció en la puerta mirándonos marchar.
Aclaraba mientras remábamos río arriba, pero apenas advertí el paisaje mientras pasábamos. Pensaba en él; por mi mente seguían atravesando imágenes: pensé en él de pie junto a la pared contemplando pasar las barcas, con su brazo en el mío. Oía su voz contándome que la tragedia del Cardenal era la tragedia de todos nosotros. Qué proféticas habían sido sus palabras. Mi padre yacía ahora en su lóbrega y húmeda prisión esperando la muerte.
Era más de lo que yo podía tolerar. Era tanta mi desesperación que solamente mi enojo me podía sacar de ella. En mi ánimo de ese momento hubiera ido al Rey en persona y le hubiera dicho qué cosa tan cruel y malvada era dañar a un buen hombre que no había hecho otra cosa que hacer lo que creía que estaba bien.
Sobre la orilla estaban las torres de Hampton Court. Me estremecí al pasarlas. Recordé inconsecuentemente que todavía se estaba trabajando allí. La última vez que habíamos pasado mi padre había mencionado que se estaba instalando en uno de los patios un gran reloj astronómico y que los nudos de amor con las iniciales del Rey y Jane Seymour que habían sido colocados en el gran hall ya estaban obsoletos, dado que desde entonces había habido otra Reina y se hablaba de otra. Las torres, que siempre me habían parecido tan encantadoras me parecían ahora amenazantes.
Qué despacio remaba Tom Skillen, pensé impacientemente. Pero no era cierto que lo hiciera así. Pobre Tom, también él había cambiado desde que era el muchacho despreocupado que se deslizaba por las noches al dormitorio de Keziah.
Habíamos llegado. La barca fue amarrada a las escaleras del embarcadero, y yo salté afuera y corrí a través del parque hacia el hall, donde encontré a mi madre. Me arrojé a sus brazos y ella repetía incesantemente mi nombre. Luego dijo:
—No debías haber venido. Él no lo quería.
—Pero estoy aquí, madre. Nadie podía impedirme venir.
Apareció Simón Caseman. Permaneció un poco apartado de nosotros con una expresión desconsolada en la cara. Parecía fuerte y poderoso, de manera que apelé a él.
—Tiene que haber algo que podamos hacer —exigí.
Tomó mis dos manos en las suyas y las besó.
—Nunca perderemos las esperanzas —afirmó.
—¿Hay alguna forma de llegar a él? —pregunté.
—Estoy tratando de averiguarlo. Podría ser que tú lo vieras.
Me sentí tan agradecida que le oprimí la mano cálidamente.
Dijo:
—Puedes confiar en mí para explorar cada camino.
—Oh, gracias. Gracias.
—Mi queridísima niña —sollozó mi madre—. Debes estar tan agotada por el viaje. Déjame traerte algo. He oído decir que el jugo de pimpernela levanta el ánimo cuando uno está melancólico.
—Oh, madre —repliqué—, nada podría levantarme el ánimo excepto verlo entrar por esa puerta como un hombre libre.
Simón había desplazado a Rupert. Rupert había cumplido su cometido en traerme a casa y ahora sólo podía contemplarme con ojos tristes que me decían lo bien que comprendía el dolor y que desearía sufrirlo por mí. Había algo muy bueno en Rupert. Me recordaba a mi padre.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté a Simón, ya que parecía el más capaz de todos.
Respondió:
—Veré a uno de los carceleros. Lo conozco bien. Le hice un pequeño trabajo y me debe algo. Puede ser que nos deje entrar por la noche para que puedas ver a tu padre.
—Si eso pudiera ser. —Simón me oprimió el hombro.
—Quédate tranquila —dijo—, que si esto no se puede lograr no será por falta de esfuerzos de mi parte.
—¿Cuándo? —le exigí.
—Permanece aquí con tu madre. Consuélala. Acompáñala al jardín. Compórtate como si este fuera un día cualquiera y esto no hubiera ocurrido. Inténtalo, por favor. Es lo mejor. Y yo haré que Tom me lleve hasta una taberna que conozco y allí puede ser que descubra algo. Veré si puedo encontrar a mi guardián amigo y le haré ver que no habrá ningún daño en permitir que se vean tú y tu padre.
—Gracias —murmuré.
—Sabes —dijo en voz baja—, que mi mayor placer es contentarte.
Le estaba tan agradecida que me sentí un poco avergonzada de que realmente no me hubiera gustado tiempo atrás. Rupert era bueno y afable, sabía, pero aceptaba el desastre. Simón estaba dispuesto a pelear contra él.
—Primero la pimpernela —dijo mi madre.
Simón ordenó:
—Tómala. Te hará bien y también a tu madre prepararlo. Trata de dormir un poco. Luego ve al jardín con tu madre. Toma la canasta de flores y junta rosas. Ten por seguro que volveré pronto con noticias. Tienes que pasar el tiempo lo mejor que puedas hasta mi regreso.
Pensé en lo mucho que entendía mi pena y eso me hizo apreciarlo todavía más. Permití que mi madre me llevara a su habitación y allí me trajo la poción preparada con el jugo de pimpernela y otros ingredientes que no supe qué eran.
Me hizo recostar y ella se sentó junto a mi cama y me habló del día terrible en que estaban cenando, como tantas veces antes, y cómo habían estado comiendo unos pasteles de cordero que Clement preparaba tan bien, cuando llegaron los hombres del Rey. Podía verlo todo tan claramente. Podría haber estado allí. Casi podía sentir la tarta de cordero condimentada con las hierbas de mi madre; podía sentir el miedo terrible en el estómago y la constricción seca de mi garganta. Y veía su cara querida, tan calma, tan resignada. Y se habría marchado con ellos en silencio, sentado allí en la barca, mientras los remos se hundían en el agua y entraban a la Puerta de los Traidores.
Dormí muchas horas. Tal vez hayan sido la pimpernela y otras hierbas que mi madre me había dado. Supongo que pensó que la única manera en que podía olvidar mi desgracia por un momento era durmiendo.
El encuentro se concertó para mi alegría. Simón vino hasta mi habitación y me pidió que le permitiera entrar. Permaneció allí sonriéndome y como no era mucha la luz que entraba por los vitrales, las sombras hicieron que viera nuevamente la máscara de zorro y me sentí avergonzada de pensar en ello al ver toda su consideración por mí.
—Mañana te llevaré hasta tu padre —dijo.
El alivio fue grande. Me sentí casi feliz. Sabía sin embargo que debería ser introducida sigilosamente en su celda, que el encuentro sería breve. Pero sentía que lograba algo viéndolo.
—Cómo puedo agradecerte —dije.
Repuso:
—Mi retribución está en hacer todo lo que esté a mi alcance para ayudarte.
—Tienes mi gratitud —expresé.
Inclinó la cabeza y, tomando mi mano, la llevó a sus labios. Después se fue.
No estoy segura cómo viví el resto de ese día y de la noche. Al día siguiente me vestí con un jubón y medias que pertenecían a Rupert. Mi pelo me delataba como mujer. Sin un minuto de duda, lo tomé entre mis manos y lo corté. Era grueso y me llegaba casi a los hombros. Ahora con una gorra podía parecer un muchacho.
Cuando Simón me vio, me contempló:
—¡Tu hermoso pelo! —exclamó.
—Crecerá sin duda. Y no podía parecer un muchacho con él, así que fue necesario cortarlo.
Asintió. Luego dijo:
—Pronto tendrás diecisiete años, Mistress Damask. Ahora pareces un chico de doce.
—Tanto mejor —repuse—, porque dado que me has hecho vestir jubón y medias, debes pensar que tendré más oportunidad de ver a mi padre si me toman por un chico.
—De manera que sacrificarías tu hermoso pelo por unos breves momentos con él.
—Sacrificaría mi vida —dije.
—Siempre te he admirado, como espero que habrás advertido, pero nunca tanto como en estos momentos.
Nunca olvidaré la vista de la sombría fortaleza gris levantándose frente a nosotros a medida que bajábamos juntos por el río. Me pregunté cuántas personas habrían mirado hacia arriba sabiendo que adentro, en algún sitio, yacía alguien querido. Había oído mucho de ella, de las mazmorras donde la huida era imposible; de las oscuras cámaras de tortura, muchas veces había visto el gran Torreón y conocía el nombre de las muchas torres, la Torre Blanca, la Torre de Sal, la Torre Bowyer, la Torre del Condestable y la Torre Sangrienta en donde, no mucho tiempo atrás, habían sido asesinados mientras dormían los dos pequeños hijos del Rey Eduardo IV y sus cuerpos habían sido enterrados, decían algunos, bajo una escalera secreta en la misma fortaleza. Había visto la Iglesia de San Pedro ad Vincula, delante de la cual estaba la Torre Verde, cuyo pasto se había teñido con la sangre de la Reina Ana Bolena, de su hermano y de aquellos que se decía eran sus amantes, cuatro años atrás.
Y ahora mi propio padre bien amado podía estar destinado a unirse al grupo de mártires.
Oscurecía mientras remábamos río arriba. Simón había dicho que era la mejor hora para ir. En la Torrecilla de la Linterna ardían las luces. Se encendían al atardecer y ardían durante toda la noche para hacer de señales en el río. El río olía húmedo y mal. Estábamos cerca ya de las paredes de piedra.
Nos detuvimos finalmente, se amarró la barca a un poste y Simón me ayudó a salir.
Su amigo guardián salió de las sombras.
—Esperaré aquí —dijo Simón.
El guardia indicó:
—Ten cuidado con los escalones, muchacho. —Y me pregunté si estaba simulando creer que era un chico o si sabía quién era yo. El corazón me latía alocadamente, pero no de miedo. Podía pensar solamente en una cosa: iba a ver a mi padre.
El guardián me empujó una linterna en la mano.
—Lleva esto —ordenó— y no digas nada.
La piedra estaba húmeda y resbaladiza. Tenía que dar mis pasos cuidadosamente. Lo seguía a través de un pasadizo y llegamos a una puerta. Tenía un manojo de llaves y, usando una de estas, la abrió. Era de hierro y pesada por lo tanto. Crujió al abrirse. Cerró cuidadosamente la puerta con la llave detrás nuestro.
—Mantente cerca —dijo.
Obedecí y subimos por una escalera de piedra de caracol. Nos hallábamos en un corredor de piso de piedra. Hacía mucho frío. Aquí y allí ardía una linterna sobre la pared.
Delante de una puerta pesada el guardián hizo una pausa. Buscó una llave de su manojo y la abrió. Durante un momento no pude ver casi nada y luego di un grito de alegría porque estaba allí. Dejé la linterna y me colgué de él.
Exclamó:
—Damask. Oh Dios, estoy soñando.
—No, Padre. Pensaste que no vendría —tomé su mano y la besé fervorosamente.
El guardián salió por la puerta y permaneció allí: mi padre y yo estábamos solos en la celda.
Dijo con voz quebrada:
—Oh, Damask, no debías haber venido.
Sabía que su alegría al verme era tan grande como la mía por verlo, pero su temor por mí era todavía mayor.
Apoyé mi mejilla contra su mano.
—¿Pensarías que no vendría? Crees que no haría cualquier cosa…, cualquier cosa…
—Mi niña bien amada —dijo. Y luego—: Déjame mirarte. —Tomó mi cara en sus manos y observó—: Tu pelo.
—Lo corté —expliqué—. Tenía que venir aquí pareciendo un muchacho.
Me apretó contra él.
—Queridísima niña —dijo—, hay tanto que decir y tan poco tiempo para estar juntos. Todos mis pensamientos son para ti y tu madre. Tendrás que cuidarla.
—Volverás a nosotros —afirmé con fiereza.
—Si no fuera así…
—No, no lo digas. Vendrás. No consideraré ninguna otra cosa. Hallaremos alguna forma… ¡Cómo podrías haber hecho nada malo! Tú que has sido tan bueno toda tu vida…
—Lo que está bien para algunos de nosotros está mal a los ojos de otros. Ese es el problema con el mundo, Damask.
—Ese hombre…, no tenía derecho a acudir a ti… No tenía derecho a pedirte que lo ocultaras.
—Él no lo pidió. Yo se lo ofrecí. ¿Te gustaría que rechazara a un amigo? Pero no hablemos de lo pasado. Es en el futuro en lo que pienso. Pienso continuamente en ti, mi queridísima niña. Me da un gran consuelo. Recuerdas nuestras charlas…, nuestros paseos…
—Oh, padre, no puedo tolerarlo.
—Debemos soportar lo que Dios ha decidido que debemos tolerar.
—¡Dios! ¿Qué tiene que ver Dios con esto? ¿Por qué han de sobrevivir los asesinos malvados mientras que los santos son enviados a la muerte? Por qué habrían de bailar en sus castillos…, una esposa cada…
—¡Silencio! ¡Qué son esas palabras! Damask, te ruego tengas cuidado. ¿Quieres darme un gusto? ¿Quieres darme felicidad?
—Padre, lo sabes.
—Entonces, escúchame. Vuelve a casa. Consuela a tu madre. Cuida de ella. Cuando llegue su tiempo cásate y ten hijos. Será la alegría más grande. Cuando tengas pequeños dejarás de llorar a tu padre. Sabrás que es la ley de la vida, los viejos desaparecen y dejan camino a los jóvenes.
—Vamos a llevarte de regreso a casa, padre.
Me acarició el pelo.
—Encontraremos un modo. Debemos hacerlo. ¡Crees que puedo soportar estar allí sin ti! Siempre has estado allí. Toda mi vida he acudido a ti. Hasta ahora nunca había pensado que llegaría un tiempo en que tú…, no estarías…, allí.
—Mi amor —dijo—, te desesperas…, y a mí.
—Seamos prácticos entonces. Trataremos de sacarte de aquí. Por qué no te cambias de ropas conmigo ahora… Tú te podrías marchar y yo quedarme.
Se rio tiernamente.
—Mi queridísima, ¿crees que parecería un muchacho? ¿Crees que te confundirían con un hombre viejo? ¿Y crees que yo dejaría aquí a quien me es más querido que mi propia vida? Hablas alocadamente, niña, pero tus palabras me alegran. Nos hemos querido de veras, nosotros dos.
El guardián se aproximó a la puerta.
—Tendrás que venir ahora. Es peligroso permanecer más tiempo.
—No —grité y me colgué de mi padre.
Me alejó suavemente de sí.
—Vete ahora, Damask —dijo—. Mientras viva recordaré que viniste, que te cortaste tu hermoso pelo a cambio de unos breves momentos.
—¿Qué es mi pelo comparado con el amor que te tengo?
—Mi niña, recordaré. —Luego me atrajo contra él y me apretó en sus brazos—. Damask, cuídate. Vigila tu lengua. Debes saber que estamos en peligro. Alguien me denunció. Alguien podría delatarte a ti. Eso es algo que no podría tolerar. Si sé que estás a salvo y que tu madre está a salvo…, puedo estar contento. Ser cuidadosas, quererse mutuamente, vivir en paz…, eso sería lo más grande que podrían hacer por mí.
—Vamos ahora —gruñó el guardián.
Un último abrazo y allí estaba, parada en el pasaje húmedo, con la pesada puerta interponiéndose entre él y yo.
El camino hasta la barca me pasó inadvertido. Sólo vagamente vi la rata que se escabulló atravesando nuestro camino. Allí estaba Tom Skillen esperando para ayudarme a subir a la barca.
Y, a medida que navegábamos por el río oscuro, guiados por las luces de la Torrecilla de la Linterna, volvía a mi mente algo que había dicho mi padre: «Alguien me traicionó».
No volví a verlo. Lo sacaron a Tower Hill y la noble cabeza fue cercenada por el hacha.
El día en que sucedió, mi madre, bajo los consejos de Simón Caseman y sin que yo lo supiera hasta después, me dio a beber un brebaje que había hecho con jugo de amapolas. Me produjo un sueño profundo del que no desperté hasta que no tenía padre.
Me levanté de la cama, con los ojos pesados y más pesado el corazón; bajé y encontré a mi madre sentada en su habitación, con las manos en las faldas, mirando en blanco delante suyo.
Supe entonces que era viuda y que yo había perdido para siempre al mejor y más amante de los padres.
Los días siguientes estuve como aturdida. No oía cuando la gente me hablaba. Rupert trató de consolarme; también Simón Caseman.
—Te cuidaré para siempre —me dijo Rupert y yo no advertí hasta después que estaba pidiéndome que me casara con él.
Simón Caseman fue más preciso. Yo no había olvidado que él había concertado el encuentro con mi padre. Había presenciado su ejecución y la de Amos Carmen y la relató.
—Hubieras estado orgullosa de tu padre, Damask —dijo—. Caminó hacia su muerte tranquilamente y sin temor. Colocó la cabeza en el cadalso con una resignación que fue la admiración de todos los que lo contemplaban. Pero no hablaré de ello. Es mejor que no.
Permanecí en silencio, ahondándose la pena dentro mío. No había derramado una lágrima. Mi madre decía que sería mejor si lloraba.
Simón continuó:
—Sus últimos pensamientos fueron para ti. Pude hablar unas palabras con él. Eras su gran preocupación…, tú y tu madre. Anhelaba verte a cargo de un hombre fuerte. Ese era uno de sus grandes deseos. Damask, estoy aquí para cuidarte. Necesitas un brazo fuerte en que apoyarte; necesitas el amor que solamente un marido te puede dar. No nos demoremos más. Sería su deseo y recuerda, estás sola en un mundo peligroso. Cuando un hombre es procesado por traición, ¿quién sabe qué le espera a su familia? Me necesitas para cuidarte, Damask, como yo te necesito porque te amo.
Lo miré y la vieja repulsión volvió a mí. Me pareció ver la máscara del zorro y me alejé de él. Indudablemente mi expresión delató mis pensamientos.
—No me casaría por conveniencia —dije—, si bien te estoy agradecida por lo que has hecho por mí en estos momentos crueles, Simón, pero no podría casarme contigo porque no te amo y no me casaría sin amor.
Se volvió y me dejó.
Lo olvidé, no podía pensar en nada más que en mi pérdida.
Dos días después del asesinato de mi padre sucedió un hecho extraño. No me lo habían dicho, porque no deseaban apenarme, que la cabeza de mi padre había sido colocada en uno de los postes que estaban clavados en el Puente de Londres. Era bien conocido en la ciudad y eso estaba destinado a advertir a todos los hombres que pensaban desobedecer las órdenes del Rey. Sería la cabeza de un traidor. Habían otros espectáculos horrendos allí y hubiera sido demasiado para soportar, saber que él formaba parte de estos. Recordaba cómo había sido decapitado nuestro vecino, Sir Thomas More, cinco años antes y que su cabeza había sido colocada en el puente. Su cabeza había desaparecido y se rumoreaba que su hija, Margaret Roper, había ido por la noche y se había llevado la cabeza de su padre para que no estuviera más expuesta y darle decente sepultura.
Si yo hubiera sabido que la cabeza de mi padre estaba allí hubiera planeado hacer lo que Margaret había hecho. Hubiera pedido a Simón Caseman que me ayudara.
Uno de nuestros sirvientes nos dio la noticia de que la cabeza de mi padre ya no estaba allí. Había desaparecido. Él mismo lo había visto. Uno de los barqueros le dijo que estaban consternados porque al amanecer el poste en que la habían colocado estaba caído sobre el puente y la cabeza no estaba.
Todos hablaban de Sir Thomas More, un hombre que nunca podía ser olvidado, porque su bondad sobrevivía en la memoria de los hombres y había muchos que pensaban que era un santo. Había tenido una hija bien amada que se decía que era quien había sacado su cabeza; mi padre también tenía una hija bien amada.
Desee haber hecho lo que Margaret había hecho. Desee haber ido sigilosamente por la noche y haber bajado esa bien amada cabeza para poder darle decente sepultura.
Pero el misterio permanecía.
La cabeza de mi padre había desaparecido.
Los días estaban vacíos. Yo no podía creer que hubieran pasado cuatro desde ese terrible momento en que mi madre me había hecho beber jugo de amapolas y había dormido mientras él iba a su muerte.
Debí haber estado allí. Pero sabía que él hubiera deseado que estuviera inconsciente durante esa hora oscura. Hubiera aprobado, la actitud de mi madre. No podía pensar en nada que no fuera mi pérdida. Recordaba tanto nuestra vida juntos. En toda la casa había recuerdos de él.
Lo mismo era en el jardín. Vagué hasta el río y me senté sobre la pared contemplando las embarcaciones y pensé como tantas veces en el día en que habían pasado el Rey y el Cardenal.
Permanecí allí hasta el crepúsculo y mi madre salió y dijo:
—Te enfermarás si sigues así.
Volví a la casa con ella, pero no podía permanecer adentro y salí una vez más al jardín y contemplé salir las primeras estrellas.
Luego oí pronunciar mi nombre suavemente y al volverme vi a Rupert.
—Oh, Rupert —dije—. Siento como si ninguno de nosotros pudiera ser feliz nuevamente.
—El dolor no puede durar para siempre —respondió suavemente—. Se hará menos agudo y llegará el tiempo en el futuro cuando podrás olvidar.
—Nunca —dije vehementemente.
—Eres tan joven y él significaba tanto para ti. Pero otros también podrían significarlo. Tu marido…, tus hijos…
Sacudí impacientemente la cabeza y él prosiguió:
—Tengo algo que decirte.
Pensé que me iba a proponer matrimonio nuevamente y quise dejarlo y entrar a la casa, pero sus palabras me sorprendieron.
—Tengo su cabeza, Damask.
—¿Qué?
—Sabía que tú no querrías que permaneciera allí. De manera que cuando oscureció llevé a Tom Skillen conmigo. Sabía que podía confiar en él. Me esperó en el bote y yo bajé el poste… Tengo su cabeza…, para ti.
Me volví hacia él y me abrazó. Me apretó contra él.
—Oh, Rupert —murmuré finalmente—, si te hubieran hallado…
—No me encontraron, Damask.
—Podría haber sucedido. Te arriesgaste a un gran peligro.
—Damask —dijo—. Quiero que sepas que arriesgaría todo lo que tengo por ti.
Permanecí callada y luego pregunté:
—¿Dónde está?
—Está en una caja…, escondida. Sabía que desearías darle decente sepultura.
Asentí con la cabeza:
—Una vez me dijo que querría ser enterrado en el cementerio de la Abadía.
—Lo enterraremos allí, Damask.
—¿Podemos hacerlo?
—¿Por qué no? El sitio está desierto.
—¡Rupert! Debemos saberlo solamente tú y yo. Solamente tú y yo seremos los deudos en su funeral.
—Es mejor que así sea.
—Rupert, me consuela saber que no está más allí…, para que la gente lo mire…, tal vez para burlarse, avergonzarlo.
—La bondad no se ve avergonzada por mucho que se burlen de ella.
Tomé su mano y la oprimí.
—¿Cuándo lo enterraremos, Rupert?
—Esta noche —dijo—. Cuando la casa duerma. Iremos al cementerio de la Abadía y lo haremos descansar allí.
Atravesamos la puerta de hiedra. Qué fantasmal se veía a la pálida luz de la luna creciente. Rupert había traído una linterna y una pala.
—No tengas miedo —indicó Rupert—, no hay nadie aquí.
—Solamente los fantasmas de aquellos monjes que murieron desgraciadamente porque habían sido desposeídos.
—Nunca nos harían daño.
Nos abrimos camino hasta el camposanto y yo permanecí sosteniendo la linterna mientras Rupert cavaba una tumba.
Yo misma sostenía la caja que contenía esa preciosa reliquia. Luego rezamos juntos y pedimos una bendición sobre ese gran hombre bueno.
Nunca olvidaré el sonido de los terrones de tierra cayendo sobre la caja y con ese sonido las lágrimas llegaron a mis ojos.
Creo que a partir de ese momento empecé a sentir que podía enfrentar la vida nuevamente.
Iba cada día al cementerio de los monjes. Planté un romero sobre la tumba. Solía arrodillarme junto a ella y hablar a mi padre como lo hacía mientras estuvo vivo. Pedí coraje para poder seguir viviendo mi vida sin él.