No había rastros de Bruno. Todos aseguraban que era de veras el Niño Santo, que Ambrose había mentido ante la tortura y que había sido muerto por su blasfemia. En cuanto a Keziah, existía la evidencia de que ella también había sido sometida a torturas. Las heridas de sus muslos no curaban y estaba rara mentalmente desde su «confesión». La gente siempre estaba dispuesta a creer en lo fantástico.
Clement hablaba constantemente del milagro y cómo había cambiado la Abadía y de que el Niño había tenido el don de curar a los enfermos.
Hasta mi padre creía los rumores.
—Pero si fuera así —decía yo—, ¿por qué no fue capaz Bruno de salvar la Abadía?
—Es posible que haya sido reservado para algo todavía más grande —respondía mi padre.
Yo también quería pensar eso. Pero más que nada quería que regresara. No podía comprender mis sentimientos hacia él. Pensaba en él continuamente. Recordaba la manera en que solíamos hablar juntos en la Abadía y cómo me alegraba cuando lograba atraer por un momento su atención. Estaba obsesionada con él. Recordaba ciertas alusiones que Kate había hecho. Una vez había dicho que Bruno era más importante para cualquiera de las dos que cualquier otra persona en el mundo. Tenía razón en cuanto a mí se refería, si bien yo estaba segura de que la opulencia mundana significa más para ella.
Keziah se mejoró después de la desaparición de Bruno. Alternaba libremente con los demás sirvientes y como estos temían hablar del extraño incidente del niño en la cuna, no se lo mencionaba nunca.
Descubrí que también había otra razón para el cambio en Keziah.
Un día estaba haciendo manteca en la mantequería y vino a mi habitación. Me sorprendió verla a esa hora de la mañana y me dijo:
—De repente, vino a mi mente la idea, señorita, de que tenía que hablar contigo.
—¿Qué hay? —pregunté.
Sonrió y me dijo en voz baja:
—Estoy encinta, señorita.
—¡No, Keziah!
—Es así, señorita. Lo sé desde hace un mes o más y he tenido esa sensación de felicidad que viene con ello. O al menos, así ha sido siempre para mí.
—Está mal. No deberías sentirte feliz. No tienes marido. ¿Qué derecho tienes a tener un hijo?
—El derecho que tiene toda mujer, señorita. Y no veo el momento de tener al niño en mis brazos. Siempre quise un chico mío. Pero siempre estaba la voz dentro mío que decía No. No puedes traer un bastardo al mundo, Keziah. Debes ir a ver a tu abuelita.
—Debías pensar en esto antes…
—Algún día entenderás. No se puede pensar antes. Es solamente después cuando se puede pensar. Tres veces he ido donde abuelita en el bosque. Y dos veces ha tenido que hacer lo que yo sabía que debía ser, aunque nunca lo quise. La primera vez… —Arrugó la cara. Había tratado de convencerse que ella y Ambrose nunca habían tenido un niño—. Esta vez —prosiguió rápidamente— no iré. Deseo este niño. Tal vez sea el último que tenga porque ya estoy pasando la edad para quedar encinta. Y este niño será para mí lo que nunca tuve antes.
—¿Quién es el padre de este niño?
—Oh, no hay duda de ello, mistress. Fue él. Tenía que ser. No podría haber ni una sombra de duda. Este pequeño pertenece a Rolf Weaver.
—¡Keziah! ¡Ese hombre! ¡Ese…, asesino!
—Nada de eso, señorita, fue el monje el asesino. Mi Rolf…, él fue la víctima.
Estaba horrorizada. Contemplé el cuerpo agrandado de Keziah. ¡La semilla de ese hombre! Era espantoso.
Dije:
—No, Keziah. En este caso se justifica. Debes ir donde tu abuelita.
Keziah respondió:
—Silencio, señorita. ¿Mataría usted a mi bebé? Deseo este niño como nunca deseé otro chico antes…, y he llorado por todos ellos. Cuando vi a ese chico, mi corazón lo añoraba, pero él me rechazaba. Pero cuando supe que llevaba esta semilla en mi cuerpo sentí consuelo. Tendré este niño.
Había una extraña mirada exaltada en ella y no escuchaba nada de lo que le decía.
Echaba mucho de menos a Kate. La vida se había vuelto tediosa como nunca anteriormente. No pasaba por alto los ojos alertas de Simón; sabía que él creía que me iba a hacer cambiar de idea.
Mi madre me comentó:
—Estás creciendo, Damask. Es tiempo de que te cases. Nos daría tanto gusto a tu padre y a mí ver nuestros nietos. Ahora que Kate se ha establecido, tú serás la próxima.
Mi padre estaba demasiado cerca mío como para volver a mencionarme el matrimonio, pero le hubiera gustado verme con un hombre que me protegiera. Tenía que elegir entre Rupert y Simón; sabía que no habría ninguna objeción en cualquiera de los dos casos, si bien naturalmente preferirían a Rupert, por estar emparentado.
—Todavía no tengo demasiada edad —respondí a mi madre.
—Yo me casé con tu padre cuando tenía dieciséis años —me dijo—. Estaba todavía estudiando. Nunca lo lamenté.
—Sí, pero tú te casaste con mi padre.
—Siempre lo has idolatrado —afirmó, recortando el tallo de una rosa.
Cuando hablaba con ella tenía la sensación de que más de la mitad de su atención estaba en las flores que plantaba, cortaba o arreglaba.
Kate vino a vernos, llena de exuberante excitación. La vida de casada le sentaba. El adorado Remus no podía sacarle los ojos de encima y yo podía ver que el matrimonio la hacía todavía más atractiva. Por un lado, estaba vestida suntuosamente, tenía un vestido de damasco y una capa de terciopelo, calzaba zapatos de terciopelo con hebillas de granate y en su garganta brillaban nuevas alhajas.
Había estado en la Corte. Había visto al Rey. Era magnífico, enorme, real y aterrador. Bramaba sus deseos y todos obedecían sin un segundo de duda. Tenía un carácter notoriamente malo, especialmente cuando le dolía la pierna. Brillaba de alhajas y cada centímetro de su gran cuerpo era real. Le había sonreído a Kate; le había palmeado la mano. En realidad, si no hubiera estado completamente atontado por la joven y atolondrada sobrina de Lord Norfolk, quién sabe qué hubiera podido suceder. Kate lo lamentaba un poco, pero no mucho. Verse distinguido con la muy especial atención del Rey convertía la existencia en algo precario. Una palmada en la mano y una sonrisa de apreciación eran muy bienvenidas y mucho más cómodas.
Rebosaba de alegría de ser la portadora de excitantes noticias.
Kate parloteaba acerca de las glorias de Windsor y la caza en Great Park y de un baile en Greenwich y un banquete en Hampton.
—Recuerdas Damask, ¿cómo solíamos navegar pasando Hampton y hablar acerca del gran Palacio?
—Lo recuerdo bien —le dije.
Nunca olvidaría la vista del Cardenal navegando frente a nuestro embarcadero con el Rey.
Kate tenía más noticias para nosotros. Iba a tener un niño.
Lord Remus estaba encantado. No había creído que eso fuera posible, pero la hermosa e inteligente Kate era capaz de cualquier cosa. La seguía con los ojos, maravillado por su gracia y belleza. Kate se deleitaba con ello; reía y flirteaba alegremente con su marido y fue solamente a mí a quien habló francamente.
Dijo que quería ir a su antigua habitación y la acompañé.
Cuando llegamos, cerró la puerta y la primera cosa que dijo fue:
—Damask, ¿lo has visto? ¿Ha regresado alguna vez? —No tuve que preguntar a quién se refería—. Desde luego que no ha regresado. Se marchó porque me casé. Me dijo que se marcharía inmediatamente y que no volvería hasta no estar listo. ¿Qué quiso significar con eso, Damask?
—Tú le conociste mucho más que yo.
—Sí, lo conocí. Creo que me amaba, a su manera. —Me contempló maliciosamente—. Estás celosa, Damask. Siempre lo quisiste, ¿no es así? No lo niegues. Entiendo. Era un modo que tenía. Era diferente de los demás. Nunca podías estar segura si era un santo o un demonio.
—Nunca pensé en eso.
—No, tú pensaste que era un santo ¿no? Lo adorabas demasiado abiertamente. Tú no eras para él un desafío, como yo. Tenía que convencerme. Tú ya estabas ganada. De manera que me amaba, pero eso no era suficiente para mí.
—Tú querías riquezas. Eso lo sé muy bien.
—Y mira qué feliz he hecho a mi marido. Un niño. Nunca pensó en tener eso…, a esta altura de su vida. Está muy orgulloso. Vaya ¡cómo se pavonea! En cuanto a mí, soy una maravilla, soy para Remus un milagro tanto como Bruno fue para los monjes de la Abadía. Me gusta bastante ser un milagro. Por eso entiendo tan bien a Bruno. Comprendo su amargo desencanto.
—Pero no lo amaste lo suficiente como para casarte con él.
Sonrió melancólicamente.
—Imagíname, esposa de un hombre pobre…, si puedes.
Convine que no podía.
—No puedes ser feliz —le dije.
—Siempre puedo ser feliz cuando obtengo lo que deseo —me replicó.
Keziah se estaba volviendo más y más rara. Hablé a mi padre de ella.
—Pobre mujer —dijo—, está pagando por sus pecados.
Siempre me emocionaba la actitud de mi padre, ya que no había conocido otro hombre más bueno que él y sin embargo tenía tanta compasión por los pecadores.
Un día uno de los sirvientes vino a decirme que no encontraba a Keziah. No había dormido en su cama esa noche. Me pregunté si se habría encontrado otro amante, pero pensé que difícilmente podía ser, ya que estaba a menos de un mes de su alumbramiento. Me alarmé y un instinto me hizo ir a la casa de la bruja en el bosque.
Estaba allí.
La Madre Salter me invitó a entrar. Sentí el escalofrío de aprensión que siempre experimentaba en su casa. Era una cabaña pequeña, de una habitación, con una pequeña escalera de caracol. Esta conducía a otra habitación arriba. Estaba atiborrada, habían unos signos cabalísticos sobre las paredes y frascos donde ella guardaba sus pociones. Habían tarros con ungüentos en los estantes y de las vigas colgaban siempre manojos de hierbas y de algo indefinible. Siempre parecía estar ardiendo un fuego, un caldero tiznado de hollín colgaba de una cadena sobre él. Tenía dos asientos a cada lado de la chimenea y cada vez que había visto a la Madre Salter, ella estaba sentada en uno de ellos.
Se requería coraje para entrar a la casa; los enfermos lo hacían porque esperaban curarse, aquellos que buscaban una poción de amor iban; en cuanto a mí, sentía tanta ansiedad por Keziah que entré intrépidamente.
Señaló uno de los asientos junto al hogar y me sonrió. Era muy vieja, pero sus ojos eran vivaces y jóvenes. Eran pequeños y oscuros rodeados de arrugas, astutos y sabios, como los de un mono. Dije:
—Estoy preocupada por Keziah.
Señaló hacia arriba.
Mi alivio fue evidente.
—De manera que está aquí.
Me sonrió y asintió con la cabeza.
—Está llegando el momento —dijo.
—¿Tan pronto?
—La criatura está ansiosa por llegar al mundo. Llegará antes de tiempo.
—¿Va a ser una niña? —La Madre Salter no contestó. Sabía tales cosas y a menudo había profetizado correctamente acerca del sexo de un bebé—. ¿Y Keziah?
La Madre Salter sacudió la cabeza.
—Su tiempo se está acabando —expresó.
—Usted puede salvarla.
—No si le ha llegado su momento.
—No puede ser —exclamé—. Usted puede hacer algo.
Me hizo una mueca que no era agradable de contemplar. Había algo de malévolo en ello y mostraba sus dientes ennegrecidos. Luego se puso de pie y me hizo señas. Subió por la corta escalera de caracol. La seguí.
Entré directamente a una habitación con una pequeña ventana enrejada. Estaba oscuro pero reconocí una figura sobre el jergón.
—Keziah —murmuré y me arrodillé junto a ella.
—Es la chiquitina —dijo—. Es Dammy.
—Sí, estoy aquí, Kezzie. Me asustaste. Me preguntaba qué te había ocurrido.
—Nada más va a sucederme sobre esta tierra, pequeñita.
—Esas son tonterías —dije cortante—. Vas a estar bien una vez…, una vez que pases esto.
—Él iba a matarme. Esta es su manera de hacerlo. ¡Qué hombre era! Todo ese hombre yéndose a los gusanos, donde iré yo pronto.
—¡Qué manera de hablar es esa! —exclamé indignada.
La Madre Salter chasqueó la lengua. Estaba ahí parada contemplándonos como un cuervo.
—Keziah —rogué—, regresa con nosotros. Yo te cuidaré. Me ocuparé del bebé…
Keziah me tomó la mano; las suyas estaban calientes y quemaban.
—¿Cuidarás del niño, Dammy? ¿Cuidaras de mi pequeño bebé? Me lo has prometido.
—Te lo prometo Keziah, nos ocuparemos del niño.
—Tendrá que ser criada como una damita. Se sentará en la mesa donde tú solías sentarte con Mistress Kate y Master Rupert. Eso es lo que quiero ver. Quiero verla ilustrada, como a mi niño. Pero nunca me miraba. No me quería por madre. No lo creía. Pero quiero que ella aprenda con libros. Quiero que sea una dama. La llamo mi pequeña Honey. Lo recuerdo bien…, allí estaba él sobre mí y nunca había sido así antes y olía a madreselva a través de la ventana…, y fue así como se hizo mi bebé. Madreselva, dulce y pegajosa. La llamo mi pequeña Honey.
Supe entonces que Keziah era parte de mi vida y que si ella faltara yo habría perdido esa parte. Tal vez después de mi padre, fue Keziah quien más cerca mío había estado cuando yo era muy niña, ya que mi madre jamás había estado muy unida conmigo.
Ahora yacía allí, mientras el sudor le perlaba los pálidos vellos alrededor de los labios y el color sonrosado de las mejillas era reemplazado por una red de pequeñas líneas rojizas. Algo se había perdido en ella, esa alegría, ese amor a la vida. Ya no amaba la vida y eso podía significar solamente que se estaba preparando para abandonarla.
Dije con urgencia:
—Keziah, vas a reponerte. Tienes que hacerlo. ¿Qué haré yo sin ti?
—Estarás bien. No me necesitas ahora…, no me has necesitado desde hace tiempo.
—El bebé te necesitará. Tu pequeña Honey.
Me tomó firmemente la mano, la de ella estaba seca y caliente.
—Tú lo harás, Mistress Damask. Tú la tomarás. La cuidarás como si fuera tu hermanita. Prométeme, Damask.
Dije:
—Te prometo.
Wrekin, el gato, había subido. Apretó su cuerpo contra mi pie y ronroneó. La Madre asintió con la cabeza.
—Júralo —exigió—. Jura, mi niña. Yo y Wrekin seremos tus testigos.
Permanecí en silencio, mirando de la cara levemente malévola de aquella a la que llamábamos la bruja a la cara extrañamente alterada de Keziah en la cama. Sentí que era un momento solemne. Estaba jurando tomar a mi cargo un niño, el niño de una sirvienta y de un hombre al que había visto asesinar y a quien nunca podría considerar sino como las bestias de la selva. Peor, porque al menos estas mataban por miedo o por necesidad de comida. Él había disfrutado en torturar a otros y yo rara vez había estado tan desagradada en mi vida como cuando había visto el deseo de Keziah por ese hombre. ¡Y estaba prometiendo velar por el hijo de ambos! Pero la mano seca de Keziah oprimía la mía. Vi angustia en sus ojos.
Me incliné sobre ella y la besé. Y no fue el miedo a la Madre Salter sino el amor y pena por Keziah lo que me hizo decir:
—Juro.
Era una extraña escena. Keziah muriendo y la vieja mujer de pie a su lado sin demostrar pena alguna.
—Llegarás a bendecir esta noche —me dijo— si mantienes tu palabra. Si no lo haces, llegarás a maldecirla.
Keziah se movió inquieta en la cama. Lloriqueó. La Madre Salter me ordenó:
—Vete ahora. Cuando llegue el momento lo sabrás.
Salí de la cabaña en el bosque y corrí todo el trayecto hasta casa.
Sabía que tenía que contarle a mi padre de mi promesa. Si le contaba a mi madre, diría:
—Sí, la chica puede venir con nosotros y se la criará con los sirvientes. —Luego se olvidaría de ello y la niña pasaría a formar parte de nuestra casa. Ahora había algunos niños en las dependencias de servicio, ya que una o dos de ellas habían quedado encinta y mi padre nunca despedía a una madre abandonada.
Pero esto era diferente. Yo había prometido que el niño de Keziah sería criado dentro de la casa, que se sentaría en la mesa de estudio. Sabía que tenía que mantener mi palabra.
Conté a mi padre lo que había sucedido. Expliqué:
—Keziah ha sido casi una madre para mí.
Mi padre me oprimió tiernamente la mano. Sabía que mi propia madre, si bien cuidaba de mis necesidades físicas de una manera ejemplar, había estado un poco ausente, absorta por su jardín.
—Y —proseguí—, este es el hijo de Keziah. Sé que es una mujer de servicio, pero este niño por nacer será el hermano o la hermana de Bruno…, si es cierto que es hijo de Keziah.
Mi padre guardó silencio y una mirada de dolor cruzó por su cara. Rara vez mencionábamos lo sucedido en la Abadía y el hecho de que Bruno hubiera desaparecido nos había afectado profundamente a todos. Mi padre había comenzado a convencerse de que la confesión había sido falsa y que Bruno era en verdad un Mesías, o al menos un profeta.
Proseguí rápidamente:
—Di mi palabra, Padre. Debo mantenerla.
—Tienes razón —dijo—. Debes mantener tu palabra. Pero deja que Keziah traiga su niño aquí y lo cuide ella. ¿Por qué no habría de hacerlo?
—Porque no estará aquí… Por eso me hicieron jurar. Keziah…, y la Madre Salter…, creen que Keziah morirá.
—Si eso llega a suceder —dijo mi padre—, trae al niño aquí.
—¿Y podrá ser criado como un niño de la casa?
—Has prometido eso y debes mantener tu promesa.
—Oh, padre, eres un hombre tan bueno.
—No pienses demasiado bien de mí, Damask.
—Sí lo pienso y siempre lo haré. Porque sé, padre, lo bueno que eres, tanto mejor que aquellos que están supuestos ser santos.
—No, no, no debes decir tales cosas. No puedes ver en los corazones de las personas, Damask y no debes juzgar. Pero caminemos hasta el río donde podamos hablar en paz. ¿No echas de menos a Kate?
—Sí, padre y también a Keziah. Todo parece haber cambiado. Todo es mucho más tranquilo.
—A veces hay una calma antes de la tormenta. ¿Lo has notado? Debemos estar siempre preparados para lo que pueda suceder. Quién hubiera pensado unos años atrás que donde había una floreciente Abadía no habría más que ruinas. Sin embargo, los vientos han estado soplando en ese sentido desde hace algún tiempo y nosotros no lo advertimos.
—Pero ahora no hay más Abadía y el Rey ha encontrado una nueva esposa. Kate ha dicho que ya ha puesto los ojos en una muchacha llamada Catalina Howard.
—Roguemos, Damask, porque todo vaya bien con este matrimonio porque has visto los desastres que pueden acarrear al pueblo los casamientos del Rey.
—Fue la ruptura con Roma. Con seguridad fue ese uno de los acontecimientos más importantes que sucedieron en este país.
—Así lo creo, mi niña, y ha tenido efectos de vastos alcances y sin duda tendrá más. Pero cuando hablas de traer al niño de Keziah a la casa, me pregunto cuándo traerás los tuyos propios.
—Padre ¿todavía anhelas mi casamiento?
—Me contentaría mucho, Damask, si te viera comprometida antes de mi muerte, con un buen marido —alguien en quien yo pudiera confiar— para cuidarte, darte hijos. Añoré hijos e hijas y no tengo más que una. Y eres para mí más preciosa que el mundo entero, como lo sabes bien. Pero ¿por qué no habría de ver mi casa llena de niños en mi vejez, Damask?
—Me haces sentir que debo casarme sin demora para complacerte.
—Como mi deseo de verte feliz es mayor que el de los nietos, eso estaría lejos de mis pensamientos. Añoro verte casada, pero para mi alegría deberás ser una esposa y madre feliz.
Le oprimí cariñosamente el brazo. Estoy segura de que si en ese momento Rupert me hubiera pedido casarme con él lo hubiera aceptado, porque más que nada en la tierra deseaba complacer a mi buen padre.
Una de las doncellas me trajo un mensaje. La Madre Salter deseaba que acudiera.
Cuando llegué, la vieja mujer estaba sentada como de costumbre junto a la chimenea, Wrekin a sus pies, y la olla tiznada borboteando sobre el fuego.
Se puso de pie y me condujo hacia arriba por la corta escalera de caracol. Sobre la cama yacía un cuerpo bajo una sábana y sobre la sábana había una ramita de romero. Di un grito entrecortado y ella asintió con la cabeza.
—Fue como yo dije que sería —murmuró.
—Oh, ¡mi pobre Keziah! —Mi voz temblaba y ella apoyó una mano sobre mi hombro; sus dedos eran huesudos, las uñas como garras.
Pregunté:
—¿Y el niño?
Me condujo abajo. En un rincón de la habitación había una cuna que no había advertido al entrar. En ella había un niño vivo. Lo miré con desconcierto y la Madre Salter me dio un empujoncito hacia la cuna.
—Tómala —dijo—, es tuya.
—Una niñita —susurré.
—¿No te lo dije?
Levanté a la niña. Estaba sin fajar y envuelta en una pañoleta. La cara era rosada y arrugada. Su mismo desamparo me llenó de una pena que estaba próxima al amor.
Tomó la niña de mis brazos.
—Todavía no —dijo—. Todavía no. Yo la criaré. Cuando llegue el momento, será tuya. —Puso a la niña nuevamente en la cuna y se volvió hacia mí. Sus garras se clavaron en mi brazo—. No olvides tu promesa.
Sacudí la cabeza. Luego me di cuenta que estaba llorando. No sabía a ciencia cierta por qué, por Keziah, cuya vida había acabado o por el bebé, cuya vida acababa de comenzar.
—Era demasiado joven para morir —observé.
—Había llegado su momento.
—Pero fue demasiado pronto.
—Tuvo una buena vida. Le gustaba retozar. Jamás podía rechazar a un hombre. Tenía que ser. Los hombres eran el sentido de su vida. También estaba escrito que serían su muerte.
—Ese hombre…, el padre de la niña…, yo lo aborrecí.
—Sí, mi buena niña —dijo—. Pero ¿cómo podemos estar seguras cualquiera de nosotras quién fue nuestro padre?
—Yo estoy segura —afirmé.
—Ah, sí, tú, ¿pero quién más puede estarlo? Keziah nunca supo quién fue su padre. Ni tampoco su madre. Mi hija era otra Keziah. No podían resistirse a los hombres, sabes y las dos murieron al dar a luz. Tú eres una dama distinguida y harás otra de madreselva también. —Me oprimió el brazo—. Tienes que hacerlo, ¿verdad? No te atreverías a hacer otra cosa, ¿no es así? Recuerda, diste tu palabra. Y si no la mantienes, mi buena damita, tendrás siempre sobre ti la maldición de Keziah muerta y, lo que es peor, la de la Madre Salter.
—No tengo la menor intención de no mantener mi promesa. Deseo hacerlo. Añoro tener a la niña. Mi padre ha dicho que puedo criarla como propia si lo deseo.
—Y debes desearlo así. Pero no todavía…, es demasiado pequeña. Yo la tendré hasta que llegue el momento. Luego será tuya. —Había traído consigo la ramita de romero y la apretó dentro de mi mano—. Recuerda —dijo.
Dejé la cabaña de la bruja lamentándome por Keziah, recordando tantas escenas de mi niñez y a un tiempo pensando en la niña y en lo feliz que sería teniendo un bebé para cuidar. Anhelaba tener hijos propios. Tal vez, pensé, mi padre estaba en lo cierto cuando decía que debía casarme.