LORD REMUS

El Hermano Clement se adaptó fácilmente y nadie hubiera adivinado que había vivido la mayor parte de su vida en la Abadía. A veces se lo oía cantar con su buena voz de barítono mientras trabajaba y nunca habíamos probado panes redondos o pequeños panecillos tan finos como los que salían de su horno. El Hermano Eugene estaba igualmente contento en la cervecería: hacía gin de endrina y vino de flor de diente de león y de flor de saúco; constantemente experimentaba con bayas para mejorar sus licores. Cuando descubrieron que Bruno se hallaba en la casa no pudieron ocultar su alegría y supe que no se podría conservar su identidad en secreto.

Con respecto a los habitantes de la casa, todos parecíamos estar protegiéndonos de un golpe que nos había aturdido momentáneamente. Mi padre tenía un aire de resignación, casi de espera. Yo sabía que pasaba largas horas de rodillas, en oración. Solía ir a nuestra pequeña capilla en el ala oeste de la casa y permanecía allí durante horas. Era como si se estuviera preparando para una prueba. Mi madre trabajaba con fervor en sus jardines y a menudo había una mirada intrigada en su cara usualmente plácida. Parecía confiar más y más en Simón quien, cada vez que podía permitírselo, le llevaba sus canastas y la ayudaba a plantar sus semillas. Hasta Kate se había aplacado. Había anhelado excitación, pero no como la que habíamos sufrido últimamente.

Rupert parecía ser el menos afectado. Con calma y tranquilidad continuaba su trabajo de ocuparse de la tierra, como si nada hubiera sucedido.

Bruno me preocupaba más que nadie. Sus ojos llameaban si Kate y yo sugeríamos que había sido el Hermano Ambrose el que lo había colocado en la cuna. Nos decía violentamente que se habían dicho muchas mentiras y que él algún día lo probaría.

Kate se recuperó más prontamente que yo del impacto de los acontecimientos, y como Bruno había entrado en la casa, ella lo buscaba continuamente. Algunas veces estábamos los tres juntos, como lo habíamos estado en los terrenos de la Abadía en los viejos tiempos, y era como si eso hubiera sido mucho tiempo atrás, cuando existía una Abadía y nosotros nos habíamos escabullido dentro de ella.

Kate lo molestaba. Si era divino ¿por qué no había implorado la furia de los cielos para que cayera sobre los hombres de Cromwell?, quería saber.

Sus ojos llameaban de indignación, pero Kate le inspiraba cierto sentimiento que, estoy segura, no tenía para nadie más.

La mujer de servicio y el monje habían mentido, insistía.

Y como ya dije, yo le creía cuando estaba con él.

Rupert tenía veinte años. Debía haber estado atendiendo sus propias tierras, pero resultó ser que no tenía ninguna. Cuando sus padres murieron sus propiedades se habían vendido para pagar las deudas y quedó muy poco. Ese poco, había sido guardado por mi padre para cuando Rupert fuera mayor de edad, pero nunca había dicho a Kate o a Rupert cuál era el verdadero estado de su patrimonio, dado que no había querido que pensaran que vivían de la caridad.

Rupert mismo me lo contó un día bajo los nogales. Yo estaba sentada en mi sitio predilecto y él vino y se extendió a mi lado. Tomó una nuez y la arrojó indolentemente y luego comenzó a hablarme, y yo me di cuenta que me estaba haciendo una propuesta matrimonial.

—Mi tío es el mejor hombre sobre la tierra —comenzó y, por cierto que había elegido el mejor inicio para complacerme. Asentí fervientemente.

—A veces —dijo—, temo que sea demasiado bueno.

—La vida es cruel a veces, Damask —continuó Rupert—. Y entonces es bueno tener a alguien al lado para apoyarse.

Estuve de acuerdo.

—Había pensado —prosiguió—, que algún día me marcharía de aquí para manejar mis propiedades y he sabido que no hay tales propiedades. Tu padre no quiso que supiéramos que éramos paupérrimos, de manera que nos dejó creer que nuestras tierras no habían sido tomadas por los acreedores de nuestros padres cuando murieron. Por lo tanto no tengo nada, Damask.

—Pero nos tienes a nosotros. Este es tu hogar.

—Como espero que siempre lo sea.

—Mi padre dice que la tierra nunca ha estado cuidada como la cuidas tú. Los hombres trabajan para ti como no trabajan para nadie más.

—La tierra, esta tierra, me inspira un sentimiento, Damask. Sé que tu padre espera que yo permanezca aquí para siempre.

—¿Y lo harás?

—Depende.

—¿De qué? —pregunté.

—De ti, tal vez. Esto será tuyo algún día… tuyo y de tu marido. Cuando llegue ese día tal vez no me quieras aquí.

—Tonterías, Rupert. Y traerás a tu esposa aquí. Vaya, la casa es lo suficientemente grande y siempre podemos agrandarla. Tenemos tanta tierra. Te ves triste.

—Esto se ha convertido en mi hogar —dijo—. Amo la tierra. Quiero a los animales. Tu padre es como si fuera el mío.

—Y yo soy como una hermana para ti, como Kate lo es.

—No soportaría que todo esto se destruyera… como ha sucedido con la Abadía. —Tomó otra nuez y la arrojó. Dijo—: Creo que tu padre tiene la esperanza que tú y yo nos casemos.

Respondí cortante:

—Eso no es algo que se puede hacer porque sea cómodo y conveniente hacerlo.

—Oh, no, no —dijo Rupert, rápidamente.

Me sentí un poco herida. En cierto modo era una propuesta matrimonial, la primera que yo recibía y me había sido hecha como si fuera un arreglo conveniente para disponer de las tierras de mi padre.

Murmuré que tenía que completar un ejercicio de latín y Rupert, sonrojándose un poco, se puso de pie y se marchó.

Pensé en el matrimonio con Rupert y con niños creciendo en esa casa. Quería una gran familia; me sonrojé inquieta, porque el padre de esos niños que existía en mi imaginación no era Rupert.

Subí a mi habitación. Me senté en el alféizar de la ventana mirando a través de la ventana enrejada. Vi a Kate y a Bruno caminando juntos. Hablaban intensamente. Me sentí triste porque Bruno nunca hablaba conmigo con tanta intensidad. En realidad no hablaba con nadie, sólo con Kate.

Cuando Keziah se enteró de que Ambrose había sido ahorcado en las Puertas de la Abadía, había ido hasta la horca y se quedó allí contemplándolo. Resultaba difícil hacerla marchar. Una de sus compañeras de servicio la trajo de vuelta a casa, pero ella volvió y veló junto al cadalso.

Al segundo día, Jennet, una de nuestras doncellas, la trajo de regreso y me dijo que Keziah parecía estar posesa y que actuaba de una manera extraña. Fui a verla y la encontré rara. La puse en cama y le dije que tenía que permanecer allí. Estuvo en cama durante una semana. Las heridas de sus muslos se habían inflamado y como no podía curarlas fui hasta la casa de la Madre Salter en el bosque y le pedí su consejo. Le agradó que cuidara de Keziah y me dio algunas lociones para ponerle en los lugares lastimados y una poción de hierbas para que ella bebiera.

Cuidé de Keziah yo misma. Era algo que tenía que hacer. Creo que parte de sus problemas era que no podía enfrentar a la gente.

Ambrose estaba muerto y ella había permanecido sola como la causante de ese engaño perverso, y le daba miedo enfrentar al mundo.

A veces, mientras estaba sentada junto a su cama, ella solía divagar. Hablaba mucho acerca de Ambrose y de la manera en que ella lo había tentado; se culpaba a sí misma; era ella la perversa.

—Oh, Damask —decía—, no pienses demasiado mal de mí. Para mí era tan natural como respirar y no podía echarme atrás. Es así con algunas de nosotras…, aunque tal vez no será así para ti…, ni tampoco para la Señorita Kate. Los hombres deberían cuidarse de la Señorita Kate…, arriba todo fuego y hielo por debajo…, esas son las peligrosas. Y tú, Señorita Damask, tú serás una buena esposa fiel, te lo prometo, que es la mejor cosa para ser.

Luego hablaba del Niño.

—Nunca me mira, Damask…, o cuando lo hace es para despreciarme. Nunca me perdonará que sea su madre.

Le rogué que tuviera paz. El pasado quedaba atrás; tenía que empezar de nuevo.

—¡Misericordia! —dijo con un rastro de su vieja sonrisa—. Hablas como tu padre, Señorita Damask.

—No hay nadie a quien quisiera parecerme más —le aseguré.

Resulté ser un consuelo para ella y fui yo quien le vendaba sus heridas con los ungüentos que su abuela me había dado; destiné sus obligaciones a otra de las doncellas, para que descansara en soledad hasta que pudiera hacer frente al mundo.

Solía sentarse en su ventana y vigilar si podía vislumbrar a Bruno. Supongo que él sabía que ella lo vigilaba; pero nunca miraba hacia arriba.

Una vez le dije:

—Keziah te observa. Le harías tanto bien si miraras a su ventana y le sonrieras.

Me miró fríamente.

—Es una mujer perversa.

—Es tu madre —le recordé.

—No lo creo.

Su boca parecía adusta; sus ojos fríos. Vi entonces que él se obligaba a no creer. No se atrevía a creerlo. Había vivido tanto tiempo con la noción de que era diferente a todos nosotros que aceptar otra cosa era más de lo que podía tolerar.

Dije suavemente:

—Uno debe enfrentar la verdad, Bruno.

—¡La verdad! ¿Llamas verdad a las palabras proferidas por un monje perverso y una sirvienta lasciva?

No le conté que había oído a Ambrose cuando le habló unos momentos antes de asesinar a Rolf Weaver.

—¡Son mentiras! —dijo Bruno casi histéricamente—. Mentiras, mentiras, todas mentiras.

En cierto modo, pensé, es igual que Keziah. Ella no puede enfrentar el mundo y él no puede enfrentar la verdad.

Qué rápidamente se acostumbra uno al cambio. No había pasado un mes desde que los caballos cargados con los tesoros de la Abadía habían partido y ya estábamos adaptados a nuestro nuevo modo de vida.

Los árboles tenían todas sus hojas, el helecho abundaba, los arbustos verdes y en mata, las rosas florecieron ese año como nunca antes y mi madre estaba en el jardín la mayor parte del día. Bruno le había ayudado a hacer un jardín de hierbas, porque Ambrose le había transmitido toda su sabiduría en ese terreno. Mi madre estaba bastante entusiasmada con la idea, y Bruno trabajaba con ella en un silencio del que ella no parecía percatarse.

Las malas hierbas ya habían empezado a crecer en los jardines de la Abadía; nadie lo impedía. Todos temían hacer algo. Cada día esperábamos que algo sucediera, pero San Bruno parecía haber sido olvidado. Al final de cada día, varios mendigos se encontraban ante nuestras puertas y las órdenes de mi padre habían sido que todo mendigo recibiera un litro de cerveza y tantas tortas con especies como pudiera comer.

Un día, sentada en el jardín de rosas de mi madre, un lugar delicioso rodeado de una pared y al que se llegaba a través de una puerta de hierro forjado, me dije a mí misma: «Esto no puede seguir así. Es una tregua. Algo sucederá pronto». Keziah no podía permanecer en su dormitorio; tendría que sobreponerse. Mi padre retomaría una vida más normal y no pasaría tanto tiempo en soledad y oración. Alguien se ocuparía de la Abadía. Había oído decir que el Rey regalaba las tierras de las Abadías a aquellos que se granjeaban sus favores. Oh sí, tenía que haber un cambio.

Y mientras yo rumiaba sobre estos asuntos, la puerta crujió y Bruno y Kate entraron al jardín. Noté que llevaban las manos entrelazadas. Hablaban intensamente. Entonces me vieron.

—Aquí está Damask —dijo Kate innecesariamente. Noté que sus ojos estaban brillantes y que su expresión era dulce. Yo me sentí triste, porque con Kate, Bruno podía ser diferente de cómo era con todos los demás. Me sentí excluida de un círculo mágico, del que deseaba tanto formar parte.

—Las rosas son más hermosas este año —dije.

Sentía que deseaban alejarse de mí; pero yo no cedí terreno.

—Vengan y siéntense —invité—. Se está muy bien aquí.

Para mi sorpresa me obedecieron y sentamos a Bruno en medio de las dos.

Observé:

—Esto me recuerda a los viejos tiempos en los terrenos de la Abadía.

—No es así —replicó Kate—. Este es el jardín de rosas de mi tía, no la tierra de la Abadía.

—Quise decir, los tres juntos.

—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Bruno.

Yo quería recobrar los días en que éramos un trío del cual yo formaba parte definitiva.

Proseguí:

—Nunca olvidaré el día en que entramos a la Abadía…, los tres, y que tú nos enseñaste a la Virgen Recamada.

Un leve colorido cubrió las mejillas de Bruno. Kate estaba callada.

Suponía que estaban pensando, como yo lo estaba, en el momento en que la gran puerta de hierro se había abierto y su chirrido había sonado tan fuerte como para despertar a los muertos. Podía oler la humedad, que había parecido rezumar de las grandes piedras embaldosadas, podía sentir el silencio. Expresé:

—Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de la Virgen Recamada. Esos hombres se la deben haber llevado y deben habérsela dado al Rey con todas sus alhajas.

—No se la llevaron —informó Bruno—. Hubo un milagro.

Las dos nos volvimos hacia él y yo supe que esta era la primera vez que él había hablado de la Virgen Recamada, inclusive con Kate.

—¿Qué sucedió? —preguntó Kate.

—Cuando fueron a la sagrada capilla la Virgen no estaba allí.

—¿Entonces dónde estaba? —preguntó Kate.

—Nadie sabía. Había desaparecido. Se decía que se había vuelto al Cielo antes de permitir que los ladrones la alcanzaran.

—No creo eso —dijo Kate—. Alguien la ocultó.

—Fue un milagro —insistió Bruno.

—¿Milagros? —exclamó Kate—. Ya no creo en los milagros.

Bruno se había puesto de pie, con la cara sonrojada por la ira.

Kate le tomó la mano y él la sacudió y luego corrió fuera del jardín de rosas. Kate corrió detrás de él.

—¡Bruno! —la oí llamarlo imperiosamente—. ¡Vuelve! Y yo me quedé sentada allí, con el convencimiento de que nunca podría estar tan cerca de él como Kate, y sintiéndome triste y solitaria por ello.

Mientras estaba sentada en el jardín de rosas entró Simón Caseman. Pensé que buscaba a mi madre y le dije que creía que estaba en el jardín de hierbas.

—Es a usted a quien vine a ver, Mistress Damask —dijo y se sentó junto a mí. Me estudió tan atentamente que me sentí turbada bajo su mirada, especialmente porque el encuentro reciente con Bruno y Kate me había perturbado. Prosiguió—: Vaya, se está convirtiendo usted en una belleza.

—No creo que eso sea cierto.

—Y también modesta.

—Modesta no —dije—. Si yo creyera que soy una belleza no dudaría en admitirlo, porque la belleza no es ningún mérito, puesto que se recibe y no se logra.

—E inteligente —continuó—. Confieso que su presencia me atemoriza un poco. Su padre habla constantemente de su erudición.

—Debe tomarlo como orgullo paternal. Los gansos son cisnes para un padre.

—En ese caso estoy de acuerdo de todo corazón con tal padre.

—Entonces creo que usted ha perdido el sentido del discernimiento.

—Qué alegría es hablar con usted, Mistress Damask.

—Se contenta usted fácilmente, Master Caseman.

—Hay algo que querría pedirle, con su permiso.

—Permiso concedido.

—Usted ya no es una niña. ¿Ha pensado alguna vez en dar su mano en matrimonio?

—Supongo que es natural que las mujeres jóvenes piensen en un eventual casamiento.

—Aquel a quien usted ceda su mano se verá doblemente favorecido. Una bella e inteligente esposa. ¿Qué más podría pedir un hombre? Sería más afortunado que el resto de los hombres.

—No dudo que cualquiera que pidiera mi mano en matrimonio podría muy bien tener puesto el pensamiento en mí herencia.

—Mi querida señorita Damask, estaría demasiado deslumbrado por sus encantos para pensar en tales cosas.

—O tan deslumbrado por mi herencia que bien podría equivocarse con respecto a mi belleza y erudición, ¿no cree usted?

—Dependería del hombre. Si fuera así merecería ser…

—¿Bien? ¿Colgado, arrastrado y descuartizado?

—Peor que eso. Rechazado.

—No tenía la menor idea que usted tuviera tanto talento para discursos galantes.

—Si lo tengo, es usted quien los ha inspirado.

—Me pregunto por qué.

—¿Usted? Usted, que es tan inteligente, tiene que haberse dado cuenta de mis intenciones.

—¿Hacia mí?

—Hacia nadie más.

—Master Caseman, ¿es esto una proposición de casamiento?

—Lo es. Sería el hombre más feliz si pudiera acudir a su padre y decirle que usted ha consentido en ser mi esposa.

—Entonces me temo que no puedo darle ese placer.

Me había puesto de pie. Pero el corazón me golpeaba, porque sentí miedo y no podía explicarme por qué tenía ese súbito deseo de correr. Estaba en el apacible jardín de rosas de mi madre con un hombre que formaba parte de nuestra casa; un amigo de mi padre y de quien él tenía un gran concepto y con todo experimenté una súbita repulsión.

Simón Caseman también se había puesto de pie. Se paró junto a mí. No era un hombre alto, apenas seis centímetros más alto que yo y su cara estaba muy cerca de la mía. Sus ojos eran cálidos, despiertos y de un marrón dorado, también su pelo tenía un tinte rojizo y las líneas de su cara me parecieron, viéndolas tan cerca, como una máscara de zorro. En ese momento supe que le tenía miedo.

Me volví para marcharme pero me tomó el brazo. Su mano era firme mientras decía:

—¿Qué tiene en mente, Mistress Damask? ¿Casarse con otra persona?

Deseé que el color no encendiera mis mejillas. Respondí:

—No he pensado en casarme con nadie.

—¿No pensará entrar en un convento? —Sus labios se curvaron apenas—. Eso sería insensato…, en estos tiempos cuando tantos de nuestros conventos han seguido el camino de nuestros monasterios.

Liberé mi brazo y dije fríamente:

—Creo que no estoy en edad de considerar el matrimonio.

Su mano rozó ligeramente la delantera de mi vestido.

—Vaya, Mistress Damask, usted ya es una mujer. No debería dilatar disfrutar de su femineidad, le aseguro. Le ruego que no me rechace sin pensarlo. Creo ciertamente que su padre no objetaría nuestra unión. Sé que desea verla bajo la protección de alguien en quien pueda confiar. Ya que los tiempos en que vivimos son difíciles.

—Yo haré mi propia elección.

Y salí del jardín de rosas.

Estaba muy alterada. No había cumplido los diecisiete años y ya había recibido dos propuestas de matrimonio, mientras que la hermosa Kate, que era dos años mayor, no había tenido ninguna. ¿O sí? ¿Pero quién podría haberle propuesto matrimonio a Kate?

Fue extraño que yo hubiera pensado eso acerca de Kate, porque alrededor de una semana después de la escena en el jardín de rosas nos visitó Lord Remus.

Sabíamos que vendría porque mi padre le había arreglado algunos asuntos legales y como era un noble muy rico y poderoso, mi madre hizo especiales preparativos en ocasión de su visita.

Durante todo ese día Clement había estado trabajando en la panadería, había hecho pasteles con decoraciones elaboradas y había uno que tenía la forma del escudo de armas de los Remus. Clement estaba encantado, porque en la cocina de la Abadía no había podido permitirse semejantes frivolidades. Mi madre se encontraba en su elemento, porque si había algo que le gustaba más que trabajar en su jardín era preparar la casa para visitas. Cobró una nueva autoridad. Resultaba evidente que deseaba recibir más a menudo.

Kate y yo observamos la llegada de las visitas desde la ventana de su habitación. Lord Remus nos desilusionó porque era gordo y caminaba con bastón, resoplando a medida que subía el parque desde los escalones del embarcadero. Pero estaba vestido muy ricamente y se veía que era un hombre de importancia.

Mi padre lo condujo al hall donde estábamos todos esperando para recibir a los visitantes: mi madre primero —y Lord Remus fue muy amable con ella—, luego yo, como la hija de la casa y los otros, Rupert, Kate, Simón y Bruno. (Estaba encantada de verlo incluido).

Kate realizó una hermosa reverencia que había estado practicando todo el día, tenía su largo pelo recogido en una redecilla dorada y se veía bella.

Que Lord Remus lo notó fue obvio, ya que sus ojos permanecieron en ella, algo que nadie advirtió mejor que Kate.

Se sirvió un banquete para nuestro distinguido huésped. Había pescado, preparado con las hierbas que cultivaba mi madre. Lord Remus la felicitó por su cocinero y ella estaba feliz. Después hubo lechón, carne y cordero, seguido por un postre preparado con una receta especial de mi madre. Hubo cerveza y vino en abundancia y vi brillar de satisfacción los ojos de mi madre.

Kate, que estaba sentada frente a Lord Remus, le preguntó cuándo había estado en la Corte por última vez, a lo que él respondió que había estado la semana anterior. Habló de la Corte y del descontento del Rey con este estado y su humor era tal que podría estallar si uno era lo suficientemente descuidado como para provocarlo.

—Estoy segura, milord, que usted es la propia imagen del tacto —dijo Kate.

—Mi querida joven, deseo conservar la cabeza sobre mis hombros, ya que considero que es allí donde pertenece.

Kate rio mucho y vi que mi madre la observaba y pensé que después sería reprendida por su descaro; pero por el momento podía pasar, ya que Lord Remus no parecía objetarlo.

Lord Remus había bebido bastante de la preparación de bayas de saúco, que mi madre admitió que era particularmente buena ese año, y se mostraba parlanchín.

—El Rey necesita una esposa —dijo—, no puede ser feliz sin una esposa, aun cuando la está buscando.

Kate se rio mucho y todos nosotros sonreímos; supuse que mis padres estaban intranquilos debido a los sirvientes.

—Esta vez —dijo Lord Remus— está buscando una Princesa del Continente, pero algunas de las damas se muestran un poco reticentes —contempló a Kate—. Como yo, jovencita, sienten ansiedad por conservar sus cabezas y en vista de lo sucedido a la infortunada Ana Bolena e inclusive a la Reina Catalina, su reticencia es comprensible.

—Es como en Las Mil y una Noches árabes —dijo Kate—, tal vez si el Rey encontrara una Reina que siguiera entreteniéndolo, esta seguiría viviendo.

—Eso es a lo que la nueva Princesa tendrá que aspirar —dijo Lord Remus—. He oído que la hermana del Duque de Cleves acapara la atención del Rey. Master Cromwell ha pintado un hermoso retrato de ella y el Rey declara que ya está enamorado de la dama.

—De manera que ya está elegida la nueva Reina.

—Eso es lo que se dice en la Corte. Master Cromwell está ansioso porque el matrimonio se lleve a cabo. Nunca me gustó ese hombre, un individuo de baja categoría, pero el Rey lo encuentra inteligente. Dicen que sería un buen matrimonio por cuestiones políticas. Me atrevo a jurar que pronto verán otra coronación.

—Será la cuarta esposa del Rey —comentó Kate—. Me encantaría verla. Me atrevería a decir que es muy hermosa.

—Rara vez las princesas son tan hermosas como se hace creer —dijo Lord Remus—. Doy fe que a menudo aquellas que carecen de sangre azul aventajan a estas en belleza. —Sonreía a Kate con sus ojos fijos un poco turbios. Nuestras bayas de saúco eran fuertes ese año. Tenían que haberlo sido, o estoy segura que no hubiera hablado con tanta libertad.

Creo que mi padre se sintió bastante aliviado cuando la comida terminó; en seguida mi madre condujo a Lord Remus a la sala de música y le cantó una pequeña romanza muy agradable, la que este aplaudió con alegría y luego Kate tomó su laúd y cantó.

Cantó una canción de amor y de vez en cuando alzaba la mirada y sonreía en dirección a Lord Remus. Su pelo largo se escapaba de la redecilla dorada y caía alrededor de sus hombros; ella simulaba echarlo atrás con impaciencia, pero yo la conocía lo bastante como para saber que estaba llamando la atención.

Cuando Lord Remus partió, todos lo acompañamos hasta el embarcadero y contemplamos su barca navegando río arriba.

Advertí que Kate reía como si conociera alguna broma secreta.

Vino a mi habitación esa noche. Tenía que hablarle a alguien y siempre me había utilizado con ese objeto.

Se estiró en mi cama. Siempre lo hacía mientras se suponía que yo tenía que ocupar el asiento del alféizar.

—Bien —dijo—, ¿qué opinas de milord?

—Que come mucho, bebe mucho y se ríe mucho de sus propios chistes y no lo suficiente de los de los demás.

—Conozco muchos a los que le ajustaría esa descripción.

—Lo que demuestra que milord es tan parecido a tantos otros, que hay muy poco que decir de él.

—Uno podría decir que es rico, que tiene una gran propiedad en el campo y un sitio en la Corte.

—Todo lo cual lo colocaría en una buena situación como candidato de una joven casadera.

—Ahora hablas con sensatez, niña.

—Te ruego que no me llames niña. He recibido una propuesta matrimonial, que es más de lo que has tenido tú. Encogió los ojos.

—¿Master Caseman?

Asentí con la cabeza.

—No quiere casarse contigo, Damask, tanto como con todo esto…, tus tierras, esta casa y todo lo que heredarás de tu padre.

—Es exactamente lo que le di a entender.

—Después de todo no eres tan tonta.

—Y tampoco soy ya una niña, dado que además de mi herencia se me considera casadera.

—¡Afortunada Damask! ¿Y qué tengo yo para afianzarme? ¿Qué más, aparte de mi belleza y mi encanto?

—Los cuales parecen surtir efecto. Hasta los caballeros con un sitio en la Corte y una propiedad en el campo parecen impresionados.

—¿Crees que se impresionó?

—Sin duda. Pero, ¿estabas desperdiciando tus talentos?

—Por cierto que no. Podría hacerme su dama mañana y lo deseaba. Pero ha tenido dos esposas y las ha enterrado.

—Por la fe —dije—, casi se ha casado tanto como el Rey. Pero Kate, es un viejo.

—Y yo soy una joven sin herencia. Tu padre me dará una dote, no lo dudo, pero no será nada comparado con lo que su querida hija Damask aportará a su marido.

—Desearía que no hubiera que hablar así del matrimonio. Me parece un tema bastante melancólico.

—¿Por qué?

No le respondí. Pensé en la máscara de zorro que había visto en la cara de Simón Caseman y en los planes de Kate para atraer a Lord Remus al casamiento porque tenía un título altisonante, una propiedad en el campo y un lugar en la Corte.

—El matrimonio —dije—, debería ser para los jóvenes, para aquellos que aman, no los bienes terrenales y los títulos, sino el uno al otro.

—Ahí habla mi romántica prima —dijo Kate—. ¿Quién dijo que habías crecido? Eres todavía una niña. Eres una soñadora. Sucede tan a menudo que aquellos a los que amamos no son con los que nos casamos. De manera que estemos alegres. Disfrutemos lo que podamos mientras podamos.

Pero ya no bromeaba, en sus ojos había una mirada distante que no alcancé a comprender del todo. Eso vino después.

Había sobrevenido un cambio en Keziah. Salió de ese estado semejante a un trance y repentinamente había comenzado a realizar sus viejas tareas. Una o dos veces la escuché cantar. Había perdido mucho peso y a menudo la encontraba contemplando a Bruno con una expresión de ansiedad tan intensa, que si él la advertía, la ignoraba. Por todo lo que yo sabía, él la ignoraba. Lo reconvine acerca de eso. Me parecía muy cruel. Pero entonces sus ojos relampagueaban y, para decir verdad, yo me sentía tan desgraciada cuando él me trataba fríamente, que evitaba el tema.

También Bruno había cambiado algo desde el día en que hablara de la Virgen Recamada. Una de las sirvientas me contó que ella le había pedido que le impusiera las manos, cosa que él había hecho, con el resultado de que su violento reumatismo en las piernas había desaparecido. Sabían quién era él y la leyenda de que era divino sobrevivía. Me imagino que Clement hablaba bastante en la panadería. Me preguntaba cómo habría podido observar alguna vez la regla del silencio. En nuestra casa estaba empezando a correr el rumor de que Keziah y el monje habían mentido ante la tortura y esto era lo que Bruno deseaba.

Mi padre me había dicho que le estaba dando un poco de tiempo para acostumbrarse al gran cambio de circunstancias, antes de discutir con él acerca de la elección de una carrera. Bruno estaba bien educado, por cierto que era bastante erudito. Tal vez querría entrar a la Iglesia o seguir Leyes. Sabía que mi padre deseaba que fuera a alguna de las universidades. Hasta entonces Bruno no había discutido con nadie su futuro y parecía que solamente le importaba la compañía de Kate o mía. Pobre Bruno. Era duro de soportar. Haberse creído diferente de todos nosotros, una creación milagrosa y encontrar que era el hijo de una mujer de la servidumbre. Pero había crueldad en él. En ese momento vi eso con tanta claridad como había visto la máscara del zorro en la cara de Simón Caseman.

Intenté discutir su futuro con él, pero no quería hablarlo conmigo. Me preguntaba si lo hablaría con Kate, ya que estaban juntos con tanta frecuencia.

Kate no se sorprendió cuando Lord Remus nos visitó nuevamente. Era lo que había esperado, comentó. Cenó nuevamente con nosotros y nos dio noticias de la Corte. Parecía casi seguro que se llevaría a cabo el matrimonio Cleves. El Rey estaba de excelente humor. El Rey no había estado de tan buen ánimo desde el día que había desposado a Ana Bolena.

Pero no era tanto lo que el Rey y la Corte interesaban a Lord Remus. Era Kate. Cuando él partió ella vino a mi dormitorio y se tiró en la cama riendo.

—Pienso que el anzuelo está bien adentro de la boca de su señoría —dijo—. Pronto tiraremos de la cuerda.

Estaba en lo cierto. En una semana más formalizó un pedido a mi padre para cortejar a Mistress Kate.

Mi padre, me dijo ella, la informó de que Lord Remus la había pedido en matrimonio. El no creía que Kate consideraría tal casamiento y ella no debía pensar que él deseaba obligarla a ello.

—Obligarme, por cierto —exclamó—. ¡Como si yo no lo hubiera previsto! Piensa Damask, un sitio en la Corte. Estaré allí, en medio de todo. Bailaré en Hampton y en Greenwich. Cabalgaré en Windsor. Quién sabe, hasta el propio Rey puede mirarme. Tendré cantidades de alhajas, ricos vestidos y sirvientes propios.

—Y todo lo que tienes que hacer es tomar a Lord Remus por marido.

—Puedo hacer eso, Damask.

—No lo amas, Kate.

—Amo lo que tiene para ofrecer.

—Eres una mercenaria.

—Si ser despierta es ser mercenaria, lo soy entonces.

—De manera que ¿de verdad te casarás con ese viejo?

—Verás, Damask.

Kate se comprometió. Usaba una gran esmeralda en el dedo y otra en la garganta. Su comportamiento era sorprendente. Estaba fervientemente alegre y repentinamente melancólica. A veces daba a entender que después de todo podía no casarse y en otras, se reía de la idea de no hacerlo por despecho.

Una vez fui a su habitación y la encontré boca abajo en la cama mirando directamente frente suyo.

—Kate —dije—. No eres feliz.

Estudió la gran esmeralda en su dedo.

—Mira como brilla, Damask. Y no es más que el comienzo.

—Pero la felicidad no se encuentra en el brillo de una esmeralda, Kate.

—¿No? Dime dónde entonces.

—En los ojos del que te ama y que tú amas.

Echó la cabeza hacia atrás y rio. Pero vi que estaba próxima a las lágrimas.

Estaba enojada con ella. ¿Por qué tenía que hacer esto? Odiaba la idea de que se entregara a ese hombre viejo y dado que había escuchado las habladurías de Keziah, a menudo me veía obligada a imaginar ciertas escenas.

—Tal vez —dije con enojo—, no tenga importancia. Eres incapaz de amar.

—¿Cómo te atreves a decir eso?

—Me atrevo —afirmé— porque estás dispuesta a venderte por esmeraldas.

Rio nuevamente.

—Y rubíes —dijo—, y zafiros, brillantes y un lugar en la Corte.

—Me repugna.

—Virtuosa Damask, que no tiene necesidad de venderse, pero cuya herencia le elegirá un marido.

Pero su sonrisa era forzada y la risa hueca. Sabía que no estaba tan contenta como deseaba que yo creyera.

Dos meses después de la primera visita de Lord Remus a nuestra casa, él y Kate se casaron. Iba a haber una gran celebración en la casa y Clement y sus ayudantes trabajaron durante días en la cocina.

Una noche antes del casamiento sucedió algo inquietante. Fui a la habitación de Kate porque estaba ansiosa por hablar con ella. No estaba allí.

Como la familia se había recogido, me senté a esperarla, pero no vino. Temía que se hubiera escapado y me pregunté si debía despertar a alguien, pero algo dentro mío me previno de hacerlo. Eran las cuatro de la mañana cuando llegó con el pelo ondeando.

—Damask —exclamó—, ¿qué haces aquí?

—Vine a medianoche a hablar contigo. Sentía ansiedad por ti y no estabas aquí. Pensé en despertarlos a todos.

—Espero que no le hayas dicho a nadie que yo no estaba en mi alcoba.

Sacudí la cabeza.

—No. No pensé que fueras a escaparte en la víspera de tu boda con el noble señor. O si lo habías hecho, pensé que podía esperar hasta mañana, Kate, ¿dónde has estado?

—Haces demasiadas preguntas.

—Kate, has estado con un amante.

—Bien, señorita Mojigata. ¿Qué tienes que decir a eso?

—Mañana es el día de tu casamiento.

—Y esta noche soy libre. Y espía todo lo que quieras esta noche, prima, porque esta noche es la última oportunidad que tienes de hacerlo.

—Has quebrado tus votos matrimoniales.

Kate rompió a reír de tal manera que pensé que se pondría histérica.

—Oh, ¡qué sabihonda eres! Rupert y Simón han pedido tu mano. Eso te hace tan conocedora. Pero hay uno al que no mencionas. Bruno. ¿Qué hay de Bruno?

—¿Qué…, hay de Bruno? —pregunté lentamente.

—Tú no conoces a Bruno —dijo—. ¿Quién lo conoce? Piensa en él. Un Niño Santo y luego descubrir que es el resultado de una pecaminosa unión entre un monje impío y una muchacha de la servidumbre cuya vida ha sido lejos de ser pura. Concebido sobre el pasto de la Abadía…, bajo un cerco. Oh, sí, seguramente fueron bastante discretos como para cubrirse durante el acto.

—Kate —dije—, ¿qué te sucede?

—¿No lo sabes, Damask? —dijo—. Después de todo, sabes tan poco.

—Sé que no amas al hombre con que vas a casarte. Te has vendido por esmeraldas y un sitio en la Corte.

—Qué dramáticas nos hemos vuelto. ¡Qué fácil para ti! O sí, es fácil decir «Todo por amor» cuando no pierdes nada con ello.

—¿Dónde has estado esta noche? ¿Estás jugando limpio con Lord Remus?

—No tengo la menor intención de satisfacer tu curiosidad en ese aspecto. Creo que estás celosa de mí, Damask. He hecho mi elección. Creo que es sensata. Mañana iré a Lord Remus y haré lo que se espera de mí.

Volví a mi dormitorio. No podía dormir. Creía haber entendido a Kate. ¿Pero quién entiende a otro ser humano? Al día siguiente la boda tuvo lugar en la capilla de nuestra casa. Lord Remus fue conducido entre dos jóvenes que había traído en su séquito y cada uno de ellos lucía el habitual encaje de bodas sobre ramas de retama verde en sus brazos. Kate estaba hermosa. La costurera había estado cosiendo durante semanas su vestido de brocado y tela de plata, lucía el pelo suelto sobre los hombros. Rupert iba delante llevando el jarro de plata con el vino de novios mientras entrábamos en procesión a la capilla, y yo marchaba detrás de ella como su dama de honor. Y todos los miembros de la casa nos seguían con músicos que ejecutaban melodías dulces y algunas de las doncellas que llevaban la gran torta de bodas.

La ceremonia se llevó a cabo y mientras nos pasábamos el jarro de esponsales, Simón Caseman, que estaba parado detrás de mí, murmuró:

—Usted será la próxima.

Bruno formaba parte de la fiesta. Parecía reservado y despectivo y al día siguiente de la boda de Kate desapareció tan misteriosamente como había aparecido en la cuna de Navidad.

—Siempre supe —dijo Clement— que no era un individuo común.