ASESINATO EN LA ABADÍA

Los sucesos exteriores se habían impuesto sobre nosotros ahora, invadiendo nuestro hogar, destruyendo su paz. Ni siquiera mi madre podía escapar a esto. Mi padre decía que los cimientos mismos de la Iglesia estaban sacudidos.

Sabía que la tragedia rondaba a nuestros vecinos, los More. Sir Thomas había dejado en claro su negativa a firmar el Acta de Supremacía, que era una aceptación de que el Rey era Cabeza de la Iglesia y que su casamiento con la Reina Catalina de Aragón no había sido matrimonio; era admitir que los herederos que el Rey pudiera tener de la Reina Ana Bolena eran los verdaderos herederos.

—Temo por Sir Thomas, Damask —dijo mi padre—. Es un hombre valiente y se atendrá a sus principios. Como sabes, ha sido llevado a la Torre por el camino de la Puerta de los Traidores y mucho me temo que no volvamos a verlo.

En la cara de mi padre se reflejaba una infinita tristeza y también miedo.

—Ahora es una casa tan triste, Damask —prosiguió—, y sabes muy bien lo alegre que era. La pobre Dame Alice está desconcertada y enojada. No lo comprende. ¿«Por qué tiene que ser tan obstinado»?, se pregunta todo el tiempo. «Le dije, Master More, eres un tonto». Pobre Alice, nunca comprendió al brillante santo de su marido. Y también está Meg… oh Damask, me partió el corazón ver a la pobre Meg. Es su hija preferida y nadie está tan cerca de él como ella. Parece una pobre alma perdida y agradezco a Dios que tenga en Will Roger un buen marido para consolarla.

—Padre, si él firmara el Acta nada sucedería.

—Si él firmara el Acta se sentiría como si hubiera traicionado a su Dios. Ha sido un buen servidor del Rey, pero me ha dicho: «William, soy el servidor del Rey, pero Dios está primero».

—¿Y debido a esto son todos tan desgraciados?

—Lo entenderás cuando seas mayor, Damask. ¡Cómo desearía que fueras un poco más grande! Quisiera que tuvieras la edad de Meg.

Me pregunté por qué querría mi padre que yo fuera mayor y lo comprendí más adelante.

Recuerdo el día que fue ejecutado el Obispo Fisher. Y después los monjes de la Cartuja, que fueron muertos tan cruelmente. Fueron llevados al lugar de ejecución, los colgaron y los cortaron en pedazos mientras estaban vivos y les infligieron terribles agonías. El Hermano John y el Hermano James vinieron ese día a ver a mi padre. Oí al Hermano John decir:

—¿Qué será de nosotros, William? ¿Qué será de todos nosotros?

Bruno nos contó que en la Abadía se oraba constantemente por el Obispo Fisher, por los monjes de Charterhouse y por Sir Thomas More y que el Hermano Valerian decía que lo que les había sucedido podía pasarle a otros y que mucho dependía de la suerte de Sir Thomas More. Era un hombre muy querido, y si el Rey permitía que muriera, la gente se enojaría. Algunos decían que el Rey no se atrevería a tanto; pero el Rey se atrevía a todo.

Luego vino el terrible día en que Sir Thomas llegó en procesión desde la corte con el hacha vuelta hacia él. Oímos esto por aquellos que lo habían presenciado y de cómo la pobre Meg había corrido hasta él y le había echado los brazos al cuello antes de caer desmayada al suelo.

—No lo harán nunca —decía mi padre—. El Rey no puede matar al hombre a quien una vez profesó su amor; no puede asesinar a un santo.

Pero el Rey no admitía que nadie lo desafiara. A menudo pensaba en él como lo había visto en su barca, riendo con el Cardenal… otro que había muerto, decían, por su descontento. Ningún hombre podía permitirse disgustar al Rey.

Y luego, en ese día de luto, las campanas doblaron por Sir Thomas y su cabeza fue cercenada y puesta en una pica en el Puente de Londres, de dónde Meg la recuperó después.

Mi padre se encerró en su habitación; supe que pasó de rodillas todo ese día y no creo que rezara por sí mismo.

Me habló nuevamente, con su brazo enlazado al mío, allí abajo junto a la ribera del río, dónde podíamos hablar sin temor a ser escuchados.

—Tienes casi doce años, Damask —dijo y repitió—: Desearía que fueras mayor.

—¿Por qué, padre? —pregunté—. ¿Es porque desearías que pudiera comprenderte más fácilmente?

—Eres demasiado inteligente para tu edad, mi niña. Si tuvieras quince o dieciséis años podrías casarte y entonces yo sabría que tendrías a alguien para que cuidara de ti.

—¿Por qué habría de querer un marido cuando tengo el mejor de los padres? Y también tengo a mi madre.

—Y cuidaremos de ti mientras vivamos —dijo fervientemente—. Pienso que si por una mala fortuna…

—¡Padre!

Mi padre prosiguió:

—Si no estuviéramos más aquí… si yo no estuviera aquí…

—Pero no vas a marcharte.

—En estos tiempos, Damask, ¿cómo podemos saber cuándo llegará nuestra hora? ¿Quién hubiera pensado unos años atrás que Sir Thomas nos sería arrebatado?

—Padre, ¿no te pedirán que firmes el Acta?

—¿Quién puede decirlo? Súbitamente me colgué de su brazo.

Luego dijo tranquilizadoramente:

—Los tiempos son peligrosos. Puede ser que seamos llamados a hacer lo que nuestras conciencias no nos permiten. Y entonces…

—Oh, pero eso es cruel.

—Vivimos en tiempos crueles, niña.

—Padre —susurré—, ¿crees que la nueva Reina no es la verdadera Reina?

—Es mejor no decir tales palabras.

—Entonces no respondas a esa pregunta. Cuando pienso en ella… recostada sonriendo en la litera, tan orgullosa, tan alegre porque toda esa pompa y ceremonia eran para ella… Oh, padre, ¿crees que pensó en toda esa sangre que sería derramada por ella…? Hombres como Sir Thomas, los monjes…

—Silencio, niña. Sir Thomas expresó su pena por ella. Se han cortado cabezas por su causa… ¿Quién puede decir durante cuánto tiempo podrá salvar la suya?

—Kate oyó decir que el Rey estaba cansándose de ella, que no le había dado un hijo…, solamente la Princesa Elizabeth…, y que ya estaba mirando a otras.

—Dile a Kate que mantenga la boca cerrada, Damask. Es una chica imprudente. Temo por Kate, sin embargo en cierta manera pienso que tiene talento para la auto preservación. Temo más por ti, mi hija bien amada. Desearía que fueras lo suficientemente grande como para tomar marido. ¿Qué piensas de Rupert?

—¿Rupert? ¿Quieres decir como marido? No había pensado en ello.

—Sí, mi niña, es un buen chico. De temperamento reservado, buena naturaleza, trabajador: cierto que es poco lo que tiene, pero es de nuestra propia sangre y me gustaría verlo seguir cuidando de la propiedad. Pero más que nada sentiría que te dejaría en manos seguras.

—Padre, no había pensado en el… matrimonio.

—A los doce años ya es hora de que consideres un poco ese asunto importante. Tal vez dentro de cuatro años. ¡Cuatro años! Es tanto tiempo.

—Tus palabras parecieran indicar que soy una carga de la que te aliviaría liberarte.

—Mi niña querida, sabes que eres mi vida.

—Lo sé y he hablado descuidadamente. Padre, ¿temes tanto por ti que deseas que tenga otro protector?

Guardó silencio durante un momento y miró a lo largo del río y supe que estaba pensando en aquella afligida casa en Chelsea.

Nunca antes yo había advertido la incertidumbre de nuestras vidas tan intensamente.

El verano parecía alargarse y los días estar llenos de perpetuo sol. Siempre que teníamos visitas en la casa —cosa frecuente ya que ningún viajero rico o pobre, era despedido y había generalmente un sitio para ellos a la mesa—, si venían de la Corte, Kate los acechaba y trataba de sustraerlos del alcance del oído de mi padre, para poder hablar de la Corte.

Supimos de esa forma que en verdad el Rey estaba cansándose de la Reina, que tenían disputas y que la Reina era imprudente y mostraba poco respeto por la majestad del Rey; oímos que el Rey estaba interesado en una joven mujer no muy apuesta y algo taimada, que era una de las damas de honor de la Reina. Jane Seymour era dócil y sumisa, pero con una familia muy ambiciosa que no veía por qué, desde el momento que el Rey había repudiado a Catalina de Aragón, una princesa española y tía del gran Emperador Carlos, no podía dar el mismo tratamiento a la hija del comparativamente humilde Thomas Bolena.

Si hubiera tenido un hijo, oíamos decir, todo hubiera sido diferente. Pero Ana no podía darle un hijo como tampoco había podido Catalina y corrían rumores de que Jane ya estaba embarazada del Rey.

Kate solía estirarse sobre el pasto alto y hablar interminablemente acerca de las cosas de la Corte. Había dejado de imaginarse que era la Reina Ana, era ahora Jane Seymour, pero el rol de la sumisa Jane sujeta a los hermanos ambiciosos no le sentaba tan bien como el de la orgullosa Ana Bolena. Tenía una tendencia a despreciar a Jane.

—¿Cuánto tiempo cree que va a durar? —preguntaba casi con enojo.

La actitud de Kate hacia Bruno estaba cambiando, como también la mía.

Yo esperaba nuestras visitas secretas. Me gustaba contemplar su cara mientras hablaba y siempre trataba de desviar la conversación de la influencia de Kate. Me hacía sentir más cerca de él. A Bruno le gustaba hablar conmigo pero le gustaba mirar a Kate; en realidad apenas me miraba cuando ella estaba allí. Ella lo intimidaba: le gustaba darle órdenes, cosa que lo exasperaba y enojaba, pero parecía aumentar su interés por ella. Una o dos veces ella hizo veladas alusiones al hecho de que él nos había hecho entrar a la Abadía y nos había mostrado la Virgen.

—Pero fuiste tú la que quiso ir —dije, porque yo siempre me ingeniaba para estar del lado de Bruno, en contra de ella.

—Ah —replicaba—, pero fue él quien nos llevó —lo señalaba jubilosamente—. El pecado más grande fue el de él.

Luego se burlaba intolerablemente porque era el Niño Santo y él la corría. Yo la oía reír mientras Bruno la perseguía y cuando la alcanzaba rodaban sobre el pasto y él simulaba que iba a lastimarla. Ella lo provocaba como si deseara que lo hiciera, para tener algo más con qué mofarse de él. Yo siempre me mantenía un poco alejada de esos juegos pero siempre advertía la excitación que parecía apoderarse de ellos dos mientras jugaban rudamente.

Crecí rápidamente ese verano; había dejado mi niñez atrás. Sabía que Kate tenía privilegios especiales con Keziah, porque esta dejaba entrar a Tom Skillen a su habitación por las noches y no solamente a Tom Skillen. Keziah se parecía mucho a Kate en el gran interés que tenía por los hombres; cambiaba en su presencia como Kate lo hacía, pero mientras Keziah era dulce y complaciente, Kate era arrogante y exigente. Pero noté que los hombres las advertían inmediatamente, así como ellas los notaban a ellos.

Kate me hizo algunas confidencias.

—Es hora de que crezcas, Damask.

Una noche vino a mi habitación y dijo:

—Levántate. Quiero enseñarte algo.

Me hizo subir con ella por la escalera de caracol hacia las habitaciones de servicio y al escuchar en la puerta de Keziah oí murmullos. Kate espió por el agujero de la cerradura y me hizo mirar a mí también. Solamente podía ver a Keziah en la cama con uno de los lacayos. Kate sacó una llave y cerró la puerta y luego bajamos en punta de pie hasta el descanso y nos fuimos de ahí a su habitación. Kate reía sofocadamente.

—¡Espera a que trate de salir y se encuentre encerrado con llave! —exclamó.

—Será mejor que abras la puerta.

—¿Por qué? —preguntó—. Entonces no sabrían que yo los vi.

Pensaba que era una buena broma, pero yo estaba preocupada por Keziah. Le tenía cariño y de alguna manera sabía que esas aventuras con hombres le eran necesarias y que sin ellas no hubiera sido la misma Keziah.

Su compañero de esa noche resultó ser Walt Freeman, quién al saltar de su ventana después del amanecer se rompió la pierna. En cuanto a Keziah, no podía trepar para salir por la ventana y ¿cómo podía salir si la puerta estaba cerrada? Walt inventó un cuento diciendo que había creído escuchar ladrones y que al salir temprano había tropezado con una raíz. Kate me hizo ir con ella cuando abrió la puerta frente a una Keziah perturbada.

—De manera que fuiste tú…, ¡descarada! —exclamó Keziah.

—Nos escabullimos hasta arriba y te vimos en la cama con Walt —le contó Kate.

Keziah me miró y un lento sonrojo se le desparramó por la cara. Sentí pena de que Kate la descubriera ante mí.

—Realmente eres una buscona, Keziah —dijo Kate, sacudiéndose de risa.

—Hay más de una que es eso —observó Keziah intencionadamente, lo que hizo reír aún más a Kate.

Keziah me dio explicaciones cuando estuvimos solas.

—Verás Dammy, siempre he tenido demasiado amor para dar —me contó—. Hubiera sido diferente si hubiera tenido un marido. Eso es lo que me hubiera gustado, un marido y una cantidad de chiquitines como tú. No como esa Mistress Kate.

—¿Amas a muchos hombres, Keziah? —le pregunté.

—Bueno, mi patito, el problema es que los amo a todos y como no soy de la clase de mujer que dice No…, ahí estamos. De manera que será nuestro pequeño secreto y no se lo dirás a nadie.

—Kezzie —observé—, pienso que todos lo saben.

Fue un hermoso día de mayo cuando oímos las noticias del arresto de la Reina. Nos sacudió a todos, si bien habíamos estado esperando que sucediera algo así.

El Rey y la Reina habían ido juntos a un torneo y luego el Rey partió repentinamente. En seguida la Reina fue arrestada y enviada a la Torre, también fueron allí algunos que se suponía eran sus amantes. Uno de ellos era su músico, un pobre muchacho llamado Mark Smeaton, al cual era imposible creer que la orgullosa Reina le hubiera concedido sus favores y, más escandaloso aún, su propio hermano fue acusado de ser su amante.

Mi padre nunca había creído que Ana Bolena fuera la verdadera Reina, pero ahora sentía enorme pena por ella, como creo que también la sentían muchos otros. Kate se había visto tan claramente identificada con la fascinante Reina, que para ella esto era casi una tragedia personal. Sobre todos nosotros tuvo un efecto moderador el hecho de que apenas tres años atrás Ana hubiera paseado por la ciudad en triunfo y estuviera ahora en un tenebroso calabozo en la Torre.

En cuanto a Keziah, le tenía mucha compasión.

—¡Misericordia! —se lamentaba—. ¡La pobre alma! ¿Y qué será de ella? Esa cabeza orgullosa rodará, y todo porque se le antojó un hombre.

—¿De manera que crees que es culpable, Keziah? —le pregunté.

—¡Culpable! —exclamó Keziah con los ojos relampagueantes—. ¿Es culpable traer un poco de consuelo a aquellos que lo necesitan?

Desde aquella noche en que Kate la había encerrado en su dormitorio con su amante, había sido franca conmigo. Yo no era una niña. Tenía que aprender las cosas de la vida, había dicho, y cuanto antes mejor. La vida para Keziah eran las relaciones entre hombres y mujeres. Sus ojos brillaban de enojo y era raro que ella se enojara con los hombres. Los adoraba, hacía bromas con ellos, los calmaba, los aplacaba, los satisfacía. Fueran rudos o dulces, implorantes o exigentes, ella los amaba a todos; pero les reprochaba que lo que ellos podían hacer con impunidad fuera considerado un crimen en una mujer. Ellos podían salirse con la suya y hacer su voluntad, por lo que a ella se refería, siempre que las mujeres que los complacían no fueran culpadas por hacer lo mismo. Pero cuando una mujer era castigada por compartir aquello que era natural en un hombre, era capaz de enojarse. Y ahora estaba enojada.

—El Rey —dijo—, no está por encima de un poco de diversión y de retozos. Y si la Reina, pobre alma, desea lo mismo…, bueno, ¿por qué no?

—Pero ella concebirá al futuro Rey.

—Mi pequeña, ¡qué lista eres! Estás creciendo y me alegra. Ya podemos tener unas charlitas, Mistress Damask. Pero no vayas a pensar mal de la Reina.

—¿Qué importa lo que yo piense de ella? Es lo que piense el Rey lo que cuenta y él está dispuesto a pensar mal porque está interesado en Mistress Seymour.

Keziah se llevó un dedo a los labios.

—Ah, allí está la raíz de todo. Esta belleza pálida lo ha encaprichado y quiere un cambio. Los hombres están dispuestos a cambiar, si bien hay algunos que son fieles. Te diré esto, Mistress Damask, hay poco que yo no sepa de los hombres, pero siempre se aprende algo más. Yo conocía a los hombres antes de tener tu edad. Ya había tenido el primero entonces. Un apuesto caballero que vino montando por el bosque cuando yo estaba con mi abuelita, me dijo: «Encuéntrame en el bosque junto a la cabaña», esa era la cabaña de mi abuelita, «y tendré un regalo para ti». Y yo fui a su encuentro y nuestra cama fue el helecho, que cuando todo está dicho y hecho, puede probar ser tan buen lecho para una virgen como uno de plumas.

Cuando regresé, mi abuelita preguntó:

—¿Qué es lo que tienes, Keziah?

—Un regalo. —Tenía cintas azules y estaba hecho de mazapán.

—Oh —dijo ella—, de manera que has ganado un regalo y has perdido la virginidad.

Y tuve miedo, ya que era menor que tú entonces.

Pero abuelita dijo:

—Bueno, nunca es demasiado temprano para aprender las cosas de la vida y tú siempre serás una que no sabrá decir No a los hombres, ni ellos a ti.

Llegó luego el día en que la Reina salió de su prisión caminando rumbo a Tower Hill, donde un verdugo traído de Francia con ese objeto le cortó la cabeza. Los cañones tronaron y el Rey se marchó a Wolf Hall para desposar a Jane Seymour.

No podía dejar de imaginarla en su litera, orgullosa y triunfante. Que hubiera tenido que llegar a esto era trágico y yo recordaba el comentario de mi padre acerca de que la tragedia de uno podía ser la tragedia de todos nosotros.

Las comidas eran más silenciosas que lo que habían sido generalmente; los visitantes que compartían nuestras comidas ya no hablaban tan libremente como antes.

Oímos que la nueva Reina esperaba un niño y un día atronaron los cañones; hubo mucho regocijo porque Jane Seymour le había dado al Rey lo que él más deseaba, un hijo. Había perdido la vida dándole esta gran bendición, pero la cuestión importante era que finalmente el Rey tenía su heredero. Se nos ordenó beber en honor al nuevo Príncipe y lealmente lo hicimos.

¡Pobre Eduardo, huérfano de madre, el heredero del Rey! Indudablemente se uniría con sus hermanas en la nursery, con María, la hija de la Reina Catalina, que ahora era una joven de veintiún años y Elizabeth, la hija de Ana Bolena, que no tenía más de cuatro.

Todos suponíamos que no pasaría mucho tiempo antes de que el Rey buscara una nueva esposa. ¡Pobres Reinas, Catalina, Ana y Jane! ¿Quién sería la próxima? Lo que oímos no fue acerca de la próxima Reina sino algo bastante diferente. Keziah se reía con Tom Skillen.

—Misericordia. Bueno, parece que después de todo los monjes y las monjas son humanos.

—No es eso lo que se espera que sean —dijo Tom, y rieron juntos.

Otros tomaban el asunto más seriamente. Mi padre estaba muy preocupado. Parecía que habían habido algunas quejas con respecto a la conducta de monjas y monjes en varios conventos y monasterios de todo el país y eso estaba dando lugar a grandes escándalos.

Kate me contó acerca de ello.

—Encontraron un monje en la cama con una mujer —dijo—. Y lo han extorsionado y ha estado pagando durante meses. Un Abad tiene dos hijos y se ha asegurado de que ambos tengan buenas posiciones en la iglesia.

—Pero los monjes no salen al mundo. ¿Cómo pudieron hacer tales cosas?

Kate rio.

—Oh, hay unos cuentos. Dicen que hay un túnel que comunica un convento y un monasterio y que las monjas y los monjes se encuentran para hacer orgías. Dicen que hay un cementerio donde entierran a los bebés que tienen las monjas y que a veces los sacan subrepticiamente.

—Son todas tonterías —dije.

—Puede haber algo de verdad en ello —insinuó Kate.

—¿Pero por qué habrían de depravarse repentinamente los monjes y las monjas?

—Lo han hecho desde hace mucho tiempo y solamente recién se ha descubierto.

No podía esperar para ver a Bruno. Quería burlarse de él por lo que había sabido.

—De manera que parece ser que no son tan santos ustedes en sus abadías —dijo mientras estaba recostada sobre el pasto, sacudiendo sus pies en el aire.

Bruno la contempló con una extraña expresión que yo ya había visto antes y que nunca me había sabido explicar.

—Hay un complot —dijo fieramente—. Es un complot para desacreditar la Fe.

—Pero la Fe no debería estar en posición de ser desacreditada.

—Se puede decir cualquier mentira.

—¿Son todas mentiras? ¿Cómo pueden serlo?

—Quizás haya fallas.

—¿De manera que lo admites?

—Admito que tal vez algunos cuentos puedan ser ciertos, pero ¿por qué hay que desacreditar a los monasterios porque haya uno o dos malos?

—La gente que pretende ser santa rara vez lo es. Todos hacen cosas perversas. Mírate a ti, el Santo, que nos llevaste a ver a la Virgen.

—Eso no es justo, Kate —dije.

—Los niños pequeños deben hablar solamente cuando se les habla.

—No soy una niña pequeña —repliqué con ardor.

—Tú no sabes nada, de modo que cállate.

Sabía que Bruno estaba muy intranquilo y suponía que era debido a la tensión que había en la Abadía. Mi padre me lo contó. Se sentía muy desgraciado.

—La vida está llena de pruebas —decía con tristeza—. Uno no sabe cuándo esperar la próxima tormenta ni en qué dirección vendrá.

—Todo parece haber empezado cuando el Rey cambió de esposas —dije—. Antes de eso parecía haber tanta paz.

—Puede haber sido así —admitió mi padre—, o puede haber sido que tú eras demasiado pequeña para advertir los problemas. Alguna gente nunca lo nota. Verdaderamente, creo que tu madre no se percata de estas nubes de tormenta.

—Está demasiado ocupada con sus rosas.

—Me gusta que así lo haga —dijo mi padre con una sonrisa tierna.

Y yo pensé en lo buen hombre que era y en lo contento que podría haber estado si hubiera podido vivir felizmente con su familia, navegando río arriba a trabajar, conduciendo sus juicios y regresando luego al hogar para escuchar nuestros asuntos domésticos. Con seguridad que hubiéramos podido ser una familia serena.

Y fue entonces que San Bruno se vio amenazada.

Mi padre me habló del asunto. Rápidamente yo me estaba convirtiendo en su confidente. De vez en cuando hablaba con Rupert y Simón y discutían de negocios, pero creo que hablaba más libremente conmigo sobre sus más profundos pensamientos.

Caminábamos hacia el río cuando me dijo:

—Temo por la Abadía. Se ha enriquecido desde el milagro. Creo que es una de las que Thomas Cromwell codicia en nombre del Rey.

—¿Qué le ocurriría, entonces?

—Lo que les ha sucedido a otras. Sabes que algunos de los monasterios más pequeños ya han sido tomados.

—Se dice que los monjes que había en ellos eran culpables de conducta incorrecta.

—Se dice…, se dice…, Qué fácil es decir, Damask. Es tan fácil encontrar quienes atestigüen contra otros, en especial cuando reciben beneficios con ello.

—Simón Caseman decía que solamente se han suprimido aquellos monasterios en los que han descubierto monjes culpables de ignominias.

—Oh, Damask, estos son tiempos tristes. Piensa en todos los años en que florecieron los monasterios. Han hecho tanto bien por el país. Han aportado una influencia moderadora. Se han ocupado de los enfermos. Han dado trabajo a la gente, los han acercado al camino de Dios. Pero ahora que el Rey se ha convertido en Cabeza Suprema de la Iglesia —y un hombre puede perder su cabeza por negarlo—. Cromwell busca enriquecer al Rey suprimiendo los monasterios y transfiriendo su riqueza de la Iglesia al Estado. Y desde el milagro, San Bruno se ha convertido en una de las abadías más ricas. Tiemblo. El Hermano John me dice que el Abad ha tenido que guardar cama. Es un hombre enfermo y temeroso. El Hermano John teme que no sobrevivirá a la pérdida de San Bruno y yo lo creo cierto.

—Oh, padre, esperemos que los hombres del Rey no vengan a nuestra Abadía.

—Rogaremos por ello, pero será un milagro si no vienen.

—Ya hubo antes un milagro.

Mi padre inclinó la cabeza.

Traté de consolarlo y creo que lo logré en alguna medida. ¡Pero qué días intranquilos eran!

Mi madre me había enviado a llevar una canasta con pescado y pan a la vieja Madre Garnet que estaba confinada en cama. Vivía en una pequeña cabaña de una habitación y dependía de nuestra casa para su sustento. Keziah vino conmigo para llevar la canasta.

Habíamos estado en la cabaña, escuchando el cuento que la Madre Garnet nos contaba acerca de cómo había enterrado a todos sus hijos. Regresábamos, cuando escuchamos el sonido de cascos de caballos sobre el camino y salió a la vista una partida de alrededor de cuatro hombres conducidos por un jinete en un gran caballo negro.

Nos llamó.

—¡Eh! —exclamó—, indíquenos el camino a la Abadía de San Bruno.

Sus modales eran arrogantes, casi insolentes, pero Keziah no pareció notarlo.

—Vaya, señor —exclamó ella, haciendo una ligera reverencia—, están apenas a la distancia de una pedrada.

Advertí sus ojos sobre Keziah: su boca apretada se aflojó un poco y sus pequeños ojos negros parecieron desaparecer dentro de la cabeza cuando bajó los párpados sobre ellos.

Adelantó su caballo. Rápidamente sus ojos me recorrieron, luego volvió a mirar a Keziah.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

—Soy de la casa grande y esta es mi pequeña señora.

El hombre asintió nuevamente con la cabeza, se inclinó hacia delante sobre la montura y tomando la oreja de Keziah entre sus dedos tiró de esta hacia él. Ella chilló de dolor y los hombres de la partida rieron.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Soy Keziah, señor y la joven dama es…

—Apuesto a que eres una buena mozuela, Keziah —dijo—. En algún momento lo probaremos. —La soltó y prosiguió—: ¿A la distancia de una pedrada, eh? Y sobre este camino.

Cuando se marcharon miré a Keziah, cuya oreja estaba roja dónde la había pellizcado.

—Era todo un hombre, ¿no crees, señorita? —dijo Keziah con una risita.

—Todo una bestia —repliqué con vehemencia.

Estaba temblando por el encuentro, porque había algo bestial en el hombre que me había horrorizado. Parecía tener el efecto contrario sobre Keziah. La había excitado; podía escuchar esa emoción familiar en su voz.

—Te lastimó —dije indignada.

—Oh, era un pellizcón cariñoso —repuso Keziah, feliz.

Más adelante descubrí que el hombre era un tal Rolf Weaver, el dirigente de una banda que había venido a tasar los tesoros de la Abadía.

Mi padre estaba sumamente afligido.

—Los hombres de Cromwell están en la Abadía —dijo—. Esto matará al Abad.

Lo que eso significó fue el comienzo del fin de San Bruno como la habíamos conocido. Su santidad fue inmediatamente destruida. Los hombres de Weaver hacían ruido en los claustros, arrasaban las bodegas de la Abadía y se emborrachaban con frecuencia, llevaban muchachas y las obligaban a acostarse con ellos en los jergones de los monjes y tenían el impío placer en profanar las celdas. Las muchachas decían que iban porque no se atrevían a desobedecer a los hombres de Cromwell y yo sabía que no pasaría mucho tiempo antes que Keziah fuera allí, y cuando me la imaginaba con Rolf Weaver me sentía mal.

El Hermano John vino solo a ver a mi padre; le contó que el Abad se había impresionado tan penosamente que había tenido un ataque y no podía moverse de la cama.

—Me temo que su fin esté próximo —dijo mi padre—. Esto lo matará.

Cuando al día siguiente ni el Hermano John ni el Hermano James vinieron a la casa, mi padre fue hasta la Abadía en un intento por verlos. Se le impidió entrar y uno de los hombres de Rolf Weaver le preguntó qué quería y cuando mi padre repuso que había ido a ver a dos hermanos seglares se le dijo que no se permitía a nadie entrar ni salir de la Abadía.

—¿Cómo está el Abad? —preguntó mi padre—. He oído que está muy enfermo.

—Enfermo de miedo —fue la respuesta—. Está asustado porque ha sido descubierto. Eso es todo lo que tiene. Miedo.

—El Abad ha vivido una vida santa —dijo mi padre indignado.

—Eso es lo que usted piensa —fue la respuesta—. Espere a que le contemos lo que hemos encontrado.

—Sé que cualquier acusación que se haga contra él será falsa.

—Entonces mejor que sea usted cuidadoso. A los hombres del Rey no les gustan aquellos que son demasiado amigos de los monjes.

Mi padre tuvo que retirarse y no lo había visto tan deprimido desde la ejecución de Sir Thomas More.

Esa misma noche. Kate y yo vimos a Keziah venir tambaleándose un poco. Supuse que había estado en la Abadía. Kate la olió.

—Has estado bebiendo, Keziah —la acusó.

—Oh, Kezzie —le dije reprochándola—, has estado con ese hombre.

Keziah seguía asintiendo con la cabeza. Nunca la había visto embriagada antes, si bien le gustaba la malta y la bebía generosamente, debía haber tomado algo fuerte para estar como estaba.

Los ojos de Kate brillaban de excitación. Sacudió a Keziah y le dijo:

—Cuéntanos lo que sucedió. Has estado haciendo otra de tus jugarretas.

Keziah comenzó a reírse.

—Qué tipo —murmuraba—. ¡Qué tipo! Nunca en mi vida…

—¿Fue Rolf Weaver entonces?

Keziah seguía cabeceando.

—Me mandó buscar. «Traigan a Keziah», dijo. De manera que tuve que ir.

—Y bien gustosamente que fuiste —dijo Kate—. Prosigue.

—Y allí estaba y él… —comenzó a reírse nuevamente.

—No fue ninguna experiencia nueva para ti —afirmó Kate—, de manera que ¿por qué estás en estas condiciones?

Pero aparentemente había sido una nueva experiencia. No podía hacer otra cosa que cabecear y reírse. De manera que Kate y yo la acostamos. Notamos que tenía magulladuras en su cuerpo grande, suave y blanco. Yo tenía escalofríos, pero Kate estaba muy excitada.

Afuera de las puertas de la Abadía habían levantado una horca. De ella colgaba el cuerpo de un monje. Se veía grotesco, como un gran cuervo, con el hábito que se sacudía. Su crimen había consistido en tratar de llevar una parte de los tesoros de la Abadía a un orfebre de Londres. Indudablemente, había tratado de escaparse también, pero los hombres de Weaver lo habían atrapado. Era una lección para cualquiera que tratara de burlarse de su autoridad y de esconder del Rey los tesoros de la Abadía.

Fue horrible. Ninguno de nosotros queríamos pasar por las puertas de la Abadía. Permanecíamos dentro de la casa, temerosos de salir.

De todo lo que había ocurrido, esto era lo más terrible. Parecía que todo nuestro mundo se despedazaba alrededor nuestro. Pasara lo que pasara, la Abadía siempre había estado allí, poderosa y sólida; ahora hasta sus cimientos se sacudían.

Pensaba a menudo en Bruno y me preguntaba que le estaría sucediendo. Vería a esos hombres rudos sentados a la mesa del refectorio, donde alguna vez se sentaron los monjes observando sus reglas de silencio.

Los vería invadiendo las celdas, llevando allí muchachas chillonas solamente por el gusto de profanar los lugares sagrados. La capilla silenciosa sería profanada.

Oré por Bruno, mientras mi padre rogaba porque no cayera sobre el Abad ningún daño y porque la Abadía fuera salvada, si bien era una esperanza desesperanzada, ya que los hombres de Cromwell habían venido a hacer su inventarío.

Kate y yo hablábamos de Bruno mientras la demás gente hablaba de la Abadía.

—Deberíamos tratar de verlo —decía—. Podríamos ir a través de la puerta.

Pensé en todos esos hombres rudos vagando por la Abadía.

—No nos atrevamos ahora —rogué.

Por una vez Kate aceptó mi punto de vista. Tal vez ella tuviera miedo de verse atrapada por uno de esos hombres y forzada dentro de una de las celdas, ya que algunas de las muchachas habían dicho que las habían obligado. Eso ofendía la naturaleza quisquillosa de Kate. Kate deseaba recibir admiración antes que dar satisfacción física. Más adelante habría de descubrir que era la clase de mujer que desea ser perpetuamente cortejada y raramente conquistada.

No contemplaba la idea de entrar por la puerta. Pero hablaba de Bruno y había algo en su manera de hablar que me aseguraba que era tan importante para ella como lo era para mí.

—Habrá un milagro —me decía—. Verás. Por eso fue enviado. Fue puesto en la cuna para que estuviera en estos momentos. Verás.

Decía en voz alta nuestros pensamientos. Todos esperábamos un milagro y provendría del Niño Santo.

La atmósfera estaba tensa por la espera.

Y luego llegó el clímax. Pero no fue el milagro que esperábamos.

Kate vino a mi habitación. Era pasada la medianoche. Se veía hermosa con su bata azul y el pelo largo rubio sobre los hombros.

—Despierta —dijo. Pero yo no dormía. No sé si fue alguna premonición que me tuvo despierta esa noche. Fue casi como si yo supiera que ese iba a ser el final de una época.

Me dijo:

—Keziah no está en su habitación.

Me senté en la cama.

—Está con uno de los hombres.

—Sí, con un hombre en la Abadía. Me atrevería a jurarlo.

—Ese hombre. ¡La mandó buscar nuevamente!

—Ella fue bastante a gusto. Es… horrible.

—Keziah siempre fue así.

—Sí, lo sé. Basta que un hombre le haga una seña y ella ya está detrás de él. Me pregunto cómo tu padre le permite estar en la casa.

—No creo que él lo sepa.

—Tiene la cabeza en las nubes. Un día se la cortarán si no tiene cuidado.

—Kate ¡no te atrevas a decir semejantes cosas!

—Debo decir lo que siento. Todo ha cambiado tanto. ¿Recuerdas cuando fuimos a ver a la Reina Ana? Qué diferente parecía entonces. Ahora todo ha cambiado.

—No, entonces ya estaba cambiando. Siempre ha estado cambiando, pero parece ser que la tragedia se está acercando…

Sentada en el borde de mi cama, abrazándose las rodillas, Kate parecía pensativa. No deseaba esa clase de excitación. Quería bailes y alegría, el placer de usar ropa fina y alhajas, de tener hombres que la desearan.

—Es hora que tu padre piense en un candidato para mí —dijo—. Y en todo lo que piensa es en lo que está sucediendo en la Abadía.

—Todos pensamos en eso.

—Hace tanto tiempo que no vemos a Bruno —dijo Kate—. Me pregunto…

Nunca la había visto tan preocupada antes por nadie. Continuó:

—Hablemos de cosas agradables. Olvidemos a Weaver y a sus hombres y a la Abadía.

—No podríamos olvidarlo por mucho tiempo —respondí— porque forma parte de nuestras vidas y lo que esté sucediendo allí nos está sucediendo a nosotros.

Pero Kate deseaba hablar de cosas agradables. Su casamiento, por ejemplo. El Duque o Conde la llevaría a la Corte. Sería rico y complaciente; pero estaba medio ausente y mientras hablaba de los esplendores por venir yo sabía que estaba pensando en Bruno.

¿Fue premonitorio? Eran las cinco de la mañana cuando Keziah volvió. Kate la había visto tambaleante a través del patio y la llevó a su habitación. Estaba sin zapatos ni medias y sus pies sangraban: su vestido estaba destrozado y vi un gran cardenal sobre uno de sus hombros. Parecía estar embriagada, pero no podía oler a bebida en su aliento.

Exclamé:

—¿Qué ha sucedido?

—Parece haber perdido el juicio —dijo Kate—. Por cierto que algo le ha sucedido.

Keziah me miró y me tendió una mano. La tomé. Temblaba.

Pregunté:

—Keziah, ¿qué hay? ¿Qué ocurrió? Has sido herida.

—Señorita Damask. Soy una pecadora. Las puertas del infierno están abiertas para mí.

—Cálmate, Keziah. ¿Qué sucedió? ¿Cómo es que estás en este estado?

—Viene de la Abadía —dijo Kate—. Vienes de la Abadía, Keziah. No trates de negarlo.

Keziah sacudió la cabeza.

—No. No de la Abadía. He pecado…, he cometido un pecado horrible. He contado lo que debía estar encerrado aquí. —Se golpeó el pecho con tanta violencia que pensé que se haría daño.

Dije:

—Por amor de Dios, Keziah, ¿qué has hecho?

—Les conté. Le he contado a él y ahora el mundo entero sabrá lo que era un secreto sagrado. ¿Qué harán ahora, Señorita Damask?

—Será mejor que nos cuentes lo que saben —dijo Kate—. Y más vale que te apures.

Keziah puso los ojos en blanco y luego rompió a llorar con sollozos amargos Sentía como si me hubiera perdido en una pesadilla. Sabía que había sucedido algo siniestro. Nunca había visto antes en ese estado a la despreocupada y sensual Keziah. Si hubiera sido una jovencita inocente, habría pensado que había sido violada por los monstruos que invadían la Abadía, pero Keziah no era ninguna niña inocente. Ella habría disfrutado con semejante experiencia.

Pero esta era una pena real, una pena desolada. Keziah se hallaba atormentada.

Dije suavemente:

—Cuéntanos, Kezzie. Te ayudará. Comienza por el principio y cuéntanos todo.

Se volvió hacia mí y yo la abracé. Se estremeció de dolor. Su cuerpo grande, un poco fláccido, temblaba.

—He hablado —balbuceó—. He contado lo que nunca debió ser dicho. He hecho algo terrible. Me asombra que el mismo Satanás no venga a buscarme.

—Empieza por el principio —ordenó Kate—. Cuéntanos todo. Estás murmurando tonterías solamente.

—Sí, hablar te hará bien, Kezzie —dije—. Dudo que sea tan malo como piensas.

—Es terrible, Señorita Damask, estoy condenada. Las puertas del infierno se están abriendo…

—No empieces con eso de nuevo —dijo Kate impacientemente.

—Ahora, ¿qué sucedió? Ese hombre envió por ti y tú fuiste alegremente.

—Oh, fue antes de eso, Señorita Kate. Fue mucho antes de eso. Fue cuando encontré la puerta en la pared. Fue allí cuando empezó todo.

¡La puerta en la pared! Kate y yo intercambiamos miradas.

—Estaba cubierta de hiedra y nadie podía saber que allí había una puerta, pero yo la encontré…, y la atravesé. Caminé en tierra consagrada. Debía haber sabido que desde ese momento estaba condenada.

—No digas tonterías —interrumpió Kate cortante—. Si no hubiera habido una puerta no la hubieras hallado. No puedes culparte por encontrarla y atravesarla. Eso fue natural.

—Pero no terminó allí, señorita. Lo vi…, y se había sacado los hábitos de monje y no parecía el mismo sin ellos, un hombre, nada más. Estaba cuidando las hierbas y sacando algunas y era un hombre apuesto, eso estaba bien claro. Lo contemplé y lo llamé y cuando me vio se sorprendió. Me ordenó que me marchara rápidamente. Después dijo que había pensado que yo era alguna visión enviada por el Diablo para tentarlo, lo cual fui en cierto modo. El Demonio nos tentó a los dos.

—Sigue —dijo Kate excitadamente y comencé a vislumbrar algo porque tuve una confusa visión del hecho al que todo esto nos conduciría.

Lo podía imaginar bien claramente. El Hermano Ambrose trabajando allí y Keziah tentándolo con esa descarada sensualidad que le era inherente y que probaría ser su ruina.

—Lo observé trabajar y le dije que era una pena que esa hombría magnífica estuviera desperdiciándose y todo lo que él podía decir era: «Apártate de mí, Satanás». Pero yo era perversa y pude ver que me estaba esperando, no podía pensar en ningún otro hombre que no fuera él y sabía lo que yo era para él. De manera que nos acostamos sobre el pasto alto e hicimos lo que era natural para la mayoría de los hombres menos para él, que era monje, y que era lo que más excitante lo hacía para mí. También para él, me imagino. Y yo volví y esa vez él no acudió porque estaba ocupado en su celda rascándose con su camisa de crin o arrodillado delante de la cruz pidiendo una purificación o algo así. Así solía decirme, pero yo no lo escuchaba. Siempre sabía que él volvería y que deseaba estar allí tanto como yo. Y así fue. Pero entonces quedé encinta. Sabía que les había sucedido a otras antes que a mí, pero esto era diferente. Sería el hijo de un monje.

—Juraría que no era la primera vez que te sucedía eso —dijo Kate, con los ojos brillantes por la excitación.

—Esa fue la primera vez, si bien me ha sucedido desde entonces y me he liberado de mis cargas con la ayuda de mi vieja abuelita. Si no hubiera sido la primera vez, tal vez yo hubiera actuado de otra manera. Pero allí estaba yo encinta…, de un monje. Tenía miedo. De manera que no dije nada…, nada a él, nada a nadie y después estuve de seis meses y se empezaba a notar, de manera que acudí a mi vieja abuelita en el bosque. Era una mujer sabia. Ella sabría qué hacer. «¡Has esperado demasiado, Kez!», me dijo. «Tendrías que haber venido tres meses atrás. Ahora sería peligroso. Tendrás que tener el niño».

»De manera que le conté todo y que era la semilla de un monje la que me había hecho el hijo y entonces ella rio, rio tanto y tan fuerte que me hizo sentir mejor. “Vuelve a la casa”, dijo, “y usa tus enaguas más grandes… Diles que tu tía de Black Heath está enferma y te manda llamar. Te quedarás con ella por una temporada”. De manera que hice como ella decía y me puse en camino con algunas cosas en las alforjas de mi montura. Iba a viajar con un grupo que mi abuelita estaba organizando. Pero permanecí con ella y me tuvo en la cabaña. Y nadie lo supo porque ella tenía una idea sobre lo que debíamos hacer cuando el niño naciera. Fue en busca de Ambrose y él vino a la cabaña —a pesar de vivir enclaustrado y de romper sus votos— y el niño debía nacer para el tiempo de Navidad. No quería hacerlo, pero mi abuelita tenía poderes maravillosos. Él decía que ella era el Diablo con faldas porque creía que había vendido su alma al Diablo. Ella lo tentaba. “Es tu propio hijo”, le decía. “La semilla de tus entrañas. Querrás verlo alguna vez, cuidarlo”.

»Este plan se le ocurrió a mi abuelita porque cuando el niño nació era Navidad. Se sentaba hamacándose junto al fuego y hablando con el gato. El niño aparecería en el pesebre, de manera que pensaran que era un Niño Santo. Mi abuelita decía que lo criarían en la Abadía y que tal vez fuera Abad algún día. Harían un caballero educado de él, que era diferente de ser el bastardo de una sirvienta. De manera que lo planeamos y en esa víspera de Navidad yo llevé mi bebé a través de la puerta secreta y Ambrose lo tomó y lo colocó en la cuna.

Kate y yo estábamos atónitas. No lo podíamos creer. Bruno, el Niño Santo, cuya llegada había sido un milagro que había cambiado a San Bruno de una Abadía zozobrante en una próspera, ¡era el hijo de un monje y una chica de la servidumbre! Y sin embargo, a pesar de lo que clamáramos contra esa historia fantástica, la creíamos cierta.

—Criatura perversa —gritó Kate—. Todo este tiempo nos has estado engañando a nosotros…, y al mundo.

Pensé que iba a golpear a Keziah. Estaba tan enojada y yo sabía que no podía tolerar el pensar en el cambio de la condición de Bruno. Se había burlado de él como el Niño Santo, pero había deseado que fuera diferente del resto de todos nosotros.

Keziah comenzó a sollozar.

—Pero ahora no los estoy engañando —dijo—. Y eso es lo más perverso de todo. Ahora todo el mundo lo sabe.

—Keziah —exclamé—, ¡le contaste a ese…, hombre!

Se meció hacia delante y atrás en su miseria.

—Señorita, no pude evitarlo. Me envió a buscar para que fuera a la posada, la posada de la Abadía. Fui llevada a una habitación allí y me ordenó que me desvistiera y me acostara en la cama. Así lo hice y lo esperé, porque pensaba que…

—Sabemos lo que pensaste, prostituta —exclamó Kate.

—Pero no era eso —dijo Keziah—. Vino y se inclinó sobre mí y me acarició rudamente y dijo: «Ya no eres una prostituta joven, Keziah, pero hay mucho de prostituta todavía en ti, ¿eh?». Y yo reí y pensé que era una especie de juego amoroso y luego él tomó una cuerda y me ató por los tobillos a los postes de la cama. Yo luché un poco, pero no demasiado.

—¿Pensaste que iba a ser una clase de juego, lo que tú llamas…, juego amoroso? —dijo Kate.

—Eso pensé, señorita…, justo hasta que vi el látigo. Entonces chillé y él me atravesó la cara de un golpe y ordenó: «Nada de ruido, puerca».

—Le pregunté qué más quería de mí porque yo no tenía nada más para dar. «Oh, sí que tienes, Keziah», dijo. «Tienes algo que yo deseo y vas a dármelo también, aunque tenga que matarte para sacártelo». Estaba aterrada, señorita, demasiado aterrada para gritar porque parecía un desalmado inclinado sobre mí, relamiéndose como suele hacerlo un hombre cuando mira una mujer desnuda, pero con un deleite que yo no había visto antes. Luego continuó: «Tú tuviste algo que ver con los monjes. No vas a decirme que una mujer como tú no retozó un poco detrás de las paredes grises. Te has llenado de lacayos, caballerizos, jardineros y todos los viajeros que han venido por estos lados. Habrás querido un poco de cambio, ¿no es así?».

»Entonces con mi pecado que me pesaba me puse a temblar y él lo vio y lo hizo reír aún más. “Vas a contarme, Keziah”, dijo. “Vas a contarme acerca de todos esos revolcones sobre el altar y en las capillas sagradas”. Yo grité: “No fue allí. No fue allí. No fuimos tan pecadores como eso”. Y entonces él dijo: “¿Dónde pecaste entonces, Keziah?”. Apreté la boca y no quería hablar. Entonces me dio latigazos, Señorita. Yo di un alarido. Y él dijo: “Grita todo lo que quieras, Keziah. En este lugar están acostumbrados a los alaridos y no se atreven a quejarse. Eso fue para que lo saborees. Fue el principio”.

»Podía sentir la sangre tibia en mis muslos. Entonces se inclinó sobre mí y me acarició, con su manera ruda. Tomó mi oreja entre los dientes y la mordió. Me amenazó: “Keziah, si no hablas, te dejaré el cuerpo de manera que ningún hombre quiera acostarse más contigo, le dejaré tantas cicatrices en la cara que los hombres se estremecerán cuando te miren. Los desearás igual, pero ellos no te desearán. No te será tan fácil tener esa mirada de estoy-dispuesta-y-preparada-señor, que me diste en el camino cuando nos vimos por primera vez”. Y yo temblaba y me dije a mí misma: No debo hablar. No debo hablar. No debo contarle. Y no hablé y él se inclinó sobre mí y dijo: “Solamente una vez más para recordarte como lo disfrutas, eh”. Y luego estuvo encima mío con esa fiereza que daba más dolor que placer. Oh, señorita, lo que he hecho.

—¡No le habrás contado a esa bestia! —gritó Kate.

Asintió con la cabeza.

—Tenía el látigo. Decía todas las cosas que me haría y entonces yo grité. «Te contaré…, te contaré todo…». Y le conté acerca de Ambrose y cómo lo había tentado y cómo mi abuelita lo había persuadido de poner el niño en la cuna y hacerlo santo. Y simplemente él me observaba y nunca vi semejante cambio en un hombre. Se reía tanto que creí que se había vuelto loco. Entonces desató mis cuerdas. Dijo: «Curarás pronto, Keziah. Estarás mejor que nunca. Eres una buena chica y esta ha sido una buena noche de trabajo».

—De manera que me puse la ropa y no pude encontrar mis zapatos… Salí trastabillando de la posada y llegué a casa. Ahora ya está dicho. El secreto ya no existe.

Qué acertada estaba. El secreto había sido revelado.

Qué rápida, qué súbitamente estaba empezando a advertir las violentas pasiones de los hombres. Esos pocos días permanecerán siempre en mi mente como los más horribles que haya conocido jamás. Tal vez conocí horrores más grandes después, con toda seguridad mayores sufrimientos, pero durante esos días me vi sacudida para siempre de mi niñez. Me parecía que desde aquel día en que había estado con mi padre a orillas del río y había visto pasar al Rey con el gran Cardenal me había dirigido lenta pero certeramente hacia este clímax.

Durante toda la mañana siguiente esperamos que cundiera la noticia. Sabíamos que no podía tardar. Pero tanto Kate como yo habíamos estado demasiado estupefactas para hablar de ello con nadie. Apenas si lo mencionamos entre nosotras y cuando lo hicimos fue con voces apagadas.

¿Lo sabía Bruno?, me preguntaba. No podía tolerar que lo supiera. Sabía que para él significaba tanto ser el Niño Santo.

Tenía que ver a Bruno. Me asombraba la fuerza de mis sentimientos. No me importaba qué peligros tuviera que afrontar. Quería decirle que para mí no hacía diferencia que fuera hijo de Keziah y de un monje. En verdad sentía cierto alivio, si bien advertía el desastre que significaría para la Abadía. Pero debía verlo, de manera que salí sola y corrí hasta la puerta secreta, retiré la hiedra y entré a los terrenos de la Abadía. El corazón me latía tan rápidamente que sentí como si fuera a sofocarme. No me atreví a detenerme a pensar en lo que sucedería si me encontraban allí. Me dirigí al sitio donde solíamos encontrar a Bruno y me escondí bajo la mata de arbustos donde Kate y yo nos escondíamos esperando, un poco absurdamente, que él viniera. Fue de esta manera que presencié la terrible escena.

Debí haber esperado allí alrededor de una hora y finalmente vino, pero no estaba solo. El monje Ambrose estaba con él.

Lo recordé, porque lo había visto cuando Keziah me había puesto sobre la pared y yo había estado asombrada del descaro de Keziah con el monje.

Tan pronto como vi a Bruno resultó evidente que sabía. Tenía una mirada extraña. Ambrose le hablaba. Deben haber ido allí porque era un terreno sin cultivar y era raramente usado.

—No puedes entender —decía Ambrose y su voz me llegó claramente—. Quería cuidarte. Quería jugar mi parte en criarte. Estuvo mal. Fue perverso. Era una forma de blasfemia…, pero lo hice porque no podía tolerar apartarme de ti.

Había una angustia en su voz que me estrujó el corazón. Podía muy bien entender el terrible remordimiento y la tribulación que había sufrido. Lo podía imaginar torturándose en la soledad de su celda. El pecador cuyas acciones le habían cerrado las puertas del Paraíso. Adán debió haberse sentido de esa manera cuando comió la fruta prohibida.

Estaba muy emocionada por el Hermano Ambrose. Pienso que fue porque recordaba que mi padre había deseado una familia y había dejado la Abadía por eso, que era evidentemente lo que Ambrose debió haber hecho. En cambio, había intentado tener lo mejor de los dos mundos, la celda del monje y su hijo. Lo comprendía muy bien y desee que Bruno le dijera que él lo entendía.

Pero Bruno estaba silencioso.

—He sufrido un millón de veces por mi pecado —prosiguió el Hermano Ambrose—. Pero he tenido una gran alegría cuidándote. ¿No sentías el mayor cariño que te daba? ¿No sentías como yo, que tú eras mi propio hijo? Estaba celoso de tu cariño por Clement, de las horas que pasabas con Valerian. Quería ser yo quien te enseñara tu griego y latín; quería cocinarte golosinas en mi horno. Y todo lo que podía hacer era enseñarte acerca de las hierbas y sus propiedades curativas y también de las crueles. Pero envidiaba a todos los demás el tiempo que pasaban contigo. Te querían a su modo…, pero yo era tu padre. Me gustaría oírte llamarme así…, alguna vez.

Todavía Bruno permanecía en silencio.

Podía imaginármelo todo tan claramente, el niño creciendo, el padre ansioso, su amor por el chico, su encanto en contraste con su terrible remordimiento. Podía entender su júbilo y su sufrimiento y quería gritar: «Bruno, háblale tiernamente. Hazle saber que te alegra llamarlo padre».

Pero Bruno permanecía callado como si estuviera aturdido.

Y entonces la escena cambió porque oí una fuerte voz grosera que decía:

—De manera que allí están Padre e hijo, ¡eh! —Y para mi horror vi aparecer a Rolf Weaver.

Me hundí entre los arbustos. Empecé a pensar en Keziah acostada desnuda sobre la cama con cuerdas atadas a los tobillos y rogué porque los arbustos me ocultaran. No podía imaginarme cuál sería mi suerte si era descubierta. Este hombre, tan bestial, tan rudo, que era capaz de actos que no podía entender del todo, era un espectáculo aterrador. Su jubón estaba abierto casi hasta la cintura y podía ver el negro de su pecho; tenía la cara roja y el pelo le crecía bajo en la frente. Era una bestia personificada. Me daba muy bien cuenta que era capaz de cometer cualquier crueldad. Me maravillaba que Keziah pudiera haberlo encontrado atractivo, aún antes que la tratara tan vilmente. Pero Kate decía que las mujeres como Keziah encontraban placer en una cierta clase de crueldad. Recordaba lo que ella había dicho acerca de su rudo juego de amor. Había visto curvarse con disgusto los labios de Kate mientras había dicho eso. Kate sabía tanto más que yo. Deseé que hubiera estado conmigo en ese momento. Me hubiera venido bien el consuelo que me hubiera podido dar y me pregunté cómo había sido tan osada de ir allí sola. Pero en ese momento no tenían interés en mí. Rolf Weaver tenía dos personas a quienes torturar y que ocupaban su atención con exclusión de todo lo demás.

—Y bien —exclamó—, ¿cómo te sientes al saber que eres el hijo de un monje pervertido y de la prostituta del pueblo? Contemplé la cara de Bruno. Estaba tan blanca como la cara de mármol de la Virgen Recamada.

No habló. Ambrose había dado un paso hacia Rolf Weaver.

—Ten cuidado, monje —exclamó Weaver—. Por Dios. Te haré desollar vivo si me levantas una mano. No es suficiente con que hayas mentido a tu Abad, que hayas profanado su Abadía, que hayas cometido pecado mortal, ¿vas a amenazar al hombre del Rey? —rio—. Es una moza jugosa, te aseguro. Tan dispuesta y complaciente. Por Dios, si no hay más que darle una mirada para saber que es aquí-mismo-y-sin-espera-por-favor-señor. Esa es tu madre, mi muchacho. ¡Cómo me hubiera gustado verlos retozar en el pasto! Y así fue como fuiste hecho tú. No dudo que habrá sido una sorpresa para el santo monje y su mujerzuela cuando descubrieron que estabas en camino.

Dejó escapar un rosario de palabras que no entendí. Lo único que sabía era que no quería oír más e irme. Pero no podía moverme porque si lo hacía me descubriría y extrañamente tenía más miedo de que Bruno supiera que yo había presenciado todo su oprobio que de lo que Rolf Weaver pudiera hacerme.

Entonces ocurrió. El hermano Ambrose saltó sobre Rolf Weaver; lo agarró de la garganta y los dos hombres rodaron por el suelo. Bruno permanecía como si no pudiera moverse, contemplándolos simplemente. Vi que el Hermano Ambrose estaba encima de Rolf Weaver y que, con las manos todavía en su garganta, lo levantaba y golpeaba varias veces su cabeza contra la tierra.

Yo los contemplaba con horror. Podía ver el color púrpura de la cara de Rolf Weaver; lo oía jadear y luego, repentinamente hubo silencio.

El Hermano Ambrose se puso de pie; tomó a Bruno de la mano y caminaron lentamente hacia la Abadía.

Me agaché temerosamente durante un segundo en los arbustos luego corrí, poniendo buen cuidado de no pasar demasiado cerca del hombre que yacía inerte sobre el pasto.

A la caída del sol del día siguiente, el cuerpo del Hermano Ambrose colgaba de una horca en la Puerta de la Abadía. Mi padre nos prohibió a mi madre, a Kate y a mí acercarnos a él.

Estaba profundamente conmovido, porque además de esta espantosa tragedia, el Abad había muerto.

Me dijo:

—Vivimos tiempos terribles, mi niña.

Nuestra casa estaba silenciosa porque cuando hablábamos lo hacíamos en susurros. Todos estábamos esperando cuál sería la próxima calamidad que recaería sobre nuestra comunidad. Mi padre comentó que ciertamente se alegraba de una cosa. Al menos su amigo Sir Thomas More no había vivido para ver la espantosa tragedia que había resultado del deseo del Rey de conseguir su placer a cualquier precio. Me alegré de que me dijera eso a mí solamente y le rogué horrorizada de que no fuera a repetírselo a nadie más. Me consoló; sería cuidadoso, me prometió, tan cuidadoso como podía serlo en ese mundo peligroso.

Los comisionados habían roto el Sello y la Abadía era ahora del Rey. Debido a las ignominias que se decía habían tenido lugar dentro de su recinto, no se otorgó pensiones a ninguno de sus miembros. El Abad, que podría haber sido honrado con un obispado si no se hubieran descubierto escándalos, había muerto afortunadamente para él, mientras los hombres del Rey estaban en la Abadía. Se decía que había muerto por causa de un corazón destrozado; y yo podía creerlo. Supuse que el golpe más cruel que le infligieron debe haber sido que había sido engañado por uno de sus monjes, que se había atrevido a profanar la santa cuna con su hijo bastardo, pero el golpe más grande fue sin duda la pérdida de su Abadía.

A lo largo de todos esos días de miseria se oían las voces de los hombres mientras cargaban los caballos con los tesoros y se marchaban. Los responsables por la pérdida de algunos de los tesoros fueron los ladrones. Iban por la noche y arrancaban las hermosas vestiduras en busca de los hilos de oro y plata que había en ellas. Si eran atrapados los colgaban de inmediato; pero eso no les importaba. Había demasiado para ganar.

Muchos de los manuscritos, el trabajo del Hermano Valerian, fueron apilados y quemados delante de la Abadía. El plomo de los techos era muy valioso y el hombre que reemplazaba a Rolf Weaver dio instrucciones de que lo quitaran.

Los monjes fueron abandonados a su suerte y tendrían que encontrar algún medio de ganarse el sustento en un mundo para el que estaban mal capacitados. El Hermano John y el Hermano James vinieron a ver a mi padre e inmediatamente les fue ofrecido un hogar, pero rehusaron tal oferta.

—Si aceptamos tu ofrecimiento —explicaron—, te colocaríamos en una posición comprometida y como hermanos seglares no estamos tan mal equipados como los otros. Hemos andado en el mundo y hecho negocios para la Abadía y conocemos un mercader de lana de Londres que podría damos trabajo.

Viendo que no transigían, mi padre insistió en que llevaran un bolso bien lleno y emprendieron su camino.

Ese día yo estaba en el estudio de mi padre conversando acerca de lo que había ocurrido en San Bruno, cuando Simón Caseman se nos reunió. Mi padre estaba diciendo que hubiera deseado que los Hermanos hubieran permanecido con nosotros cuando vimos aproximarse a través del parque a dos monjes. Mi padre se apresuró a recibirlos, seguido por Simón Caseman y por mí.

Los monjes explicaron que eran el Hermano Clement y el Hermano Eugene, y que habían trabajado en la panadería y en la cervecería de la Abadía respectivamente. Ahora estaban confusos y no sabían dónde ir. Había un aire tan poco mundano en la pareja que me emocionó profundamente; lanzarlos al mundo hubiera sido como enviar dos ovejas entre los lobos.

Mi padre inmediatamente les ofreció trabajar en nuestras cocinas y cervecería. Una vez que vistieran jubones de pana y medias largas se verían exactamente igual a los demás sirvientes, dijo, y sería preferible no mencionar de donde provenían.

Simón Caseman se alarmó. Aseguró a mi padre que albergar a monjes desposeídos podía ser interpretado como un acto de traición al Rey. Mi padre sabía eso, pero preguntó cómo podría despedir a tales hombres. Creo que los hubiera albergado a todos, como había intentado hacerlo con James y John si no se hubieran desparramado antes que pudiera hacerlo.

Más tarde en ese mismo día fue cuando apareció Bruno. Caminaba con mi padre por el jardín y hablábamos de la terrible debacle, y lo que significaría para esos hombres que habían pasado la mayor parte de sus vidas en la Abadía, verse arrojados súbitamente al mundo.

—Debe haber otros para que se reúnan con Clement y Eugene —estaba diciendo, cuando vimos a Bruno.

—¡Bruno! —grité—. Oh, qué alivio verte. He estado pensando en ti todo el tiempo.

Mi padre pareció sorprendido y con un poco de alarma me di cuenta de que él no conocía a Bruno.

Le dije:

—Padre, este es el que encontraron en la cuna de Navidad.

—Mi pobre niño —exclamó mi padre—. ¿Y adonde irás ahora?

Bruno respondió:

—Debo encontrar un techo hasta el momento en que ya no lo necesite.

Pensé que era una respuesta rara pero nada de lo que Bruno hacía era jamás común.

Mi padre dijo:

—Tienes tu techo. Puedes permanecer aquí.

—Gracias —repuso Bruno—. Trataré de que no se arrepienta de este día.

Cuando entramos a la casa, me sentía más feliz de lo que habíamos estado en mucho tiempo. Le dimos una habitación. No podíamos dejarlo dormir en las dependencias de servicio, y cuando estuvimos a solas le expliqué a mi padre cómo había conocido a Bruno y le conté acerca de la puerta cubierta de hiedra.

—Hiciste mal —dijo mi padre—, pero tal vez haya habido un propósito en ello. Damask, ese muchacho todavía cree que hay divinidad dentro de él.

Estaba en lo cierto. Nadie podía tratar a Bruno como a un sirviente. Mi padre explicó a los de la casa que le había sido enviado por unos amigos suyos. Compartiría las lecciones con nosotras.

Bruno aceptó esto; no había perdido nada de la arrogancia que nos sobrecogía tanto a Kate como a mí, y que tanto exasperaba a aquella.

Insistía en que Keziah había mentido bajo la tortura, como también Ambrose. Decía que él había predicho todo lo que había sucedido. Todo era parte de un plan divino y nosotros lo veríamos develado a su debido tiempo y, si bien, cuando yo estaba sola creía que él razonaba de esta manera porque no podía soportar otra cosa, cuando estaba con él, le creía a medias.

Los hombres del Rey partieron y, como habían quitado el plomo del techo de la iglesia, las lechuzas y murciélagos comenzaron a anidar allí. Los cadáveres putrefactos fueron retirados de los patíbulos por orden de mi padre y se les dio sepultura decente. Después, temblamos durante varias semanas de que no fuera considerado como un acto de traición, mientras esperábamos que alguien viniera a reclamar la Abadía y sus tierras. Pero nadie vino.

La Abadía permaneció como el esqueleto de algún gran monstruo, para recordarnos que una forma de vida ya había pasado y se había ido para siempre.