CAPÍTULO X

De lo que hicieron al llegar a Madrid; a quién encontró Gil Blas en la calle, y de lo que siguió a este encuentro.

UEGO que llegamos a Madrid fuimos a apearnos a una pequeña posada, en la cual se había alojado Escipión en sus viajes. Lo primero que hicimos fué ir a casa de Salero a recoger nuestros doblones. Recibiónos muy bien; me manifestó se alegraba mucho de verme en libertad. «Aseguro a usted —añadió— que he sentido mucho su desgracia, la cual me ha disgustado de la amistad de las gentes de la Corte, cuyas fortunas están muy en el aire. He casado a mi hija Gabriela con un rico mercader». «Usted ha obrado con juicio —le respondí—. Además de que este partido es más sólido, un plebeyo que llega a ser suegro de un noble no está siempre gustoso con su señor yerno».

Después, mudando de conversación y viniendo a nuestro asunto, proseguí: «Señor Gabriel, háganos usted el favor, si gusta, de entregarnos los dos mil doblones que…». «Vuestro dinero está pronto —interrumpió el platero, el cual, habiéndonos hecho pasar a su gabinete, nos mostró dos talegos en los cuales había unos rótulos que decían: “Estos talegos de doblones son del señor Gil Blas de Santillana.”—. Ved aquí —me dijo— el depósito tal como se me confió».

Di gracias a Salero del favor que me había hecho, y muy consolado de haberme quedado sin su hija, nos llevamos los talegos a la posada, en donde contamos nuestras monedas. La cuenta se encontró cabal, rebajados los cincuenta doblones que se habían gastado en conseguir mi libertad. Ya no pensamos mas que en disponernos para ir a Aragón. Mi secretario tomó a su cargo comprar una silla volante y dos mulas. Yo por mi parte cuidé de la compra de ropa blanca y vestidos. En una de las veces que iba arriba y abajo a estas compras encontré al barón de Steinbach, aquel oficial de la guardia alemana en cuya casa se había criado don Alfonso.

Saludé a este caballero alemán, quien, habiéndome también conocido, se vino a mí y me abrazó. «Me alegro en extremo —le dije— de ver a su señoría en tan buena salud y al mismo tiempo de tener ocasión de saber de mis amados señores don César y don Alfonso de Leiva». «Puedo dar a usted noticias suyas muy ciertas —me respondió—, pues ambos están actualmente en Madrid y en mi casa. Tres meses hace que vinieron a la corte a dar gracias al rey de un empleo que su majestad ha conferido a don Alfonso en premio de los servicios que sus abuelos hicieron al Estado; le ha nombrado gobernador de la ciudad de Valencia, sin que le haya pedido este cargo ni solicitádolo por otra persona. No se ha hecho una gracia más espontánea, lo cual prueba que nuestro monarca gusta de recompensar el valor».

Aunque yo sabía mejor que Steinbach el origen de esto, no manifesté saber la menor cosa de lo que me contaba y sí un deseo tan vivo de saludar a mis antiguos amos, que para satisfacerlo me condujo inmediatamente a su casa. Yo quería probar a don Alfonso y juzgar por su recibimiento si me estimaba todavía. Le encontré en una sala jugando al ajedrez con la baronesa de Steinbach. Luego que me conoció, dejó el juego y se vino a mí arrebatado de gozo, y estrechándome entre sus brazos me dijo en un tono que manifestaba una ingenua alegría: «¡Santillana! ¡Conque al fin vuelvo a verte! ¡Estoy loco de contento! No ha estado en mi mano el que no hayamos permanecido siempre juntos; yo te rogué, si haces memoria, que no te fueras de la casa de Leiva, y tú no hiciste caso de mis ruegos. No obstante, no te lo imputo a delito; antes bien, te agradezco el motivo de tu ida; pero desde entonces debieras haberme escrito y ahorrarme el trabajo de hacerte buscar inútilmente en Granada, en donde mi cuñado don Fernando me había escrito que estabas. Después de esta ligera reconvención —continuó—, dime qué haces en Madrid. Regularmente tendrás aquí algún empleo. Ten por cierto que me intereso ahora más que nunca en tu bien». «Señor —le respondí—, no hace todavía cuatro meses que ocupaba en la corte un puesto de bastante consideración. Tenía la honra de ser secretario y confidente del duque de Lerma». «¡Es posible! —exclamó don Alfonso con grande asombro—. ¡Qué! ¿Has merecido tú la confianza de este primer ministro?». «Logré su favor —respondí— y le perdí del modo que voy a decir». Entonces le conté toda esta historia y concluí mi narrativa exponiéndole la determinación que había tomado de comprar, con lo poco que me quedaba de mi prosperidad pasada, una pobre choza para pasar en ella una vida retirada.

El hijo de don César, después de haberme oído con mucha atención, me dijo: «Mi amado Gil Blas, ya sabes que siempre te he querido y ahora más que nunca. Pues el Cielo me ha puesto en estado le poder aumentar tus bienes, quiero que no seas más tiempo juguete de la fortuna. Para libertarte de su poder, te quiero dar una hacienda que no podrá quitarte, y pues estás determinado a vivir en el campo, te doy una pequeña quinta que tenemos cerca de Liria, distante cuatro leguas de Valencia, que ya has visto tú. Este regalo podemos hacerlo sin incomodarnos, y me atrevo a asegurar que mi padre no desaprobará esta determinación que Serafina recibirá en ello gran contento». Me arrojé a los pies de don Alfonso, quien al momento me hizo levantar; le besé la mano y, más enamorado de su buen corazón que de su benéfico, le dije: «Señor, vuestras finezas me cautivan. El don que me hacéis me es tanto más agradable tanto que precede al agradecimiento de un favor que yo he hecho a ustedes y más bien quiero deberlo a su generosidad que a su gratitud». Mi gobernador se quedó algo suspenso de lo que oía y no pudo menos de preguntarme de qué favor le hablaba. Díjeselo con todas sus circunstancias, lo cual aumentó su admiración. Estaba muy lejos de pensar, como el barón de Steinbach, que el Gobierno de la ciudad de Valencia se le hubiese dado por mediación mía. No obstante, no teniendo ya duda de ello, me dijo: «Gil Blas, pues que te debo mi empleo, no quiero darte sólo la pequeña hacienda de Liria: quiero agregar a ella dos mil ducados de renta al año».

«¡Alto ahí, señor don Alfonso! —interrumpí—. ¡No despierte usted mi codicia! Los bienes no sirven mas que para corromper mis costumbres, como harto lo tengo experimentado. Acepto gustoso vuestra quinta de Liria. En ella viviré cómodamente con lo que tengo. Por otra parte, esto me es suficiente, y, lejos de desear más, primero consentiré en perder todo lo que hay de superfino en lo que poseo. Las riquezas son una carga en un retiro en donde sólo se busca la tranquilidad».

Don César llegó cuando estábamos en esta conversación. No manifestó al verme menos alegría que su hijo, y cuando supo el motivo del agradecimiento a que me estaba obligada su familia, se empeñó en que había de aceptar yo la renta, lo cual rehusé de nuevo. En fin, el padre y el hijo me condujeron a casa de un escribano, en donde otorgaron la escritura de donación, que ambos firmaron con más gusto que si fuera un instrumento a favor suyo. Finalizado el contrato, me lo entregaron, diciendo que la hacienda de Liria ya no era suya y que fuese cuando quisiese a tomar posesión de ella. Después se volvieron a casa del barón de Steinbach y yo fui volando a la posada, en donde dejé pasmado a mi secretario cuando le dije que teníamos una hacienda en el reino de Valencia y le conté el modo como acababa de adquirirla. «¿Cuánto puede producir esta pequeña heredad?», me dijo. «Quinientos ducados de renta —le respondí—, y puedo asegurarte que es una amena soledad. Yo la he visto, por haber estado en ella muchas veces en calidad de mayordomo de los señores de Leiva. Es una casa pequeña, situada a la orilla del Guadalaviar, en una aldea de cinco o seis vecinos y en un país hermosísimo».

«Lo que me gusta mucho —exclamó Escipión— es que tendremos allí caza, vino de Benicarló y excelente moscatel. ¡Vamos, amo mío, démonos prisa a dejar el mundo y llegar a nuestra ermita!». «No tengo menos deseo que tú —le respondí— de estar allá; pero antes es preciso hacer un viaje a Asturias, porque mis padres no deben de hallarse en buen estado. Quiero ir a verlos y llevármelos a Liria, en donde pasarán sus últimos días con descanso. Acaso me habrá el Cielo deparado este asilo para recibirlos en él, y si dejara de hacerlo así, me castigaría». Escipión apoyó mucho mi determinación y aun me excitó a ejecutarla. «No perdamos tiempo —me dijo—; ya tengo carruaje. Compremos prontamente mulas y tomemos el camino de Oviedo». «Sí, amigo mío —le respondí—, marchemos cuanto antes. Me es indispensable repartir las conveniencias de mi retiro con los que me han dado el ser. Presto estaremos de vuelta en nuestra aldea, y en llegando quiero escribir en letras de oro sobre la puerta de mi casa estos dos versos latinos:

Inveni portum: Spes et Fortuna, válete:

Sat me ludistis; ludite nunc altos.[3]»