Del primer viaje que hizo Escipión a Madrid; cuál fué el motivo y éxito de él. Dale a Gil Blas una enfermedad y resultas que tuvo.
UNQUE comúnmente decimos que no tenemos mayores enemigos que nuestros criados, no hay duda en que, cuando nos son fieles y afectos, son nuestros mejores amigos. La inclinación que Escipión me había manifestado me hacía mirarle como a mi misma persona. Así, ya no hubo subordinación ni etiqueta entre Gil Blas y su secretario. Habitaron en adelante comiendo y durmiendo juntos.
La conversación de Escipión era muy divertida, y con razón se le podía haber llamado el hombre de buen humor. Además era discreto y me iba bien con sus consejos. Un día le dije: «Amigo mío, me parece no sería malo que yo escribiese al duque de Lerma; esto no puede producir mal efecto. ¿Qué te parece a ti?». «Ya estoy —respondió—; pero los grandes se mudan tanto de un instante a otro que no sé cómo recibirá vuestra carta. No obstante soy de dictamen que no se pierde nada en que escribáis, pero con maña. Aunque el ministro os estima, no fiéis por eso en que se acordará de vos. Esta suerte de protectores fácilmente olvida a aquellos de quienes ya no oyen hablar».
«Aunque eso es muy cierto —le repliqué—, yo hago mejor concepto de mi favorecedor. Conozco su bondad; estoy persuadido de que se compadece de mis penas y que siempre las tiene presentes. A la cuenta, espera para sacarme de la prisión que se aplaque la cólera del rey». «Sea enhorabuena —respondió—; yo me alegraré que el juicio que usted hace de su excelencia sea verdadero. Implore usted su patrocinio por medio de una carta muy expresiva, que yo se la llevaré y entregaré en su propia mano». Pedí papel y tintero y compuse un trozo de elocuencia que a Escipión le pareció patético y Tordesillas juzgó superior a las mismas homilías del arzobispo de Granada.
Yo me lisonjeaba de que el duque de Lerma se compadecería al leer la triste pintura que le hacía del miserable estado en que no estaba, y con esta confianza hice partir mi correo, el cual apenas llegó a Madrid cuando fué a casa del ministro. Encontró a uno de mis amigos, ayuda de cámara, que le facilitó ocasión de hablar al duque, a quien dijo, presentándole el pliego que llevaba: «Señor, uno de los más fieles criados de su excelencia, el cual duerme sobre paja en un obscuro calabozo de la torre de Segovia, le suplica muy humildemente lea esa carta, que de lástima le ha facilitado poder escribir uno de los carceleros». El ministro la abrió y leyó; pero aunque vio en ella un retrato capaz de enternecer el corazón más duro, lejos de mostrarse compadecido, levantó la voz y dijo al correo delante de algunas personas que podían oírlo: «Amigo, diga usted a Santillana que es mucha osadía el recurrir a mí después de la acción perversa que ha cometido y por la cual se le ha impuesto el castigo que merece. Es un hombre indigno, que ya no debe contar con mi apoyo y a quien abandono al resentimiento del rey».
Escipión, sin embargo de su desahogo, se quedó turbado de oír hablar de esta suerte al ministro; pero, a pesar de su turbación, no dejó de interceder por mí. «Señor —replicó—, aquel pobre preso morirá de dolor cuando sepa la respuesta de vuestra excelencia». El duque no respondió a mi intercesor sino mirándole de sobre ojo y volviéndole la espalda. Así me trataba este ministro para disimular mejor la parte que había tenido en la amorosa intriga del príncipe de España, y esto es lo que deben esperar todos los agentes inferiores de quienes se valen los grandes señores en sus secretos y peligrosos manejos.
Cuando mi secretario volvió a Segovia y me contó el resultado de su comisión, me sepulté de nuevo en el abismo de tristezas en que caí el primer día de mi prisión y aun me creí más desgraciado faltándome la protección del duque de Lerma. Decaí de ánimo, y por más que me dijeron para consolarme, todo fué inútil; atormentáronme otra vez los pesares, de manera que insensiblemente me causaron una grave enfermedad.
El señor alcaide, que se interesaba en mi salud, creído de que para recobrarla era lo mejor llamar médicos, me trajo dos que tenían traza de ser unos celosos servidores de la diosa Libitina. «Señor Gil Blas —me dijo al presentármelos—, vea usted aquí dos Hipócrates que vienen a visitarle y que dentro de poco le pondrán bueno». Era tal la oposición que tenía yo a estos doctores, que seguramente los habría recibido muy mal si me hubiera quedado algún apego a la vida; pero me sentía tan cansado de ella, que agradecí a Tordesillas el que me pusiera en sus manos.
«Caballero —me dijo uno de los médicos—, es necesario ante todas cosas que usted tenga confianza en nosotros». «La tengo muy grande —le respondí—, pues estoy cierto de que con la asistencia de ustedes quedaré curado de todos mis males en pocos días». «Sí —respondió—, lo quedará usted mediante Dios, y nosotros haremos a lo menos lo que esté de nuestra parte para ello». En efecto, estos señores se portaron tan maravillosamente, que a ojos vistas me iban llevando a la sepultura. Desconfiado ya don Andrés de mi curación, hizo venir un religioso de San Francisco para que me ayudase a bien morir. El buen padre, después de haber hecho su deber, se retiró, y yo, viéndome en mi última hora, hice señas a Escipión para que se acercara a mi cama. «Amado amigo mío —le dije con una voz casi apagada; tal era la debilidad que las medicinas y sangrías me habían causado—, de los dos talegos que hay en casa de Gabriel, te dejo uno y te suplico lleves el otro a Asturias a mis padres, quienes, si todavía viven, estarán necesitados. Pero, ¡ay de mí, temo mucho que no han de haber podido sobrevivir a mi ingratitud! Lo que Moscada sin duda les habrá contado de mi dureza quizá les habrá causado la muerte. Si el Cielo los ha conservado a pesar de la indiferencia con que he pagado su ternura, les darás el talego de doblones, suplicándoles me perdonen mi mala correspondencia, y si han muerto te encargo emplees el dinero en pedir al Cielo por el descanso de sus almas y la mía». Diciendo esto, le alargué una mano, que bañó con sus lágrimas sin poder responderme una palabra; tal era la aflicción que tenía el pobre mozo de mi pérdida; lo que prueba que el llanto de un heredero no es siempre risa disimulada.
Esperaba, pues, experimentar el trance de la muerte, y, no obstante, me engañé. Habiéndome desahuciado mis doctores y dejado campo libre a la naturaleza, ésta fué la que me sacó del peligro. La calentura, que, según su pronóstico, debía llevarme al otro mundo, quiso desmentirlos y me dejó. Poco a poco me restablecí con la mayor felicidad y un perfecto sosiego de espíritu fué el fruto de mi mal. Ya entonces no necesité de consuelo; antes bien, miré las riquezas y honores con aquel desprecio que inspira la cercanía de la muerte, y, vuelto en mí mismo, bendecía mi desgracia y daba gracias al Cielo, como si me hubiese hecho un favor particular, e hice firme propósito de no volver más a la corte, aun cuando el duque de Lerma quisiese llamarme a ella, con ánimo, si salía de la prisión, de comprar una casa de campo y vivir en ella como un filósofo.
Escipión aprobó mi pensamiento y me dijo que, para que tuviese efecto cuanto antes, pensaba volver a Madrid a solicitar mi soltura. «Me ha ocurrido una cosa —añadió—. Conozco a una persona que podrá servirnos, y es la criada favorita del ama de leche del príncipe, que es una muchacha de entendimiento. Voy a que hable a su ama y a poner todos los medios imaginables para sacar a usted de esta torre, en donde, aunque se le dé el mejor trato, siempre es prisión». «Dices bien —le respondí—. Vé, amigo mío, sin perder tiempo, a dar principio a esa diligencia. ¡Pluguiese al Cielo que estuviéramos ya en nuestro retiro!».